LA ELECTRISIERRA
La noticia apareció en el periódico
nacional ESTE PAÍS, en la tercera página y aunque no fuera la portada, no podía
quejarme.
TALA MASIVA DE ÁRBOLES EN LA CIUDAD
Kertan Rocabolo, de veintiséis años de
edad y residente en la ciudad de Salamandra, armado con una electrisierra, ha
talado los árboles de la Avenida de la Peregrinación, el parque de la Chopera y
el Jardín Religioso. Fue detenido en éste último en la mañana del domingo por
miembros de los S.L.O., después de que el psicólogo hubiera intentado que
depusiera su actitud presuntamente delictiva.
Preguntado por el motivo del hipotético
acto vandálico, respondió que era su modo de protestar por la poda salvaje que
los garden-men y otros workers de la casa del Gobierno de Salamandra infligían
a los árboles de la ciudad. Tras pasar un examen psicológico, los responsables
del mismo no encontraron indicios suficientes para ingresarlo en la Residencia
para Mentes Quebradas y Dispersas, tras lo cual quedó en libertad, a la espera
de que se celebre el juicio.
Había quedado muy bien en la foto. Después
de que me devolvieran la electrisierra, uno de los photomen tuvo la brillante
idea de hacerme posar con ella presto a usarla; mi actitud era desafiante y
resultaba muy convincente, sólo faltaba un árbol.
Había tenido un buen lawyerman de oficio,
que argumentó que no tenían derecho a quitarme la electrisierra y pese a la
protesta de los Servidores de la Ley y el Orden, me la devolvieron. Así pude
hacerme la foto y no tendría que comprarle una nueva a mi vecino, era suya, me
la dejó para que se la arreglara porque sabe que soy un manitas. Comencé a
hacerlo la misma tarde que me la trajo a casa y por la noche, estaba lista; era
demasiado tarde para dársela, así que pensé hacerlo al día siguiente.
Aquella noche de agosto fue en extremo
calurosa, desperté envuelto en sudor y no conseguí volver a dormir. Pensé en la
electrisierra, en cómo la desmonté sobre la mesa de la terraza, colocando las
piezas que iba retirando de modo que después supiera dónde debía encajarlas. El
plástico protector que recubría aquel circuito impreso al que llegaban unos
pocos cables estaba roto y una astilla de madera se había encajado entre los
mismos; ahí estaba el problema. Retiré el trozo de madera y como no parecía que
hubiera nada dañado, procedí a montar la máquina. Ni siquiera se me había
ocurrido encenderla para asegurarme de que funcionaba. ¿Y si no lo hacía?
El calor debió alterar de algún modo mis
circuitos neuronales, porque sentí la imperiosa necesidad de probarla
inmediatamente. No podía hacerlo en casa porque despertaría a todo el
vecindario, así que debería ir a algún lugar despoblado. Poco después estaba
vestido, había cogido la electrisierra y avanzaba por la avenida. Debería haber
ido hacia el Norte para alejarme de la ciudad, pero en vez de hacerlo me dirigí
al centro; el insoportable calor que no había menguado durante la noche debió
confundir mis sentidos, y de pronto estaba detenido ante aquel pobre arbolillo.
No sé qué fue lo que me hizo encender la
máquina que llevaba entre las manos, pulsé el botón rojo del encendido y el
aullido de su motor sesgó la noche, aunque su sonido no fuera tan intenso como
el sofocante calor. Sin haberlo meditado y sin la menor vacilación, me acerqué
al arbolillo y la electrisierra lo partió en dos sin el menor esfuerzo. En el
instante en el que cortaba el árbol, sentí cómo me envolvía una brisa fría,
como si de pronto me encontrara en el Ártico; lástima que durara tan poco, en
cuanto el árbol cayó al suelo regresó el calor asfixiante, aún más abrasador.
Necesitaba volver a sentir esa frialdad en
el rostro, en la nuca, en el pecho, en todo el cuerpo; precisaba con urgencia
ese frescor. Había otro árbol a escasos metros, su tronco era más grueso, refrescaría
mucho más. Sucumbió ante mi herramienta y el calor se alejó durante unos
placenteros instantes. Bendito frescor, resultó ser adictivo, y los árboles de
la avenida fueron cayendo uno tras otro.
