miércoles, 14 de marzo de 2018

Me lo merezco. 1ª parte.



ME LO MEREZCO



     Eran las doce del mediodía, lucía un sol espléndido y la calle estaba atestada de gente que aparentemente no tenía más obligación que la de darse el placer de pasear, como yo, que había acabado los estudios hacía un mes y me había convertido en un prelaborador; pero… ¿y los demás?, ¿nadie laboraba? Bueno, había alguien cerca de la zapatería que sí lo hacía, aunque fuera algo ilegal; era un sugeridor y estaba hablando con la mujer del sombrero rojo.

     El sugeridor abrió la puerta de la tienda, había logrado convencerla. En ese momento escuché una bronca tras de mí: quejas, palabras subidas de tono y pasos apresurados. Siendo de naturaleza curiosa, quise volverme y recibí un golpe tan violento en el costado que creí que me habían partido. Salí despedido y tropecé, yendo a parar contra una mujer; me aferré a su hombro para evitar la caída, pero se revolvió y mi mano resbaló sobre su cuerpo.

     —¡Pervertido! —gritó y yo caí.

     Sentí un terrible dolor, desde la yema de los dedos hasta el hombro, el dolor más fuerte que había sufrido hasta entonces; sin saber que de inmediato iba a ser mucho peor, cuando alguien me cayó encima y la pierna crujió.

     —Perdón, perdón, me han empujado —el hombre ancho que me aplastaba la pierna desplazó su increíble tonelaje a un lado.

     —Te está bien empleado por intentar propasarte conmigo —me susurró una joven al oído, pero yo no había hecho nada.

     —Intentaba agarrarme para no caer —logré excusarme, mientras las lágrimas brotaban incontenibles; el dolor me iba a matar.

     La muchedumbre se alejó, dejándome solo, como si el espantoso dolor que me atenazaba los hubiera espantado. Parecía que me hubieran incrustado enormes clavos en la pierna y el brazo. ¡Por los clavos de Cristo!, solía decir mi abuela; entendí perfectamente su significado antes de desmayarme.






     Estaba mareado. ¿Tanto había bebido? Abrí los ojos. No estaba en mi cama, ni siquiera era mi habitación y me rodeaba un grupo de rostros borrosos envueltos en un halo verde. No era un sueño… eran médicos, lo parecían… la fiesta del Centro Superior de Conocimientos de Pharmamedicina y Estética. No recordaba haber venido y tampoco haber tomado tanto alcohol. Uno de ellos mencionó una operación antes de perder de nuevo el conocimiento.






     Cuando volví a despertar se habían ido los de las batas verdes, pero no estaba solo en la habitación, en la cama de la izquierda un individuo con la cabeza vendada miraba aburrido hacia la ventana, el de la derecha estaba levemente incorporado y tenía el pecho vendado. No debí haber venido a la fiesta, los Receptores de Conocimiento de Pharmamedicina se habían pasado con sus bromas. Aún no sabía qué me habían hecho, así que miré bajo la sábana. Tenía el brazo derecho doblado sobre el pecho y vendado. No quería permanecer ni un minuto más en esta fiesta. Al intentar levantarme sentí un dolor punzante en el brazo, ¿qué me habían hecho? Tampoco conseguía mover la pierna izquierda, la broma había sido mucho más pesada de lo que creía. Retiré la sábana y vi que la tenía vendada hasta la rodilla.

     —Se han pasado con sus bromas —me dirigí al de la cabeza vendada.

     —Me atizaron con una barra metálica a la puerta del discoshow. Una broma muy pesada.

     No sabía por qué se inventaba aquello y miré al otro.

     —Un accidente de coche, creo que tomé unos alcoholes y el pilar del puente se interpuso en mi camino. Y a ti, ¿qué broma te gastaron?

     Estaban graciosos, pero iba a superarles.

     —Intenté hacer el pino sobre un poste de la luz y me caí.

     —Chaval, estás para que te encierren en la Residencia para Mentes Quebradas y Dispersas —dijo el de la cabeza vendada—, podías haberte electrocutado.

     Él era quien parecía que tuviera la cabeza rota, y la mente quebrada. Tenía edad suficiente para ser  un Transmisor de Conocimientos, así que no me extrañaba que le hubiera molestado la broma. En ese momento se me fue la cabeza. Debería empezar a ser más moderado con el alcohol.






     Los bofetones me despertaron.

     —Soy la pharmamédico Alea —llevaba una bata blanca, lo cual no quería decir que fuera lo que decía—. ¿Cómo se encuentra hoy?

     Había una luz tenue, procedía del exterior. Eso quería decir que había pasado toda la noche en aquella cama. Todavía me sentía raro.

     —Debí beber mucho, aún estoy mareado.

