ESTÉTICA VEGETAL
Lorden levantó la electrisierra y observó
el filo a contraluz; una vez satisfecho, volvió a dejarla en su sitio y cogió
la siguiente. Todas las mañanas revisaba las herramientas para asegurarse de que
se encontraran en perfectas condiciones. Menuda bronca me echó aquella vez que
con las prisas por marchar al cumpleaños de mi pareja emocional, dejé la
electrisierra sin limpiar.
—Buenos días, Lorden. La prensa vuelve a
hablar de nosotros —dejé el periódico extendido sobre su mesa. Prefería que se
enterara por mí y no por otro con quien tuviera menos confianza.
—Espero que bien —fue hacia el tablón donde
colgábamos las labores más urgentes y leyó las tres notas.
—No tendremos esa suerte. Hoy en día todo
el mundo se atreve a criticar, sobre todo si no entiende del tema.
—Excepto la política, va tan mal que ya nadie
le presta atención —se acercó a la mesa. La noticia que nos afectaba aparecía
en portada. Lorden frunció el ceño.
QUINTO ANIVERSARIO DE LA DESTRUCCIÓN DEL BOTÁNICO
En el siglo diecisiete llegó a nuestra
ciudad un lord inglés buscando un clima benigno para su reuma. Compró una gran
extensión de tierra en lo que entonces eran los límites de la ciudad. En un
extremo construyó el palacio y al año siguiente, comenzó a diseñar el jardín
sobre una extensión de 200.000 metros cuadrados. Se proyectaron avenidas,
caminos y senderos; se decidió qué lugar ocuparían las praderas, las flores, los
arbustos y los árboles; se crearon fuentes, estanques y arroyos; y se colocaron
esculturas. Como cualquier jardín en sus comienzos, se encontraba demasiado
vacío, pero pasó el tiempo y las distintas especies vegetales fueron creciendo
y dando entidad al enorme jardín, hasta convertirse en el Gran Jardín Botánico,
que su nieto tuvo a bien donar a la ciudad.
Daba
gusto pasear por la gran avenida de los robles, o la de los cedros, llegar al
estanque de los sauces y ver asomar tras ellos las gigantescas sequoias. Era un
auténtico jardín inglés, con sus avenidas y caminos, zonas de vegetación cuidada
y otras que por voluntad de su creador permanecían aparentemente salvajes. Aquí
y allá surgían estatuas sobre altos pedestales y los arroyos serpenteaban junto
a los setos a lo largo y ancho del parque.
El Gran Jardín Botánico permaneció tal
cual era hasta hace cinco años, momento fatídico en el que una orden aparecida
en el boletín concedió la plaza de arquitecto superior vegetal a un tal Lorden Torozor,
y otras seis de arquitectos técnicos vegetales, con el fin de cubrir las plazas
que hasta entonces habían estado ocupadas por personal interino; hasta entonces
el Botánico había sido mantenido con el máximo celo, pero a partir de ese momento
comenzó el declive.
Los nuevos arquitectos-jardineros estudiaron
en el Centro Superior de Conocimientos Vegetales y Energía, que adopta una
estética minimalista inexistente en la naturaleza, y decidieron aplicar los
conocimientos adquiridos en el Gran Jardín Botánico, como si la vegetación
fuera un material inerte que un artista pudiera moldear a su capricho. Así
sucedió que árboles que habían sobrevivido a generaciones de humanos, a la
contaminación de los derivados del petróleo y a la especulación inmobiliaria,
sucumbieron a la triste idea de lo que era un jardín moderno. La vegetación fue
mutilada sin ninguna consideración, sin salvar siquiera los ejemplares más
antiguos.
Una Araucaria fue podada hasta que sólo
quedaron sus ramitas más jóvenes dispuestas radialmente en la zona superior.
Los sauces que rodeaban el lago desaparecieron, excepto uno, cuya frondosa
melena quedó reducida a una trenza. Los Robles y las Sequoias vieron menguada
su altura, alguna ley que desconozco dictaba que no debían superar los cuatro
metros de altura. Las zonas frondosas, por supuesto desaparecieron.
