lunes, 19 de febrero de 2018

Oscura Justicia. 1ª parte.



OSCURA JUSTICIA



     Hubiera querido permanecer en el Espacio de Adquisición de Conocimiento, pero los Transmisores del mismo estaban empeñados en que saliera a socializar, así que no me quedó más remedio que salir al lugar por el cual tendían a expandirse los Receptores de Conocimiento cual insignificantes partículas pertenecientes al Universo conocido. El Espacio de Socialización se encontraba situado entre los dos edificios paralelos de Adquisición de Conocimiento, el masculino y el femenino, unidos por el bloque de las dependencias de los Transmisores de Conocimiento.

     No estaba a gusto en el Espacio de Socialización, porque sus ocupantes hablaban demasiado alto, gritaban sin necesidad y correteaban como niños pequeños.  Por suerte, el Espacio se prolongaba en forma de estrecho pasillo por detrás de los edificios de Adquisición de Conocimiento, y como no estaba bien visto permanecer en los rincones, nadie iba por allí. Esquivé a un grupo de alborotados adolescentes y me dirigí a la trasera del edificio femenino. Había un bulto oscuro ocupando el asiento de hormigón junto a la valla. No tenía ganas de socializar, así que di media vuelta.

     —Hay suficiente espacio para dos personas —sonó una voz femenina, a mi espalda—. No te molestaré —me volví. Iba envuelta en una gabardina oscura y todo en ella era oscuro: la ropa, el rostro, las manos… estaba teñida de oscuridad—. Quédatelo para ti —se levantó. Debió ver la cara de fastidio que puse al verla.

     —Hay sitio para los dos —ella había llegado primero y no tenía por qué marcharse—, no te molestaré.

     Dudó unos instantes antes de volver a sentarse. Me dirigí al otro banco, situado un poco más lejos y paralelo al suyo. Evité mirarla, ceñí mi campo de visión a la valla de malla estrecha que comenzaba a oxidarse, material antiguo, como todo en este Espacio; detrás estaban los enormes sauces de la ribera, cuyas ramas caían apesadumbradas sobre una corriente de agua que intentaba llevárselas. ¿También a ella le permitían que no socializara? A mí aún me lo consentían, el sociólogo conocía mi informe.






     El lugar estaba limpio, pero habían permitido que crecieran unos hierbajos enfermizos pegados al edificio femenino; vegetales que ni siquiera eran dignos de ser clasificados en Conocimiento Botánico, por eso nadie se fijaba en ellos, ni siquiera para arrancarlos de allí. No había nadie y aún así, evité el asiento que ocupó la chica oscura.

     Habían pasado tantas cosas desde que sucedió aquello… Había cambiado de ciudad y desde entonces vivía con mis abuelos. Se habían vuelto demasiado cariñosos conmigo: tantos abrazos y besos cuando salía y cuando volvía a su casa. Estaban demasiado pendientes de mí y aún así debía estarles agradecido por darme cobijo mientras mi madre permaneciera ingresada en el Espacio para la Salud. Temía que cuando ella volviera, continuaríamos viviendo con los abuelos.

     Llegó silenciosa, como un fantasma, y ocupó su banco. La chica envuelta en oscuridad sacó una bolsa marrón de su mochila, la rasgó y comenzó a comer algo crujiente. No quería socializar y esperaba que ella tampoco. Me volví hacia los sauces apesadumbrados, que me recordaron que había vuelto a tener el sueño. Esta vez el lugar se parecía a la ribera que había al otro lado de la valla, una hilera de árboles, y yo estaba delante de uno de ellos cuando me disparó; la bala me clavó al tronco y el asesino se reía.

     Esta vez no pensaba contárselo al psicólogo ni al sociólogo de este Espacio de Adquisición de Conocimiento, quería que me dejaran en paz. Estudiar al menos me hacía dejar de pensar en ello y las asignaturas más difíciles eran las mejores para conseguirlo. Debería traerme un libro al Espacio de Socialización, pero si el dron de vigilancia lo detectaba, seguro que lo desaprobaban y tendría multitud de sesiones con el sociólogo y después con el psicólogo.

