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Pintor
de brocha gorda
Era muy tarde
cuando despertó. Alarmado al ver tanta luz, saltó de la cama y corrió hacia la
puerta. Cuando regresó del baño, volvió a tumbarse. Recordó que era domingo y
no tenía que pintar paredes, era maravilloso. Se encontraba cansado, hacía
mucho que no se sentía así. No es que fuera duro el trabajo. Apartó las
sábanas, el sol entraba de lleno en la habitación y hacía calor. Se quedó
mirando al techo. No le apetecía levantarse y le daba igual el desayuno.
Esa desidia,
infrecuente en él, llenó su cabeza de funestos pensamientos. Él no soportaba la
inactividad. Llevaba una temporada pensando y pensando, pero estaba vacío, sin
ideas. Así no era extraño que no saliera una obra nueva de sus manos. Y su
economía menguaba. Entonces se decidió a buscar un trabajo.
Indagando con
discreción, consiguió dar con el pintor, que definitivamente se había quedado
sin ayudante. Avergonzado, aceptó un mísero sueldo que apenas le alcanzaba para
pagar la pensión. Pero no podía dejar que sus escasos ahorros desaparecieran.
Se vistió con su ropa más vieja, manejó con soltura la brocha y pintó paredes.
Nunca había manejado una brocha tan gorda, ni siquiera para preparar sus
lienzos. Era humillante. Recordándolo, agarró con rabia las sábanas.
Un día, mojó la
brocha en pintura y la escurrió. La acercó a la pared, y dibujó algo parecido a
un castillo. La mojó de nuevo y colocó al lado un animal y de su boca hizo
surgir una llamarada de fuego. Respiró fuerte, y comenzó a tapar el dibujo. Una
obra efímera. Era inútil, no tenía imaginación.
Intentó vaciar su
cabeza. Rodó sobre la cama, fue inútil. Su cabeza desocupada se empeñaba en
devolverle los malos recuerdos. Así pasó a recordar a la comandanta. Se había
enterado de que iba dejando deudas allá por donde iba. Ganas le daban de
levantarse, coger su retrato y destrozarlo. Quiso olvidarla también.
Y de un retrato
pasó a otro. Y recordó a Irene. Se gustaban. Pero no lo veía claro con ella. Y
no quería hacerle daño. Y…
No, no… tenía que
dejar de pensar… Irene le había besado… había posado ante el Alcázar… una nueva
obra, la mejor… él no tenía imaginación, la había perdido… eso dolía mucho… era humillante… abandonaría la
pintura… se marcharía lejos… donde nadie le conociera…
Despertó inquieto.
Pensamientos adversos… seguían aflorando… necesitaba hacer algo… salir de su
cabeza.
Se levantó y se
encontró muy cansado y con dolor de cabeza. Dio una vuelta por la habitación.
Se sentó a la mesa, vio el papel en blanco. Cogió el lápiz, miró por la
ventana. Pasó un rato ausente, sin saber qué hacer. Harto de todo, se levantó
con brusquedad, el papel y el lápiz acabaron en el suelo. Desesperado, se
vistió y salió a la calle, intentando huir de sus pensamientos. Se encontró con
un estómago rugiente pidiendo a gritos que lo alimentaran. Se fue directo a la
taberna que había a la vuelta de la esquina. Pidió vino y algo de comer, lo que
tuvieran, le daba igual. Sólo vio comida, la devoró en un santiamén. Ahora se
sentía pesado. Salió a la calle.
El dolor de cabeza
había desaparecido. Se sentía mejor. Comenzó a andar sin rumbo fijo, observando
las casas, mirando a la gente. Los edificios le devolvieron a su arte, siempre
volvía a él. Pensó en dar un paseo hasta el Alcázar, para convencerse que era ése
el castillo que debía volver a pintar y no el de la espadaña con el dragón. Así
acabó dirigiendo sus pasos a la plaza Mayor. Se dio una vuelta por ella,
atendiendo a la arquitectura, la luz, los colores. Siguió con los pináculos de
la Catedral y finalmente bajó la cuesta, hacia la fortaleza. Estudió las casas,
los tejados contra el cielo y descubrió el románico de la iglesia de San
Andrés. Allí divisó a Irene entre un grupo de amigas sentadas en un banco.
