sábado, 16 de abril de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 16.



16



Pintor de brocha gorda



   Era muy tarde cuando despertó. Alarmado al ver tanta luz, saltó de la cama y corrió hacia la puerta. Cuando regresó del baño, volvió a tumbarse. Recordó que era domingo y no tenía que pintar paredes, era maravilloso. Se encontraba cansado, hacía mucho que no se sentía así. No es que fuera duro el trabajo. Apartó las sábanas, el sol entraba de lleno en la habitación y hacía calor. Se quedó mirando al techo. No le apetecía levantarse y le daba igual el desayuno.

   Esa desidia, infrecuente en él, llenó su cabeza de funestos pensamientos. Él no soportaba la inactividad. Llevaba una temporada pensando y pensando, pero estaba vacío, sin ideas. Así no era extraño que no saliera una obra nueva de sus manos. Y su economía menguaba. Entonces se decidió a buscar un trabajo.

   Indagando con discreción, consiguió dar con el pintor, que definitivamente se había quedado sin ayudante. Avergonzado, aceptó un mísero sueldo que apenas le alcanzaba para pagar la pensión. Pero no podía dejar que sus escasos ahorros desaparecieran. Se vistió con su ropa más vieja, manejó con soltura la brocha y pintó paredes. Nunca había manejado una brocha tan gorda, ni siquiera para preparar sus lienzos. Era humillante. Recordándolo, agarró con rabia las sábanas.

   Un día, mojó la brocha en pintura y la escurrió. La acercó a la pared, y dibujó algo parecido a un castillo. La mojó de nuevo y colocó al lado un animal y de su boca hizo surgir una llamarada de fuego. Respiró fuerte, y comenzó a tapar el dibujo. Una obra efímera. Era inútil, no tenía imaginación.

   Intentó vaciar su cabeza. Rodó sobre la cama, fue inútil. Su cabeza desocupada se empeñaba en devolverle los malos recuerdos. Así pasó a recordar a la comandanta. Se había enterado de que iba dejando deudas allá por donde iba. Ganas le daban de levantarse, coger su retrato y destrozarlo. Quiso olvidarla también.

   Y de un retrato pasó a otro. Y recordó a Irene. Se gustaban. Pero no lo veía claro con ella. Y no quería hacerle daño. Y…

   No, no… tenía que dejar de pensar… Irene le había besado… había posado ante el Alcázar… una nueva obra, la mejor… él no tenía imaginación, la había perdido… eso  dolía mucho… era humillante… abandonaría la pintura… se marcharía lejos… donde nadie le conociera…





   Despertó inquieto. Pensamientos adversos… seguían aflorando… necesitaba hacer algo… salir de su cabeza.

   Se levantó y se encontró muy cansado y con dolor de cabeza. Dio una vuelta por la habitación. Se sentó a la mesa, vio el papel en blanco. Cogió el lápiz, miró por la ventana. Pasó un rato ausente, sin saber qué hacer. Harto de todo, se levantó con brusquedad, el papel y el lápiz acabaron en el suelo. Desesperado, se vistió y salió a la calle, intentando huir de sus pensamientos. Se encontró con un estómago rugiente pidiendo a gritos que lo alimentaran. Se fue directo a la taberna que había a la vuelta de la esquina. Pidió vino y algo de comer, lo que tuvieran, le daba igual. Sólo vio comida, la devoró en un santiamén. Ahora se sentía pesado. Salió a la calle.

   El dolor de cabeza había desaparecido. Se sentía mejor. Comenzó a andar sin rumbo fijo, observando las casas, mirando a la gente. Los edificios le devolvieron a su arte, siempre volvía a él. Pensó en dar un paseo hasta el Alcázar, para convencerse que era ése el castillo que debía volver a pintar y no el de la espadaña con el dragón. Así acabó dirigiendo sus pasos a la plaza Mayor. Se dio una vuelta por ella, atendiendo a la arquitectura, la luz, los colores. Siguió con los pináculos de la Catedral y finalmente bajó la cuesta, hacia la fortaleza. Estudió las casas, los tejados contra el cielo y descubrió el románico de la iglesia de San Andrés. Allí divisó a Irene entre un grupo de amigas sentadas en un banco. Saludó con la mano, ausente y perdido en sus pensamientos y ella le devolvió el gesto. Siguió su camino hacia el Alcázar. Escuchó unos pasos tras él.

   –Espérame –le pareció oír algo, pero no estaba seguro y siguió caminando–. Espera, Alejandro –escuchó su nombre y se detuvo–. Alejandro, por favor… –se adelantó y se detuvo ante él.

   Se detuvo, era ella, con la mirada triste. La miró como si lo hiciera por primera vez.

   –Hola. ¿No estabas con tus amigas?

   –Sí, pero a ellas las veo todos los días. Alejandro, ¿qué te ocurre?

   –Voy a pintar el castillo… un encargo nuevo –acertó a decir, sin mucha convicción–. Siguió andando.

   –¿Sigues deprimido? ¿Con un encargo? –sus ojos estaban húmedos–. No lo entiendo.

   Caminó junto a él, en silencio, hasta llegar al viejo Alcázar. Alejandro se detuvo y observó la fortaleza. Recorrió los cónicos tejados, esbeltos y negros como tizones. Cerró un ojo y colocó las manos delante del otro, formando un rectángulo. Después empezó a trazar líneas imaginarias en el aire. Dejó caer el brazo a plomo.

   –¿Querrías decirme algo? Por favor… –imploró Irene.

   –No quiero aburrirte con mis problemas –contestó con desgana.

   –Por favor…

   Su mente cansada y ausente hizo un esfuerzo. Tras dudarlo, se decidió a contarle la verdad. Avergonzado, le contó que no tenía ningún encargo y que había descendido hasta lo más bajo en su oficio: había hecho de pintor de brocha gorda, pintando paredes y techos. Y que no tenía ideas. También le habló de la obsesión por el castillo de sus sueños, como ella ya sabía. Tras su confesión se sintió realmente cansado y vacío. Nada tenía sentido para él.

   Irene le tomó de la mano y él se dejó guiar hasta el muro. Se apoyaron en él, mirando hacia el valle del Clamores. 

   –Alejandro, yo que tú, volvería a ese castillo. Puede que por fin encuentres la inspiración.

   –No creo que sirva de nada.

   –Si no la encuentras, abandonas la idea y te quedas más tranquilo. Inténtalo por lo menos.

   La mirada de Alejandro vagaba por el bosque sobre la loma y ante sus ojos atónitos, comenzó a tomar forma un viejo y decrépito castillo. Un ave volando acabó convertida en un dragón sobrevolando su morada. Cerró los ojos, no podía estar viendo aquello. Quizás era una señal. Sin dejar de mirar el bosque y viendo una fortaleza que crecía en su imaginación, habló:

   –Tienes razón. Mañana mismo me voy, cuanto antes mejor.

   –Eso ya me gusta –esbozó una tímida sonrisa.

   –Y si no surge, buscaré la inspiración más cerca. Por aquí, sin ir más lejos –se volvió.

   –Alejandro…

   –¿Qué…

   Irene puso la mano en su hombro y se le fue acercando. Buscó la complicidad de su mirada. Se acercó hasta que todo resultó borroso. Sintió una mano en su cintura. Sus labios se entreabrieron y se abandonó a ellos. Se separó y tomó aire, vio su triste mirada y volvió a besarle, una, dos, hasta tres veces, antes de separarse.

   Miró a su alrededor, avergonzada. Parecía que no había nadie. Se apoyó en el muro, junto a él.



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