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El misterio del castillo
La luna despuntaba en el horizonte cuando
empezaron a subir hacia el castillo. Llegaron hasta la puerta, que seguiría
cerrada hasta la festividad de San Miguel. De todos modos, ya no tenía ningún
interés para ellos. Siguieron caminando y fueron a sentarse junto a los restos
de la muralla exterior, frente a la torre de la biblioteca. Allí tuvo lugar su
mágico encuentro, la víspera del día en que su unión fue bendecida por la
Diosa. De eso hacía quince lunas llenas. Y allí estaba la entrada del Templo,
al que acudían todas las lunas. A veces lo hacían a través de sus sueños y en
muchas de esas ocasiones, entraba a la biblioteca para leer.
El primer libro que leyó fue “El misterio
del Castillo”. Le tenía intrigada desde que soñó con él. La historia no le era
desconocida, pues María se la había resumido en imágenes en su primera visita
al Templo. Y un día Alejandro la sorprendió regalándole una copia casi exacta.
La cubierta de terciopelo granate oscurísimo con los cantos rematados en bronce
y el título caligrafiado en el mismo metal. En el interior, las hojas de
pergamino estaban vacías; como dijo Alejandro, esperando que ella transcribiera
su diario. Las aventuras de Alejandro y Elena, ocultas bajo el título “El
misterio del Castillo”; y el misterio del castillo era que ocultaba el Templo
de la Diosa; y gracias a Ella se habían conocido.
La luna asomó sobre la torre, un enorme
círculo de luz anaranjada que derramó su reflejo sobre las viejas piedras. En
la base de la torre, entre los resquicios de las piedras, asomó el incipiente
fulgor turquesa. Volvió su cara hacia Alejandro y se besaron.
Hacía quince lunas se adentraron en la
penumbra azulada del Templo. Allí conocieron a la Diosa y aquel día, se
prometieron amor eterno. Ella bendijo su unión. Desde entonces, llevaba el
colgante que representaba a la Naturaleza. Lo cogió entre sus dedos y lo
levantó hasta colocarlo ante el anaranjado círculo lunar y en ese momento
refulgió.
Nunca les hubieran dejado vivir juntos sin
unirse en matrimonio por el rito católico. Acudieron al Templo a pedirle
consejo a la Diosa. Ella no concedió la menor importancia a la celebración de
un segundo rito, a sus ojos ya estaban unidos. Yo estaré con vosotros, les
dijo. Y así fue. Alejandro volvió a besarla.
Dos lunas más tarde, entró en la iglesia de
San Clemente del brazo de su padre, donde la aguardaba Alejandro. Hubieran
debido celebrar los esponsales en su pueblo, pero allí estaba el párroco que
quería confesarla porque les había visto besándose. Acudió vestida con la
túnica azul celeste pálido que María le dejó gustosa. Alejandro no pudo hacerse
con un traje de ese color, pero se pintó los botones de la chaqueta. Por
segunda vez, se prometieron amor eterno y la Diosa volvió a estar presente.
Les gustaba subir allí y quedarse viendo los
fulgores turquesas que surgían al anochecer. Algún día, el Templo volvería a
ser visible a los ojos de todos.
Para
ellos era un día muy especial. Hacía quince lunas que recibieron la bendición
de la Diosa, aunque eso no lo supiera casi nadie. Y para el resto, hacía trece
lunas o un año que se habían casado en Segovia. Y lo celebraban en Turégano,
porque allí se conocieron y porque allí estaba el Templo de la Diosa de la
Naturaleza; e invitaron a su familia y a los amigos más allegados.
Se acercaba la hora. Las mujeres se
arremolinaron en la cocina y empezaron a traer platos, cubiertos, jarras y a
ultimar los preparativos de la comida. No se enteró de mucho, porque no la
dejaron hacer nada y se quedó de espectadora. Casi todos los hombres se fueron
a la calle a liarse unos cigarrillos, no fueran a pedirles ayuda.