Si querían hacer esa clase de
experimentos, podían haber creado un nuevo jardín en cualquier otro lugar y
respetar el que nos había sido legado. Hubo muchas protestas, pero los
políticos miraron hacia otro lado y dejaron que siguieran destrozando el
Botánico, aún cuando la mayoría de los árboles salvajemente podados comenzaron
a morir. Argumentaron que debía haber una plaga que nadie fue capaz de
encontrar; lo cierto es que la plaga existía, la formaban los especialistas en vegetales
que se dedicaban a torturarlos.
La vegetación ha tenido en el hombre a un
enemigo implacable, que ha talado y quemado bosques enteros sin la menor
vacilación. Cuando se supone que hemos aprendido a convivir con ella, porque
sabemos que la necesitamos para sobrevivir, continuamos siendo sus enemigos. En
el campo, lo son los quemarrastrojos a los que siempre se les van los fuegos de
las manos, los laboradores con máquinas eléctricas que de vez en cuando sueltan
la chispa que provoca el desastre y los peores de todos son esos enfermos
llamados pirómanos que asesinan la vegetación con premeditación y alevosía.
Lo que había pasado desapercibido hasta
hace poco tiempo era que en la ciudad, los enemigos de la vegetación son
quienes se suponía que cuidaban de ella, la nueva generación de arquitectos vegetales.
Nadie debió destruir el Gran Jardín Botánico, y ninguno debimos consentirlo.
El artículo me afectaba tanto como a él,
nos afectaba a todo el grupo. Era un periódico retrógrado, aunque tenía sus
lectores, pero no había más que comparar las dos fotos para ver cuánto había
mejorado nuestro Espacio Vegetal. Lorden salió del almacén aparentemente
despreocupado y se detuvo frente a la joven palmera que él mismo había podado
la jornada anterior para dejarle una sola palma. Salí tras él.
—¿Cómo pueden seguir con eso? —dijo cuando
llegué a su lado—. Presenté mi proyecto al Ministerio de Vegetación y Energía y
me dieron el visto bueno. Pudieron decirme que no, pero sabían que estaba
haciendo lo correcto, y lo aprobaron.
Echó a andar y le seguí. Estaba preocupado,
aunque no lo demostrara.
—Lorden, sabes que estoy contigo, fue una
labor conjunta, de todo el equipo. Hemos hecho lo que debíamos, aunque algunos no
acaben de comprenderlo.
—Sí, Torsen, hemos hecho lo que debíamos,
pero antes de la Reforma este Espacio Vegetal se llenaba los fines de semana a
pesar de ser un lugar angosto y claustrofóbico. Ahora que lo hemos convertido
en un lugar acogedor, viene menos gente.
—Hemos recibido críticas negativas y eso
influye en los ciudadanos. Algún día se darán cuenta de que les han engañado y
volverán. Nuestro Espacio Vegetal volverá a llenarse de admiradores —no nos
gustaba llamarles paseantes.
Lorden tomó el sendero que salía a la
derecha. No tenía nada que ver con el antiguo, los trazados actuales eran
cuatro veces más anchos; mucho más cómodos para transitar y sin los
inconvenientes de tener que esquivar o ceder el paso. Continuamos hasta
desembocar en la avenida de los Robles, donde nos sentamos en un banco.
—Hemos convertido este Espacio Vegetal en
una auténtica Obra de Arte —intenté animarle.
—Tienes toda la razón, mira el último roble
que plantamos —lo señaló—, apunta maneras.
Recordaba aquella tarde de otoño en que
abrimos el hueco y echamos los productos de aclimatación. Se acercaba la hora de
irnos, pudimos haber tapado el hueco y dejarlo para la siguiente jornada, pero preferimos
quedarnos y acabar el trabajo. No había pasado tanto tiempo, pero la primavera había
llegado y veíamos el resultado de nuestra dedicación; el árbol estaba precioso
con esa única hoja en el extremo del tronco.
—Es joven y fuerte —continué animándole—,
no le afectará la enfermedad —cuando llegara el verano luciría una maravillosa
y diminuta copa, nos encargaríamos de que así fuera.
—Hace unas décadas eran las coníferas las únicas
afectadas y nadie quiso averiguar qué les ocurría. El virus, o lo que quiera
que les atacara debió mutar y ahora se ensaña con todas las especies —Lorden tenía
razón. El jefe era un buen profesional.
