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En el Espacio de Arte Experimental.
Hacía casi media hora que Cristina y yo
habíamos atravesado el jardín y entrado en el vestíbulo del edificio. El
“Espacio de Arte Experimental", un viejo edificio rescatado de la
demolición. Tan solo un par de alturas en un solar enorme del barrio de Malasaña
y eso, en Madrid, era un lujo demasiado caro. Con lo que debía valer, podría
vivir toda mi vida a lo grande.
Habitualmente saludábamos a la azafata de la
recepción y continuábamos adelante, porque no había que pagar entrada, ni
siquiera nos entregaban un recibo como en el Museo del Prado o en el Reina
Sofía. El mostrador se encontraba a la derecha, junto a la entrada de la sala
de las taquillas, como para que quien quisiera entrar en el edificio no se
sintiera intimidado y continuara adelante tranquilamente. Aún así éramos muy
pocos los que nos animábamos a entrar, y casi todos éramos estudiantes de arte.
A veces se podía ver a algún que otro jubilado que se dejaba caer por allí para
dar el paseo diario a cubierto y de paso criticar aquello de lo que no entendía
o le daba igual.
Una vez dejada atrás la entrada, se subían
unos pocos escalones y una de las tres opciones posibles era adentrarse en el
pasillo blanco, a través de cuyas ventanas con los estores siempre bajados no
se veía el exterior. El pasillo de un edificio encerrado en sí mismo, para que
nada distrajese la atención de lo que allí dentro acontecía.
Pero ese día, al parecer, era diferente. Nos
retuvieron en el vestíbulo de la entrada sin darnos ninguna explicación. Los
tres jubilados que entraron detrás de nosotras, en animada conversación sobre
sus años mozos, se excusaron por estar cansados de permanecer de pie y se
marcharon, sin importarles que una de las azafatas les dijera que aquella iba a
ser una actuación única. Volvíamos a estar solas en el vestíbulo.
Un poco más tarde llegó una pareja curiosa,
treintañeros y de diseño. Vestían de negro, contrastando con algunos toques
blancos. Hablaban despacio y tan bajo, que pese a estar a unos pocos metros, no
les entendía. Parecían un tanto sosos, seguro que habían venido porque alguna
revista, tipo Vanity Fair, lo recomendaba como algo que no te podías perder. Se
volvieron hacia la puerta cuando entró el quinto visitante, descontados los
tres que se habían marchado. No debió gustarles porque enseguida dejaron de
prestarle atención. Entrado en años y bajito, vestía una americana elegante que
no pegaba con los vaqueros desteñidos. Las azafatas debían conocerle, porque se
saludaron y se acercó a hablar con ellas. Probablemente fuera un crítico de
arte.
El vestíbulo se fue animando con la llegada
de tanto público. Ya éramos quince y empezaba a impacientarme de tener que
esperar en la entrada.
–Sólo faltan cinco minutos –dijo Cristina
mirando su reloj como si me hubiera adivinado el pensamiento.
Y como si aquella frase hubiera dado el
pistoletazo de salida, o mejor dicho, de entrada, empezó a llegar gente a
mansalva. Seguro que este vestíbulo no había visto tanta gente reunida desde
que se inauguró el edificio. Nunca me hubiera imaginado que pudiera haber tanto
amante del arte moderno, tanto aficionado al arte contemporáneo más radical y
encima, que no fueran estudiantes. Claro que nuestros compañeros tenían la
costumbre, como aspirantes a artistas, de llegar tarde. Cristina y yo debíamos
ser especímenes un tanto extraños.
Una azafata se abrió paso entre la
concurrencia y subió los escalones.
–Ya pueden ustedes pasar –gritó. Fue de
agradecer, porque el vestíbulo empezaba a resultar insuficiente.
La azafata permaneció inmóvil y sonriente,
con el brazo extendido indicando el camino de la izquierda. Algunos
reaccionaron rápidamente y prácticamente echaron a correr hacia allí. De las
tres alternativas posibles: el recodo zigzagueante, las escaleras que conducían
al piso superior y el pasillo largo, nos enviaba a este último. Echamos a andar
hacia allí sin ninguna prisa. Por unos pocos, no nos íbamos a quedar sin un
buen sitio.
