ME
LO MEREZCO
Eran las doce del mediodía, lucía un sol
espléndido y la calle estaba atestada de gente que aparentemente no tenía más
obligación que la de darse el placer de pasear, como yo, que había acabado los estudios
hacía un mes y me había convertido en un prelaborador; pero… ¿y los demás?,
¿nadie laboraba? Bueno, había alguien cerca de la zapatería que sí lo hacía,
aunque fuera algo ilegal; era un sugeridor y estaba hablando con la mujer del
sombrero rojo.
El sugeridor abrió la puerta de la tienda,
había logrado convencerla. En ese momento escuché una bronca tras de mí:
quejas, palabras subidas de tono y pasos apresurados. Siendo de naturaleza
curiosa, quise volverme y recibí un golpe tan violento en el costado que creí
que me habían partido. Salí despedido y tropecé, yendo a parar contra una
mujer; me aferré a su hombro para evitar la caída, pero se revolvió y mi mano
resbaló sobre su cuerpo.
—¡Pervertido! —gritó y yo caí.
Sentí un terrible dolor, desde la yema de
los dedos hasta el hombro, el dolor más fuerte que había sufrido hasta
entonces; sin saber que de inmediato iba a ser mucho peor, cuando alguien me
cayó encima y la pierna crujió.
—Perdón, perdón, me han empujado —el
hombre ancho que me aplastaba la pierna desplazó su increíble tonelaje a un
lado.
—Te está bien empleado por intentar
propasarte conmigo —me susurró una joven al oído, pero yo no había hecho nada.
—Intentaba agarrarme para no caer —logré
excusarme, mientras las lágrimas brotaban incontenibles; el dolor me iba a
matar.
La muchedumbre se alejó, dejándome solo,
como si el espantoso dolor que me atenazaba los hubiera espantado. Parecía que
me hubieran incrustado enormes clavos en la pierna y el brazo. ¡Por los clavos
de Cristo!, solía decir mi abuela; entendí perfectamente su significado antes
de desmayarme.
…
Estaba mareado. ¿Tanto había bebido? Abrí
los ojos. No estaba en mi cama, ni siquiera era mi habitación y me rodeaba un
grupo de rostros borrosos envueltos en un halo verde. No era un sueño… eran
médicos, lo parecían… la fiesta del Centro Superior de Conocimientos de
Pharmamedicina y Estética. No recordaba haber venido y tampoco haber tomado
tanto alcohol. Uno de ellos mencionó una operación antes de perder de nuevo el
conocimiento.
…
Cuando volví a despertar se habían ido los
de las batas verdes, pero no estaba solo en la habitación, en la cama de la
izquierda un individuo con la cabeza vendada miraba aburrido hacia la ventana,
el de la derecha estaba levemente incorporado y tenía el pecho vendado. No debí
haber venido a la fiesta, los Receptores de Conocimiento de Pharmamedicina se
habían pasado con sus bromas. Aún no sabía qué me habían hecho, así que miré
bajo la sábana. Tenía el brazo derecho doblado sobre el pecho y vendado. No
quería permanecer ni un minuto más en esta fiesta. Al intentar levantarme sentí
un dolor punzante en el brazo, ¿qué me habían hecho? Tampoco conseguía mover la
pierna izquierda, la broma había sido mucho más pesada de lo que creía. Retiré
la sábana y vi que la tenía vendada hasta la rodilla.
—Se han pasado con sus bromas —me dirigí
al de la cabeza vendada.
—Me atizaron con una barra metálica a la
puerta del discoshow. Una broma muy pesada.
No sabía por qué se inventaba aquello y
miré al otro.
—Un accidente de coche, creo que tomé unos
alcoholes y el pilar del puente se interpuso en mi camino. Y a ti, ¿qué broma
te gastaron?
Estaban graciosos, pero iba a superarles.
—Intenté hacer el pino sobre un poste de
la luz y me caí.
—Chaval, estás para que te encierren en la
Residencia para Mentes Quebradas y Dispersas —dijo el de la cabeza vendada—,
podías haberte electrocutado.
Él era quien parecía que tuviera la cabeza
rota, y la mente quebrada. Tenía edad suficiente para ser un Transmisor de Conocimientos, así que no me
extrañaba que le hubiera molestado la broma. En ese momento se me fue la
cabeza. Debería empezar a ser más moderado con el alcohol.
…
Los bofetones me despertaron.
—Soy la pharmamédico Alea —llevaba una
bata blanca, lo cual no quería decir que fuera lo que decía—. ¿Cómo se
encuentra hoy?
Había una luz tenue, procedía del
exterior. Eso quería decir que había pasado toda la noche en aquella cama.
Todavía me sentía raro.
—Debí beber mucho, aún estoy mareado.
