lunes, 26 de febrero de 2018

Oscura Justicia. 2ª parte.



     Ir hacia nuestro rincón hacía que el corazón se me acelerara. No quería alarmar a mis abuelos, pero en algún momento tendría que acudir al Espacio para la Salud; esperaba que no fuera demasiado grave. Había aguardado su llegada durante una semana y sólo me había visitado el dron; había empezado a perder las esperanzas. Ocupé mi asiento y perdí la mirada entre los sauces que lloraban vertiendo sus lágrimas a la corriente. De vez en cuando, miraba de reojo por si aparecía… El corazón se me desbocó de tal manera, que ahuequé la camisa para que no se vieran los saltos que estaba dando. Quise hacer como si no la hubiera visto, pero no pude apartar la mirada de aquella silueta oscura cuya gabardina se mecía a cada paso que daba.

     —Hola —saludó antes de sentarse, era la primera vez que lo hacía. Resultaba imposible escudriñar en la oscuridad, saber si la investigación había dado sus frutos. ¿Por qué se maquillaría de aquel modo? Ningún Neogothic lo hacía.

     —Hola —respondí con el corazón acelerado. Esperaba que no me matara uno de esos latidos desbocados.

     Saqué de la mochila las bolsas de maíz de guyuba y me levanté para pasarle una. La cogió y permanecí inmóvil, con el corazón latiendo a su ritmo acelerado. Las preguntas se amontonaban en mi cabeza, pero me sentía incapaz de formularlas. Su mano me hizo reaccionar, cuando palmeó el banco invitándome a que me sentara a su lado.

     —El dron podría aparecer —no quería que me viera intentando socializar.

     —No quiero que nada ni nadie oiga lo que tengo que contarte —susurró.

     Tenía razón. Me senté a su lado, preocupado por los latidos acelerados del corazón.

     —He conocido al asesino —susurró y mi corazón fue aún más rápido—. Le seguí y si no supiera quién es, me hubiera parecido un tipo enrollado, aunque un poco creído. Dime una cosa, ¿tu padre trabajaba en el número dos de la calle Goldón?

     —Sí —al parecer ella también había investigado.

     —Lo suponía. El asesino entró allí, cogió una botella de Whiskín, la pagó sin que le pusieran ninguna pega y salió. Fue cuando le abordé, diciéndole que yo no conseguía que me vendieran alcohol. Me pidió que entrara con él y eligiera lo que quisiera. Lo puso sobre el mostrador y lo pagué sin ningún contratiempo.

     —Debe tener atemorizados a los compañeros de mi padre, podría matarlos si se niegan a vendérselo y sólo habría padecido otra enajenación mental transitoria.

     —Cuando salimos, le pregunté dónde podía ir a beber sin que ningún Servidor de la Ley y el Orden me molestara. Fuimos hasta unos jardines que hay hacia el Norte y llegamos hasta la zona más densa, donde se sentó en un banco que quedaba bastante escondido.

     —No debiste exponerte de ese modo, es un asesino.

     —Lo sé —giró la cabeza hacia los sauces y a mí me llegó olor a menta—. Después de unos tragos, quiso algo más —el susurro se hizo casi inaudible—. Llevo el cuchillo en la mochila, pero le dije que necesitaba conocerle mejor y no necesité usarlo.

     —Tuviste suerte —volví la cabeza hacia ella—, no vuelvas a hacerlo —el blanco azulado de sus ojos había desaparecido, los tenía cerrados.

     —La segunda vez que fuimos a beber a lo más profundo de los jardines —continuaba con los ojos cerrados y el olor a menta persistía, debía ser suyo—, volvió a insistir y esa vez sacó la pistola.

     —¿Aún tiene la pistola con la que mató a mi padre? Es increíble que no se la hallan confiscado —esperé que el corazón se acelerara hasta salirse del pecho, pero contra todo pronóstico, se mantuvo como estaba.

     —Debía ser, porque dijo que había matado a un hombre con ella. Quería intimidarme, pero me armé de valor y acaricié el cañón mientras le decía que me gustaría ver caer a alguien fulminado por un disparo; aquello le excitó tanto que se olvidó del sexo.

     —¿Estás segura de lo que estás haciendo? —en el fondo sabía que tenía mucho más valor del que yo lograría reunir en años.

     —Creo que sí —su voz sonó segura, envuelta en un aroma a menta—. Está dispuesto a protagonizar un asesinato para mí, a cambio de lo que ya sabes.

     —No deberías —me fastidiaba que ella fuera a pasar por eso.

     —Le prometí un fin de semana después del asesinato. Dijo que no se fiaba y le respondí que quién le impediría darme un tiro si no cumplía —esta vez sí se aceleró el corazón. Tenía que ir al médico.