Alejandro charlaba con su tío y no salieron.
Sus miradas se cruzaron y él sonrió. No les hacía falta más que una mirada para
entenderse. Él decía que ella era su talismán, que le había traído suerte, y al
juzgar por cómo le iban las cosas, así era.
Habitualmente exponía sus cuadros en el
escaparate de la droguería y los acababa vendiendo. El éxito le sonreía y tuvo
que empezar a rechazar encargos porque no daba abasto. Su fama había traspasado
las fronteras segovianas gracias a las buenas artes de su tío, una especie de
mecenas para él: vendió un par de cuadros en Madrid y le habían encargado un
retrato. Además, había acabado la última pintura de la serie de su viaje al
castillo, una de las muchas cosas a celebrar ese día. Ya estaban todos colgados
en casa y eran una maravilla. Había tardado en concluirlos, pero es que por
medio le había tocado pintar algún castillo más, como el que se escondía bajo
la tela, pero no iba a adelantar acontecimientos.
—Todo el mundo a comer —dijo Vicenta
canturreando.
Doña Adela salió a la calle para avisar a los
hombres y regresó.
—Mírala, cómo los encandila —dijo Vicenta,
divertida al ver cómo la seguían.
—Será el olor de la comida —contestó doña
Adela, toda colorada.
—Yo vengo por ella —dijo su marido y todos rompieron
a reír, mientras ella se encendía más aún.
Sólo había cambiado el escenario. Al igual
que hace trece lunas, estaban todos juntos otra vez. Sentados en las mesitas
arrejuntadas del mesón, en un día cerrado a los parroquianos habituales. En una
de las paredes, oculto bajo una tela, colgaba el último cuadro de Alejandro. Y
antes de que comenzara el banquete, León le hizo acercarse hasta allí.
—Hace
ya bastante tiempo que conozco a Alejandro y somos buenos amigos. Cuando nos
conocimos, le hice un encargo del que quedé muy satisfecho. Miradlo, ahí está
—señaló la acuarela—. Hoy vamos a descubrir el nuevo encargo, en el que algo
tuvo que ver la Atanasia, una vecina muy fantasiosa de esta villa, que fue la
que me inspiró lo que he pedido a Alejandro que me pinte.
—Venga, León, no te hagas de rogar —dijo
María.
Alejandro tiró de la tela, dejando la pintura
al descubierto. Surgieron exclamaciones de admiración. León se alejó para verlo
bien y se quedó muy quieto, y lo que era inhabitual en él, callado.
Era el castillo al atardecer. En primer
término y un poco escoradas, se veían las torres con el balcón. Tras ellas se
elevaba una espadaña altísima que poco tenía que ver con la realidad. Y sobre
ella, la magnífica figura del dragón blanco, volviendo la cabeza hacia la
puesta de sol; o hacia el Templo, según se mirase. Lo que León no sospechaba, era
que el culpable de las habladurías de dragones había sido Alejandro y que ese
era el dragón de sus sueños.
El castillo fantástico gustó mucho,
especialmente a León, que una vez recuperada el habla, corrió a abrazar a
Alejandro. Y hablando de dragones dio comienzo la comida. La bebida era de la bodega de León, pero
tenía sorpresa. María lo había especiado. Su madre y Vicenta se encargaron de
llenar las jarras. Cuando empezaron a probarlo, hubo un murmullo de aprobación
y los que no lo habían hecho aún, no tardaron en hacerlo y asentir.
Se acabó el primer plato y todos andaban muy
animados, dispuestos a brindar y lo que hiciera falta. Menos mal que ellas
estaban al quite. Hubo revuelo de mujeres hacia la cocina. Llegó el cordero y
en cuanto las bocas estuvieron ocupadas, volvió la tranquilidad a la mesa. Se
alegraba de haber hecho la segunda celebración. Mira qué contentos estaban
todos, mientras el dragón les miraba de reojo.