     —Eso es cosa de la anestesia —se tomó su tiempo para responder—. Yo estaría más preocupada por lo que te has roto, tienes fracturados el fémur, la tibia, el peroné, el cúbito y el radio; pero no te preocupes, en un par de meses empezarás con la rehabilitación y volverás a ser el de antes.

     —Volveré a ser el de antes. ¡Por los clavos de Cristo! —recordé un dolor tan intenso que me mataba. No hubo ninguna fiesta, me dirigía al refreshbar en el que había quedado con unos amigos… había mucha gente, un gran revuelo y de pronto estaba en el suelo, muriendo de dolor.

     —¿No te acuerdas de nada? —estaba asombrada. En ese momento debí parecerle una persona de cociente intelectual básico—. Tendremos que hacerte alguna prueba más, por si te ha afectado aquí —tocó mi cabeza, confirmando la sospecha.






     La pharmamédico Alea me dio el alta, aunque aún no estaba en condiciones de valerme por mí mismo. Lo primero que hice fue llamar a mi pareja emocional desde el relophon-i de la pharmamédico, el mío había desaparecido en el accidente; y me soltó que la había tenido abandonada, que hiciera el favor de ir inmediatamente a su apartamento. Tuve que darle todo tipo de explicaciones para que aceptara venir a recogerme al pharmahospital.

     Andar con una pierna sana y una sola muleta no resultó sencillo, pues no tenía ninguna estabilidad. Ella hizo lo que pudo agarrándome de la cintura. Pasamos por mi apartamento para recoger todo lo necesario y me trasladé al suyo, aunque la dicha no duró mucho. El primer día me ayudó en todo lo que la necesité, que era prácticamente para todo, pero al segundo se había cansado y dijo que debería volver a casa de mis padres; muy a mi pesar, eso fue lo que hice.






     Me había convertido en una persona dependiente de movilidad reducida y eso me afectó sobremanera. Nadie vino a verme, ni mi pareja emocional, ni los amigos; al menos mis padres se preocupaban por mí y me cuidaban con esmero. La única visita que recibí fue la del tío Filiper, era abogado y empezó a darle vueltas al asunto de la caída que yo intentaba olvidar.

     —No hay nada casual —Filiper se llevó la mano a la barbilla—, tiene que haber un móvil que explique tu accidente.

     —No sabría decirte qué lo provocó. Fui empujado, intenté evitar la caída apoyando la mano en el hombro de una chica, pero se apartó y caí, entonces un individuo ancho se desplomó sobre mí; un accidente de lo más tonto.

     —Interesante —volvió a tocarse la barbilla—. Un desconocido te empuja, una mujer te deniega el auxilio y un ancho te destroza un brazo y una pierna. El primero parece a todas luces el menos culpable de los tres, pero habrá que profundizar en el caso.

     Tardó tanto en profundizar, que se quedó a dormir y no habló del tema hasta el desayuno.

     —Sobrino, hay una luz al final del túnel —a continuación dio un mordisco a la tostada y no volvió a hablar hasta haber terminado con ella—. Un vecino lo vio todo desde la terraza. La calle estaba atestada de gente. Una señora paseaba a un perro, éste asustó a un hombre que se apartó y tropezó con otro individuo. Por otro lado tenemos al del monopatín, que dio un golpe a un señor en la espinilla y éste se volvió contra el agresor. El caso es que los hechos produjeron un movimiento descontrolado y el testigo no sabría decir si la culpa fue del perro o del monopatinador, pero esto es lo más importante: le recordó a ese juego en el que empujan una ficha de dominó y el resto van cayendo una tras otra; hubo empujones y tropiezos, hasta que aquel joven, es decir tú, se desplomó y un hombre ancho que no se fijó por dónde caminaba le cayó encima.

     No respondí, oírle relatar lo sucedido me entristeció; aún me costaba aceptar que me había convertido en un individuo de movilidad reducida a un brazo y una pierna, que había perdido la independencia, la vida afectiva y volvía a vivir en casa de mis padres. Era mi primera relación afectiva, con lo que me había costado… Sería difícil volver a tener otra.

     —Hay algo que no acabo de entender —continuó una vez apuró el tazón de café—, el testigo dice que cuando caíste, la muchacha que caminaba a tu derecha se volvió enojada y te dijo algo. ¿Recuerdas qué te dijo y por qué lo hizo?

     —Había perdido el equilibrio e intentaba no caer, por eso me apoyé en su hombro. Entonces se apartó y mi mano resbaló por su costado. Me llamó pervertido, aunque estoy seguro de no haberle tocado el culo —a lo mejor le había rozado una teta sin querer, pero fue culpa suya, si no se hubiera apartado—… Si le rocé no fue intencionadamente.

     —Mi hijo no es de esos degenerados —me defendió mi padre.