     La última vez que la vi estuve a punto de pedirle que lo dejara y si no lo hice fue porque quería vengar a mi padre. Eso no me hizo sentirme mejor en los siguientes días, en los que no supe nada de ella, aunque los latidos del corazón se hubieran normalizado. Una muerte, y pasaría un fin de semana con él; fue violada una vez, ¿había dejado de importarle… o iba a emplear el cuchillo? 

     Esa mañana había encontrado una nota diminuta en mi asiento de hormigón, Oscura me había citado al otro lado de la valla, río abajo junto al árbol seco. No conocía esa zona, porque con mis abuelos iba a pasear hacia el otro lado, por los Jardines de la Ribera; un espacio verde que tenía un nombre muy antiguo. Encontraría el árbol seco que había muerto sin que se lo llevara la corriente.

     Tardé más de media hora en cubrir la distancia que separaba el Centro de Conocimientos Medios del enorme chopo seco de tres brazos. No estaba muerto, se aferraba desesperadamente a la vida, negándose a que la corriente se lo llevara; en su base habían brotado tres ramas nuevas y estaban llenas de hojas. El árbol estaba rodeado de maleza alta y alejado de la ciudad, nadie interrumpiría la conspiración para impartir Justicia: ni los S.L.O. ni los drones de vigilancia.

     No tardó mucho en aparecer, avanzando ruidosa a través de la maleza, tan oscura como siempre. Tras volverse y mirar en todas las direcciones, incluido el cielo, se sentó en el diminuto claro herboso junto al chopo. Por primera vez, me senté frente a ella, tan cerca que si avanzara el brazo podría tocar su zapatilla. Nadie podría saber que conspirábamos en aquel remoto lugar, a no ser que llegara desde el río o el cielo.

     Alcé la mirada. Hierática, como una estatua y yo necesitaba saber. Incluso a esta distancia resultaba difícil discernir un rostro teñido de un azul tan oscuro que no me permitía averiguar si las cosas habían salido bien o mal. ¿Dónde compraría un maquillaje como ese? Un pequeño brote blanco azulado asomó en su rostro, eran los dientes, y mi corazón empezó a latir con furia.

     —Dos tiros —susurró. Su boca se había abierto en una sonrisa, adivinada por la claridad de su dentadura. La voz tampoco sonaba triste. Intenté no pensar en el fin de semana que habría tenido que pasar con el asesino.

     —¿Quién de ellos los ha recibido? —el corazón se alborotó más aún, restallaba en mis oídos, hasta ella debía poder escucharlo.

     —El psiquiatra pasa a diario por una zona poco transitada. A la hora precisa, el asesino y yo estábamos apostados para recibirlo. Una amiga mía convenció al abogado para que la acompañara a dar una vuelta, los hombres os dejáis embaucar fácilmente ante la promesa de sexo —lo dijo como si viviera en esa época en que los jóvenes se acostaban los unos con los otros alegremente—. Convencer al asesino para que me agasajara con la segunda muerte fue fácil; dispara al otro le dije, y lo hizo. Tan entusiasmado estaba apretando el gatillo, que no les reconoció.

     Hubiera debido alegrarme, dos de los tres benefactores del asesino habían muerto a manos del mismo, pero a mi cabeza acudía la imagen de una casa desconocida, Oscura estaba sobre una cama y el asesino abusaba de ella una y otra vez. Era la segunda persona que abusaba de ella.

     —Gracias —fue todo lo que se me ocurrió decir. Miré al cielo, sólo había golondrinas y observando su vuelo me atreví al fin a preguntar—. ¿Qué tal estás tú?

     —Estoy bien.

     La rabia me invadió y dirigí la mirada hacia el tronco del chopo que agonizaba y aún así deseaba seguir vivo a través de aquellos brotes tiernos que se esforzaban por salir adelante. Disfrutó con el asesino… me volví hacia ella, sin saber qué quería echarle en cara, pero llegó ese aroma a menta; la boca estaba entreabierta y esa sonrisa era inocente. De algún modo, había logrado evadirse.

     —¿Qué ocurrió?  

     —Creí que no lo ibas a preguntar. Laura y Helena estuvieron a mi lado en todo momento desde que empecé a seguirles. Helena se hizo amiga del abogado y consiguió llevarle a la muerte, Laura encontró el escenario perfecto para sacar las fotos: el arma en manos del asesino, la bala saliendo del cañón, la bala entrando en la cabeza, la caída…; muy buenas por cierto, la chica que acompañaba al asesino no aparece en ninguna de ellas.

     —No me habías contado nada de tus amigas.

     —Deep gothics, como yo; leales hasta el final.

