jueves, 8 de febrero de 2018

El Color Divino.



EL COLOR DIVINO



     Creía estar preparada para lo que nos aguardaba más allá de la loma, pero al llegar a lo más alto, la impresión hizo que me detuviera; en realidad, todos lo hicimos.

     Era muy alto, tanto como seis o siete casas puestas una sobre otra, y no se sabía cómo había logrado sobrevivir a la enfermedad. Sus raíces, más gruesas que mi cuerpo, surgían del suelo pedregoso y se dirigían hacia el tronco, que era más ancho que una persona con los brazos estirados y de un color marrón rojizo. El tronco ascendía y ascendía, y se abría como los dedos de una mano en innumerables ramas de las que surgían muchas otras; entre todas sostenían aquella enorme masa de hojas que formaban la copa y eran del color que nunca veíamos, el color divino; el Verde.

     Costaba creer que existiera, que hubiera llegado a los trescientos sesenta años, pero allí estaba, al borde del acantilado. La Transmisora de Conocimientos nos animó a continuar adelante, y así lo hicimos, en absoluto silencio; tan impresionados estábamos. Habíamos viajado todo el día anterior y parte de la mañana para verlo y aún me costaba admitir que no era un sueño, que estábamos acercándonos a él. Llegamos hasta las piedras que formaban un semicírculo a su alrededor y nos detuvimos; era el límite que no debíamos traspasar.

     Había imaginado que su color divino sería mucho más intenso. Tal vez el polvo del lugar se depositaba sobre él y no le dejaba refulgir en todo su esplendor. Deberían limpiarlo de vez en cuando, con cuidado; a mí no me importaría hacerlo. No debería quejarme, sólo veíamos el color divino en imágenes y éste era real; teníamos mucha suerte de poder contemplar un Árbol vivo.

     Su tronco se había arrugado por la edad, por la exposición continuada a los vientos del poniente y a la brisa del mar, la misma que lo alimentaba. No lograba imaginar cómo había logrado subsistir bebiéndose la brisa. Me imaginé a mí misma en una fría madrugada, al borde del acantilado y con la boca abierta para atrapar la humedad. ¿Conseguiría beber una ración de agua a lo largo de la noche? Él era mucho más grande que yo, necesitaría una ración mucho mayor.

     Jamás había visto el Océano y hasta que nos sentamos a comer no fui consciente de la enorme cantidad de agua que había más allá del acantilado, bastaría para abastecer a humanos y vegetales… si no fuera salada. Costaba mucho obtener agua dulce, por eso no podíamos beber más que tres vasos de agua al día: el del desayuno, el del mediodía y el de la cena.



...



     Mi composición literaria fue elegida entre las de todos los que fuimos a ver el Gran Árbol, estaba segura de que fue por la insólita experiencia que tuve en su presencia: me vi al borde del acantilado, como Él, con los pies firmemente aferrados al suelo, mientras aspiraba la brisa del océano. ¿Cuántas gotas de agua se deslizarían a través de mi garganta? ¿Cuántas gotas caerían a los pies del Pino y se filtrarían en el áspero terreno para ser absorbidas por sus raíces?

     Tuvo que ser por eso, ¿por qué si no? Ni siquiera hablé del río, cuando abandonamos el lugar que habitaba el Gran Árbol, el solarbús cruzó un puente junto al cual había un viejo letrero que decía “Río Urdiel”; era el cauce fósil por el que en tiempos pretéritos circuló el agua, un agua que se podía beber sin reacondicionar. En Conocimiento Literario habíamos leído una novela antigua que se llamaba “La Península del fin del Mundo”, del compositor literario Francisco Dorda. El protagonista, un tal Nolwen, vivía en una aldea situada en un acantilado junto al Océano y cada jornada podía aspirar el olor de la brisa húmeda que no llegó a alcanzarnos junto al Gran Árbol. Lo mejor era que durante gran parte del tiempo, aquellas tierras quedaban cubiertas por una niebla, que lo empapaba todo; yo no era capaz de imaginar cómo podía ser esa niebla.