Al despertar miré con recelo la
electrisierra que yacía junto a la cama: había tenido una pesadilla, ella y yo…
cortábamos todos los árboles de la acera izquierda de la Avenida de la
Peregrinación. Resultaba extraño que esa noche no me hubiera desvelado y más
aún que no hubiera sudado pese al calor reinante.
No hacía precisamente fresco esa mañana y
me acaloré aún más cuando al entrar en la Avenida de la Peregrinación, descubrí
que alguien había cortado los árboles de la acera por la que avanzaba; había
sucedido lo mismo que en mi sueño. Me entristeció lo sucedido. ¿Cómo podía
alguien ser tan insensible y tan salvaje? Todos los árboles que alcanzaba a ver
estaban en el suelo. La rabia que empecé a sentir hacia el individuo que había
cometido la tropelía hizo que comenzara a sudar copiosamente. El sudor resbaló
por mi frente y tuve que apartarlo de los ojos, los regueros que corrían por el
pecho y la espalda acabaron empapando la camisa entera. Resultaba muy incómodo
y entonces, supe cómo podía remediarlo…
Me detuve ante uno de los árboles asesinados
y horrorizado, comprendí lo sucedido: no había sido un sueño.
—No es humano —escuché a mi lado, la
anciana avanzaba apoyada en su bastón—, no puede serlo si es capaz de hacer
esto.
—El calor ha debido trastornarle –me
excusé, aunque aún no entendía cómo había podido hacer una salvajada así. No
sabía que fuera sonámbulo.
—El calor no me ha dejado dormir y no voy
por ahí cargándome a los asesinos de árboles —sentenció mientras se alejaba
hacia el siguiente árbol caído.
Era un individuo pacífico, eso había
pensado hasta hacía unos instantes. Continué andando, antes de que alguien más
se detuviera a comentar lo sucedido. Cuanto más pensaba en ello, peor me
sentía, el calor que me subía a la cabeza iba en aumento y me entraban ganas de
remediarlo… Era un monstruo, eso pensaba mientras corría hacia el Parque de la
Chopera para meter la cabeza bajo el chorro de la fuente.
Pasé la jornada pensando en lo sucedido:
si devolvía el arma asesina a mi vecino, podría sospechar quién había sido el
ejecutor de los árboles de la avenida. Sería mejor que desarmara la
electrisierra, como si aún estuviera estropeada; pero al llegar la noche, lo
único que había hecho era limpiar concienzudamente el filo de la sierra para
borrar cualquier rastro que pudiera incriminarme. Después pasé media hora en la
ducha bajo el agua fría, pero fue un remedio pasajero: en cuanto cerré el
grifo, comencé a sudar.
Era el peor verano que había conocido. Fui
al dormitorio, cogí el colchón y lo saqué a la terraza. Me tumbé en él como mi
madre me trajo al mundo. Esperaba que la brisa nocturna me permitiera
descansar, pero a las tres de la madrugada aún no había logrado conciliar el
sueño y estaba tumbado sobre un charco de sudor.
Me sentía como un toxicómano sin su dosis,
necesitaba refrescarme urgentemente, así que no sentí ningún remordimiento
cuando cogí la electrisierra y salí a la calle, pero me molestó no tener un
árbol cerca. Llegué a la avenida y me enfurecí porque no había ningún árbol,
tendría que cruzar al otro lado. Iba a hacerlo, cuando tuve una idea mejor: al
final de la avenida estaba el Parque de la Chopera, no era muy grande, pero
había unos cuantos árboles que me proporcionarían el frescor necesario para
poder dormir de un tirón; la espera merecería la pena.
Fueron quince inacabables minutos, en los
que el sudor me convirtió en un personaje licuado que apenas podía empuñar la
herramienta refrigerante, pero cuando llegué al parque y pude contemplar
aquellos árboles enormes, respiré aliviado. Seguí el sendero principal hasta
llegar al centro, una plaza terrosa ovalada en torno a la cual se erguían los
chopos más grandes; ¡qué espectáculo tan hermoso, y eran todos para mí!
