lunes, 22 de septiembre de 2014

LA PERFORMANCE. Primera parte. Capítulo 1.



 -1-

En el Espacio de Arte Experimental.



   Hacía casi media hora que Cristina y yo habíamos atravesado el jardín y entrado en el vestíbulo del edificio. El “Espacio de Arte Experimental", un viejo edificio rescatado de la demolición. Tan solo un par de alturas en un solar enorme del barrio de Malasaña y eso, en Madrid, era un lujo demasiado caro. Con lo que debía valer, podría vivir toda mi vida a lo grande.

   Habitualmente saludábamos a la azafata de la recepción y continuábamos adelante, porque no había que pagar entrada, ni siquiera nos entregaban un recibo como en el Museo del Prado o en el Reina Sofía. El mostrador se encontraba a la derecha, junto a la entrada de la sala de las taquillas, como para que quien quisiera entrar en el edificio no se sintiera intimidado y continuara adelante tranquilamente. Aún así éramos muy pocos los que nos animábamos a entrar, y casi todos éramos estudiantes de arte. A veces se podía ver a algún que otro jubilado que se dejaba caer por allí para dar el paseo diario a cubierto y de paso criticar aquello de lo que no entendía o le daba igual.

   Una vez dejada atrás la entrada, se subían unos pocos escalones y una de las tres opciones posibles era adentrarse en el pasillo blanco, a través de cuyas ventanas con los estores siempre bajados no se veía el exterior. El pasillo de un edificio encerrado en sí mismo, para que nada distrajese la atención de lo que allí dentro acontecía.

   Pero ese día, al parecer, era diferente. Nos retuvieron en el vestíbulo de la entrada sin darnos ninguna explicación. Los tres jubilados que entraron detrás de nosotras, en animada conversación sobre sus años mozos, se excusaron por estar cansados de permanecer de pie y se marcharon, sin importarles que una de las azafatas les dijera que aquella iba a ser una actuación única. Volvíamos a estar solas en el vestíbulo.

   Un poco más tarde llegó una pareja curiosa, treintañeros y de diseño. Vestían de negro, contrastando con algunos toques blancos. Hablaban despacio y tan bajo, que pese a estar a unos pocos metros, no les entendía. Parecían un tanto sosos, seguro que habían venido porque alguna revista, tipo Vanity Fair, lo recomendaba como algo que no te podías perder. Se volvieron hacia la puerta cuando entró el quinto visitante, descontados los tres que se habían marchado. No debió gustarles porque enseguida dejaron de prestarle atención. Entrado en años y bajito, vestía una americana elegante que no pegaba con los vaqueros desteñidos. Las azafatas debían conocerle, porque se saludaron y se acercó a hablar con ellas. Probablemente fuera un crítico de arte.

   El vestíbulo se fue animando con la llegada de tanto público. Ya éramos quince y empezaba a impacientarme de tener que esperar en la entrada.  

   –Sólo faltan cinco minutos –dijo Cristina mirando su reloj como si me hubiera adivinado el pensamiento.

   Y como si aquella frase hubiera dado el pistoletazo de salida, o mejor dicho, de entrada, empezó a llegar gente a mansalva. Seguro que este vestíbulo no había visto tanta gente reunida desde que se inauguró el edificio. Nunca me hubiera imaginado que pudiera haber tanto amante del arte moderno, tanto aficionado al arte contemporáneo más radical y encima, que no fueran estudiantes. Claro que nuestros compañeros tenían la costumbre, como aspirantes a artistas, de llegar tarde. Cristina y yo debíamos ser especímenes un tanto extraños.

   Una azafata se abrió paso entre la concurrencia y subió los escalones.

   –Ya pueden ustedes pasar –gritó. Fue de agradecer, porque el vestíbulo empezaba a resultar insuficiente.

   La azafata permaneció inmóvil y sonriente, con el brazo extendido indicando el camino de la izquierda. Algunos reaccionaron rápidamente y prácticamente echaron a correr hacia allí. De las tres alternativas posibles: el recodo zigzagueante, las escaleras que conducían al piso superior y el pasillo largo, nos enviaba a este último. Echamos a andar hacia allí sin ninguna prisa. Por unos pocos, no nos íbamos a quedar sin un buen sitio.

