martes, 29 de mayo de 2018

Tatuaje. 1ª parte.


TATUAJE



     Casón del Buen Retiro. Laural dijo que había recuperado su nombre primitivo y era lo único que aparecía en la fachada, no había ninguna referencia a que fuera un espacio expositivo, ni siquiera en la puerta o en la botonera para comunicarse con el interior. Mi amiga pulsó C-3 y poco después escuchamos el clic que desbloqueaba el enorme portón. Empujó y entramos. Fue ella quien me convenció para visitar la desconocida colección perteneciente al legado del Espacio Expositivo de Arte Retrógrado del Prado, de la que nunca había oído hablar, pues su contenido era considerado tabú.

     Tras un mostrador de marmolina azul pálido que no desentonaba con el resto de los mármoles blanquecinos auténticos, había una funcionaria y un miembro de seguridad.

     —Laural Boroba y Silmanhia Peirez —la funcionaria nos tendió un marcador digital— firmad la solicitud de visita, en la que eximís al Casón del Buen Retiro de cualquier problema que pudiera derivarse de la visita a la colección.

     Era una precaución exagerada. La pantalla del mostrador mostró el documento con el nombre de mi amiga. Firmó sin leer, al igual que hice yo. Nos habíamos informado a través de la página que el Casón tenía en la WEBA, en la cual tuvimos que concertar el día y la hora de la visita.

     —Tomen las escaleras y al llegar arriba giren a la derecha.  

     —Gracias —respondí y nos dirigimos hacia las suntuosas escaleras.

     Nos acercábamos nerviosas a la primera sala y la puerta se abrió para nosotras. Un estrecho pasillo nos condujo hacia la derecha, apenas había dos metros de recorrido para llegar al cortinaje naranja. Lo aparté y entramos en la sala.

     La primera obra no medía más de cuarenta centímetros de alto. Era un paisaje boscoso en el que tras unos matorrales, había una figura femenina de espalda sonrosada. Un escalofrío recorrió mi espalda. Nuestras manos se encontraron y nos agarramos fuertemente, excitadas por el descubrimiento, como si fuéramos un par de adolescentes.

     Las siguientes obras se volvieron un poco más atrevidas y Laural, que no era muy habladora, comenzó a hacer comentarios, explayándose sobre la composición, el color, el dinamismo o los planos; evitando el motivo común a todas las ellas: las pequeñas figuras desnudas. Sin embargo, la figura de la última obra de la sala era mayor y ocupaba todo el lienzo. “Dama descubriendo el seno”, era de un grafitero renacentista llamado Tintoretto y en realidad mostraba los dos senos. Laural se había callado y apretaba mi mano, lo que estábamos viendo nos causaba una fuerte impresión.

     —¿Quieres que nos vayamos?

     —No —soltó mi mano.

     Otro cortinaje del mismo color nos separaba de la segunda sala, que resultó más atrevida que la primera. Laural la recorrió rápidamente y dijo que me esperaba en la siguiente. Cuando llegué a ella, la encontré sentada en el suelo contemplando una obra de grandes dimensiones con dos personajes de tamaño real. Comencé a hacer el recorrido, turbada y fascinada a la vez, habíamos pasado de los desnudos recatados y apenas visibles a otros de mayores dimensiones que mostraban una parte de su anatomía, y en la tercera sala nos enfrentábamos a los más explícitos.

     Encontré a Laural sentada en el suelo ante “Adán y Eva”, de un grafitero veneciano del Renacimiento llamado Tiziano. El manzano ocupaba casi todo el lienzo y ante él estaban los personajes de la leyenda de la manzana que trajo la supuesta maldición del laborar a la humanidad.  

     —Está desnudo —comentó Laural antes de vomitar.

     Estaba pálida y temblaba. Iba a bajar a llamar a seguridad, pero éste se presentó de inmediato.

     —No te preocupes —presionó una tecla en su i-phone—, lo que te ha ocurrido es bastante habitual.

     Lo sería, pero eso no hacía que desapareciera la preocupación por el estado de Laural, y aún así, no pude evitar volver a contemplar el grafiti. El cuerpo de Eva me resultaba fascinante, pero su contemplación fue interrumpida poco después por la llegada del pharmasicólogo y aunque resultara egoísta, sentí tener que marcharme. No dejaría pasar mucho tiempo para volver a aquel espacio expositivo, sola, para que nadie pudiera interrumpir la contemplación de aquellos cuerpos tan desnudos como el mío.