     —Mejor así. Está todo bastante confuso. Fue ese vecino el que llamó a los S.L.O., quienes personados en el lugar, sólo encontraron al herido, el resto de los implicados se habían dado a la fuga y la pareja de ancianos que permanecían a tu lado ni siquiera fueron testigos de lo ocurrido. Es una lástima que por ese lado no podamos hacer nada.

     —¿Entonces qué has averiguado? —empecé a dudar de sus dotes como abogado.

     —Ahora lo que cuenta, es que te recuperes —intentó suavizar las cosas mi padre.

     —Hubiéramos necesitado una baldosa levantada o desaparecida, para alegar que al empujarte te enganchaste en ella, pero el suelo está impecable. Tendremos que recurrir al seguro de tu nómina. ¿En qué pharmabanco te hacen los ingresos?

     —Laborar, ¡qué más quisiera! —contesté malhumorado—. Acabo de terminar los estudios y nadie contrata a un inexperto recién salido de un Centro de Conocimentos Superiores.

     —Una lástima. Entonces tendremos que ver el modo de sacarle el dinero al Espacio Directivo de la Ciudad, a no ser que aparezca algún testigo que pueda identificar al perro, al monopatinador, al ancho o a cualquier otro posible causante del accidente. Alguien tiene que pagar por esto y me ocuparé de ello, como me llamo Filiper.

     —Ya he tenido bastante, tío Filiper. No hay testigos ni culpables, déjalo estar —hice ademán de levantarme del sillón y mi padre acudió solícito para ayudarme.

     —No rechaces la compensación que te mereces —insistió el tío—, vas a sacar una buena cantidad.

     —No quiero nada —salí del salón.

     —¿Vas a rechazar seis mil eurodólares?

     Seis mil eurodólares. Aquella cifra me detuvo. Era mucho dinero. Volvería al apartamento en cuanto estuviera repuesto, podría vivir un año sin depender de mis padres; puede que para entonces hubiera conseguido un trabajo y tal vez pareja emocional.

     —Naturalmente. Un tercio será para mí, para los gastos y en agradecimiento a mi esfuerzo y dedicación; no quiero que haya malentendidos.

     Algo me decía que no me metiera en jaleos, los seis mil acababan de descender a cuatro mil. Había tenido muy mala suerte, así que estaría bien que me ocurriera algo bueno y si el tío Filiper era capaz de conseguir todo ese dinero para mí… Volví al salón. No cabía duda, merecía esos cuatro mil euros.

     —Escúchale hijo, no pierdes nada —le tendí la muleta y me dejé caer en el sillón.

     —El día del accidente, alguien tropezó y perdió el equilibrio o empujó a alguien; cosa que no sabemos porque se dio a la fuga y nadie ha conseguido darnos una pista sobre su paradero. A consecuencia de ello, varias personas se precipitaron unas sobre otras. Tú te habrías librado, pero tuviste la mala suerte de que tu pie encontrara un hueco en una de las losas del pavimento y caíste, a consecuencia de lo cual sufriste el fatal accidente que te ha dejado así de mal.

     —Yo no…

     —No me interrumpas, por favor —Filiper posó la mano en su mentón—. Necesitamos dos, mejor tres testigos que aseguren haber estado en el lugar del suceso y que corroboren que tu caída se debió al mal estado de esa losa. Tengo algunos clientes a los que he salvado el pellejo, aunque habrá que darles una pequeña comisión.

     —¿No será mucho? —se interesó mi padre, convertido de pronto en mi representante.

     —Casi nada, quinientos por cabeza.

     Dos mil para Filiper, y mil o mil quinientos para comprar unos testigos falsos… 

     —No es por nada, pero de los seis mil iniciales a dos mil quinientos hay diferencia; además dijiste que la acera estaba perfecta.

     —Qué impaciente, sobrino. Quería sorprenderte cuando el juez estableciera la indemnización, porque te dan seis mil cuando te rompes un brazo o una pierna, pero tú tienes una movilidad reducida de grado casi… ¿tres? Mejor cuatro.

     —Estoy mal, pero aún tengo un brazo y una pierna sanos —y no sabía que hubiera grados en las movilidades reducidas.

     —¿Y qué me dices de los terribles mareos que te obligan a permanecer postrado en la silla de ruedas para no acabar con el resto del cuerpo roto o la cabeza abierta? Serán otros seis mil.

     —Hijo, no me habías dicho nada… —de pronto su expresión cambió—. Ah, Filiper, ¡qué astuto eres!

     —Vamos a necesitar una silla para el juicio.

     —¿Cuánto me costará —le interrumpí, viendo que todo tenía su precio—, el pharmamédico que certifique los mareos?

     —Unos mil. Te quedarán siete mil quinientos limpios. No está mal. Nos falta la baldosa rota.

     —Yo me ocupo —dijo mi padre—, en tiempos ayudé a un amigo a sacar un pedrusco de una cantera abandonada.

     Me abstuve de preguntar si también quería una comisión.



No hay comentarios:

Publicar un comentario