   Tardamos muy poco en alcanzarles, porque otra azafata les había dado el alto. Debía ser el día de la espera. De nada les sirvió a los listillos sofocarse echando una carrera. De nada nos sirvió a nosotras haber llegado con media hora de antelación para coger un buen sitio. Y la gente seguía llegando, empujaba y reducía nuestro espacio vital.








   Encerrada. Una muchedumbre recluida en el pasillo blanco. Blanco inmaculado, símbolo de pureza e inocencia… ¡y un cuerno! Blanco desesperante, blanco menguante. Sus tres metros de anchura decrecían con el paso del tiempo. Era la misma sensación que tenía cuando volvía a los lugares añorados de mi infancia, resultaban más pequeños, menos… mágicos, y me sentía decepcionada.

   Cerré los ojos en un intento desesperado de huir de decenas de personas apiñadas en aquel pasillo menguante. No era la primera vez que estaba allí, pero nunca me había detenido en aquel tubo de suelos de mármol blanco inmaculado, de paredes blanco mate, ni había podido mirar a través de las ventanas cuyos estores blancos ocultaban el exterior, así como tampoco me había achicharrado de calor con sus potentes focos de blanquísima luz. Omnipresente blanco, odioso blanco.

  Violeta, pensé, huyendo del blanco; y el color se formó bajo mis párpados cerrados. Violeta, era mi color favorito y también mi nombre. No recordaba cuándo empezó a gustarme, y si fue por el color en sí o porque me pusieron su nombre. Violeta, el color se hizo más intenso y en aquel momento sentí la presión de la gente a mi alrededor, estábamos muy apretados, me rozaban la espalda y el culo. Ignorando mi entorno, seguí violeta y floté por el pasillo malva junto a Cristina. El resto del público nos siguió hasta llegar a la sala de exposiciones morada y una vez allí, ocupamos los asientos púrpuras.

   –Por favor, dejen paso –una voz llegó envuelta en burbujas rosas.

   –Cómo no –reconocí la voz de Cristina y mi ensoñación violeta desapareció−. Perdone.

   Al abrir los ojos, todo se volvió amarillo. Un empleado pasó entre nosotras, llevándose el color prendido en su oscuro ropaje y entonces, todo volvió a su desesperanzadora blancura original. De nuevo sentí el roce en la espalda, deslizándose hacia mi trasero; eso no era algo fortuito.

   –No deberías disculparte –me giré hacia Cristina, tratando de encontrar al infractor que había detrás de mí–, al fin y al cabo, son ellos los que nos han encerrado en el pasillo.

   Y allí estaban un par de jovenzuelos, hijos de papá. Uno de ellos se reía como un bobo, delatándose.

   –Como sigamos aquí mucho más me voy a derretir –dijo Cristina.

   Su comentario me vino como anillo al dedo. Levanté el brazo con el codo en alto y miré el reloj.

   –Casi una hora desde que entramos –lancé el brazo hacia atrás con todas mis fuerzas, hasta que impactó.

   Me giré hacia el agresor agredido y le pregunté:

   –¡Huy! ¿No te habré hecho daño?

   Me miró perplejo, pero de su garganta no salió más que un quejido gutural, entonces se echó la mano al cuello e hizo un gesto de dolor. El amigo parecía impresionado y no dijo esta boca es mía. Me volví.

   –Está todo tan estrecho que nos rozamos sin querer –nadie tocaba mi trasero sin mi permiso. Cristina me miró asustada.

   El espacio seguía reduciéndose, mientras un par de técnicos se abrían paso entre la concurrencia. ¿No dejaría de llegar gente? Miré hacia atrás. El pasillo estaba abarrotado hasta donde alcanzaba la vista. Estábamos, como rezaba el dicho, como sardinas en lata. Pero curiosamente, a nuestras espaldas, se había abierto un ligero hueco.

   Y a falta de otra cosa mejor, el público se había animado y las conversaciones se cruzaban en una algarabía de voces cada vez más altas:

   –…pues figúrate, cuando salió del quirófano …va a hacer buen tiempo …y se entera  …cuando salgamos de aquí, …que le habían operado la pierna buena …nos iremos a la sierra …si llegamos a entrar, …con Pepita y su amiga Marta …sí, a las once, …nos vamos al Tinos… que está buenísima –como si estuviéramos en un bar de copas.

