lunes, 26 de febrero de 2018

Oscura Justicia. 2ª parte.



     Ir hacia nuestro rincón hacía que el corazón se me acelerara. No quería alarmar a mis abuelos, pero en algún momento tendría que acudir al Espacio para la Salud; esperaba que no fuera demasiado grave. Había aguardado su llegada durante una semana y sólo me había visitado el dron; había empezado a perder las esperanzas. Ocupé mi asiento y perdí la mirada entre los sauces que lloraban vertiendo sus lágrimas a la corriente. De vez en cuando, miraba de reojo por si aparecía… El corazón se me desbocó de tal manera, que ahuequé la camisa para que no se vieran los saltos que estaba dando. Quise hacer como si no la hubiera visto, pero no pude apartar la mirada de aquella silueta oscura cuya gabardina se mecía a cada paso que daba.

     —Hola —saludó antes de sentarse, era la primera vez que lo hacía. Resultaba imposible escudriñar en la oscuridad, saber si la investigación había dado sus frutos. ¿Por qué se maquillaría de aquel modo? Ningún Neogothic lo hacía.

     —Hola —respondí con el corazón acelerado. Esperaba que no me matara uno de esos latidos desbocados.

     Saqué de la mochila las bolsas de maíz de guyuba y me levanté para pasarle una. La cogió y permanecí inmóvil, con el corazón latiendo a su ritmo acelerado. Las preguntas se amontonaban en mi cabeza, pero me sentía incapaz de formularlas. Su mano me hizo reaccionar, cuando palmeó el banco invitándome a que me sentara a su lado.

     —El dron podría aparecer —no quería que me viera intentando socializar.

     —No quiero que nada ni nadie oiga lo que tengo que contarte —susurró.

     Tenía razón. Me senté a su lado, preocupado por los latidos acelerados del corazón.

     —He conocido al asesino —susurró y mi corazón fue aún más rápido—. Le seguí y si no supiera quién es, me hubiera parecido un tipo enrollado, aunque un poco creído. Dime una cosa, ¿tu padre trabajaba en el número dos de la calle Goldón?

     —Sí —al parecer ella también había investigado.

     —Lo suponía. El asesino entró allí, cogió una botella de Whiskín, la pagó sin que le pusieran ninguna pega y salió. Fue cuando le abordé, diciéndole que yo no conseguía que me vendieran alcohol. Me pidió que entrara con él y eligiera lo que quisiera. Lo puso sobre el mostrador y lo pagué sin ningún contratiempo.

     —Debe tener atemorizados a los compañeros de mi padre, podría matarlos si se niegan a vendérselo y sólo habría padecido otra enajenación mental transitoria.

     —Cuando salimos, le pregunté dónde podía ir a beber sin que ningún Servidor de la Ley y el Orden me molestara. Fuimos hasta unos jardines que hay hacia el Norte y llegamos hasta la zona más densa, donde se sentó en un banco que quedaba bastante escondido.

     —No debiste exponerte de ese modo, es un asesino.

     —Lo sé —giró la cabeza hacia los sauces y a mí me llegó olor a menta—. Después de unos tragos, quiso algo más —el susurro se hizo casi inaudible—. Llevo el cuchillo en la mochila, pero le dije que necesitaba conocerle mejor y no necesité usarlo.

     —Tuviste suerte —volví la cabeza hacia ella—, no vuelvas a hacerlo —el blanco azulado de sus ojos había desaparecido, los tenía cerrados.

     —La segunda vez que fuimos a beber a lo más profundo de los jardines —continuaba con los ojos cerrados y el olor a menta persistía, debía ser suyo—, volvió a insistir y esa vez sacó la pistola.

     —¿Aún tiene la pistola con la que mató a mi padre? Es increíble que no se la hallan confiscado —esperé que el corazón se acelerara hasta salirse del pecho, pero contra todo pronóstico, se mantuvo como estaba.

     —Debía ser, porque dijo que había matado a un hombre con ella. Quería intimidarme, pero me armé de valor y acaricié el cañón mientras le decía que me gustaría ver caer a alguien fulminado por un disparo; aquello le excitó tanto que se olvidó del sexo.

     —¿Estás segura de lo que estás haciendo? —en el fondo sabía que tenía mucho más valor del que yo lograría reunir en años.

     —Creo que sí —su voz sonó segura, envuelta en un aroma a menta—. Está dispuesto a protagonizar un asesinato para mí, a cambio de lo que ya sabes.

     —No deberías —me fastidiaba que ella fuera a pasar por eso.

     —Le prometí un fin de semana después del asesinato. Dijo que no se fiaba y le respondí que quién le impediría darme un tiro si no cumplía —esta vez sí se aceleró el corazón. Tenía que ir al médico.