     La chica oscura acababa de levantarse, se acercaba con la bolsa de crujientes en la mano. No le tenía miedo, pero no quería socializar. Dejó la bolsa marrón sobre el banco y se volvió a su asiento. Esta vez la miré: sus ojos, al igual que las cejas o la boca desaparecían bajo un maquillaje azul oscurísimo que no dejaba adivinar el color de su piel.

     —No quiero más, cómetelos si quieres —dijo su boca oscura.

     Miré la bolsa. Tenía curiosidad por saber qué era aquello que crujía de manera tan extraña. La alcancé, metí la mano, cogí una bola y la llevé a la boca; parecía maíz pero sabía a colaranja, estaba bueno. No le di las gracias por no socializar.






     Allí estaba Oscura, inmóvil cual estatua hallada en una triste noche sin luna; no tan quieta como parecía, el movimiento de su mano pasaba desapercibido en medio de tanta oscuridad, pero entraba en la bolsa marrón y salía con una de esas sabrosas bolas claras en dirección a su boca. Había otra bolsa en mi banco. Me senté de cara a los sauces de hombros caídos que arrojaban sus lágrimas al río, engrosando la abundante corriente y no le di las gracias; no tenía por qué socializar con ella, para mí era la escultura oscura de una fría noche sin luna. Podía pensar en cualquier cosa y olvidar que ella estaba allí; como el sonido de la corriente, semejante a miles de piezas de vidrio entrechocando sin parar… perturbado por el crujido de los maíces en su boca. Mi estómago sintió hambre. Cogí la bolsa, la abrí y me llevé un par de aquellas cosas redondas a la boca. No tenían mal sabor.

     —Hibisco-kiwi —la voz me llegó de la invisible boca de Oscura, como si hubiera adivinado mi pensamiento—. Me sorprende que te permitan aislarte. ¿Tan gordo es lo que has hecho?

     Iba a decirle que se metiera en sus asuntos, pero percibí la presencia del dron y me volví hacia el lado que daba al Espacio de Estacionamiento. No quería que pensaran que había empezado a socializar con ella, porque entonces no me permitirían estar solo. Bastante tenía que aguantar en el Espacio de Adquisición de Conocimiento, donde estirando el brazo en cualquier dirección alcanzaría a un compañero. Ese pensamiento me trajo el recuerdo de mi madre, cuando fui a verla el sábado me cogió la mano, pero seguía sin hablar.

     —A mí me lo toleran porque podría protagonizar episodios violentos, por eso no insisten —continuó hablando aunque yo no le hubiera respondido—; además socializo fuera de aquí, tengo amigas.

     Era violenta y le estaba dando la espalda. Por si acaso, me volví hacia los sauces apesadumbrados. Recordé lo que sucedió y dejé de masticar las bolas crujientes. Ella continuó haciéndolo, audible sobre el rumor del agua, que se arrastraba a su pesar.

     —No me temas, no soy violenta.

     Se estaba contradiciendo.






     Agradecí que no hubiera vuelto a venir. El río continuaba arrastrándose, con ese sonido similar al de miles de cristalitos deslizándose apretados, hiriéndose de continuo en el transcurso de su viaje hacia el mar; una vez allí, el escozor de la sal entrando en sus heridas acabaría matándolos. Escuché sus pasos. Era Oscura y por encima de ella, se deslizaba el dron. Cerré los ojos y volví la cabeza hacia los sauces. No iba a socializar y menos en presencia de un espía.

     Escuché sus pasos, por encima del cliqueteo de los cristalitos en el agua y el de los Receptores de Conocimiento expandiéndose por el Espacio de Socialización en una burda imitación del Universo. Oscura se acercaba demasiado, esperaba que no fuera violenta. Llegó el crujido de una bolsa marrón depositada en el banco a mi derecha y sus pasos se alejaron. Al abrir los ojos encontré la bolsa, la abrí y me llevé un par de bolas a la boca, sabían a colaranja. Me gustaría saber qué hechos violentos había protagonizado, para estar prevenido.