Le resultaba curioso cómo se habían sentado,
como si hubiera sido algo premeditado y no fruto de la casualidad. A su
izquierda tenía a sus padres, charlando sin descanso con los de Alejandro, que
estaban sentados enfrente. Sus padres, habían acogido a Alejandro como a un
hijo. Él se sentía muy a gusto cuando iban a su pueblo, cosa que hacían con
asiduidad. Paseaban por su bosque en invierno y verano, con nieve, lluvia o
calor. Y los padres de Alejandro, estaban encantados de que fueran a Madrid. A
ella le gustaba con locura. Sus visitas al Prado, a la Biblioteca Nacional y a
las librerías de las que nunca salía de vacío.
A su lado, cómo no, estaba Alejandro;
charlando de arquitectura con su tío, que estaba sentado frente a ellos con su
mujer, Berta. A continuación de Alejandro estaban Vicenta y Enrique. Vicenta se
había convertido en su mejor amiga. Y frente a ellos, León, María, y su niña.
León se había serenado un poco desde que le conociera. Quizás el ser padre, o
el haber descubierto el secreto de María. Era imposible que no hubiera acabado
atando hilos, pero al parecer, María tuvo que darle el último empujón. Y la
niña era encantadora.
Más allá de Enrique, estaban Adela y Felipe.
Y enfrente su hija Irene, charlando animadamente con Anselmo. Anselmo, al final
se había atrevido a ir a verle y le dio las gracias por el libro que le regaló
y por supuesto leyó. En el fondo era buena persona.
Irene
quería estudiar en la escuela de Bellas Artes cuando acabara el bachillerato.
Un día fue a preguntarle a Alejandro si estaría dispuesto a darle clases para
preparar su examen de ingreso. Ahora que vivían en una casa de alquiler y
Alejandro disponía de más sitio para su estudio, podía permitirse tener una
aprendiza.
Anselmo e Irene. Hacían buena pareja. Todo
comenzó en su boda. Ahora, al parecer, él iba a conseguir una plaza de maestro
en un colegio de Segovia y entonces se casarían. Se habían hecho muy buenos
amigos, y muchas tardes del sábado o el domingo salían a pasear con ellos.
La luz menguó y muchas fueron las cabezas que
se volvieron hacia la ventana. Las nubes habían ocultado el sol. Estaban todos
muy animados y siguieron comiendo, hablando y bebiendo sin concederle la menor
importancia. El vino corría a raudales, y es que estaba tan rico, que entraba
de maravilla. A ella se le estaba subiendo, porque veía más luz y era turquesa. Miró hacia la
ventana, pero las nubes seguían allí. La mente le jugaba malas pasadas. No
bebería más. Hasta le parecía oír flotar música en la sala. Entonces vio a
Fernando, señalando hacia el exterior. Así que no era ella sola. Estupefacta,
miró a María que acababa de dejar a su criatura en el canasto y se sonrió.
La melodía animó a los comensales, que se
levantaron de la mesa para bailar, al son de la flauta y el tambor, hundiendo
los pies en la hierba profunda. Encadenaron un baile tras otro, una canción
tras otra, bailaron en parejas y bailaron en corros. Cantaron canciones de amor
y cantaron tonadas alegres, bajo un cielo verde turquesa. Mientras, en la isla,
la Diosa se había asomado a la puerta del Templo y sonreía al verles tan
felices. La saludaron y continuaron bailando hasta el atardecer, hasta que sus
pies fatigados les obligaron a descansar y entonces se sentaron.
Sorprendida, miró las caras de los presentes.
Habían estado todos allí, irradiaban felicidad, aunque seguramente ellos creían
que había sido una alucinación, un sueño, un desvarío feliz; consecuencias del
vino y que no se atreverían a comentar con nadie.
María entornó los ojos y sonrió.
Y en ese momento, pensó que ese debería ser
el final de su historia; “El misterio del Castillo” comenzaba con los sueños de
ambos y terminaría con un sueño colectivo.