     La última vez que la vi estuve a punto de pedirle que lo dejara y si no lo hice fue porque quería vengar a mi padre. Eso no me hizo sentirme mejor en los siguientes días, en los que no supe nada de ella, aunque los latidos del corazón se hubieran normalizado. Una muerte, y pasaría un fin de semana con él; fue violada una vez, ¿había dejado de importarle… o iba a emplear el cuchillo? 

     Esa mañana había encontrado una nota diminuta en mi asiento de hormigón, Oscura me había citado al otro lado de la valla, río abajo junto al árbol seco. No conocía esa zona, porque con mis abuelos iba a pasear hacia el otro lado, por los Jardines de la Ribera; un espacio verde que tenía un nombre muy antiguo. Encontraría el árbol seco que había muerto sin que se lo llevara la corriente.

     Tardé más de media hora en cubrir la distancia que separaba el Centro de Conocimientos Medios del enorme chopo seco de tres brazos. No estaba muerto, se aferraba desesperadamente a la vida, negándose a que la corriente se lo llevara; en su base habían brotado tres ramas nuevas y estaban llenas de hojas. El árbol estaba rodeado de maleza alta y alejado de la ciudad, nadie interrumpiría la conspiración para impartir Justicia: ni los S.L.O. ni los drones de vigilancia.

     No tardó mucho en aparecer, avanzando ruidosa a través de la maleza, tan oscura como siempre. Tras volverse y mirar en todas las direcciones, incluido el cielo, se sentó en el diminuto claro herboso junto al chopo. Por primera vez, me senté frente a ella, tan cerca que si avanzara el brazo podría tocar su zapatilla. Nadie podría saber que conspirábamos en aquel remoto lugar, a no ser que llegara desde el río o el cielo.

     Alcé la mirada. Hierática, como una estatua y yo necesitaba saber. Incluso a esta distancia resultaba difícil discernir un rostro teñido de un azul tan oscuro que no me permitía averiguar si las cosas habían salido bien o mal. ¿Dónde compraría un maquillaje como ese? Un pequeño brote blanco azulado asomó en su rostro, eran los dientes, y mi corazón empezó a latir con furia.

     —Dos tiros —susurró. Su boca se había abierto en una sonrisa, adivinada por la claridad de su dentadura. La voz tampoco sonaba triste. Intenté no pensar en el fin de semana que habría tenido que pasar con el asesino.

     —¿Quién de ellos los ha recibido? —el corazón se alborotó más aún, restallaba en mis oídos, hasta ella debía poder escucharlo.

     —El psiquiatra pasa a diario por una zona poco transitada. A la hora precisa, el asesino y yo estábamos apostados para recibirlo. Una amiga mía convenció al abogado para que la acompañara a dar una vuelta, los hombres os dejáis embaucar fácilmente ante la promesa de sexo —lo dijo como si viviera en esa época en que los jóvenes se acostaban los unos con los otros alegremente—. Convencer al asesino para que me agasajara con la segunda muerte fue fácil; dispara al otro le dije, y lo hizo. Tan entusiasmado estaba apretando el gatillo, que no les reconoció.

     Hubiera debido alegrarme, dos de los tres benefactores del asesino habían muerto a manos del mismo, pero a mi cabeza acudía la imagen de una casa desconocida, Oscura estaba sobre una cama y el asesino abusaba de ella una y otra vez. Era la segunda persona que abusaba de ella.

     —Gracias —fue todo lo que se me ocurrió decir. Miré al cielo, sólo había golondrinas y observando su vuelo me atreví al fin a preguntar—. ¿Qué tal estás tú?

     —Estoy bien.

     La rabia me invadió y dirigí la mirada hacia el tronco del chopo que agonizaba y aún así deseaba seguir vivo a través de aquellos brotes tiernos que se esforzaban por salir adelante. Disfrutó con el asesino… me volví hacia ella, sin saber qué quería echarle en cara, pero llegó ese aroma a menta; la boca estaba entreabierta y esa sonrisa era inocente. De algún modo, había logrado evadirse.

     —¿Qué ocurrió?  

     —Creí que no lo ibas a preguntar. Laura y Helena estuvieron a mi lado en todo momento desde que empecé a seguirles. Helena se hizo amiga del abogado y consiguió llevarle a la muerte, Laura encontró el escenario perfecto para sacar las fotos: el arma en manos del asesino, la bala saliendo del cañón, la bala entrando en la cabeza, la caída…; muy buenas por cierto, la chica que acompañaba al asesino no aparece en ninguna de ellas.

     —No me habías contado nada de tus amigas.

     —Deep gothics, como yo; leales hasta el final.

     El psiquiatra y el abogado estaban muertos, quedaba el juez. Dejaríamos al asesino para el final, quería encargarme personalmente de él. La cabeza me daba vueltas, como si hubiera tomado uno de esos alucinógenos que últimamente circulaban por los alrededores de los Centros de Conocimientos Medios. Los S.L.O. ya ni siquiera se molestaban en detenerlos, uno de ellos había sido detenido veinte veces y seguía sin tener antecedentes. Aún así, seguía sin saber qué ocurrió después.