Tardamos muy poco en alcanzarles, porque otra
azafata les había dado el alto. Debía ser el día de la espera. De nada les
sirvió a los listillos sofocarse echando una carrera. De nada nos sirvió a
nosotras haber llegado con media hora de antelación para coger un buen sitio. Y
la gente seguía llegando, empujaba y reducía nuestro espacio vital.
Encerrada. Una muchedumbre recluida en el pasillo blanco. Blanco
inmaculado, símbolo de pureza e inocencia… ¡y un cuerno! Blanco desesperante,
blanco menguante. Sus tres metros de anchura decrecían con el paso del tiempo.
Era la misma sensación que tenía cuando volvía a los lugares añorados de mi
infancia, resultaban más pequeños, menos… mágicos, y me sentía decepcionada.
Cerré los ojos en un intento desesperado de
huir de decenas de personas apiñadas en aquel pasillo menguante. No era la
primera vez que estaba allí, pero nunca me había detenido en aquel tubo de
suelos de mármol blanco inmaculado, de paredes blanco mate, ni había podido
mirar a través de las ventanas cuyos estores blancos ocultaban el exterior, así
como tampoco me había achicharrado de calor con sus potentes focos de
blanquísima luz. Omnipresente blanco, odioso blanco.
Violeta, pensé, huyendo del blanco; y el
color se formó bajo mis párpados cerrados. Violeta, era mi color favorito y
también mi nombre. No recordaba cuándo empezó a gustarme, y si fue por el color
en sí o porque me pusieron su nombre. Violeta, el color se hizo más intenso y
en aquel momento sentí la presión de la gente a mi alrededor, estábamos muy
apretados, me rozaban la espalda y el culo. Ignorando mi entorno, seguí violeta
y floté por el pasillo malva junto a Cristina. El resto del público nos siguió
hasta llegar a la sala de exposiciones morada y una vez allí, ocupamos los
asientos púrpuras.
–Por favor, dejen paso –una voz llegó
envuelta en burbujas rosas.
–Cómo no –reconocí la voz de Cristina y mi
ensoñación violeta desapareció−. Perdone.
Al abrir los ojos, todo se volvió amarillo.
Un empleado pasó entre nosotras, llevándose el color prendido en su oscuro
ropaje y entonces, todo volvió a su desesperanzadora blancura original. De
nuevo sentí el roce en la espalda, deslizándose hacia mi trasero; eso no era
algo fortuito.
–No deberías disculparte –me giré hacia
Cristina, tratando de encontrar al infractor que había detrás de mí–, al fin y
al cabo, son ellos los que nos han encerrado en el pasillo.
Y allí estaban un par de jovenzuelos, hijos
de papá. Uno de ellos se reía como un bobo, delatándose.
–Como sigamos aquí mucho más me voy a
derretir –dijo Cristina.
Su comentario me vino como anillo al dedo.
Levanté el brazo con el codo en alto y miré el reloj.
–Casi una hora desde que entramos –lancé el
brazo hacia atrás con todas mis fuerzas, hasta que impactó.
Me giré hacia el agresor agredido y le
pregunté:
–¡Huy! ¿No te habré hecho daño?
Me miró perplejo, pero de su garganta no
salió más que un quejido gutural, entonces se echó la mano al cuello e hizo un
gesto de dolor. El amigo parecía impresionado y no dijo esta boca es mía. Me
volví.
–Está todo tan estrecho que nos rozamos sin
querer –nadie tocaba mi trasero sin mi permiso. Cristina me miró asustada.
El espacio seguía reduciéndose, mientras un
par de técnicos se abrían paso entre la concurrencia. ¿No dejaría de llegar
gente? Miré hacia atrás. El pasillo estaba abarrotado hasta donde alcanzaba la
vista. Estábamos, como rezaba el dicho, como sardinas en lata. Pero
curiosamente, a nuestras espaldas, se había abierto un ligero hueco.