—Para que digan que somos nosotros los
que los matamos.
Tenía gracia, porque la casualidad hacía que
pareciéramos culpables. Antes de nuestra intervención, la avenida estaba tupida
por treinta y seis robles centenarios que no dejaban pasar la luz del sol. Su
altura resultaba demencial, parecían salidos de una era arcaica en la que no
dejaba de llover y la vegetación crecía de forma desmesurada invadiéndolo todo.
El lugar era angosto y claustrofóbico.
Fuimos con tiento, para que todos aquellos
que rechazaban los cambios se adaptaran. Así, en primavera realizamos la
primera poda, en la que dejamos la altura de los árboles en seis metros y
eliminamos la mitad de las ramas. El aspecto del lugar mejoró ostensiblemente,
y tal y como esperábamos, recibimos muchas quejas. La primavera siguiente
eliminamos más ramas y rebajamos la altura de los robles hasta los cuatro
metros; justo entonces el virus mutado se cebó con ellos, porque murieron cinco
ejemplares y el resto apenas echaron hojas. Un año más tarde desaparecieron
quince y al siguiente, otros diez.
—Si realmente los estuviéramos matando —Lorden
no dejaba de observarlos—, no volveríamos a plantarlos, ¿no te parece?
—Totalmente cierto. Además, los nuevos
ejemplares resultan mucho más estéticos que esos troncos rechonchos y llagados
por el tiempo y la vejez.
—Torsen, lo que acabas de decir que quede
entre nosotros, alguien podría pensar que los matamos en aras de la estética. Jamás
mataríamos un árbol.
—Lo sé. No se dan cuenta de las jornadas
que hemos invertido para tratar de salvarlos.
Lo habíamos probado todo, a regarlos más, a
echarles el agua imprescindible, cambiar de abono, eliminarlo de su dieta,
echarle el antiparásitos, el estimulante del crecimiento… Ningún remedio surtía
efecto, llegaba la primavera y se negaban a brotar; sólo sobrevivían los ejemplares
más jóvenes. Y no eran solo los robles, ocurría lo mismo con los acebos,
cedros, sequoias, abetos, sauces, araucarias, chopos, cerezos, palmeras… la
lista era interminable.
Tenía que ser una enfermedad, aunque los
epidemiólogos aseguraran que no había ningún hongo, bacteria o virus que
afectara a tantas especies. Lorden era muy competente y tenía grandes ideas. Decía
que los árboles y plantas crecían de forma descontrolada en la Naturaleza y que
no debería ser así. Veinte metros sería la distancia mínima que exigiría entre
árbol y árbol y los mandaría podar para que cogieran fuerza de cara a la
brotación primaveral. Llegaría lejos, algún día sería alguien importante dentro
del Ministerio. Iba a dirigir un documento al Ministro para pedirle que llevara
a cabo una investigación que aclarara de una vez por todas cuál era la causa de
la muerte de los árboles; tal vez fueran el aire o el suelo los que estuvieran
contaminados. De todos modos había demasiados tipos de árboles para un Espacio
Vegetal, deberíamos acabar seleccionando las especies que queríamos tener en el
nuestro. También iba a sugerirlo, así se conseguirían espacios más homogéneos.
—Conseguiremos dominar la situación —Torsen
consultó su relophon-i—, seguiremos sustituyendo cada árbol que muera y si eso
no surte efecto, plantaremos ejemplares artificiales.
—Vi
algunos en la última feria. Auténticas obras de arte, y valen lo que piden por
ellos, pero como tengamos que ponerlos, las críticas que hemos recibido hasta
ahora parecerán alabanzas comparado con lo que se nos vendrá encima.
—No lo haría sin el beneplácito del
Ministerio, en cuanto supieran que no consumen agua, darían el visto bueno de
inmediato. Por cierto Torsen, ¿compraste las tijeras de podar?
—Las tengo en mi armario.
—Pues vamos a por ellas y de paso
recogemos a Virsen, que se ha ganado el usarlas.
