domingo, 28 de febrero de 2016

LA PENÍNSULA DEL FIN DEL MUNDO




PROXIMAMENTE A LA VENTA





LA PENÍNSULA

DEL FIN DEL MUNDO
 

Francisco Dorda



     Hay una aldea cuya existencia es un misterio. Situada más allá de las tierras habitadas por los hombres, frente a un océano sin horizonte, cubierto por una niebla perpetua; ninguno de los que se aventuró en él ha vuelto. A menudo la niebla avanza hasta cubrir la aldea y permanece sobre la misma durante largos periodos durante los cuales los cultivos se marchitan, las gallinas dejan de poner y los humanos se abandonan a la desidia.

     Pese a todo, los aldeanos se sienten seguros, separados del terrible océano por una península alargada y estrecha, la Península del Fin del Mundo; así ha sido, hasta el día en que alguien llegado del otro lado se instala en ella para acabar con su precaria existencia.
     En un absurdo arranque de valentía, Nolwen el tabernero, se adentra en la Península ignorando que su insensatez le llevará al otro lado de la misma; al temido océano, a las nieblas perpetuas y mucho más allá de las mismas… a un lugar donde nada es como debería ser.


 











LA TORRE. Alejandro. Cap. 9



9

 El Acueducto está acabado
  
   Todavía flotaba en un mar de nubes tras haber concluido el Acueducto. Lo colgó junto a su cama, resignado a que pasaría desapercibido en su pequeña ciudad y jamás lograría venderlo. Pero no le importaba, era su mejor obra, hasta ese momento. Pensaba seguir mejorando. Cuando tuviera unas cuantas obras como esta, iría a exponer a Madrid. Mientras, se recreaba en ella cada día y esperaba impaciente que su tío viniera a verla. Dejó la contemplación y se dirigió hacia el caballete.
   Le gustaba que llegara la tarde, era el mejor momento del día. En su estudio, frente a su caballete y sobre el lienzo o la tabla, dando vida a su obra. De una superficie vacía, hacía surgir formas que adquirían volumen y color, en un proceso de arrojo y meditación, avance y retroceso, desesperación y alegría. Merecía la pena, era feliz pintando, vivía para ello. Bocetos, dibujos y acuarelas, todo era un mero estudio que desembocaba en su pintura al óleo.
   Ahora se enfrentaba al retrato de Irene, todavía un tenue dibujo de carboncillo sobre un lienzo entonado en color ocre. El siguiente paso era reforzar el dibujo, resaltar las luces y dar profundidad a las sombras. Como los antiguos maestros, había aprendido que trabajando al temple, la obra conservaba la frescura para la fase final, el color.
   Se fue al estante para coger los ingredientes que necesitaba para preparar la pintura y los fue llevando a la mesa. Esa mañana se olvidó de comprarlo, así que le pidió un huevo a doña Adela, que no se lo quiso cobrar. Le preguntó para qué lo quería, que si se quedaba con hambre. Cuando le dijo que era para preparar pintura, se sonrió. No parecía muy convencida, a saber qué pensaba que iba a hacer con él, ¿engominarse el pelo? Cogió el huevo y se las arregló para verter sólo la yema en el tarro y se puso a batirla. Añadió aceite y siguió agitando. Sobre la loseta de mármol echó el pigmento blanco y añadió agua, mezclándolos con la espátula. Agregó después el huevo con aceite y siguió removiendo, hasta que adquirió una consistencia cremosa. Ya tenía el color blanco, ahora a por el siena tostada. Cuando los tuvo, puso los colores sobre la paleta pequeña y añadió agua en la poceta. Cubrió la paleta con un paño húmedo para que no se secaran, mientras esperaba la llegada de Irene.


