lunes, 24 de octubre de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 27.



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Últimas noticias

LA GACETA DE SALAMANCA                         Domingo 27 de Abril de 2008

El MISTERIO DE TURÉGANO
     La villa segoviana de Turégano, antes conocida por su famoso castillo iglesia, es noticia de actualidad, debido a los extraños sucesos que allí han tenido lugar.
     Todo empezó en el mes de diciembre, al desplomarse una casa, era muy vieja y estaba abandonada, así que nadie le dio la menor importancia. A los pocos días cayó la casa colindante y esta vez hubo que lamentar dos heridos.
     Los sucesos habrían quedado olvidados, si no fuera porque a finales de enero se desplomó la tercera casa. Al día siguiente fue el ayuntamiento y a partir de ese momento, no hubo día en que no se viniera abajo algún edificio. Fueron dieciséis los heridos y dos los muertos que hubo que lamentar. Los vecinos de la villa, atemorizados, empezaron a abandonar sus casas.
     Ante la avalancha de desgracias, que ya no podían ser consideradas casuales, el gobierno tomó cartas en el asunto. Lo primero que hizo fue mandar construir una barriada de casas prefabricadas a un par de kilómetros de la villa. Lo segundo fue mandar a los técnicos a la zona para tratar de averiguar la causa del desastre. Arquitectos, geólogos e ingenieros fueron incapaces de dar una explicación coherente.
     El castillo se alza al norte de la población, en una elevación de la meseta. A finales de febrero, el terreno empezó a hundirse a su alrededor y quedó aislado. A ese hundimiento siguieron otros, en los que desaparecieron casas enteras y el pueblo se convirtió en un montón de ruinas.
     Los geólogos hablaron entonces del fenómeno cárstico. Al parecer, las aguas subterráneas habrían disuelto el terreno, dando lugar a la formación de galerías y cuevas. Debido a su gran tamaño y lo cerca de la superficie que debían hallarse, llegó un momento en que el peso que debían soportar hizo que su techo se colapsara, dando lugar a la que en geología se conoce con el nombre de dolinas. Los estudios y mediciones efectuadas hasta ahora, todavía no han arrojado resultados sobre la veracidad de dicha hipótesis.
     A partir de ese momento, la gente empezó a abandonar la nueva barriada, pues temían que el suceso siguiera extendiéndose. Hablaban de la maldición del castillo. Videntes, ocultistas, ufólogos y charlatanes de toda índole visitaban las inmediaciones de Turégano y daban todo tipo de explicaciones disparatadas. Entre todas ellas, hubo una que empezó a cobrar fuerza, la de un vecino del pueblo, uno de los pocos que continúan alojados en las casas prefabricadas, Eufrasio Porras. Él mismo nos lo contó:
     —Es “la maldición del dragón”. Mi abuela Atanasia la vivió en primera persona. Un buen día llegó del sur uno que se decía pintor y se dedicó a hacer dibujos por el pueblo. En uno de ellos, colocó un dragón sobre el castillo. En realidad, se dedicaba a las artes oscuras. Unos días después apareció una hechicera, llegada de las tierras del oeste. Dicen que era muy hermosa. Una noche unieron sus poderes a las puertas del castillo y delante de su misma iglesia, realizaron un conjuro que hizo surgir de las entrañas de la tierra al mismísimo Satanás en forma de un dragón negro como la noche. Mi abuela sufrió el ataque de la bestia, que aterrizó en su tejado y lo destrozó. Aterrorizada, se encomendó a San Miguel Arcángel, que acudió en su ayuda y tras titánica lucha con el dragón logró vencerlo.
     No hubo más hundimientos, todo parecía calmado, y entonces empezó a manar agua; fue a finales de Marzo y siguió brotando agua durante casi un mes. Las ruinas del pueblo quedaron anegadas, aunque aún asomaban restos de muros que se resistían a caer. El castillo quedó en una isla, en medio de una inmensa laguna. Algunos hablaban de la inminente aparición del dragón negro, mientras otros creaban nuevas leyendas; incluso oímos nombrar al monstruo del lago Ness.
     La noche del veinte de abril, tuvo lugar el último suceso conocido de ese lugar caído en desgracia. Según los pocos vecinos que quedaban en las casas prefabricadas, hubo tormenta y fuertes temblores de tierra. Los sismógrafos no detectaron ninguna anomalía aquella noche y sin embargo, a la mañana siguiente, el famoso castillo-iglesia de Turégano se había colapsado; sólo quedo en pie una torre solitaria emplazada en una pequeña isla en el centro de un lago.
     Triste final el de ese pueblo. Los últimos vecinos se han apresurado a abandonar la zona.                                                                                                            