Virsen había sido tan bueno como
cualquiera de nosotros, pero con el tiempo se había vuelto descuidado, como si
le diera igual no desempeñar bien su labor. En cuanto llegamos al almacén,
Lorden dio las indicaciones pertinentes y efectuó el reparto de las tareas, a
todos menos a Virsen, que fue invitado a acompañarnos. Nos dirigimos hacia el
estanque. También con ese entorno se metían en el artículo, sin saber que
habíamos creado un rincón de lo más armonioso. Lorden se había ocupado
personalmente de podar el sauce y tuvo el acierto de dejar un par de delicadas
ramas yendo al encuentro del agua; cualquiera de nosotros sólo hubiera dejado
una, pero él había dado un toque genial al lugar.
—Lorden, creo que deberíamos limpiar el
estanque otra vez, o empezarán a salir algas y hasta ranas.
—Hoy ya no es posible, pero mañana mismo
lo hacemos.
Dejamos atrás el estanque y giramos por el
sendero de los antiguos setos. Cuando heredamos el Espacio, teníamos la
sensación de caminar entre paredes, así que los entresacamos, dejando unos
pocos, bajitos y semiesféricos, con lo cual pudimos sembrar un césped que antes
no existía. Estaba todo tan ordenado y despejado… ni una hoja sobresalía más
que las otras y la hierba estaba cortada a tres centímetros, ni más ni menos.
Era uno de los mejores Espacios Vegetales del país, y había visitado unos
cuantos en mis días libres. ¿Cómo era posible que los retrógrados creyeran que
lo mejor era un jardín prehistórico donde la maleza invadía el Espacio creando
espacios umbríos e insalubres? Nosotros habíamos transformado el caos en un
auténtico Espacio Vegetal en tan solo cinco años.
Llegamos al Espacio de los Cedros y nos
detuvimos. Habíamos conservado uno de los prunos, creaba un contraste
interesante. Pero no era precisamente por el pruno por lo que habíamos venido.
—Te encargué podar los cedros —Lorden se
dirigió a Virsen sin mirarle.
—Hice lo que me pidió.
—La altura es la correcta, pero si te
fijas bien, no has acabado de rematar tu trabajo.
—No sé a qué se refiere.
—En el ejemplar que hay más a la izquierda,
a dos tercios de altura por el lado derecho sobresale una ramita y más arriba y
al otro lado hay dos más. Si te fijas en el siguiente hay otras tres y no por
finas dejan de ser ramas. Mira a cualquiera de ellos, no acabaste tu labor.
—Esas minucias son difíciles de eliminar con
la electrisierra.
—Lo imaginé, por eso he conseguido una
herramienta más eficaz.
—Torsen…
Saqué del bolso las tijeras de podar y se
las tendí a Virsen, que las tomó sin comprender.
—¿Para qué me das una herramienta antigua?
Debería estar en un museo.
—Los antiguos Arquitectos Técnicos
Vegetales, a los que llamaban jardineros, las empleaban para podar.
—Ni siquiera es eléctrica. No creo que
pueda hacerlo, me destrozará las manos.
—Quiero que esté acabado al mediodía.
Virsen respiró hondo y volvió el rostro
para que no le viéramos.
—No me responsabilizo de la muerte de los
cedros.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lorden sin
volverse.
—De sobra lo sabes. Cada árbol que pierde
las hojas, muere.
—Al mediodía —Lorden se alejó.
—¡No digas tonterías, Virsen! Sabes que el
jefe tiene razón. Es la enfermedad y los ejemplares jóvenes son los únicos
inmunes.
—Si tú lo dices —Virsen guardó las tijeras
en su bolsa—. Lo siento más por los cedros que por mis manos, al fin y al cabo
seguirán vivas aunque tenga que ir esta tarde al Pharmahospital. Voy a por la
escalera.
Me quedé contemplando los cedros e
intentando recordar todos los árboles que Virsen había podado mal desde hacía
dos años para acá. Muchos de ellos continuaban vivos, salvo los abetos, pero no
se encargó de ellos durante la última poda. Viejos árboles mal podados que volvían
a brotar…
No pude evitarlo. Me pasé el resto de la
jornada dándole vueltas al asunto. Seguía siendo la misma persona y no había
perdido interés por su trabajo, salvo esa manía de no acabar de rematar la
poda; era un buen profesional. Entonces, ¿por qué de pronto empezó a podar de
forma descuidada?, ¿no estaría experimentando?
¿Y si fuera así?
¿Y si tenía razón?
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