     —Dijiste que no eras violenta —hablé del modo más impersonal que pude, no quería darle a entender que intentaba socializar.

     Ella se llevó una bola a la boca y la masticó con energía. Su cara era una máscara de color azul oscuro y era imposible adivinar si la había molestado.

     —Fui la víctima. No pude reconocerle, pero después del suceso… Había un chico que, cuando se cruzaba conmigo, parecía que se reía de mí; tenía que saber lo que me había pasado, así que se lo dije a la psicóloga y ésta a los Servidores de la Ley y el Orden… Resultó que había sido él.

     Al tiempo que una bola desaparecía en la oscuridad de su rostro, eché otra a mi boca. Acababa de invadirme una tristeza similar a la de los sauces que había al otro lado de la verja, a la de la corriente que avanzaba hacia su trágico final. No había llegado a decir lo que ocurrió, no hacía falta, había sido víctima de un ser despreciable.

     —Lo siento. Tipos como ese no merecen vivir —no quería socializar, pero la entendía.

     A las buenas personas nos caían todas las desgracias y pagábamos los desmanes de las malas. Así era como funcionaba el mundo. Ninguno de los dos había vuelto a comer un solo maíz, estábamos al mismo lado, el de las víctimas, porque ella era una buena persona y no era violenta; estaba seguro de ello.

     —Ya pasó —dijo al cabo de un rato, cogiendo un maíz que no acabó de llevar a su boca y quedo prendido entre sus oscuros dedos tintados de azul oscuro a la altura del hombro derecho—. Es él quien lo siente, lo sentirá el resto de su asquerosa vida —en ese momento, el maíz desapareció en la oscuridad de su rostro.

     —Has tenido suerte de que lo condenaran —la boca se me hizo agua y eché un par de maíces que empecé a masticar con deleite.

     —No le condenaron. El psicólogo alegó enajenación mental transitoria debido a los cambios hormonales que sufre el organismo durante la adolescencia. Sugirieron un cambio de entorno para mí. Desde entonces, vivo en esta deprimente ciudad con mi tía.

     —Deberían haberle alejado a él.

     —Lo pasé realmente mal —la máscara de su rostro no dejaba traslucir sus emociones—, hasta que volví a mi ciudad y fui a verle; entonces sí que le provoqué y el cuchillo hizo el resto —se metió una bola en la boca como si tal cosa y yo apreté las piernas, eso debía doler como si te atravesara un meteorito a la velocidad de la luz—. Lo recordará el resto de su vida y yo, desde entonces, me siento bien.

     —¿No te condenaron? —salió de mi boca, llena de sabor a colaranja. Lo que había hecho era terrible, pero la Justicia no había actuado; tuvo que hacerlo ella.

     — Mis padres no hubieran podido pagarlo, pero a mi tía le va muy bien; así que tuve un buen abogado y una psicóloga aún mejor. Ella planteó que al igual que otros adolescentes, había padecido una enajenación mental transitoria, agravada por lo que me había sucedido; él citó el caso de mi agresor y no lograron rebatirle.

     Qué fácil parecía vengarse del agresor y combatir a la injusticia de la Justicia con sus mismas armas. Tal vez mi madre hubiera podido… No en sus condiciones, se había enajenado. De repente sentí la necesidad de contar lo que sucedió.

     —Vine a vivir a esta deprimente ciudad tras la muerte de mi padre. Trabajaba en una alcoholshop, hasta el día en que entró un adolescente que agarró una botella de whiskín y la llevó a la caja. Mi padre la cogió y dijo que no podía vendérsela a un menor. Al día siguiente, volvió y repitió la operación. Mi padre no tuvo tiempo de coger la botella, el desgraciado sacó una pistola de la mochila y le dio un tiro en la cabeza; después cogió la botella y se la llevó.

     No la miré en ningún momento, pero resultó curioso que no me hubiera importado contarle la historia a una desconocida. Mi ojo izquierdo se había humedecido por culpa de la brisa que soplaba desde el río.