***



     Había tenido mucha suerte al encontrar un apartamento en aquella calle antigua donde las casas, el pavimento y cada detalle eran de una piedra marrón oscura que tenía un aspecto ancestral. Mi tía decía que me cansaría de tener que subir la cuesta cada mañana, pero no era así; lo que no quería era que después de tantos años, la dejara sola.

     Empecé a subir. A pesar de la lluvia caída durante la madrugada, el panadero estaba regando los tiestos de flores rojas que había colocado en aquellos salientes situados en los extremos del arco de su negocio. Todos los arcos tenían sus salientes y en algún momento debieron estar ocupados por algún tipo de adorno escultórico. La tienda de ropa vulgar aún estaba cerrada, era poco habitual que abriera a la hora. Un poco más arriba y en el lado derecho, había un individuo subido a uno de los salientes. No había ninguna escalera, ¿cómo había trepado hasta allí?

     Era el saliente del negocio que habían estado preparando la semana anterior y él, parecía el adorno escultórico que faltaba: sentado y con las piernas recogidas y abrazadas. Su cara me sonaba, pero no sabía de qué. “Retro detalles para la vivienda”, decía el cartel situado en la parte superior del cristal del escaparate.

  

*



     Al regresar a casa me detuve en la parte alta de la calle. Había vuelto a llover, y la humedad confería un encanto especial a la piedra. ¡No era posible! Aquel individuo continuaba sentado en el saliente. ¿Se trataba de un reclamo publicitario? Imaginé que a mediodía le habrían acercado la escalera para que pudiera atender sus necesidades vitales. Conocí una persona a la que le gustaba estar encaramado a las alturas… la aparté rápidamente de mi pensamiento, era un tema tabú. Bajé la calle fijándome en los salientes del lado derecho, todos vacíos salvo los del panadero; era todo un detalle por su parte alegrarnos con sus flores, los demás comerciantes deberían imitarle.

     La curiosidad pudo conmigo, y antes de llegar al comercio de Retrodetalles, giré la cabeza. El del saliente me estaba mirando. ¿Cómo no iba a hacerlo si no había nadie más en la calle? Aparté la mirada, y en ese momento, supe a quién me recordaba. Tuve miedo, pero me detuve; no podía quedarme con la duda, y volví a mirar. Continuaba observándome y le reconocí. El primer impulso fue echar a correr, pero me contuve y continué caminando con normalidad, temiendo escuchar su voz a cada paso; alcancé el portal y una vez dentro, aspiré profundamente, había estado conteniendo la respiración. Era el que acechaba en las alturas. Esperaba que no me hubiera reconocido.

     Nada más entrar en casa me senté frente a la ventana en la posición de relax astral. Absorbí la claridad a través de los párpados cerrados. Las burbujas de oscuridad latieron durante mucho tiempo antes de que consiguiera crear un mar color naranja. Naranja, amarillo, naranja, cambios tenues, lentos. Ralenticé la respiración, acompasándola al ritmo sosegado del mar y entonces intenté vaciar la mente de todo pensamiento. No lo conseguí, rechazaba al individuo encaramado y volvía a colarse en mi cabeza.

     Abandoné. Mis padres me enviaron junto a tía Edel-a, lejos de la ciudad que me vio crecer, pero no fue suficiente y tuve que acudir al psicoastrólogo durante años. Había pasado una década, había logrado olvidar y me había acostumbrado a Megamadriz. Parecía demasiada casualidad que apareciera en la megápolis, en la zona de Oldmadriz, en este barrio y en esta calle.



*



     Entré en la cabina de higiene integral y puse el vapor a treinta grados, algo más bajo de lo habitual. Había dormido mal, durante el relax astral no conseguí alcanzar el estado de vacío cósmico, ni siquiera me acerqué al nebuloso y los sueños adversos inundaron la noche. Volví a ser una recién nacida y estaba desnuda, nadie se había molestado en cubrirme. Iba a recibir mi primer tatuaje y el tintador de piel se desvaneció en el aire. Entonces, mi padre me tomó en sus brazos y caminó por las tierras yermas durante varios amaneceres hasta encontrar un tintador que estuviera dispuesto a imprimir sobre mi piel la marca de nacimiento. Una gran cantidad de dinero cambió de manos, pero por mucho empeño que puso, el tatuaje se desvanecía una y otra vez. Desnuda fui abandonada a mi suerte en las tierras yermas y desaparecí en la oscura soledad del abismo telúrico. Fue un sueño horrible y sin sentido.