—Eso es cosa de la anestesia —se tomó su
tiempo para responder—. Yo estaría más preocupada por lo que te has roto,
tienes fracturados el fémur, la tibia, el peroné, el cúbito y el radio; pero no
te preocupes, en un par de meses empezarás con la rehabilitación y volverás a
ser el de antes.
—Volveré a ser el de antes. ¡Por los
clavos de Cristo! —recordé un dolor tan intenso que me mataba. No hubo ninguna
fiesta, me dirigía al refreshbar en el que había quedado con unos amigos… había
mucha gente, un gran revuelo y de pronto estaba en el suelo, muriendo de dolor.
—¿No te acuerdas de nada? —estaba
asombrada. En ese momento debí parecerle una persona de cociente intelectual
básico—. Tendremos que hacerte alguna prueba más, por si te ha afectado aquí
—tocó mi cabeza, confirmando la sospecha.
…
La pharmamédico Alea me dio el alta,
aunque aún no estaba en condiciones de valerme por mí mismo. Lo primero que hice
fue llamar a mi pareja emocional desde el relophon-i de la pharmamédico, el mío
había desaparecido en el accidente; y me soltó que la había tenido abandonada,
que hiciera el favor de ir inmediatamente a su apartamento. Tuve que darle todo
tipo de explicaciones para que aceptara venir a recogerme al pharmahospital.
Andar con una pierna sana y una sola
muleta no resultó sencillo, pues no tenía ninguna estabilidad. Ella hizo lo que
pudo agarrándome de la cintura. Pasamos por mi apartamento para recoger todo lo
necesario y me trasladé al suyo, aunque la dicha no duró mucho. El primer día
me ayudó en todo lo que la necesité, que era prácticamente para todo, pero al
segundo se había cansado y dijo que debería volver a casa de mis padres; muy a
mi pesar, eso fue lo que hice.
…
Me había convertido en una persona
dependiente de movilidad reducida y eso me afectó sobremanera. Nadie vino a
verme, ni mi pareja emocional, ni los amigos; al menos mis padres se
preocupaban por mí y me cuidaban con esmero. La única visita que recibí fue la
del tío Filiper, era abogado y empezó a darle vueltas al asunto de la caída que
yo intentaba olvidar.
—No hay nada casual —Filiper se llevó la
mano a la barbilla—, tiene que haber un móvil que explique tu accidente.
—No
sabría decirte qué lo provocó. Fui empujado, intenté evitar la caída apoyando
la mano en el hombro de una chica, pero se apartó y caí, entonces un individuo
ancho se desplomó sobre mí; un accidente de lo más tonto.
—Interesante —volvió a tocarse la
barbilla—. Un desconocido te empuja, una mujer te deniega el auxilio y un ancho
te destroza un brazo y una pierna. El primero parece a todas luces el menos
culpable de los tres, pero habrá que profundizar en el caso.
Tardó tanto en profundizar, que se quedó a
dormir y no habló del tema hasta el desayuno.
—Sobrino, hay una luz al final del túnel
—a continuación dio un mordisco a la tostada y no volvió a hablar hasta haber
terminado con ella—. Un vecino lo vio todo desde la terraza. La calle estaba
atestada de gente. Una señora paseaba a un perro, éste asustó a un hombre que
se apartó y tropezó con otro individuo. Por otro lado tenemos al del monopatín,
que dio un golpe a un señor en la espinilla y éste se volvió contra el agresor.
El caso es que los hechos produjeron un movimiento descontrolado y el testigo
no sabría decir si la culpa fue del perro o del monopatinador, pero esto es lo
más importante: le recordó a ese juego en el que empujan una ficha de dominó y
el resto van cayendo una tras otra; hubo empujones y tropiezos, hasta que aquel
joven, es decir tú, se desplomó y un hombre ancho que no se fijó por dónde
caminaba le cayó encima.
No respondí, oírle relatar lo sucedido me
entristeció; aún me costaba aceptar que me había convertido en un individuo de
movilidad reducida a un brazo y una pierna, que había perdido la independencia,
la vida afectiva y volvía a vivir en casa de mis padres. Era mi primera
relación afectiva, con lo que me había costado… Sería difícil volver a tener
otra.
—Hay algo que no acabo de entender
—continuó una vez apuró el tazón de café—, el testigo dice que cuando caíste,
la muchacha que caminaba a tu derecha se volvió enojada y te dijo algo.
¿Recuerdas qué te dijo y por qué lo hizo?
—Había perdido el equilibrio e intentaba
no caer, por eso me apoyé en su hombro. Entonces se apartó y mi mano resbaló
por su costado. Me llamó pervertido, aunque estoy seguro de no haberle tocado
el culo —a lo mejor le había rozado una teta sin querer, pero fue culpa suya, si
no se hubiera apartado—… Si le rocé no fue intencionadamente.
—Mi hijo no es de esos degenerados —me
defendió mi padre.
—Mejor así. Está todo bastante confuso.