Saludó con la mano, ausente y perdido en sus pensamientos y ella le devolvió el
gesto. Siguió su camino hacia el Alcázar. Escuchó unos pasos tras él.
–Espérame –le
pareció oír algo, pero no estaba seguro y siguió caminando–. Espera, Alejandro
–escuchó su nombre y se detuvo–. Alejandro, por favor… –se adelantó y se detuvo
ante él.
Se detuvo, era
ella, con la mirada triste. La miró como si lo hiciera por primera vez.
–Hola. ¿No estabas
con tus amigas?
–Sí, pero a ellas
las veo todos los días. Alejandro, ¿qué te ocurre?
–Voy a pintar el castillo…
un encargo nuevo –acertó a decir, sin mucha convicción–. Siguió andando.
–¿Sigues deprimido?
¿Con un encargo? –sus ojos estaban húmedos–. No lo entiendo.
Caminó junto a él,
en silencio, hasta llegar al viejo Alcázar. Alejandro se detuvo y observó la
fortaleza. Recorrió los cónicos tejados, esbeltos y negros como tizones. Cerró
un ojo y colocó las manos delante del otro, formando un rectángulo. Después
empezó a trazar líneas imaginarias en el aire. Dejó caer el brazo a plomo.
–¿Querrías decirme
algo? Por favor… –imploró Irene.
–No quiero
aburrirte con mis problemas –contestó con desgana.
–Por favor…
Su mente cansada y
ausente hizo un esfuerzo. Tras dudarlo, se decidió a contarle la verdad.
Avergonzado, le contó que no tenía ningún encargo y que había descendido hasta
lo más bajo en su oficio: había hecho de pintor de brocha gorda, pintando
paredes y techos. Y que no tenía ideas. También le habló de la obsesión por el castillo
de sus sueños, como ella ya sabía. Tras su confesión se sintió realmente
cansado y vacío. Nada tenía sentido para él.
Irene le tomó de la
mano y él se dejó guiar hasta el muro. Se apoyaron en él, mirando hacia el
valle del Clamores.
–Alejandro, yo que
tú, volvería a ese castillo. Puede que por fin encuentres la inspiración.
–No creo que sirva
de nada.
–Si no la
encuentras, abandonas la idea y te quedas más tranquilo. Inténtalo por lo
menos.
La mirada de
Alejandro vagaba por el bosque sobre la loma y ante sus ojos atónitos, comenzó
a tomar forma un viejo y decrépito castillo. Un ave volando acabó convertida en
un dragón sobrevolando su morada. Cerró los ojos, no podía estar viendo
aquello. Quizás era una señal. Sin dejar de mirar el bosque y viendo una
fortaleza que crecía en su imaginación, habló:
–Tienes razón.
Mañana mismo me voy, cuanto antes mejor.
–Eso ya me gusta
–esbozó una tímida sonrisa.
–Y si no surge,
buscaré la inspiración más cerca. Por aquí, sin ir más lejos –se volvió.
–Alejandro…
–¿Qué…
Irene puso la mano
en su hombro y se le fue acercando. Buscó la complicidad de su mirada. Se
acercó hasta que todo resultó borroso. Sintió una mano en su cintura. Sus
labios se entreabrieron y se abandonó a ellos. Se separó y tomó aire, vio su
triste mirada y volvió a besarle, una, dos, hasta tres veces, antes de
separarse.
Miró a su
alrededor, avergonzada. Parecía que no había nadie. Se apoyó en el muro, junto
a él.
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