ES
NATURAL
A lo largo de las últimas décadas la
ciudad fue perdiendo la vegetación natural. Tras las podas, árboles y setos
fueron muriendo inexplicablemente, y se tomó la decisión de sustituirla por vegetación
artificial metálico-plasticosa: una base de moqueta verde, un palo estriado y un
copete esférico texturizado. Afortunadamente no tuvo mucho éxito y los jardines
se convirtieron en extensiones de cemento texturizado y monolitos de hormigón
en estado erecto, mucho más estéticas.
La primera vez que vi lo que había
colocado el vecino de la propiedad número nueve, pensé que era una aberración. Vivíamos
en una urbanización privada de lujo en la que habíamos logrado plasmar las
últimas tendencias decorativas en los espacios exteriores: la reinterpretación
del arcaico jardín japonés; una superficie horizontal a base de superficies de
hormigón texturizado, combinado con huecos pedregosos direccionados y algunas
erecciones pétreas. El decorador de exteriores que empleamos nosotros nos
recomendó usar el granito rosado tanto para las erecciones, los huecos de grava
y las incrustaciones proyectadas sobre el hormigón ondulante. Toda la
urbanización contaba con el mismo tipo de diseño y las variantes estaban en el
texturizado y en el tipo de material erecto.
Nuestro vecino del nueve era diferente,
aunque al trato pareciera alguien distinguido. En un principio su jardín había
sido como el de los demás, pero en algún momento desapareció la grava del hueco
que veíamos desde nuestra residencia y fue sustituida por un espantoso verde
vegetal. Sus gustos estaban cambiando, y empeoraron cuando se dejó seducir por
aquellas avenidas vulgares en las que a ambos lados se alineaban interminables
hileras de árboles plasticosos. Naturalmente yo intentaba evitar aquella zona,
prefería las avenidas situadas algo más al norte, donde a nadie se le ocurriría
erigir algo que no fueran esbeltos monolitos de hormigón con toques de carbono.
—Alberton, ¿qué estás mirando? —Lovelinda
apoyó la cabeza en mi hombro—. Agggh, no sé cómo puedes recrearte en eso. ¡Es
una vulgaridad!
—No tienen clase, son unos advenedizos; no
les bastaba con pintar los huecos en verde y han tenido que incluir esa
protuberancia vegetal en el centro de la zona de esparcimiento. Parece que
hubiera crecido.
—¿Tú crees?
—Antes sólo se veía desde el desván.
—Tal vez la vara sea telescópica.
—Evitaremos mirar hacia allí.
—Podríamos poner un vidrio de esos que elimina
la lejanía.
—Buena idea.
—Mañana mismo mando instalar uno —Lovelinda
me besó antes de retirarse a la sala de descanso.
...
Acababa de volver del
trabajo. Era el día del crossfunning, así que me puse la prenda deportiva y
salí a buscar a mis compañeros del tres y del siete para empezar el
entrenamiento. Realizábamos un recorrido integral por la urbanización, que nos
llevaba casi una hora.
Cuando pasamos junto a la residencia
número nueve recordé el vegetal. No había vuelto a pensar en él desde que
pusimos el vidrio ocultante.
—¿Sabéis lo que han colocado los del nueve
en su parcela?
—Algo he oído sobre un árbol plasticoso.
¡Menuda ocurrencia! —dijo Pétrez, el del tres.
—Tal vez deberíamos discutirlo en la
próxima reunión —Janvier, el del siete era el presidente en la nueva anualidad—.
Tenemos una posición y no podemos permitir que uno de los nuestros se comporte
como un vulgar mileurodolarista.
—Nunca he visto un árbol natural
—intervine—, pero me da la impresión de que éste no es plasticoso ni metalífero
como los de la Avenida de la Dirigencia Honrada.
—¡No fastidies! —Pétrez detuvo su avance—.
A saber la de virus que debe tener un bicho de esos.
—Vegetal, Pétrez, es un vegetal —le corregí.
—Pues me has dejado preocupado, sólo falta
que tuviéramos una epidemia por culpa del tipo del nueve —insistió Pétrez.
...
Lovelinda formuló una denuncia anónima en la sede de los S.L.O.,
y tuvo un efecto inmediato por lo que me contó Pétrez mientras disfrutábamos de
nuestra sesión semanal de crossfunning. Al parecer se presentaron en su
domicilio un S.L.O. y un inspector vegetal. Al llegar a casa abrí la ventana
que tenía el vidrio que eliminaba la lejanía, y allí continuaba el engendro;
tal vez fuera plasticoso.