   Con la melena lisa, estaba mucho mejor que con el peinado de su madre. Lo único que le había pedido fue que siguiera poniéndose la camisa azul que trajo el segundo día, ese color le sentaba muy bien.
   –Nunca pensé que me vería en un retrato –dijo mirando el lienzo.
   Destapó la paleta y la tomó en su mano izquierda. Cogió un pincel fino.
   –Sólo tienes el blanco y el siena tostada.
   –¡Si te los sabes! ¿Pensabas que te iba a pintar en color?
   –Me siento, que se nos va el tiempo sin hacer nada –se acomodó en su sitio, un poco contrariada.
   Alejandro la estudió unos instantes y empezó a repasar el dibujo del rostro con trazos finos en siena tostada.
   –Para que no se pierda el dibujo del carboncillo, lo repaso con pintura.
   –Pero para eso no me necesitabas, ¿no?
   –Todavía puede haber mejoras en el dibujo. Después me ocuparé de conseguir el volumen, trabajando las luces y las sombras.
   –¿Como en los dibujos? –preguntó un tanto apagada.
   –Eso es. El color vendrá después –de reojo vio que su sombría expresión cambiaba.
   –¡Me has vuelto a tomar el pelo! –volvía a estar alegre.
   Alejandro no contestó y siguió trabajando. Delineó las pupilas, perfiló los ojos y los sombreó. Bajó a la nariz, fosas nasales distendidas, respirando tranquilas y más sombras tenues. Los labios, una comisura amplia y dichosa, entreabierta y oscura. Cambió al blanco para dar ligeros toques sobre la córnea y destacar el iris, que recibió reflejos. Sacó luces en la nariz y la boca, mejillas y frente, sobre el pelo. Se alejó del caballete para ver el efecto del conjunto. Volvió y miró a Irene, profundizó en algunas sombras en el cuello y la camisa.
   –Ya está. Hemos acabado con el temple –se levantó para dejar la paleta y los pinceles.
   Irene movió el cuello y se levantó para ir a contemplar su retrato.
   –¡Qué bien, mañana empezamos con el óleo! –soltó emocionada.
   –Si piensas que te voy a dejar los pinceles estás muy equivocada  –estaba serio.
   –No, he querido decir… que tú… –trastabillando al hablar y lívida.
   –Ah, bueno. Entonces me dejas que siga yo… –no fue capaz de seguir serio.
   –¡No te rías de mí! –pasó del amarillo al rojo, al tiempo que afloraba la risa.
   –De todas maneras, mañana no pintamos –dijo con cara de guasa.
   –¿No puedes? ¡Qué pena!
   –¿Vas a echar de menos el aburrido trabajo de posar?
   –Me gusta verte pintar. Es fascinante ver cómo salen las formas donde no existía nada. Además he descubierto que mientras poso, se me ocurren cosas, que en otros momentos ni se me pasan por la cabeza.
   –Detenerse a pensar, ayuda a desarrollar las ideas.
   –Pero no me ocurre cuando ayudo a mi madre con la limpieza o con la cena. Y tampoco cuando estudio.
   –Estas pinturas –señaló en un amplio gesto a su alrededor–, no surgen solas. Ya has visto el trabajo que ha llevado preparar tu retrato. Y el tiempo que no me has visto echar pensando.
   –Es bueno pensar, me gusta –afirmó con gravedad.
   –Volviendo a lo de antes. Hay que dejar secar el temple antes de seguir con el óleo.  Esperaremos unos días. Por cierto –fue hacia la pared y descolgó un boceto–, toma.
   –¿Para mí? –dijo sorprendida–. ¡Pero si es el mejor dibujo que me  hiciste!
   –Para ti, por el trabajo que estás haciendo.
   –Si lo he hecho encantada y además, no hemos acabado –lo recogió con manos temblorosas.
   –Pensaba dártelo cuando acabáramos, pero para qué vamos a esperar.
   –Gracias, muchas gracias –dejó el retrato sobre la mesa y se abalanzó sobre Alejandro, abrazándole y dándole un beso en la mejilla.
   –No hay de qué –contestó algo turbado, sin saber qué hacer.
   –No me lo esperaba. Estoy tan… emocionada –le soltó y volvió a coger su retrato.
   –Me alegro mucho.
   El silencio se instaló en la habitación. Irene contemplaba, todavía sorprendida, su inesperado regalo. Mientras, Alejandro se alegraba de poder hacerla feliz. Irene se marchó, en una nube, con su retrato. Quedó Alejandro, nervioso, ¿quizás porque le había dado un beso?


sábado, 20 de febrero de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 8.



8



El retrato

  

   Se sobresaltó cuando Irene irrumpió en la habitación sin tan siquiera llamar, toda agitada y nerviosa.

   –¡Alejandro, que  me dejan! –articuló fatigosamente.

   –Tranquilízate y respira. Luego me  lo cuentas.

   –Mis padres han dicho que sí –soltó todavía sin resuello–. Puedo venir después de las clases de la tarde. Pero me dicen que sólo una hora, que luego tengo que estudiar.

   –Me parece bien.

   –Pero es sólo una hora. Podría estudiar después de la cena y así…

   –No te preocupes, está bien.

   –Hasta luego –salió como un huracán.

   Estuvo pintando el Acueducto, orgulloso de los últimos progresos. Acercándose la hora del retrato, dejó el óleo y se apresuró a sustituirlo por el carboncillo. Desenrolló un papel grande y  lo sujetó sobre el tablero. Estaba impaciente, y le parecía que no llegaba la hora de empezar. Cogió papel y lápiz y se entretuvo en hacer pequeños dibujos de un castillo con un dragón que lo rondaba. Llamaron a la puerta y se sobresaltó.