     En mi composición tampoco hablé de su color y no quería hacerlo porque podría haberme emocionado describiéndolo y eso podría haber dado alguna pista de que no era la primera vez que veía el color divino fuera de las imágenes de la antigüedad. Era cierto, lo había visto sobre el desconchón de la pared del dormitorio de mi mejor amiga, Selvia, oculto bajo la imagen plasticosa de su grupo musical favorito, los Ferrendosos. A veces nos encerrábamos en su habitación, retirábamos la imagen y nos tumbábamos en la cama a contemplar el maravilloso Verde. Era una casa muy antigua, de la época en la que aún había vegetales de todo tipo y tamaño, su color aún no era venerado y se podían pintar las paredes del color divino. ¡Cómo me habría gustado tener pintura Verde!

     Tampoco mencioné el sueño que tuve esa noche, tras haber tenido el privilegio de contemplar el Gran Árbol, pues hubiera sido una composición literaria demasiado extensa. Soñé con un bosque lleno de Árboles, caminaba entre ellos, miraba hacia arriba y todo era Verde, dirigía la mirada al suelo y veía el mismo color divino reflejado sobre la tierra húmeda. Fue hermoso, muy hermoso.

     Mis padres me habían contado cómo era el mundo antes del Holocausto Vegetal: había muy poca superficie de color terroso, casi toda era del color divino. Había grandes superficies de pequeños vegetales que eran cultivados para comer. Me parecería indigno comerlos, pero en la antigüedad era algo habitual. ¿A qué sabrían las plantas? Ahora sólo comíamos alimentos marinos procesados. Me dijeron, emocionados, que lo mejor de todo era el poder contemplar la inmensa cantidad de Árboles, se perdían en la lontananza. Atraían la humedad del mar, que se condensaba en las nubes que entonces avanzaban sobre el firmamento y soltaban esa humedad sobre los Árboles. ¿Las nubes y la niebla eran lo mismo?



...



     Había pasado una semana desde que eligieron mi composición literaria como la más sugerente, cuando la Transmisora de Conocimientos de Botánica me pidió que acudiera durante el periodo de socialización al despacho del Transmisor Superior. Cuando llegué allí, estaban todos los Transmisores de Conocimiento congregados en torno al Superior, quien me entregó la composición para que la leyera en voz alta. Al terminar no pude evitar sonrojarme ante los aplausos, y antes de que me recuperara, sucedió algo que jamás habría podido imaginar: el Transmisor Superior depositó una caja gris sobre su mesa y me pidió que la abriera. Dentro había un pequeño recipiente de cristal envuelto en algodón y en su interior, ¡había una semilla! Sabía lo que era porque lo habíamos estudiado en Botánica. ¿Era para mí? Sí, lo era, siempre que me comprometiera a intentar convertirla en un Árbol; lo cual me obligaría a asistir al Programa de Fertilización de Semillas.

     Pasados dos meses, me había convertido en Fertilizadora de Semillas. Construí un invernadero, realicé la mezcla óptima de minerales y tierras y enterré con sumo cuidado la semilla. Sabía que era muy difícil que prosperara, pero estaba convencida de que lo iba a conseguir.

     Mi ración de agua no aumentó por ser la poseedora de una semilla, pero no me importaba compartirla con ella; de momento bebía poco, sólo un par de gotas al amanecer y otro par al atardecer. Mi alegría fue grande, cuando al undécimo día de haberla enterrado, al volver del Centro de Conocimientos Medios descubrí que la semilla había abandonado su refugio subterráneo, sostenida por un frágil tallo blanquecino. Fue el segundo momento más feliz de mi vida, el primero había sido ver el Gran Árbol. Estuve toda la tarde contemplándola y solo al final de la misma avisé a mi hermano y a mis padres para que contemplaran el milagro acontecido, obligándoles a permanecer a una distancia prudencial para que el brote no padeciera un calor excesivo.



...



     Sólo se lo había contado a Selvia y sabía que ella había guardado el secreto al igual que yo guardaba el suyo, pero de algún modo los vecinos supieron que había nacido un ser vegetal en la aldea y se acercaban a nuestra casa a pedir permiso para poder verlo. Tuve que hacer unas imágenes bidimensionales para colgarlas en la puerta, no podía permitir que tanta gente acudiendo a contemplarla acabara asfixiándola.

     En los siguientes días la semilla fue abriéndose, cayó la envoltura y extendió seis brazos flexibles de una incipiente tonalidad Verde; nuestra casa había sido bendecida con el color divino. Continué alimentándola con su ración de agua y cada día tomaba una imagen que colgaba en la puerta de casa. Eran muchos los que se acercaban a verla, se sentían felices porque un Árbol iba a crecer en nuestra aldea, pero eso era adelantar acontecimientos: era muy difícil que una semilla saliera adelante, la mayoría morían durante las primeras semanas.