     —¿De veras estás bien? —tenía miedo de oír lo que le había pasado a Oscura. Ella echó la cabeza hacia atrás, el sol inundó su oscuro rostro dejando ver una bonita sonrisa.

     —Lo había prometido y eché a andar con él hacia el escondite de Lara, oculta tras el hueco de la ventana que habíamos tapado con un cartel. El asesino recibió un tremendo golpe en la cabeza que no supo de dónde le vino. Se encuentra a buen recaudo, atado y amordazado a la espera de lo que quieras hacer con él.

     En aquel momento, me sentí tan feliz que hubiera querido abrazarla.






     Oscura había planeado y ejecutado la primera parte de mi venganza a la perfección. Quise ser el artífice de la segunda, pero acabamos planeándola juntos.

     Fuimos a mi ciudad, donde Oscura y sus amigas dejaron de ser Deep Gothics y yo pasé a convertirme en un oscuro, así nadie podría reconocernos. A estas alturas los S.L.O. habían descubierto los cadáveres, pero aún no sabían quién era el asesino. Lo primero que hicimos fue poner en sus manos las pruebas fotográficas. No podíamos delatarnos, así que usamos un método de envío que era difícil de creer se hubiera usado en algún momento, por lo engorroso que debió resultar: las cartas que un organismo estatal llamado Correos se encargaba de llevar físicamente de puerta en puerta.

     Cuando las sombras cubrieron la ciudad, lancé una carta a las puertas de la central de los S.L.O. Repetí la operación ante la sede de Telesiete, la cadena de audioimagen más sensacionalista de la ciudad. Una vez la noticia llegara a los ciudadanos, resultaría difícil que vieran al asesino como un pobre muchacho con brotes psicóticos transitorios.

     Quedaba la parte más difícil, entregar al asesino. Le habían dejado encerrado en una habitación de un edificio abandonado, atado y amordazado. No sentí lástima por él a pesar del estado lamentable que presentaba y de lo mal que olía. Le metimos en un contenedor de basura al cual adherimos fotos similares a las que habíamos enviado y un cartel que decía: soy el asesino, estoy aquí dentro. Dejamos el cubo en medio de una calle, tras lo cual volvimos a dejar sendas cartas primero en Telesiete y después en el Espacio Central de los S.L.O., que decían dónde podían encontrarlo.






     Telesiete armó tal revuelo con la aparición del presunto asesino de dos inocentes, que tuvieron que mantenerlo preso hasta que se celebrara el juicio por temor a que lo lincharan; y como esa prolongada detención era ilegal, celebraron el juicio a la semana siguiente.

     Esperaba que le juzgara el mismo juez que la vez anterior, pero no tuve suerte. Tampoco la tuve con el abogado que le defendió, le consideró víctima de un complot. Se habían presentado pruebas ilegales y anónimas, se le había secuestrado, maltratado, denigrado y se le había obligado a apretar el gatillo del arma contra su voluntad.

     Temí que le fueran a soltar y que tuviera que conseguir un arma para matarle yo mismo, sin embargo la actuación del abogado que representaba a los asesinados, cambió el panorama: el acusado se había cargado a alguien que no le quiso vender el alcohol que él no podía comprar, y había pruebas de que había asesinado a otras dos personas; el arma había aparecido en su poder y en ella sólo estaban sus huellas, y las balas extraídas de los cuerpos de los asesinados y las del arma coincidían.

     El defensor protestó, alguien le había tendido una trampa, a lo que el acusador alabó la colaboración desinteresada del ciudadano que había permitido detener al asesino múltiple. Terminó su alegato recordando que el aludido se había cargado a quienes le defendieron en el juicio anterior y que si quedaba en libertad, podían echarse a temblar su abogado defensor, su psiquiatra y posiblemente el juez.

     Recordaría el nombre de aquel abogado, que consiguió que el juez condenara al asesino a veinte años de prisión, tras lo cual el aludido se levantó y amenazó con matar a todos los que estábamos en la sala; empezó señalando al juez y después dirigió el dedo indiscriminadamente a unos y a otros. Fue una buena intervención, porque el juez modificó su sentencia: cadena perpetua sin posibilidad de recibir ningún permiso para salir. En ese momento, mi corazón dejó de latir y tuve que palparme el pecho para asegurarme que seguía ahí.






     Había pasado una semana desde que se celebró el Juicio y me sentía fenomenal. Esa tarde acudí a una refreshterraza en los jardines de la ribera. La vegetación crecía vigorosa y despuntaba con colores frescos bajo un cielo plagado de alegres y chillonas golondrinas. Ella llegó puntual y tan oscura como siempre. Habíamos retomado la costumbre de tomar maíces en nuestro rincón del Espacio de Socialización, pero había pedido que nos viéramos en un lugar más alegre que el Centro de Conocimientos Medios y sugerí el lugar al que acudía con mis abuelos, era un lugar muy tranquilo.