     El psiquiatra y el abogado estaban muertos, quedaba el juez. Dejaríamos al asesino para el final, quería encargarme personalmente de él. La cabeza me daba vueltas, como si hubiera tomado uno de esos alucinógenos que últimamente circulaban por los alrededores de los Centros de Conocimientos Medios. Los S.L.O. ya ni siquiera se molestaban en detenerlos, uno de ellos había sido detenido veinte veces y seguía sin tener antecedentes. Aún así, seguía sin saber qué ocurrió después.

     —¿De veras estás bien? —tenía miedo de oír lo que le había pasado a Oscura. Ella echó la cabeza hacia atrás, el sol inundó su oscuro rostro dejando ver una bonita sonrisa.

     —Lo había prometido y eché a andar con él hacia el escondite de Lara, oculta tras el hueco de la ventana que habíamos tapado con un cartel. El asesino recibió un tremendo golpe en la cabeza que no supo de dónde le vino. Se encuentra a buen recaudo, atado y amordazado a la espera de lo que quieras hacer con él.

     En aquel momento, me sentí tan feliz que hubiera querido abrazarla.






     Oscura había planeado y ejecutado la primera parte de mi venganza a la perfección. Quise ser el artífice de la segunda, pero acabamos planeándola juntos.

     Fuimos a mi ciudad, donde Oscura y sus amigas dejaron de ser Deep Gothics y yo pasé a convertirme en un oscuro, así nadie podría reconocernos. A estas alturas los S.L.O. habían descubierto los cadáveres, pero aún no sabían quién era el asesino. Lo primero que hicimos fue poner en sus manos las pruebas fotográficas. No podíamos delatarnos, así que usamos un método de envío que era difícil de creer se hubiera usado en algún momento, por lo engorroso que debió resultar: las cartas que un organismo estatal llamado Correos se encargaba de llevar físicamente de puerta en puerta.

     Cuando las sombras cubrieron la ciudad, lancé una carta a las puertas de la central de los S.L.O. Repetí la operación ante la sede de Telesiete, la cadena de audioimagen más sensacionalista de la ciudad. Una vez la noticia llegara a los ciudadanos, resultaría difícil que vieran al asesino como un pobre muchacho con brotes psicóticos transitorios.

     Quedaba la parte más difícil, entregar al asesino. Le habían dejado encerrado en una habitación de un edificio abandonado, atado y amordazado. No sentí lástima por él a pesar del estado lamentable que presentaba y de lo mal que olía. Le metimos en un contenedor de basura al cual adherimos fotos similares a las que habíamos enviado y un cartel que decía: soy el asesino, estoy aquí dentro. Dejamos el cubo en medio de una calle, tras lo cual volvimos a dejar sendas cartas primero en Telesiete y después en el Espacio Central de los S.L.O., que decían dónde podían encontrarlo.






     Telesiete armó tal revuelo con la aparición del presunto asesino de dos inocentes, que tuvieron que mantenerlo preso hasta que se celebrara el juicio por temor a que lo lincharan; y como esa prolongada detención era ilegal, celebraron el juicio a la semana siguiente.

     Esperaba que le juzgara el mismo juez que la vez anterior, pero no tuve suerte. Tampoco la tuve con el abogado que le defendió, le consideró víctima de un complot. Se habían presentado pruebas ilegales y anónimas, se le había secuestrado, maltratado, denigrado y se le había obligado a apretar el gatillo del arma contra su voluntad.

     Temí que le fueran a soltar y que tuviera que conseguir un arma para matarle yo mismo, sin embargo la actuación del abogado que representaba a los asesinados, cambió el panorama: el acusado se había cargado a alguien que no le quiso vender el alcohol que él no podía comprar, y había pruebas de que había asesinado a otras dos personas; el arma había aparecido en su poder y en ella sólo estaban sus huellas, y las balas extraídas de los cuerpos de los asesinados y las del arma coincidían.

     El defensor protestó, alguien le había tendido una trampa, a lo que el acusador alabó la colaboración desinteresada del ciudadano que había permitido detener al asesino múltiple. Terminó su alegato recordando que el aludido se había cargado a quienes le defendieron en el juicio anterior y que si quedaba en libertad, podían echarse a temblar su abogado defensor, su psiquiatra y posiblemente el juez.

     Recordaría el nombre de aquel abogado, que consiguió que el juez condenara al asesino a veinte años de prisión, tras lo cual el aludido se levantó y amenazó con matar a todos los que estábamos en la sala; empezó señalando al juez y después dirigió el dedo indiscriminadamente a unos y a otros. Fue una buena intervención, porque el juez modificó su sentencia: cadena perpetua sin posibilidad de recibir ningún permiso para salir. En ese momento, mi corazón dejó de latir y tuve que palparme el pecho para asegurarme que seguía ahí.