   –No sé qué carajo hacen ustedes aquí –dijo un técnico, abriéndose paso a empujones–, ya podían espera fuera.

   –Dentro es donde deberíamos estar hace rato –repliqué, sin que él se dignara contestar.

   –¡Y dicen que ya estamos en Europa! –comentó alguien por delante.

   –Como no sea la del Este… –voceó otra. Hubo risas, pero el técnico siguió abriéndose paso e hizo oídos sordos.

   Sí. España era todavía un país diferente y la hora oficial de comienzo, una mera orientación. Nada de estudiar hasta el último detalle y dejar todo bien hilado, para qué, pudiendo improvisar en el último minuto; eso era lo emocionante, ahí estaba el carácter latino. En ese mismo instante, los técnicos estarían empezando a dar los últimos toques y si nada fallaba, estaría todo listo para que los artistas llegaran aún más tarde. Así se cumpliría con una vieja tradición no escrita sobre el tema de la puntualidad.

   Mi paciencia, si es que me quedaba alguna, hacía rato que se había esfumado. Intentando serenarme, inspiré profundamente y eché la cabeza hacia atrás. Los malditos focos inundaron mis pupilas y tuve que cerrar los ojos para intentar salir de aquel infierno blanco. Violeta… pero mis ojos seguían afectados por el blanco deslumbramiento. Estaba condenada al blanco, como una esquimal.

   −Vamos, Violeta –sentí un tirón en la mano.

   Nos dejamos llevar, en medio de la silenciosa corriente humana que se precipitó por la primera salida que encontró a la derecha y continuó hasta desembocar en la sala.







  Una estructura gris, como una torre de alta tensión, estaba en medio de la sala. Los primeros en llegar se habían agolpado a su alrededor, la miraban de abajo a arriba, la tocaban e incluso llegaron a golpearla con los nudillos. Igual que una panda de colegiales preguntándose qué era aquello, para qué servía y de qué estaba hecho. Satisfecha su curiosidad, se echaban para atrás y tropezaban con los que acabábamos de entrar. Dudaba que la sala pudiera albergar a toda la población del pasillo, así que era importante encontrar un lugar desde el cual pudiéramos ver sin estar demasiado apretadas.

   Rodeamos la estructura y fuimos hacia el fondo de la sala. Había una gran puerta doble y cómo no, blanca. A pesar de estar cerrada, la reconocí, daba a la sala más grande del museo y éste era el hall que comunicaba con el piso superior por las escaleras situadas a ambos lados de la entrada que acabábamos de franquear.

   −Estaríamos mejor arriba –señalé la escalera.

   –Pues vamos rápido, antes de que se llene –Cristina echó a andar hacia allí, esquivando como podía a los que entraban.

   No fuimos las primeras en descubrirlas. El primer tramo de las de la izquierda estaba lleno de gente pegada a la barandilla. Cristina tomó las de la derecha, casi vacías y la seguí hasta el primer recodo, donde  se aferró a la balaustrada.

   −¿Te parece bien aquí? −me preguntó.

   Asentí. Parecía un buen sitio para observar la estructura metálica y lo que en ella fuera a suceder. La gente seguía subiendo, y acabó por ocupar la barandilla del piso superior.

   Vista desde allí, la estructura era como una de esas torres forestales de vigilancia. La habían colocado en espacio relativamente pequeño, cuando tras la puerta del fondo se abría la sala más grande del museo. Y aunque no estuvieran tan apretados como en el pasillo, el hall se había llenado. Puede que la intención fuera hacernos sentir agobio y desesperación,  por eso nos habían hecho esperar tanto.

   −¡Qué alivio! Creí que nunca llegaría este momento –dije sin dejar de mirar la estructura.

   −Por fin vamos a verlo –contestó Cristina.

   Nos habíamos enterado por la prensa. La artista Undla Kaliman iba a presentar una Performance en Madrid y el crítico que firmaba el artículo, la ponía por las nubes. Sí que debía ser importante, a juzgar por todos los que habíamos venido a verla. Lo curioso era que no veía demasiados estudiantes ni artistas, o no los reconocía como tales; pero había mucha gente fina, de esos a los que les gusta ser vistos en los eventos importantes. En algún momento se hizo el silencio y el público empezó a mirar hacia arriba. Yo no veía nada.