     —Hola, ¿qué tal está tu madre? —se sentó frente a mí.

     —Cuando le mostré las noticias de la condena, dijo: bien. Es lo primero que ha pronunciado desde que dejaron libre al asesino. Volverá a ser la que fue. Por cierto, estoy preparando un plan para que el Juez sufra un accidente mortal.

     El refreshman se acercó a la mesa y ella pidió una colaranja, lo mismo que estaba tomando yo.

     —Debemos ayudarnos entre nosotros contra la injusta Justicia —respondió cuando se alejó el refreshman—. Cuenta conmigo.

   —Pero será peligroso —callé, el refreshman volvía con su bebida.

     La dejó sobre la mesa, ella sacó su tarjeta y pagó.

     —No tengo nada que perder, Lorenzo.

     No le había dicho cómo me llamaba, no habíamos llegado a socializar…

     —¿Sabes mi nombre? —yo no se lo había dicho.

     —He hecho mis averiguaciones, llevamos un tiempo socializando y creí que debería saberlo.

     Socializar… era lo que había estado evitando desde que murió mi padre y dejaron libre a su asesino, como diciéndole: puedes seguir haciéndolo, tienes nuestra aprobación. Resultaba que habíamos estado socializando. Ella lo llamaría así, pero sólo habíamos hablado de la injusta Justicia y de cómo podíamos hacer para que me vengara. Lo habíamos conseguido, él lo estaba pagando, encerrado en una prisión de máxima seguridad. Sólo faltaba el Juez, pero le quedaba poco tiempo de vida.

     Di un trago. Oscura. Ni siquiera había intentado averiguar cómo se llamaba. Conocía su voz, pero su rostro y su nombre me eran desconocidos, no consideraba que hubiéramos socializado, pero si ella lo creía así… puede que lo fuera.

     —No… no sé tu nombre…

     —Creí que no me lo ibas a preguntar nunca. Me llamo Luna.

     Luna era su nombre, luna nueva, por supuesto.

     —Luna. Además de tu voz, ahora conozco tu nombre.

     —¿Qué quieres decir? —se llevó el vaso a los labios.

     —Si vinieras con tus amigas Deep Gothics, no sería capaz de distinguirte de ellas, a no ser que hablaras.

     Dejó el vaso sobre la mesa, cogió su mochila y se fue sin decir una palabra. La seguí con la mirada hasta que el edificio de la refreshterraza la ocultó. No debí decirlo, la había ofendido. De pronto me pareció que las ramas de los árboles languidecían y los chillidos de las golondrinas se volvían lastimeros. Eché la cabeza hacia atrás y contemplé su melancólico vuelo.

     No me enteré de su vuelta hasta que escuché la silla hiriendo el terroso suelo. Se sentó. Volvía para reprenderme, y con toda la razón. No volvería a socializar, no se me daba bien y no quería herir a nadie más. Era extraño, no decía nada. Bajé la cabeza y el corazón empezó a latir a toda velocidad. Creí que me había curado cuando el juez condenó al asesino de mi padre.

     El pelo continuaba igual de oscuro, pero el rostro era mucho más pálido. Se había marchado al baño para quitarse parte del maquillaje y su cara azulada resultaba agradable, ¿por qué la ocultaba?

     —No me mires así —parecía avergonzada.

     Cogió su bebida con las dos manos, ocultando su rostro de nuevo. Cuando soltó el vaso estaba vacío. Se levantó y cogió la mochila.

     —¿Nos vamos?

     No me dio tiempo a acabar mi bebida. Agarré mi mochila y corrí tras ella.

     Los tejos que bordeaban el camino habían recobrado su porte elegante, incluso su color era más brillante. De cuando en cuando observaba su rostro, asomando bajo aquel pelo oscurísimo. Tenía unos ojos bonitos… y una graciosa nariz respingona; no lo había sabido hasta ahora. Si habíamos socializado y éramos amigos, debería decírselo.

     Giró la cabeza en el momento en que la observaba. Rió con ganas, los labios curvados, dejando asomar una tira de dientes blancos.

     —¿Te vas a pasarla tarde mirándome?

     —Es una tarde preciosa, pero tu cara es lo más bonito que he visto hoy.
     —Será la cara que vea el juez antes de sufrir ese accidente. Cuéntame cómo lo vamos a hacer...

lunes, 19 de febrero de 2018

Oscura Justicia. 1ª parte.



OSCURA JUSTICIA



     Hubiera querido permanecer en el Espacio de Adquisición de Conocimiento, pero los Transmisores del mismo estaban empeñados en que saliera a socializar, así que no me quedó más remedio que salir al lugar por el cual tendían a expandirse los Receptores de Conocimiento cual insignificantes partículas pertenecientes al Universo conocido. El Espacio de Socialización se encontraba situado entre los dos edificios paralelos de Adquisición de Conocimiento, el masculino y el femenino, unidos por el bloque de las dependencias de los Transmisores de Conocimiento.