     Había pasado una semana desde que se celebró el Juicio y me sentía fenomenal. Esa tarde acudí a una refreshterraza en los jardines de la ribera. La vegetación crecía vigorosa y despuntaba con colores frescos bajo un cielo plagado de alegres y chillonas golondrinas. Ella llegó puntual y tan oscura como siempre. Habíamos retomado la costumbre de tomar maíces en nuestro rincón del Espacio de Socialización, pero había pedido que nos viéramos en un lugar más alegre que el Centro de Conocimientos Medios y sugerí el lugar al que acudía con mis abuelos, era un lugar muy tranquilo.

     —Hola, ¿qué tal está tu madre? —se sentó frente a mí.

     —Cuando le mostré las noticias de la condena, dijo: bien. Es lo primero que ha pronunciado desde que dejaron libre al asesino. Volverá a ser la que fue. Por cierto, estoy preparando un plan para que el Juez sufra un accidente mortal.

     El refreshman se acercó a la mesa y ella pidió una colaranja, lo mismo que estaba tomando yo.

     —Debemos ayudarnos entre nosotros contra la injusta Justicia —respondió cuando se alejó el refreshman—. Cuenta conmigo.

   —Pero será peligroso —callé, el refreshman volvía con su bebida.

     La dejó sobre la mesa, ella sacó su tarjeta y pagó.

     —No tengo nada que perder, Lorenzo.

     No le había dicho cómo me llamaba, no habíamos llegado a socializar…

     —¿Sabes mi nombre? —yo no se lo había dicho.

     —He hecho mis averiguaciones, llevamos un tiempo socializando y creí que debería saberlo.

     Socializar… era lo que había estado evitando desde que murió mi padre y dejaron libre a su asesino, como diciéndole: puedes seguir haciéndolo, tienes nuestra aprobación. Resultaba que habíamos estado socializando. Ella lo llamaría así, pero sólo habíamos hablado de la injusta Justicia y de cómo podíamos hacer para que me vengara. Lo habíamos conseguido, él lo estaba pagando, encerrado en una prisión de máxima seguridad. Sólo faltaba el Juez, pero le quedaba poco tiempo de vida.

     Di un trago. Oscura. Ni siquiera había intentado averiguar cómo se llamaba. Conocía su voz, pero su rostro y su nombre me eran desconocidos, no consideraba que hubiéramos socializado, pero si ella lo creía así… puede que lo fuera.

     —No… no sé tu nombre…

     —Creí que no me lo ibas a preguntar nunca. Me llamo Luna.

     Luna era su nombre, luna nueva, por supuesto.

     —Luna. Además de tu voz, ahora conozco tu nombre.

     —¿Qué quieres decir? —se llevó el vaso a los labios.

     —Si vinieras con tus amigas Deep Gothics, no sería capaz de distinguirte de ellas, a no ser que hablaras.

     Dejó el vaso sobre la mesa, cogió su mochila y se fue sin decir una palabra. La seguí con la mirada hasta que el edificio de la refreshterraza la ocultó. No debí decirlo, la había ofendido. De pronto me pareció que las ramas de los árboles languidecían y los chillidos de las golondrinas se volvían lastimeros. Eché la cabeza hacia atrás y contemplé su melancólico vuelo.

     No me enteré de su vuelta hasta que escuché la silla hiriendo el terroso suelo. Se sentó. Volvía para reprenderme, y con toda la razón. No volvería a socializar, no se me daba bien y no quería herir a nadie más. Era extraño, no decía nada. Bajé la cabeza y el corazón empezó a latir a toda velocidad. Creí que me había curado cuando el juez condenó al asesino de mi padre.

     El pelo continuaba igual de oscuro, pero el rostro era mucho más pálido. Se había marchado al baño para quitarse parte del maquillaje y su cara azulada resultaba agradable, ¿por qué la ocultaba?

     —No me mires así —parecía avergonzada.

     Cogió su bebida con las dos manos, ocultando su rostro de nuevo. Cuando soltó el vaso estaba vacío. Se levantó y cogió la mochila.

     —¿Nos vamos?

     No me dio tiempo a acabar mi bebida. Agarré mi mochila y corrí tras ella.

     Los tejos que bordeaban el camino habían recobrado su porte elegante, incluso su color era más brillante. De cuando en cuando observaba su rostro, asomando bajo aquel pelo oscurísimo. Tenía unos ojos bonitos… y una graciosa nariz respingona; no lo había sabido hasta ahora. Si habíamos socializado y éramos amigos, debería decírselo.

     Giró la cabeza en el momento en que la observaba. Rió con ganas, los labios curvados, dejando asomar una tira de dientes blancos.

     —¿Te vas a pasarla tarde mirándome?

     —Es una tarde preciosa, pero tu cara es lo más bonito que he visto hoy.
     —Será la cara que vea el juez antes de sufrir ese accidente. Cuéntame cómo lo vamos a hacer...

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