   –Muriaaaaaaaaaannagggggg, muriaaaaaaaaaaaaannnagggggggiaaggggggggg… −el sonido profundo y cristalino, surgido de la caseta, llenó la sala.

   Asomó una pierna, desnuda, depilada y tatuada con motivos celtas. Una pierna que se movía al son de la voz. No habíamos escogido bien el sitio, no veíamos a quien daba esos alaridos guturales. Tomé la mano de Cristina y con la cabeza le hice un gesto de que me siguiera. Como pude, me abrí paso y subimos unos cuantos escalones. Nos hicimos hueco junto a una pareja de cuarentones. El hombre se volvió con expresión malhumorada y esbocé una tierna sonrisa de niña buena, eso bastó para que consintiera en que les robáramos un poco de su preciado espacio y se apretase contra su mujer, la cual nos lanzó una mirada asesina.

   –Anannnmiiiiriaaaaiigggggggg, moctoiiiiiiiiaaaaaah… –el sonido gutural fue acompañado de un movimiento lento y poco natural de los brazos.

   Desde nuestro nuevo emplazamiento pude distinguir a la mujer que estaba allí arriba. Apenas iba cubierta, por todo atuendo llevaba unas bragas del color de su piel. Y la caseta consistía en un tejado que cubría un exiguo asiento metálico con respaldo y protección delantera, como la trona de un niño. Estar colgada a esas alturas y contorsionándose, debía producir vértigo.

   –Rintmmmmmmmmpuammmmmmmm, rintmmmmmmmmmpuruam –la artista estiró la pierna que agarraba por el dedo gordo.

   Desesperación y soledad, daba a entender su desgarrador grito agónico. Tenía una voz entrenada, como una cantante de ópera o una actriz de teatro, de eso no había duda.

   Un toquecito en el hombro me hizo volver la cabeza. Cristina me indicó por señas que se bajaba, se abrió paso escaleras abajo y se colocó en la esquina del rellano, pegada a la pared, donde misteriosamente no había nadie; sacó el cuaderno y el lápiz y se puso a dibujar. Sólo a ella se le podía ocurrir eso.

   –Aaaaaaaaaalllassssxatuuuummmmmiaaah. Sululuuuuulminiaaasxatuminiaaahh –me volví hacia la artista, su brazo se doblaba hasta más allá de su posición natural, como si fuera de goma.

   Cerré los ojos, intentando concentrarme en la monótona letanía y sus estridencias. Soledad, sufrimiento, ¿el fin de la humanidad? Intentaba averiguar cuál era el mensaje. Tal vez la estructura representara el avance tecnológico y fuera el causante de que los humanos nos aisláramos cada vez más. Era triste.

   Una extraña sensación de calidez me fue envolviendo en sucesivas oleadas naranjas que acudían a mi encuentro. Naranjas suaves que amortiguaron aquel ulular espectral, naranjas etéreos que lo envolvieron en diminutas esferas azules, naranjas ondulantes que lo retuvieron; y pese a todo, aun podía percibir su presencia. El oleaje se alejó de mí, deshecho en un espumoso mar de motitas rojas y amarillas que alcanzó las esferas azules, salpicándolas de verde y malva hasta cubrirlas por entero. El verde fue más amarillento, el malva más rojizo, el azul desapareció y al final carmín intenso. Carmín florecido sobre un mar naranja. El último eco de tristeza desapareció.

   Tardé en abrir los ojos, todavía empapada en carmines y un manchón pardo enturbió mi visión; fue sólo un instante, algún reflejo del entorno o la prenda del algún espectador. Acababa de tener una visión y ésta auguraba algo bueno.

   –Iiiiiiiinssssssstaaallllaaaaaaaaagh meculllliattnuuuuuuuuusssssssaaaaaaaggggggghh –escondió el rostro entre sus manos crispadas.