Fue ese vecino el que llamó a los S.L.O., quienes personados en el lugar, sólo
encontraron al herido, el resto de los implicados se habían dado a la fuga y la
pareja de ancianos que permanecían a tu lado ni siquiera fueron testigos de lo
ocurrido. Es una lástima que por ese lado no podamos hacer nada.
—¿Entonces qué has averiguado? —empecé a
dudar de sus dotes como abogado.
—Ahora lo que cuenta, es que te recuperes
—intentó suavizar las cosas mi padre.
—Hubiéramos necesitado una baldosa
levantada o desaparecida, para alegar que al empujarte te enganchaste en ella, pero
el suelo está impecable. Tendremos que recurrir al seguro de tu nómina. ¿En qué
pharmabanco te hacen los ingresos?
—Laborar, ¡qué más quisiera! —contesté
malhumorado—. Acabo de terminar los estudios y nadie contrata a un inexperto
recién salido de un Centro de Conocimentos Superiores.
—Una lástima. Entonces tendremos que ver
el modo de sacarle el dinero al Espacio Directivo de la Ciudad, a no ser que
aparezca algún testigo que pueda identificar al perro, al monopatinador, al
ancho o a cualquier otro posible causante del accidente. Alguien tiene que
pagar por esto y me ocuparé de ello, como me llamo Filiper.
—Ya he tenido bastante, tío Filiper. No
hay testigos ni culpables, déjalo estar —hice ademán de levantarme del sillón y
mi padre acudió solícito para ayudarme.
—No rechaces la compensación que te
mereces —insistió el tío—, vas a sacar una buena cantidad.
—No quiero nada —salí del salón.
—¿Vas a rechazar seis mil eurodólares?
Seis mil eurodólares. Aquella cifra me
detuvo. Era mucho dinero. Volvería al apartamento en cuanto estuviera repuesto,
podría vivir un año sin depender de mis padres; puede que para entonces hubiera
conseguido un trabajo y tal vez pareja emocional.
—Naturalmente. Un tercio será para mí, para
los gastos y en agradecimiento a mi esfuerzo y dedicación; no quiero que haya
malentendidos.
Algo me decía que no me metiera en jaleos,
los seis mil acababan de descender a cuatro mil. Había tenido muy mala suerte,
así que estaría bien que me ocurriera algo bueno y si el tío Filiper era capaz
de conseguir todo ese dinero para mí… Volví al salón. No cabía duda, merecía
esos cuatro mil euros.
—Escúchale hijo, no pierdes nada —le tendí
la muleta y me dejé caer en el sillón.
—El día del accidente, alguien tropezó y
perdió el equilibrio o empujó a alguien; cosa que no sabemos porque se dio a la
fuga y nadie ha conseguido darnos una pista sobre su paradero. A consecuencia
de ello, varias personas se precipitaron unas sobre otras. Tú te habrías librado,
pero tuviste la mala suerte de que tu pie encontrara un hueco en una de las
losas del pavimento y caíste, a consecuencia de lo cual sufriste el fatal
accidente que te ha dejado así de mal.
—Yo no…
—No me interrumpas, por favor —Filiper posó
la mano en su mentón—. Necesitamos dos, mejor tres testigos que aseguren haber
estado en el lugar del suceso y que corroboren que tu caída se debió al mal
estado de esa losa. Tengo algunos clientes a los que he salvado el pellejo,
aunque habrá que darles una pequeña comisión.
—¿No será mucho? —se interesó mi padre,
convertido de pronto en mi representante.
—Casi nada, quinientos por cabeza.
Dos mil para Filiper, y mil o mil
quinientos para comprar unos testigos falsos…
—No es por nada, pero de los seis mil
iniciales a dos mil quinientos hay diferencia; además dijiste que la acera
estaba perfecta.
—Qué impaciente, sobrino. Quería
sorprenderte cuando el juez estableciera la indemnización, porque te dan seis
mil cuando te rompes un brazo o una pierna, pero tú tienes una movilidad
reducida de grado casi… ¿tres? Mejor cuatro.
—Estoy mal, pero aún tengo un brazo y una
pierna sanos —y no sabía que hubiera grados en las movilidades reducidas.
—¿Y qué me dices de los terribles mareos
que te obligan a permanecer postrado en la silla de ruedas para no acabar con
el resto del cuerpo roto o la cabeza abierta? Serán otros seis mil.
—Hijo, no me habías dicho nada… —de pronto
su expresión cambió—. Ah, Filiper, ¡qué astuto eres!
—Vamos a necesitar una silla para el juicio.
—¿Cuánto me costará —le interrumpí, viendo
que todo tenía su precio—, el pharmamédico que certifique los mareos?
—Unos mil. Te quedarán siete mil
quinientos limpios. No está mal. Nos falta la baldosa rota.
—Yo me ocupo —dijo mi padre—, en tiempos
ayudé a un amigo a sacar un pedrusco de una cantera abandonada.
Me abstuve de preguntar si también quería
una comisión.
…
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