Mientras pulsaba el interruptor del
refrigerador pensé en lo que podría suceder si me pillaban: una llamada, un
coche de los S.L.O. y todo habría acabado, pero era tan intenso el calor y tan
urgente la necesidad de refrigerarme, que rechacé el temor; no había nadie y
nada habría de suceder. Giré sobre mí para contemplar los árboles que me
rodeaban.
Empezaría por el más joven y esbelto de
todos ellos, algo más delgado que yo. Con paso seguro, avancé hacia él, acerqué
la electrisierra y empecé a sentir el bendito frescor. Aguanté con mano firme
la oposición del árbol, se resistía a ser cortado, pero fui el más fuerte y
conseguí abatirlo. La brisa sopló gélida sobre mi rostro, se coló por debajo de
la camisa, alejó el calor y me produjo escalofríos de placer. Debió pasar por
lo menos un minuto antes de que se pasara el efecto y poco a poco, volví a
acalorarme. Necesitaba más frescor y durante más tiempo, más árboles y más
gruesos. Estaba rodeado, ellos eran muchos y yo estaba solo, pero no les tenía
miedo, tenía la electrisierra y me enfrenté a mi enemigo; les planté cara y uno
tras otro, el círculo de árboles fue cayendo; sólo entonces me detuve, exhausto
y helado.
Esta vez, la radio dedicó dos horas a
hablar de lo sucedido, aparte de los artículos en la prensa escrita. Imaginaban
que una banda de delincuentes se estaba dedicando a atentar contra los árboles
y acudían con lasersierras, las únicas herramientas capaces de sesgar la vida
de un árbol en silencio, eran unos auténticos especialistas que además lograban
que los árboles no hicieran el menor ruido al caer. Lo que aún no lograban
determinar era el fin de tamaña salvajada, si tenía fines políticos, si eran
unos simples degenerados o cuál podía ser el móvil. ¡Qué torpes eran! Aún no se
habían enterado del frescor que la tala de árboles producía, pero eso debía ser
fácil de averiguar preguntando a los taladores profesionales; pero mejor
que no lo hicieran, o surgirían
competidores y no habría árboles para todos.
Había vuelto a limpiar la máquina
refrescante y la noche se presentaba tan caliente como las que la precedieron.
No tuve ninguna duda respecto a lo que había de hacer. Había repasado la ciudad
a conciencia y sabía a dónde debía dirigirme: al antiguo huerto de las Monjas
Peludinas, reconvertido en un parque público llamado el Jardín Religioso. Los
árboles no eran precisamente centenarios, pero había tal cantidad que merecía
la pena acudir allí. Además, si querían intentar detenerme, pensarían que la
siguiente actuación tendría lugar en el parque situado al Oeste, era lo más
lógico.
Esa noche no intenté conciliar el sueño,
llené la bañera de agua fría y esperé pacientemente a que el reloj diera las
dos, entonces me vestí sin tan siquiera secarme, cogí la máquina de refrigerar
y me dirigí hacia el Jardín Religioso. Estaba llegando a la entrada, cuando
escuché ruido entre la maleza y me detuve cuando de allí surgió un S.L.O. Di
media vuelta y corrí hacia un callejón poco iluminado. Me detuve al no escuchar
pasos tras de mí. No me seguía, pero estaba seguro de haberlo visto bien: era
un S.L.O. Me dirigí hacia el lado opuesto del Jardín, allí había otra entrada,
pero la encontré custodiada y esta vez no había duda, eran dos Servidores de la
Ley y el Orden.
Tenían que haberme visto y no intentaron
detenerme. No lo entendía. Crucé al otro lado de la calle, y en vez de
alejarme, pasé valientemente frente a ellos, sin siquiera ocultar el
refrigerador.
—Vuelve a casa, ésta no es tu noche
—escuché mientras me alejaba.
Sólo pretendían proteger a los árboles, no
iban a hacer nada contra mí. Sentí una rabia inmensa al no haber podido
refrescarme aquella noche, pero no me iba a rendir tan fácilmente. No fue mi
noche, pero sí mi amanecer, me refrigeré pese a la presencia de los S.L.O. y
todos los que pretendieron evitarlo.
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