     —El psicólogo dijo que el chico había tenido un brote psicótico transitorio, y que no necesitaba tratamiento. El juez añadió que no se le podía imputar porque era menor, pero los padres tampoco fueron considerados responsables de la conducta de su hijo menor de edad; como si nadie tuviera la culpa, pero mi padre… —dejé de hablar en cuanto apareció el dron. No quería que creyera que estaba socializando. Me volví y aproveché para eliminar todo rastro de humedad de los ojos.

     —Ya se ha ido —susurró al poco tiempo—. ¿Murió?

     —Sí. Murió, y al poco tiempo mi madre cayó en una depresión. Empeoró al enterarse de que el asesino quedaba impune —más allá de la verja y de la ribera, la corriente transportaba un viejo tronco que no descansaría en el lugar que le vio nacer—. Voy todos los sábados a la Residencia para Mentes Quebradas y Dispersas, ella me reconoce, pero sigue sin hablar; puede que haya olvidado cómo se hace.

     Sonó el toque de guitarra alitrónica que marcaba el final del Periodo de Socialización. Me levanté.

     —Hasta mañana.

     ¿Por qué dije eso si no quería socializar?






     El sábado vi a mi madre. Estar con ella suponía pasar demasiado tiempo dándole vueltas a la cabeza, acababa pensando en el asesinato de mi padre y en las frecuentes pesadillas en las que era yo el asesinado; siempre acababan igual, con un insoportable dolor de cabeza, en el lugar donde la bala se había incrustado y las carcajadas del asesino. Salí de la Residencia más triste de lo que había llegado.

     El domingo fue aún peor, aunque dedicara unas horas al estudio no podía evitar que mis abuelos se empeñaran en que viéramos juntos una de esas tontas películas antiguas y que después saliéramos a pasear a la ribera de los árboles tristes. Era como si mi vida actual girara en torno a este río. En algún momento había llegado a pensar que podría dejarme llevar por la corriente, como aquel tronco, y desaparecer en las aguas salobres. El problema era que mi madre no tendría a quién agarrar la mano los sábados, me echaría de menos y empeoraría. Sería una tontería dejarme llevar por las aguas.

     Por fin era lunes y durante la última hora había disfrutado resolviendo el complicado problema de Trazados Tecnológicos en el Espacio Bidimensional, pero los Transmisores de Conocimiento seguían empeñados en evitar que me quedara en el Espacio de Adquisición de Conocimiento. Bajé al Espacio de Socialización. Doblé la esquina del edificio femenino y allí estaba Oscura en su banco. Me dirigí al duro asiento de hormigón que ocupaba cada mañana de lunes a viernes y escuché su voz antes de llegar a sentarme.

     —¿Qué tal tu madre? —su mano derecha avanzó hacia mí, sosteniendo la bolsa marrón.

     —Casi sonrió al escuchar el gorjeo del pájaro que se posó en la ventana. Aparte de eso, lo único que hizo fue agarrarme la mano al llegar y al marcharme, como siempre —avancé hacia ella, cogí la bolsa y fui a mi banco a sentarme, mirando hacia la ribera.

     Como siempre. Siempre igual. Repetíamos los mismos actos a las mismas horas. La vida era tan aburrida como el discurrir del río.

     —Tal vez mejoraría si el asesino muriera —abrió su bolsa de maíces y se metió varias bolas en la boca.

     —No creo que mi madre vuelva a ser la de antes porque el asesino deje este mundo debido a un coma etílico. Sería necesario que se hiciera justicia.

     —Es a lo que me refería, a hacer con él lo que él hizo con tu padre —hizo desaparecer más bolas a su boca.

     Eso no era lo de siempre, era una novedad, un cambio apetecible… y deseable. Debería ser un cambio obligatorio. En el juicio, tras el veredicto, intenté proyectar mi pensamiento sobre el asesino para hacerle caer muerto; sabía que era imposible que fuera a suceder, pero aún así lo intenté. Ahora no pensaba igual, quería que sufriera, que su muerte fuera lenta.