     No estaba a gusto en el Espacio de Socialización, porque sus ocupantes hablaban demasiado alto, gritaban sin necesidad y correteaban como niños pequeños.  Por suerte, el Espacio se prolongaba en forma de estrecho pasillo por detrás de los edificios de Adquisición de Conocimiento, y como no estaba bien visto permanecer en los rincones, nadie iba por allí. Esquivé a un grupo de alborotados adolescentes y me dirigí a la trasera del edificio femenino. Había un bulto oscuro ocupando el asiento de hormigón junto a la valla. No tenía ganas de socializar, así que di media vuelta.

     —Hay suficiente espacio para dos personas —sonó una voz femenina, a mi espalda—. No te molestaré —me volví. Iba envuelta en una gabardina oscura y todo en ella era oscuro: la ropa, el rostro, las manos… estaba teñida de oscuridad—. Quédatelo para ti —se levantó. Debió ver la cara de fastidio que puse al verla.

     —Hay sitio para los dos —ella había llegado primero y no tenía por qué marcharse—, no te molestaré.

     Dudó unos instantes antes de volver a sentarse. Me dirigí al otro banco, situado un poco más lejos y paralelo al suyo. Evité mirarla, ceñí mi campo de visión a la valla de malla estrecha que comenzaba a oxidarse, material antiguo, como todo en este Espacio; detrás estaban los enormes sauces de la ribera, cuyas ramas caían apesadumbradas sobre una corriente de agua que intentaba llevárselas. ¿También a ella le permitían que no socializara? A mí aún me lo consentían, el sociólogo conocía mi informe.






     El lugar estaba limpio, pero habían permitido que crecieran unos hierbajos enfermizos pegados al edificio femenino; vegetales que ni siquiera eran dignos de ser clasificados en Conocimiento Botánico, por eso nadie se fijaba en ellos, ni siquiera para arrancarlos de allí. No había nadie y aún así, evité el asiento que ocupó la chica oscura.

     Habían pasado tantas cosas desde que sucedió aquello… Había cambiado de ciudad y desde entonces vivía con mis abuelos. Se habían vuelto demasiado cariñosos conmigo: tantos abrazos y besos cuando salía y cuando volvía a su casa. Estaban demasiado pendientes de mí y aún así debía estarles agradecido por darme cobijo mientras mi madre permaneciera ingresada en el Espacio para la Salud. Temía que cuando ella volviera, continuaríamos viviendo con los abuelos.

     Llegó silenciosa, como un fantasma, y ocupó su banco. La chica envuelta en oscuridad sacó una bolsa marrón de su mochila, la rasgó y comenzó a comer algo crujiente. No quería socializar y esperaba que ella tampoco. Me volví hacia los sauces apesadumbrados, que me recordaron que había vuelto a tener el sueño. Esta vez el lugar se parecía a la ribera que había al otro lado de la valla, una hilera de árboles, y yo estaba delante de uno de ellos cuando me disparó; la bala me clavó al tronco y el asesino se reía.

     Esta vez no pensaba contárselo al psicólogo ni al sociólogo de este Espacio de Adquisición de Conocimiento, quería que me dejaran en paz. Estudiar al menos me hacía dejar de pensar en ello y las asignaturas más difíciles eran las mejores para conseguirlo. Debería traerme un libro al Espacio de Socialización, pero si el dron de vigilancia lo detectaba, seguro que lo desaprobaban y tendría multitud de sesiones con el sociólogo y después con el psicólogo.

     La chica oscura acababa de levantarse, se acercaba con la bolsa de crujientes en la mano. No le tenía miedo, pero no quería socializar. Dejó la bolsa marrón sobre el banco y se volvió a su asiento. Esta vez la miré: sus ojos, al igual que las cejas o la boca desaparecían bajo un maquillaje azul oscurísimo que no dejaba adivinar el color de su piel.

     —No quiero más, cómetelos si quieres —dijo su boca oscura.

     Miré la bolsa. Tenía curiosidad por saber qué era aquello que crujía de manera tan extraña. La alcancé, metí la mano, cogí una bola y la llevé a la boca; parecía maíz pero sabía a colaranja, estaba bueno. No le di las gracias por no socializar.






     Allí estaba Oscura, inmóvil cual estatua hallada en una triste noche sin luna; no tan quieta como parecía, el movimiento de su mano pasaba desapercibido en medio de tanta oscuridad, pero entraba en la bolsa marrón y salía con una de esas sabrosas bolas claras en dirección a su boca. Había otra bolsa en mi banco. Me senté de cara a los sauces de hombros caídos que arrojaban sus lágrimas al río, engrosando la abundante corriente y no le di las gracias; no tenía por qué socializar con ella, para mí era la escultura oscura de una fría noche sin luna. Podía pensar en cualquier cosa y olvidar que ella estaba allí; como el sonido de la corriente, semejante a miles de piezas de vidrio entrechocando sin parar… perturbado por el crujido de los maíces en su boca. Mi estómago sintió hambre. Cogí la bolsa, la abrí y me llevé un par de aquellas cosas redondas a la boca. No tenían mal sabor.