Durante
una semana vigilé el número nueve, sin que hubiera ningún cambio, el árbol
continuaba erecto y las manchas de los huecos seguían verdes. ¿No iban a hacer
nada al respecto? Creía que la ley funcionaba de modo eficiente. Se lo comenté
a Lovelinda y dijo que ella se encargaría de averiguarlo.
Un
bizcocho de ingredientes megaecológicos fue la excusa que empleó mi compañera para
visitar a los vecinos del número nueve. Estuvo más de una hora en el espacio
abierto con él y luego entraron en la casa. Bajé a la entrada a esperarla, pero
no llegaba y volví a asomarme por si volvían a salir al exterior. Nada. Tal vez
hubiera salido a comprar algo para la cena, pero la sorpresa fue cuando llegó hora
y media después con las manos vacías y sumamente feliz. No me atreví a preguntarle
por su demora y ella no se molestó en despejar mis dudas. Se pasó una hora canturreando
y de vez en cuando abría la ventana desde la cual se veía la casa del árbol.
Preparé una cena ligera a base de yogur naturalizado
y frutas desecadas. Lovelinda se sentó a la mesa con esa sonrisa que no le
había abandonado desde su regreso. Sumergió la cuchara en el plato y comenzó a nutrirse
como si nada. Hundí la cuchara en el yogur, pero no fui capaz de sacarlo de allí.
Estaba intrigado por saber qué había ocurrido desde que abandonaron el exterior,
quería pensar bien, pero verla con esa mirada ausente y feliz, me hacía pensar
en lo peor. Había permanecido demasiado tiempo con el vecino del nueve. Me
sentí observado. Sonreía. Dejó su cuchara en el plato.
—¿No quieres saber? ¿No sientes ninguna
curiosidad?
Fui incapaz de sostener su mirada, como si
yo fuera el culpable de lo que hubiera sucedido.
—Creí que me lo contarías nada más llegar,
pe… pero… —nunca había tartamudeado y se me atascaban las palabras. No supe
cómo seguir.
—Es que Jhounes me ha hecho recapacitar.
¿Estás bien?
Así que había ocurrido lo que me temía.
¡Había tenido una aventura con el vecino!
—Creo que tengo la tensión baja —había tenido
una sensación extraña que me había atravesado de arriba a abajo, debía estar
más blanco que un muerto sin maquillar.
—Tal vez sea mejor que te lo cuente más
tarde.
Su incomprensible estado de felicidad
acabó por fastidiarme y debí pasar del amarillo al rojo pasando por todos los
colores del espectro visible.
—Preferiría saberlo ahora —su
incomprensible estado de felicidad había acabado fastidiándome.
—¿Qué
has dicho?
—Que
me lo cuentes —la voz apenas me salía. La vida que llevaba acababa de
desmoronarse.
Entonces resplandeció más aún.
—Jhounes es un vecino la mar de simpático.
Le gustó lo que le llevé y se empeñó en que me quedara a tomarlo, lo acompañamos
de narancoco de granja hiperecológica. Lo mejor fue que no tuve que sonsacarle,
bastó que me interesara por su conífera.
—¿Su conífera? ¿Ahora se llama así?
—Sí, es una conífera. Natural. Me ha dicho
que le han denunciado, que ha venido la inspección y han visto que todo estaba
bien: el árbol está sano y no puede propagar ningún tipo de contagio o
enfermedad salvo a los de su propia especie. Incluso le ha recomendado un
preventivo, porque aún mueren algunos ejemplares del mal de las coníferas —ella
seguía hablando y hablando, emocionada, pero yo sólo veía una conífera erecta
entre las piernas del vecino y a mi compañera interesándose por ella—… y la
moqueta que suplió a la grava es auténtica hierba de… no recuerdo qué lugar.
Daba igual lo que dijera, no sabía de qué
estaba hablando. ¿Por qué tuvo que quedarse allí con él?
—….está dispuesto a ayudarnos.
Quise decir algo, pero lo olvidé.
—Alberton, ¿te encuentras mal? Te lo
contaré en otro momento.
—Las malas noticias, cuanto antes, mejor.
Continúa.
—¿Crees que son malas?
—Da igual, continúa.