   –¿Sí?

   Se abrió la puerta y entró una joven ataviada con un vestido rojo con lazos. Sobre sus hombros descendía una cabellera castaña llena de tirabuzones, rematados con un par de lazos granates.

   –Hola. Me he retrasado. Mi madre se ha empeñado en peinarme.

   –Me ha costado reconocerte…

   –¿Te gusta así? –dijo insegura.

   –Sí… Bueno… Verás, me gustaría más pintar a la Irene que yo conozco.

   –Ya le dije a mi madre que me peinaba yo… –dijo enfadada–. Hace años que no dejo que lo haga. Ya sabía yo que no era buena idea.

   –Bien. Siéntate ahí, junto a la ventana.

   –Me lo soltaré –levantó la mano para deshacer el peinado.

   –Espera, un momento. Te diré  lo que vamos a hacer. Hoy empezaremos con lo más importante, vamos a centrarnos en tu rostro. Dejaremos el pelo para mañana.

   –¿Cómo quieres que me ponga? –irradiaba alegría. 

   –Así –puso la mano izquierda en su mentón y le giró levemente la cara–, que entre la luz en tu rostro. Inclínalo hacia atrás. No tanto, ahí.

   Se quedó como le indicó, totalmente rígida y con las manos aferradas a los bordes del asiento.

   –No tienes que estar quieta todo el rato. Cuando te canses, te mueves y luego vuelves a colocarte. Fíjate dónde estás mirando, coge un punto de referencia.

   –La acuarela del Acueducto, la del cielo morado.

   Alejandro estudió su rostro y comenzó a trazar líneas tenues sobre el papel. Irene apretaba los labios.

   –El Acueducto va bastante avanzado –comentó intentando que se relajara.

   –Ni me he fijado.

   –Puedes mirarlo –ella se volvió hacia el cuadro sobre el caballete.

   –Está fabuloso. No sé cómo se puede hacer con esas formas tan difíciles y que encima quede bien. En los libros siempre está de frente.

   –Podría hablarte de un dragón, que nació y murió para darle vida…

   –¿Ese que aparece en alguno de tus últimos dibujos? –su rostro se relajó.

   –Ese precisamente –sonrió.

   –¿Cómo puedes dibujar seres que no existen?

   –Existen, en mis sueños…

   El parecido se hizo palpable, en cuanto sus ojos color miel tomaron forma. El pelo quedó simplemente esbozado, con unas pocas líneas delimitándolo.

   –Esto va bien.

   –¿Puedo verlo? –adelantó la cabeza, mostrándose risueña.

   –Espera, pequeña impaciente. Esa sonrisa es estupenda.

   Se removió en el asiento, aunque su cabeza seguía inmóvil.

   –No soy pequeña.

   –Ya lo sé, casi tienes… ¿doce?

   –¡Dieciséis! No te burles.

   –Bueno, ya está.

   Irene se levantó de su asiento y se acercó a ver el retrato.

   –Soy yo… –dijo tomándose el rostro entre las manos.

   –¿Y quién querías que fuera?

   –Es que estoy tan…tan, guapa…

   –Es que lo eres. Voy a hacer más dibujos y de entre todos, seleccionaré el que me guste más para pintar el óleo. Mira ahora más a tu derecha, y hacia abajo. Bien… ladea un poco la cabeza… perfecto.

   Siguió dándola conversación mientras hacía un segundo dibujo, en el mismo pliego de papel. Luego cambió de sitio para empezar el tercero. Manejó el carboncillo con soltura y al poco tiempo, estaba trabajando las sombras y dando blanco en las luces. Echó la cabeza hacia atrás.

   –Por hoy es suficiente –dijo dejando el tablero sobre la mesa.

   Irene se levantó para mirar los dibujos, con una sonrisa amplia en su rostro. Él también los miraba, concentrado.  

   –Mañana, a la misma hora.

   –Mañana, le dices a tu madre que ya te he dibujado el pelo y que no te peine, ¿de acuerdo?

   –Sí, sí. Mañana vendré normal. ¿Y el vestido?

   –Tampoco me importará que no vengas de domingo –dijo echándose a reír.

   –He sido una tonta.

   –No lo creo. Te agradezco que intentaras arreglarte, pero me parece que estás mejor al natural. ¿Hasta mañana, pues?

   –Hasta mañana –y se dirigió hacia la puerta. Se dio la vuelta y volvió a la mesa a mirar sus retratos–. Para que no se me olviden. Adiós –echó a correr hacia la puerta.

   –Adiós.

   Alejandro se quedó mirando hacia la puerta, con expresión divertida. Colocó el tablero con los retratos apoyado en la pared y se sentó a estudiarlos.