     —Hibisco-kiwi —la voz me llegó de la invisible boca de Oscura, como si hubiera adivinado mi pensamiento—. Me sorprende que te permitan aislarte. ¿Tan gordo es lo que has hecho?

     Iba a decirle que se metiera en sus asuntos, pero percibí la presencia del dron y me volví hacia el lado que daba al Espacio de Estacionamiento. No quería que pensaran que había empezado a socializar con ella, porque entonces no me permitirían estar solo. Bastante tenía que aguantar en el Espacio de Adquisición de Conocimiento, donde estirando el brazo en cualquier dirección alcanzaría a un compañero. Ese pensamiento me trajo el recuerdo de mi madre, cuando fui a verla el sábado me cogió la mano, pero seguía sin hablar.

     —A mí me lo toleran porque podría protagonizar episodios violentos, por eso no insisten —continuó hablando aunque yo no le hubiera respondido—; además socializo fuera de aquí, tengo amigas.

     Era violenta y le estaba dando la espalda. Por si acaso, me volví hacia los sauces apesadumbrados. Recordé lo que sucedió y dejé de masticar las bolas crujientes. Ella continuó haciéndolo, audible sobre el rumor del agua, que se arrastraba a su pesar.

     —No me temas, no soy violenta.

     Se estaba contradiciendo.






     Agradecí que no hubiera vuelto a venir. El río continuaba arrastrándose, con ese sonido similar al de miles de cristalitos deslizándose apretados, hiriéndose de continuo en el transcurso de su viaje hacia el mar; una vez allí, el escozor de la sal entrando en sus heridas acabaría matándolos. Escuché sus pasos. Era Oscura y por encima de ella, se deslizaba el dron. Cerré los ojos y volví la cabeza hacia los sauces. No iba a socializar y menos en presencia de un espía.

     Escuché sus pasos, por encima del cliqueteo de los cristalitos en el agua y el de los Receptores de Conocimiento expandiéndose por el Espacio de Socialización en una burda imitación del Universo. Oscura se acercaba demasiado, esperaba que no fuera violenta. Llegó el crujido de una bolsa marrón depositada en el banco a mi derecha y sus pasos se alejaron. Al abrir los ojos encontré la bolsa, la abrí y me llevé un par de bolas a la boca, sabían a colaranja. Me gustaría saber qué hechos violentos había protagonizado, para estar prevenido.

     —Dijiste que no eras violenta —hablé del modo más impersonal que pude, no quería darle a entender que intentaba socializar.

     Ella se llevó una bola a la boca y la masticó con energía. Su cara era una máscara de color azul oscuro y era imposible adivinar si la había molestado.

     —Fui la víctima. No pude reconocerle, pero después del suceso… Había un chico que, cuando se cruzaba conmigo, parecía que se reía de mí; tenía que saber lo que me había pasado, así que se lo dije a la psicóloga y ésta a los Servidores de la Ley y el Orden… Resultó que había sido él.

     Al tiempo que una bola desaparecía en la oscuridad de su rostro, eché otra a mi boca. Acababa de invadirme una tristeza similar a la de los sauces que había al otro lado de la verja, a la de la corriente que avanzaba hacia su trágico final. No había llegado a decir lo que ocurrió, no hacía falta, había sido víctima de un ser despreciable.

     —Lo siento. Tipos como ese no merecen vivir —no quería socializar, pero la entendía.

     A las buenas personas nos caían todas las desgracias y pagábamos los desmanes de las malas. Así era como funcionaba el mundo. Ninguno de los dos había vuelto a comer un solo maíz, estábamos al mismo lado, el de las víctimas, porque ella era una buena persona y no era violenta; estaba seguro de ello.

     —Ya pasó —dijo al cabo de un rato, cogiendo un maíz que no acabó de llevar a su boca y quedo prendido entre sus oscuros dedos tintados de azul oscuro a la altura del hombro derecho—. Es él quien lo siente, lo sentirá el resto de su asquerosa vida —en ese momento, el maíz desapareció en la oscuridad de su rostro.

     —Has tenido suerte de que lo condenaran —la boca se me hizo agua y eché un par de maíces que empecé a masticar con deleite.

     —No le condenaron. El psicólogo alegó enajenación mental transitoria debido a los cambios hormonales que sufre el organismo durante la adolescencia. Sugirieron un cambio de entorno para mí. Desde entonces, vivo en esta deprimente ciudad con mi tía.

     —Deberían haberle alejado a él.