     Contra todo pronóstico, el cachorro vegetal continuó creciendo. Había alcanzado unos nueve centímetros de altura cuando recibí la visita de la Inspectora Vegetal, que halló todo conforme y me entregó un documento de Botánica avanzada. Cuanto más aprendía, más miedo tenía de perderlo. ¿Lograría crecer y transformarse en un Árbol? Había comenzado a sacarla del invernadero durante cortos intervalos de tiempo para prepararlo para el día en que tuviera que vivir en el exterior. Cerca de casa había una pequeña plaza umbría triangular, donde a los mayores les gustaba sentarse a descansar; si sobrevivía, lo plantaría allí. En cuanto esto ocurriera, la ración de agua que consumiera correría a cargo de la comunidad, pues mi ración no sería suficiente para ambos; ya consumía cuatro gotas y cada vez necesitaría más.

     Después de estudiar a fondo la Botánica avanzada y comprender el Holocausto Vegetal, empecé a pensar que sería imposible que mi cachorro saliera adelante. No tenía que irme lejos para comprenderlo, la aldea lo sufrió, al igual que el resto del planeta. Estuvo rodeada de Árboles, había tantos que se perdían en el horizonte; pero en aquellos tiempos antiguos cometían el sacrilegio de matarlos para usarlos con fines irracionales, tales como emplearlos como vigas o quemarlos para mantener el calor en las casas y cocinar. A pesar de ser tan salvajes, algunos de nuestros antepasados no fueron tan insensibles y previendo que se iban a quedar sin ellos, empezaron a plantarlos. Las semillas salían adelante con mucha más facilidad que ahora y contaban con las nubes que soltaban gotas de agua. El problema fue que olvidaron que los bosques debían tener una gran variedad de especies vegetales y en vez de eso, plantaron un solo tipo de Árbol; junto a la aldea fue la variedad llamada Pino. Tuvieron muy mala suerte, un hongo empezó a secar sus hojas y cada Árbol afectado extendía la enfermedad a los que lo rodeaban; poco a poco desaparecieron, sin que nadie se molestara en descubrir cuál era la causa de su muerte ni intentara remediarlo. Sin ellos, las nubes dejaron de venir para soltar sus gotitas de agua y también desaparecieron.

     El resto de las especies Arbóreas no desparecieron por la acción de ningún hongo, sus enemigos fuimos los humanos, la especie más inteligente del planeta. Cuando lo supe, me sentí realmente apenada, no podía imaginar cómo pudieron hacer lo que hicieron: en mi aldea talaron parte del bosque para construir nuevas casas cuando al norte de la aldea había suficiente espacio libre, también los cortaban para hacer muebles y vigas para las casas cuando había materiales mucho más sólidos y duraderos; peor era imaginar cómo a alguien le podía parecer divertido quemar los bosques.

     Deberíamos haber sido como las hormigas, que se preparaban para el futuro, era lo que decía mamá. No quisimos enterarnos de lo que sucedería en cuanto desaparecieran los Árboles: dejó de llover y nos quedamos sin bebida y sin comida; tuvimos que recurrir al agua desalinizada del mar. Casi todo el dinero que ganaba papá se iba en pagar el agua que bebíamos. Cuando mi pequeño cachorro creciera y se convirtiera en un arbolito y lo trasplantara a la plaza, dispondría de una ración de agua para él y otra para mí a cargo de la comunidad y dejaría de ser una carga en la familia. Esperaba que mi cachorro sobreviviera, como el Gran Árbol.



­­­ ...



     Esa noche soñé. Era primavera y mi arbolito había empezado a florecer en la umbría de la plaza triangular. No tenía nanobots, así que lo polinicé a mano. Poco después se formaron los frutos y de ellos se desprendieron unas semillas que me llevé a casa para plantarlas en el invernadero y conseguir nuevos Árboles. Pasó el tiempo y cada plaza y rincón de la aldea tenía su Árbol, así que las semillas que acababan de despertar harían renacer el bosque de la aldea. La inspectora acabó de comprobar que no había hongos en los nuevos Árboles en el momento en que llegaban las nubes y empezaban a soltar sus gotitas de agua.




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