     —Me gustaría que sufriera el mayor tiempo posible —un sufrimiento que se repitiera cada día, una monotonía malsana que le hiciera desear acabar con su vida, pero no pudiera hacerlo.

     En la boca de Oscura desaparecieron otras pocas bolas. Iba a engordar como siguiera así.

     —Sí… es mejor que recuerden el resto de su asquerosa vida. Te ayudaré a vengarte.






     No había vuelto a confiar en nadie desde el suceso y no sabía por qué se lo había contado a Oscura. Tal vez fuera porque ella también había sufrido, porque era una marginada que no socializaba, como yo. Por otro lado me sorprendía que hubiera sido capaz de hacer lo que hizo, vengarse evitando que su agresor pudiera volver a agredir a otras víctimas. Oscura tuvo valor, había hecho lo que la Justicia debió hacer.

     Después de la última conversación que tuvimos, me había hecho ilusiones, pero un tiro era algo demasiado rápido, el asesino no sufriría por lo que hizo. No sabía cómo vengarme y había empezado a sentirme tan desdichado como los sauces que abandonaban sus brazos a la corriente que intentaba arrastrarlos consigo.

     La llegada de Oscura hizo que mi corazón empezara a latir deprisa. Menuda tontería, no era mi amiga y no la echaba de menos, pero había dicho que me ayudaría a vengarme. Saqué las bolsas de maíz con sabor a colaranja que había comprado y le di una antes de que se sentara. La abrió y echó un maíz en su boca.

     —Necesitamos saber quiénes son el abogado y el psicólogo que defendieron al asesino de tu padre.  






     Su silueta oscura se recortaba sobre el banco pálido. Mi corazón golpeó con fuerza, como el día anterior; debía haber contraído algún tipo de arritmia.

     —Lo tengo —eché mano al bolsillo de la cazadora al llegar a su altura.

     —¡El dron!

     No necesitó decir más, continué hasta mi banco y me senté, buscando las ramas deprimidas del sauce más cercano. ¿Qué clase de dolor les había abatido de ese modo? Imaginé que al morir caerían vencidos por la corriente que los arrastraría hacia las aguas saladas, así había sido el último sueño: estaba delante del sauce y el asesino en la orilla opuesta. Disparó, vi llegar la bala, no intenté evitarla y se incrustó en la frente. Esta vez no quedé clavado al tronco, caí al agua y me arrastró la corriente. Escuché sus carcajadas, como siempre.

     —Se ha ido —por un momento creí que hablaba el asesino.

     Debía darle el papel y no quería que lo viera nadie. Abrí la mochila y saqué las dos bolsas de maíces con sabor a guyuba. Saqué disimuladamente la hoja de papel del bolsillo y la puse tras la bolsa que le llevé.

     —Agárralo bien, no se caiga —en cuanto lo cogió volví a mi asiento, a enfrentarme a las ramas del sauce volcadas sobre la corriente, pero no pude evitar girarme hacia ella. Oculto tras la bolsa, había desplegado el papel.

     —Nombres y direcciones del abogado, el psicólogo… y el asesino —dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo interior de la gabardina—, has hecho un buen trabajo.

    —Pasé toda la tarde sumergido en la red. ¿Qué hacemos ahora? —el corazón volvió a golpear con fuerza. Me sentía como si estuviera haciendo algo ilegal, aunque en realidad iba a intentar arreglar lo que la Justicia no quiso arreglar.

     Ella abrió la bolsa de maíz y cogió una bola de color aceitunado. Dio un pequeño mordisco y sus dientes aportaron algo de claridad a su ausente rostro perdido en la oscuridad.

     —Habrá que seguirles para descubrir sus movimientos habituales. ¿Estuviste en el juicio?

     —Sí —la pregunta me sorprendió.

     —Cabe la posibilidad de que se acuerden de ti —tomó otra bola—. Será mejor que lo haga yo.

     La vida iba a dejar de ser monótona.






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