     —Lo pasé realmente mal —la máscara de su rostro no dejaba traslucir sus emociones—, hasta que volví a mi ciudad y fui a verle; entonces sí que le provoqué y el cuchillo hizo el resto —se metió una bola en la boca como si tal cosa y yo apreté las piernas, eso debía doler como si te atravesara un meteorito a la velocidad de la luz—. Lo recordará el resto de su vida y yo, desde entonces, me siento bien.

     —¿No te condenaron? —salió de mi boca, llena de sabor a colaranja. Lo que había hecho era terrible, pero la Justicia no había actuado; tuvo que hacerlo ella.

     — Mis padres no hubieran podido pagarlo, pero a mi tía le va muy bien; así que tuve un buen abogado y una psicóloga aún mejor. Ella planteó que al igual que otros adolescentes, había padecido una enajenación mental transitoria, agravada por lo que me había sucedido; él citó el caso de mi agresor y no lograron rebatirle.

     Qué fácil parecía vengarse del agresor y combatir a la injusticia de la Justicia con sus mismas armas. Tal vez mi madre hubiera podido… No en sus condiciones, se había enajenado. De repente sentí la necesidad de contar lo que sucedió.

     —Vine a vivir a esta deprimente ciudad tras la muerte de mi padre. Trabajaba en una alcoholshop, hasta el día en que entró un adolescente que agarró una botella de whiskín y la llevó a la caja. Mi padre la cogió y dijo que no podía vendérsela a un menor. Al día siguiente, volvió y repitió la operación. Mi padre no tuvo tiempo de coger la botella, el desgraciado sacó una pistola de la mochila y le dio un tiro en la cabeza; después cogió la botella y se la llevó.

     No la miré en ningún momento, pero resultó curioso que no me hubiera importado contarle la historia a una desconocida. Mi ojo izquierdo se había humedecido por culpa de la brisa que soplaba desde el río.

     —El psicólogo dijo que el chico había tenido un brote psicótico transitorio, y que no necesitaba tratamiento. El juez añadió que no se le podía imputar porque era menor, pero los padres tampoco fueron considerados responsables de la conducta de su hijo menor de edad; como si nadie tuviera la culpa, pero mi padre… —dejé de hablar en cuanto apareció el dron. No quería que creyera que estaba socializando. Me volví y aproveché para eliminar todo rastro de humedad de los ojos.

     —Ya se ha ido —susurró al poco tiempo—. ¿Murió?

     —Sí. Murió, y al poco tiempo mi madre cayó en una depresión. Empeoró al enterarse de que el asesino quedaba impune —más allá de la verja y de la ribera, la corriente transportaba un viejo tronco que no descansaría en el lugar que le vio nacer—. Voy todos los sábados a la Residencia para Mentes Quebradas y Dispersas, ella me reconoce, pero sigue sin hablar; puede que haya olvidado cómo se hace.

     Sonó el toque de guitarra alitrónica que marcaba el final del Periodo de Socialización. Me levanté.

     —Hasta mañana.

     ¿Por qué dije eso si no quería socializar?






     El sábado vi a mi madre. Estar con ella suponía pasar demasiado tiempo dándole vueltas a la cabeza, acababa pensando en el asesinato de mi padre y en las frecuentes pesadillas en las que era yo el asesinado; siempre acababan igual, con un insoportable dolor de cabeza, en el lugar donde la bala se había incrustado y las carcajadas del asesino. Salí de la Residencia más triste de lo que había llegado.

     El domingo fue aún peor, aunque dedicara unas horas al estudio no podía evitar que mis abuelos se empeñaran en que viéramos juntos una de esas tontas películas antiguas y que después saliéramos a pasear a la ribera de los árboles tristes. Era como si mi vida actual girara en torno a este río. En algún momento había llegado a pensar que podría dejarme llevar por la corriente, como aquel tronco, y desaparecer en las aguas salobres. El problema era que mi madre no tendría a quién agarrar la mano los sábados, me echaría de menos y empeoraría. Sería una tontería dejarme llevar por las aguas.

     Por fin era lunes y durante la última hora había disfrutado resolviendo el complicado problema de Trazados Tecnológicos en el Espacio Bidimensional, pero los Transmisores de Conocimiento seguían empeñados en evitar que me quedara en el Espacio de Adquisición de Conocimiento. Bajé al Espacio de Socialización. Doblé la esquina del edificio femenino y allí estaba Oscura en su banco. Me dirigí al duro asiento de hormigón que ocupaba cada mañana de lunes a viernes y escuché su voz antes de llegar a sentarme.

     —¿Qué tal tu madre? —su mano derecha avanzó hacia mí, sosteniendo la bolsa marrón.

     —Casi sonrió al escuchar el gorjeo del pájaro que se posó en la ventana. Aparte de eso, lo único que hizo fue agarrarme la mano al llegar y al marcharme, como siempre —avancé hacia ella, cogí la bolsa y fui a mi banco a sentarme, mirando hacia la ribera.