Y a falta de otra cosa mejor, el público se
había animado y las conversaciones se cruzaban en una algarabía de voces cada
vez más altas:
–…pues figúrate, cuando salió del quirófano
…va a hacer buen tiempo …y se entera
…cuando salgamos de aquí, …que le habían operado la pierna buena …nos
iremos a la sierra …si llegamos a entrar, …con Pepita y su amiga Marta …sí, a
las once, …nos vamos al Tinos… que está buenísima –como si estuviéramos en un
bar de copas.
–No sé qué carajo hacen ustedes aquí –dijo
un técnico, abriéndose paso a empujones–, ya podían espera fuera.
–Dentro es donde deberíamos estar hace rato
–repliqué, sin que él se dignara contestar.
–¡Y dicen que ya estamos en Europa! –comentó
alguien por delante.
–Como no sea la del Este… –voceó otra. Hubo
risas, pero el técnico siguió abriéndose paso e hizo oídos sordos.
Sí. España era todavía un país diferente y
la hora oficial de comienzo, una mera orientación. Nada de estudiar hasta el
último detalle y dejar todo bien hilado, para qué, pudiendo improvisar en el
último minuto; eso era lo emocionante, ahí estaba el carácter latino. En ese
mismo instante, los técnicos estarían empezando a dar los últimos toques y si
nada fallaba, estaría todo listo para que los artistas llegaran aún más tarde.
Así se cumpliría con una vieja tradición no escrita sobre el tema de la
puntualidad.
Mi paciencia, si es que me quedaba alguna,
hacía rato que se había esfumado. Intentando serenarme, inspiré profundamente y
eché la cabeza hacia atrás. Los malditos focos inundaron mis pupilas y tuve que
cerrar los ojos para intentar salir de aquel infierno blanco. Violeta… pero mis
ojos seguían afectados por el blanco deslumbramiento. Estaba condenada al
blanco, como una esquimal.
−Vamos, Violeta –sentí un tirón en la mano.
Nos dejamos llevar, en medio de la
silenciosa corriente humana que se precipitó por la primera salida que encontró
a la derecha y continuó hasta desembocar en la sala.
Una estructura gris, como una torre de alta
tensión, estaba en medio de la sala. Los primeros en llegar se habían agolpado
a su alrededor, la miraban de abajo a arriba, la tocaban e incluso llegaron a
golpearla con los nudillos. Igual que una panda de colegiales preguntándose qué
era aquello, para qué servía y de qué estaba hecho. Satisfecha su curiosidad,
se echaban para atrás y tropezaban con los que acabábamos de entrar. Dudaba que
la sala pudiera albergar a toda la población del pasillo, así que era
importante encontrar un lugar desde el cual pudiéramos ver sin estar demasiado
apretadas.
Rodeamos la estructura y fuimos hacia el
fondo de la sala. Había una gran puerta doble y cómo no, blanca. A pesar de
estar cerrada, la reconocí, daba a la sala más grande del museo y éste era el
hall que comunicaba con el piso superior por las escaleras situadas a ambos
lados de la entrada que acabábamos de franquear.
−Estaríamos mejor arriba –señalé la
escalera.
–Pues vamos rápido, antes de que se llene
–Cristina echó a andar hacia allí, esquivando como podía a los que entraban.
No fuimos las primeras en descubrirlas. El
primer tramo de las de la izquierda estaba lleno de gente pegada a la
barandilla. Cristina tomó las de la derecha, casi vacías y la seguí hasta el
primer recodo, donde se aferró a la
balaustrada.
−¿Te parece bien aquí? −me preguntó.
Asentí. Parecía un buen sitio para observar
la estructura metálica y lo que en ella fuera a suceder. La gente seguía
subiendo, y acabó por ocupar la barandilla del piso superior.
Vista desde allí, la estructura era como una
de esas torres forestales de vigilancia. La habían colocado en espacio
relativamente pequeño, cuando tras la puerta del fondo se abría la sala más
grande del museo. Y aunque no estuvieran tan apretados como en el pasillo, el
hall se había llenado. Puede que la intención fuera hacernos sentir agobio y
desesperación, por eso nos habían hecho
esperar tanto.