     Nací en Escorpio y los astros me fueron favorables, hasta la adversa Antares mostraba aquella noche su mejor disposición. Mis padres habían elegido cuidadosamente el diseño del escorpión que adornaría el nacimiento de mi espalda al décimo día de la llegada a este mundo, pero algo debió suceder, que ni el astrólogo de la familia, cuya fama trascendía más allá de los océanos que rodeaban la vieja Europa, supo descifrar. La dermis rechazó el tatuaje y estuve a punto de morir, tuvieron que borrarme el círculo interestelar que había trazado el tintador.

     Rompí a llorar. La fortuna de mis padres era considerable, así que los pharmamédicos realizaron todas las pruebas posibles, con resultados desalentadores; mi dermis no toleraba que ningún tipo de tintura se adentrara en ella, se trataba de una enfermedad que se manifestaba en una persona entre un millón, y me había tenido que tocar a mí, que había nacido bajo el mejor de los auspicios. Pasado un tiempo, al pharmaalergólogo amigo de mis padres se le ocurrió probar con una tintura milenaria, la henna, y la toleré. Era muy cara, había que importarla de las tierras olvidadas, donde moraban aquellos cuya existencia negábamos. No haría un auténtico tatuaje, pero lo parecería.

     Tenía calor. Bajé la temperatura a veinte grados. Fue un alivio para mis padres. Encontraron a un joven grafitero dispuesto a realizar el falso tatuaje de nacimiento. Tuvo que aprender a usar la henna y se encargó de repasar el dibujo cada tres semanas. Entretanto, mis padres no perdían la esperanza de que la intolerancia desapareciera algún día, pero no fue así y el grafitero tuvo que empezar a trazar las líneas maestras a partir de las cuales se desarrollarían el resto de los tatuajes que irían llenando mi cuerpo desnudo. Seguía haciéndolo, pues la enfermedad no había tenido a bien abandonarme. Había pasado las últimas pruebas hacía menos de una luna.

     Empecé a tiritar y subí el vapor hasta los cuarenta grados antes de salir de la cabina. Comencé a cepillarme el pelo ante el espejo grande. Pelo negro intenso, piel pálida. Me gustaba contemplarme desnuda, tan vacía como esos grafitis antiguos que el Espacio de Arte Retrógrado del Paseo del Prado había relegado al Casón del Buen Retiro y que nadie visitaba. La primera vez fui con mi amiga Laural cuando aún estábamos en el Centro de Estudios Superiores, desde entonces había acudido sola, sin sufrir la más mínima animadversión, al fin y al cabo eran como yo. En un comercio de objetos arcaicos, bajo una polvorienta pila de e-books de papel, encontré un ejemplar de grafitis de desnudos y lo compré. Me gustaban especialmente las Venus decimonónicas inglesas.

     Dejé el cepillo sobre la repisa y me contemplé de perfil. A veces me preguntaba cómo podía gustarme mi cuerpo, debía ser el resultado de tantos años visitando al psicoastrólogo; un modo de conseguir superar los hechos, y aceptarme tal y como era. Me preguntaba qué sucedería el día que encontrara afinidad armónica en un joven, ¿toleraría su cuerpo cubierto de tatuajes?, ¿toleraría él el mío vacío? Tomé el espejo pequeño para observar el escorpión en la base de la espalda. El próximo martes vendría el artista Jhounes para a volver a delinearlo. Insistiría en trazar de nuevo las líneas maestras y algunos tatuajes más, pero había renunciado a ello; sólo quería ostentar el signo que me fue negado. Era una buena persona. Una vez me pidió que le mostrara las nalgas, y lo hice. Pensé que le gustaba cuando posó sus manos en ellas, pero enseguida pidió que las tapara; fue una desilusión.