   Me sentía demasiado optimista para observar sus movimientos y fui descendiendo por los travesaños zigzagueantes de la estructura hasta llegar al público congregado a su alrededor. Como yo, muchos habían dejado de mirar hacia arriba y lo hacían a su alrededor. Cuántos habrían acudido a ver la performance para no parecer arcaicos, porque era lo que se llevaba, para dejarse ver. Entre el público más alejado, sobre todo los que estábamos en las escaleras, que tenían una visión más cómoda, había más gente atenta. Algunos permanecían impasibles y sin pestañear, entre ellos se encontrarían los auténticos entendidos, gente a la que le gustaba paladear el arte contemporáneo. Serían ellos los que deberían desentrañar el mensaje encerrado en la actuación. ¿Lo conseguirían? Y mientras tanto, Cristina seguía dibujando, como si aquello fuera un bodegón.

   –Iiiiiiiiiinssssssssssseeeeeeeelllaaaaaaaaaaaaaaaaa gooooooooggteeeeweeeeeeeeeg.

   De todos modos, el arte contemporáneo no estaba al alcance de cualquiera y menos las tendencias más vanguardistas; de las más radicales, mejor no hablar. Yo misma, que ya estaba en tercero, inmersa en el estudio del Arte Contemporáneo y atenta a las últimas tendencias, tenía mis dudas. ¿Alguien nos diría la verdad?, ¿lo haría la propia artista?, ¿o nos tendríamos que conformar con la versión, acertada o no, de algún renombrado crítico? Tal vez el director de la institución diera su opinión a la prensa.

   –Kalullmininiiiininnniiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiii, kalulminniiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii −gritó.

   La actuación duraba demasiado. ¿Estaba tratando quizás de exasperar al público? No era necesario martirizarlo. Miré el reloj. Habían pasado por lo menos veinte minutos y quince hubieran sido suficientes. Para hacer una performance más larga debería haber buscado una idea que necesitara de un desarrollo y ésta era repetitiva.

   –Culluumminniiiiiiiiiiiiiiiiini accoto culllummminnniiiiiiiiiiiiii –gritó más alto.

   No era tan difícil hacerlo, si me lo propusiera…

   −Cuuummnniiiiiiiiiiiiiillliiiiiiiiiiiiiiiiigüiiiiiiiiiiii accoto cullummmiiinnniiiiiiiiiiiiii –continuó gritando.

   Era evidente que aquella mujer no se daba cuenta de que empezaba a aburrir. Yo sería capaz de mantener la atención del público durante más tiempo. Empezaba a vislumbrar por qué había tenido una visión. Yo podía.

   El público rompió a aplaudir con entusiasmo y me sumé a ellos. El final de la actuación fue tan brusco que me pilló por sorpresa. A pesar de todo, me había parecido muy buena. Bajé a buscar a Cristina y pude atisbar el dibujo antes de que cerrara el cuaderno y lo guardara. Era increíble, la estructura había dado paso a todo un conglomerado de ellas, cerrando el espacio de forma claustrofóbica hasta el infinito. Ella, tan apegada al arte tradicional, probablemente había expresado en el papel la idea de la performance. Podría ser una buena artista de vanguardia, pero ella ni siquiera lo sospechaba.

   Nos sumamos a la marea humana que nos desalojaría del museo. La idea de atravesar de nuevo el pasillo blanco había dejado de abrumarme.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Novela. LA PERFORMANCE.


 
   Novela inscrita en el registro de la propiedad intelectual con el número de asiento registral 00/2011/594 

ARGUMENTO
   Violeta estudia en la facultad de Bellas Artes de Madrid. Está en tercer curso y su estilo empieza a definirse, es un buen momento para empezar a mostrar su obra y hacerse su hueco en el complejo mundo del Arte. Comienza a presentar su obra a los galeristas, sin mucho éxito. El rechazo y el modo en que algunos lo hacen, le hacen ver que es poco menos que imposible entrar en ese mundo cerrado. La última visita a un galerista… no quiere ni recordarla. 

   Se entera del estreno de una performance y acude a verla. En la misma, tiene una de sus visiones y empieza a pensar en la posibilidad de llevar a cabo una performance, tiene que ser algo radical, rompedor. La idea va tomando forma: realizará una más interesante, más larga, que dure horas, un día, tal vez una semana… y el mundo se rendirá ante ella.