−¡Qué alivio! Creí que nunca llegaría este
momento –dije sin dejar de mirar la estructura.
−Por fin vamos a verlo –contestó Cristina.
Nos habíamos enterado por la prensa. La
artista Undla Kaliman iba a presentar una Performance en Madrid y el crítico
que firmaba el artículo, la ponía por las nubes. Sí que debía ser importante, a
juzgar por todos los que habíamos venido a verla. Lo curioso era que no veía
demasiados estudiantes ni artistas, o no los reconocía como tales; pero había
mucha gente fina, de esos a los que les gusta ser vistos en los eventos
importantes. En algún momento se hizo el silencio y el público empezó a mirar
hacia arriba. Yo no veía nada.
–Muriaaaaaaaaaannagggggg,
muriaaaaaaaaaaaaannnagggggggiaaggggggggg… −el sonido profundo y cristalino,
surgido de la caseta, llenó la sala.
Asomó una pierna, desnuda, depilada y
tatuada con motivos celtas. Una pierna que se movía al son de la voz. No
habíamos escogido bien el sitio, no veíamos a quien daba esos alaridos
guturales. Tomé la mano de Cristina y con la cabeza le hice un gesto de que me
siguiera. Como pude, me abrí paso y subimos unos cuantos escalones. Nos hicimos
hueco junto a una pareja de cuarentones. El hombre se volvió con expresión
malhumorada y esbocé una tierna sonrisa de niña buena, eso bastó para que
consintiera en que les robáramos un poco de su preciado espacio y se apretase
contra su mujer, la cual nos lanzó una mirada asesina.
–Anannnmiiiiriaaaaiigggggggg,
moctoiiiiiiiiaaaaaah… –el sonido gutural fue acompañado de un movimiento lento
y poco natural de los brazos.
Desde nuestro nuevo emplazamiento pude
distinguir a la mujer que estaba allí arriba. Apenas iba cubierta, por todo
atuendo llevaba unas bragas del color de su piel. Y la caseta consistía en un
tejado que cubría un exiguo asiento metálico con respaldo y protección
delantera, como la trona de un niño. Estar colgada a esas alturas y
contorsionándose, debía producir vértigo.
–Rintmmmmmmmmpuammmmmmmm,
rintmmmmmmmmmpuruam –la artista estiró la pierna que agarraba por el dedo
gordo.
Desesperación y soledad, daba a entender su
desgarrador grito agónico. Tenía una voz entrenada, como una cantante de ópera
o una actriz de teatro, de eso no había duda.
Un toquecito en el hombro me hizo volver la
cabeza. Cristina me indicó por señas que se bajaba, se abrió paso escaleras
abajo y se colocó en la esquina del rellano, pegada a la pared, donde
misteriosamente no había nadie; sacó el cuaderno y el lápiz y se puso a
dibujar. Sólo a ella se le podía ocurrir eso.
–Aaaaaaaaaalllassssxatuuuummmmmiaaah.
Sululuuuuulminiaaasxatuminiaaahh –me volví hacia la artista, su brazo se
doblaba hasta más allá de su posición natural, como si fuera de goma.
Cerré los ojos, intentando concentrarme en
la monótona letanía y sus estridencias. Soledad, sufrimiento, ¿el fin de la
humanidad? Intentaba averiguar cuál era el mensaje. Tal vez la estructura
representara el avance tecnológico y fuera el causante de que los humanos nos
aisláramos cada vez más. Era triste.
Una extraña sensación de calidez me fue
envolviendo en sucesivas oleadas naranjas que acudían a mi encuentro. Naranjas
suaves que amortiguaron aquel ulular espectral, naranjas etéreos que lo
envolvieron en diminutas esferas azules, naranjas ondulantes que lo retuvieron;
y pese a todo, aun podía percibir su presencia. El oleaje se alejó de mí,
deshecho en un espumoso mar de motitas rojas y amarillas que alcanzó las
esferas azules, salpicándolas de verde y malva hasta cubrirlas por entero. El
verde fue más amarillento, el malva más rojizo, el azul desapareció y al final
carmín intenso. Carmín florecido sobre un mar naranja. El último eco de
tristeza desapareció.