     Sabía por qué había tenido el sueño, el que acechaba en las alturas me había encontrado. Tantos años de terapia para nada, había vuelto y no era capaz de enfrentarme a él. Al salir del portal, giré a la derecha, bajé hasta el cruce y ascendí por la calle paralela. Si me reconocía y… No lo soportaría de nuevo y lo peor sería tener que abandonar Oldmadrid, peor que resultar agredida y repudiada. No podía perder el empleo, había tenido mucha suerte al conseguirlo tan joven; no volvería a tener otra oportunidad como ésta.

     Había estudiado en el Centro Superior de Conocimientos de Audioimagen y me especialicé en trazados a mano, aún sabiendo que no deseaba ser tintadora. Realicé la masterproyecto basándome en una idea extravagante, aplicar el estilo de los tatuajes más elegantes a las prendas de vestir, y no debí hacerlo mal cuando al ver los primeros esbozos, mi tutor me animó a continuar. Cuando expuse el resultado de mi labor ante la comisión evaluadora, obtuve una de las calificaciones más altas y fui recomendada a una empresa que fabricaba prendas de vestir. Fui admitida como aprendiz sin sueldo. Eso sucedió hacía tres meses y ya había cobrado el primer sueldo, que me permitió independizarme de tía Edel-a y alquilar el apartamento. Había pasado de estudiante a laboradora, saltándome unos años de prelaboradora de los que casi nadie se libraba; y ahora aparecía él para echarlo todo a perder.



*



     Había pasado la semana dando un rodeo para esquivarle y tan deprimida que estuve a punto de acudir al psicoastrólogo. Me sentí mejor después de comprar un potente anillo aturdidor en el mercado ilegal, y cuando llegó Jhounes, tenía preparado un nuevo diseño: un escorpión listo para clavar su aguijón. Preguntó si estaba segura de querer cambiar mi tatuaje de nacimiento por algo tan agresivo y claro que lo estaba, era lo que necesitaba en ese momento. Esta vez no iba a ser yo quien huyera, sería él quien desaparecería de mi vida, para siempre. El guante me había dado la idea, e hizo que recuperara la confianza.

     La empresa acababa de recibir el dermocrilato, un tejido experimental procedente del otro lado del Atlántico y para probarlo, me pidieron que diseñara unos guantes. Decidí experimentar conmigo, así que en vez de llamar a la modelo, escaneé mis manos, diseñé unos guantes que ascendían irregularmente más allá de la muñeca y los cubrí con trazos de ligeras curvas envolventes. Entregué el diseño al técnico de la fotocopiadora tridimensional y poco después tenía los guantes sobre mi mesa. Se adaptaron a mis manos como una segunda piel. Al pasar la mano por la mejilla los noté cálidos, como si no los llevara puestos y al contemplarlos pensé que había sido una pena no emplear los trazos que había ideado para mi cuerpo, sobre un fondo que tuviera el tono de la piel; habría parecido que llevaba las manos desnudas, pero no vacías.

     Pasé la noche en vela. Quería hacerlo, pero no me atrevía, y si no lo hacía, tendría que abandonar la ciudad. Él siempre se había salido con la suya. Al amanecer decidí que no podía seguir así. Fui a la sala de aseo personal y contemplé en el espejo el nuevo tatuaje de nacimiento, la escorpiona a punto de clavar el aguijón: esa iba a ser yo, aunque no sabía de dónde iba a sacar fuerzas para hacerlo. Yo no era así, pero debería serlo, por mi bien. Seguí contemplando la escorpiona, sería así, le clavaría el aguijón. Debí alcanzar alguna clavija en mi cabeza, porque empecé a sentir la rabia, y supe que desaparecería de mi vida.

     Saqué la carpeta de los diseños que había imaginado para mi cuerpo en el caso de que algún día remitiera la enfermedad y los llevé a la empresa. Acudí a la sala del escáner, donde el técnico se limitó a hacer su labor sin extrañarle que fuera yo la modelo y le pidiera que tomara también el tono de piel. Cargué el resultado en la unidad computerizada junto con el diseño de los tatuajes. No tenía permiso y realizar una prenda que me cubriera de pies a cabeza iba a resultar excesivo, así que decidí conformarme con unos pantis. El técnico de la fotocopiadora no hizo ninguna pregunta y una hora después, tenía la prenda. Estaba tomando un gran riesgo, algo que no hubiera sido capaz de hacer unas horas antes. Habían aflorado los valores negativos de mi signo, esos que siempre había rechazado y otros que ni siquiera sospechaba que existieran.

*

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