—De acuerdo. Podíamos hacer nosotros lo
mismo, si te parece bien.
Definitivamente se le había ido la cabeza.
Porque ella se interesara por la conífera de nuestro vecino tenía yo que
interesarme por la… ¿cómo la llamaría?... daba igual, por la cosa de la
compañera de Jhounes? Ni siquiera la conocía.
—No sé a qué te refieres —me puse en plan
cínico.
—¡Pues a plantar una conífera en nuestro
espacio lúdico exterior! ¿Qué te parece?
El vecino y su conífera, el hueco de su compañera…
no entendía nada, pero no le iba a conceder el placer de reconocerlo.
—Tendrás que darme más detalles.
—¡Redescubriremos el mundo natural! Al
principio seremos unos transgresores como Jhounes, pero a la larga crearemos
tendencia. Una comunidad pionera en la decoración de sus espacios lúdicos con
la inclusión de árboles naturales. Seremos universalmente conocidos. Los que
vengan después serán imitadores
—¿Entonces sólo quieres que pongamos un árbol
ahí fuera? —no acababa de estar seguro, pero a lo mejor no había nada entre
ella y el vecino.
—Bueno, si quieres ponemos más.
—Para empezar uno será suficiente.
Lovelinda se levantó y me abrazó.
—No
estaba segura. Hasta hoy habíamos extendido nuestra negatividad hacia los
vecinos del nueve y su exterior natural, pero Jhounes me ha abierto una nueva
perspectiva. Estábamos equivocados.
—¿Estás segura de que no habrá ningún
problema? —me gustaría saber qué habían hecho tanto tiempo allí dentro—. De
niño vi un bosque a lo lejos. Estaba protegido, porque decían que eran
necesarios; no recuerdo por qué, lo que sí recuerdo es que sólo podían acceder
a ellos unos especialistas que a buen seguro llevaban máscaras y toda esa
parafernalia. En nuestro caso, si el vecino está seguro y tiene el visto bueno
del inspector, no habrá problema.
—Algo del aire, dicen.
...
Pasó el tiempo. Lovelinda quiso ser
innovadora y compramos un pequeño vegetal diferente al de nuestro vecino. Teníamos
que echarle agua de vez en cuando y cada mes colocábamos unas bolitas
preventivas en su base y pese a ello, al llegar el otoño enfermó: las hojas
cambiaron de color, se secaron y cayeron. Me arrepentí de haber querido ser
innovador.
Un día me tropecé con Jhounes.
—Buenas tardes, Alberton. ¿Qué tal vuestro
árbol?
—Murió.
—¡Vaya! Cuánto lo siento —se quedó
pensativo—. ¿Te importaría que le echara un vistazo?
—No, ven —no pude negarme, aunque aún me
hacía sentirme incómodo. Lovelinda le había hecho al menos otra visita.
Me alegró que ella aún no hubiera llegado.
No habría soportado verla reír ante él o que se hubieran abrazado o algo
parecido. Salimos al espacio lúdico y él se quedó mirando el árbol. Después se
acercó y tocó una de las hojas que aún no habían caído. Yo las recogía con
guantes y mascarilla, no fuera a ser algo contagioso.
Soltó una carcajada. ¿Acaso le hacía
gracia?
—No está muerto.
—Ah.
—Es de hoja caduca.
—¿Ha caducado? ¿Y ahora qué he de hacer?
—Ven a mi casa. Voy a mostrarte holoimágenes
de los árboles caducifolios.
Jamás habría imaginado la variedad de
vegetales que había. Estuvimos mucho tiempo hablando sobre ello. Era un
individuo capaz de hablar durante horas y mantenerte interesado. Nunca debí
dudar de Lovelinda.
...
Pasaron los años. Jhounes y yo éramos muy
amigos desde que acudí a su casa a ver los árboles caducifolios; Jhounes, su
compañera Evalín, Lovelinda y yo. Con la inestimable ayuda de nuestros amigos,
plantamos otro ejemplar, esta vez de hoja perenne. Ya éramos cinco los
transgresores que manteníamos vegetales naturales en nuestros espacios de
esparcimiento, lo que provocó la marcha de los vecinos del número tres. No
importaba, para entonces las revistas científicas de naturaleza hablaban de
nosotros como pioneros de la reintroducción de la naturaleza en el hábitat
urbano y Lovelinda decía que faltaba poco para que alcanzáramos la fama.
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