Tardé en abrir los ojos, todavía empapada en
carmines y un manchón pardo enturbió mi visión; fue sólo un instante, algún
reflejo del entorno o la prenda del algún espectador. Acababa de tener una
visión y ésta auguraba algo bueno.
–Iiiiiiiinssssssstaaallllaaaaaaaaagh
meculllliattnuuuuuuuuusssssssaaaaaaaggggggghh –escondió el rostro entre sus
manos crispadas.
Me sentía demasiado optimista para observar
sus movimientos y fui descendiendo por los travesaños zigzagueantes de la
estructura hasta llegar al público congregado a su alrededor. Como yo, muchos
habían dejado de mirar hacia arriba y lo hacían a su alrededor. Cuántos habrían
acudido a ver la performance para no parecer arcaicos, porque era lo que se
llevaba, para dejarse ver. Entre el público más alejado, sobre todo los que
estábamos en las escaleras, que tenían una visión más cómoda, había más gente
atenta. Algunos permanecían impasibles y sin pestañear, entre ellos se
encontrarían los auténticos entendidos, gente a la que le gustaba paladear el
arte contemporáneo. Serían ellos los que deberían desentrañar el mensaje
encerrado en la actuación. ¿Lo conseguirían? Y mientras tanto, Cristina seguía
dibujando, como si aquello fuera un bodegón.
–Iiiiiiiiiinssssssssssseeeeeeeelllaaaaaaaaaaaaaaaaa
gooooooooggteeeeweeeeeeeeeg.
De todos modos, el arte contemporáneo no
estaba al alcance de cualquiera y menos las tendencias más vanguardistas; de
las más radicales, mejor no hablar. Yo misma, que ya estaba en tercero, inmersa
en el estudio del Arte Contemporáneo y atenta a las últimas tendencias, tenía
mis dudas. ¿Alguien nos diría la verdad?, ¿lo haría la propia artista?, ¿o nos
tendríamos que conformar con la versión, acertada o no, de algún renombrado
crítico? Tal vez el director de la institución diera su opinión a la prensa.
–Kalullmininiiiininnniiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiii,
kalulminniiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii −gritó.
La actuación duraba demasiado. ¿Estaba
tratando quizás de exasperar al público? No era necesario martirizarlo. Miré el
reloj. Habían pasado por lo menos veinte minutos y quince hubieran sido
suficientes. Para hacer una performance más larga debería haber buscado una
idea que necesitara de un desarrollo y ésta era repetitiva.
–Culluumminniiiiiiiiiiiiiiiiini accoto
culllummminnniiiiiiiiiiiiii –gritó más alto.
No era tan difícil hacerlo, si me lo
propusiera…
−Cuuummnniiiiiiiiiiiiiillliiiiiiiiiiiiiiiiigüiiiiiiiiiiii accoto
cullummmiiinnniiiiiiiiiiiiii –continuó gritando.
Era evidente que aquella mujer no se daba
cuenta de que empezaba a aburrir. Yo sería capaz de mantener la atención del
público durante más tiempo. Empezaba a vislumbrar por qué había tenido una
visión. Yo podía.
El público rompió a aplaudir con entusiasmo
y me sumé a ellos. El final de la actuación fue tan brusco que me pilló por
sorpresa. A pesar de todo, me había parecido muy buena. Bajé a buscar a
Cristina y pude atisbar el dibujo antes de que cerrara el cuaderno y lo
guardara. Era increíble, la estructura había dado paso a todo un conglomerado
de ellas, cerrando el espacio de forma claustrofóbica hasta el infinito. Ella,
tan apegada al arte tradicional, probablemente había expresado en el papel la
idea de la performance. Podría ser una buena artista de vanguardia, pero ella ni
siquiera lo sospechaba.
Nos sumamos a la marea humana que nos
desalojaría del museo. La idea de atravesar de nuevo el pasillo blanco había
dejado de abrumarme.