     Como siempre. Siempre igual. Repetíamos los mismos actos a las mismas horas. La vida era tan aburrida como el discurrir del río.

     —Tal vez mejoraría si el asesino muriera —abrió su bolsa de maíces y se metió varias bolas en la boca.

     —No creo que mi madre vuelva a ser la de antes porque el asesino deje este mundo debido a un coma etílico. Sería necesario que se hiciera justicia.

     —Es a lo que me refería, a hacer con él lo que él hizo con tu padre —hizo desaparecer más bolas a su boca.

     Eso no era lo de siempre, era una novedad, un cambio apetecible… y deseable. Debería ser un cambio obligatorio. En el juicio, tras el veredicto, intenté proyectar mi pensamiento sobre el asesino para hacerle caer muerto; sabía que era imposible que fuera a suceder, pero aún así lo intenté. Ahora no pensaba igual, quería que sufriera, que su muerte fuera lenta.

     —Me gustaría que sufriera el mayor tiempo posible —un sufrimiento que se repitiera cada día, una monotonía malsana que le hiciera desear acabar con su vida, pero no pudiera hacerlo.

     En la boca de Oscura desaparecieron otras pocas bolas. Iba a engordar como siguiera así.

     —Sí… es mejor que recuerden el resto de su asquerosa vida. Te ayudaré a vengarte.






     No había vuelto a confiar en nadie desde el suceso y no sabía por qué se lo había contado a Oscura. Tal vez fuera porque ella también había sufrido, porque era una marginada que no socializaba, como yo. Por otro lado me sorprendía que hubiera sido capaz de hacer lo que hizo, vengarse evitando que su agresor pudiera volver a agredir a otras víctimas. Oscura tuvo valor, había hecho lo que la Justicia debió hacer.

     Después de la última conversación que tuvimos, me había hecho ilusiones, pero un tiro era algo demasiado rápido, el asesino no sufriría por lo que hizo. No sabía cómo vengarme y había empezado a sentirme tan desdichado como los sauces que abandonaban sus brazos a la corriente que intentaba arrastrarlos consigo.

     La llegada de Oscura hizo que mi corazón empezara a latir deprisa. Menuda tontería, no era mi amiga y no la echaba de menos, pero había dicho que me ayudaría a vengarme. Saqué las bolsas de maíz con sabor a colaranja que había comprado y le di una antes de que se sentara. La abrió y echó un maíz en su boca.

     —Necesitamos saber quiénes son el abogado y el psicólogo que defendieron al asesino de tu padre.  






     Su silueta oscura se recortaba sobre el banco pálido. Mi corazón golpeó con fuerza, como el día anterior; debía haber contraído algún tipo de arritmia.

     —Lo tengo —eché mano al bolsillo de la cazadora al llegar a su altura.

     —¡El dron!

     No necesitó decir más, continué hasta mi banco y me senté, buscando las ramas deprimidas del sauce más cercano. ¿Qué clase de dolor les había abatido de ese modo? Imaginé que al morir caerían vencidos por la corriente que los arrastraría hacia las aguas saladas, así había sido el último sueño: estaba delante del sauce y el asesino en la orilla opuesta. Disparó, vi llegar la bala, no intenté evitarla y se incrustó en la frente. Esta vez no quedé clavado al tronco, caí al agua y me arrastró la corriente. Escuché sus carcajadas, como siempre.

     —Se ha ido —por un momento creí que hablaba el asesino.

     Debía darle el papel y no quería que lo viera nadie. Abrí la mochila y saqué las dos bolsas de maíces con sabor a guyuba. Saqué disimuladamente la hoja de papel del bolsillo y la puse tras la bolsa que le llevé.

     —Agárralo bien, no se caiga —en cuanto lo cogió volví a mi asiento, a enfrentarme a las ramas del sauce volcadas sobre la corriente, pero no pude evitar girarme hacia ella. Oculto tras la bolsa, había desplegado el papel.

     —Nombres y direcciones del abogado, el psicólogo… y el asesino —dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo interior de la gabardina—, has hecho un buen trabajo.

    —Pasé toda la tarde sumergido en la red. ¿Qué hacemos ahora? —el corazón volvió a golpear con fuerza. Me sentía como si estuviera haciendo algo ilegal, aunque en realidad iba a intentar arreglar lo que la Justicia no quiso arreglar.

     Ella abrió la bolsa de maíz y cogió una bola de color aceitunado. Dio un pequeño mordisco y sus dientes aportaron algo de claridad a su ausente rostro perdido en la oscuridad.

     —Habrá que seguirles para descubrir sus movimientos habituales. ¿Estuviste en el juicio?

     —Sí —la pregunta me sorprendió.

     —Cabe la posibilidad de que se acuerden de ti —tomó otra bola—. Será mejor que lo haga yo.

     La vida iba a dejar de ser monótona.