     Dejó el periódico sobre la mesa que había junto a la butaca y echó la cabeza hacia atrás. La volvió lentamente hacia la izquierda y detuvo la mirada en el cuadro más grande de cuantos había en aquella pared: el dragón alzando el vuelo desde una de las torres del castillo de Turégano. Su pobre abuelo convertido en maligno hechicero.
     Turégano, el pueblo donde se conocieron sus abuelos. Nunca había ido allí, pero lo conocía por la colección de cuadros de su abuelo que había en el Museo de Salamanca. El viaje al castillo, ocho óleos en los que aparecía su abuela camino de la fortaleza. Tenía imaginación, la tenían los dos, porque la historia la fraguó su abuela.
     Su abuelo alcanzó fama de excéntrico cuando se supo que por ahí circulaban un montón de pinturas suyas con dragones. Y su abuela había escrito una novela. Era buena, aunque se empeñara en decir que era un diario. Lo mejor de todo era que parecía un auténtico libro medieval. Aquellas tapas de terciopelo y bronce, el papel de pergamino y la cuidada caligrafía marrón daban el pego. Pero de ahí a involucrarlos en las artes de la nigromancia…
     Se levantó de la butaca y fue a por la carpeta de dibujos de castillos de su abuelo. Volvió con ellos, colocó la vieja carpeta sobre la mesa y la abrió. Fue pasando con calma los dibujos, algunos eran bocetos rápidos, pero otros estaban muy trabajados. El Alcázar de Segovia, el de Turégano y otros que no conocía, seguro que inventados. Volvió para atrás y empezó a ver de nuevo los inventados. Nunca se había dado cuenta, pero eran deformaciones de los otros dos y en algunos de ellos aparecían criaturas extrañas, suponía que dragones. Pasó al siguiente y le dio una punzada en el estómago.
     Se echó hacia atrás en la butaca y respiró con calma antes de atreverse a continuar mirando los dibujos. Se levantó y dio una vuelta por la habitación. Volvió al sitio y siguió pasando hojas. Fue sacando algunos dibujos, los extendió sobre la mesa y luego los ordenó.
     Era como si su abuelo supiera lo que iba a pasar. Allí estaba el castillo entero, el castillo deformado o como ahora creía, en diferentes estadios de ruina. Luego venía la solitaria torre gótica, de ésta había dos versiones. En la primera, se encontraba en medio de la pradera y había un bosque oscuro al fondo. En la segunda, estaba en medio de un lago y un camino se adentraba en el agua hasta la torre, y había una persona en la orilla. ¿Su abuela? Posiblemente. Y el último dibujo…
     En ese último dibujo que aún no comprendía estaba la clave. Salió corriendo y fue a buscar la novela de su abuela. Era una joya y sus padres la guardaban a buen recaudo. Al poco volvió con ella y se sentó en la butaca. Necesitaba refrescar su memoria, hacía mucho tiempo que la había leído. 
     Fueron horas, en las que no fue capaz de moverse del sitio. El libro reposaba abierto en su regazo. Su mirada, posada en el cuadro del dragón alzando el vuelo, se perdía en el infinito. Cerró los ojos, inspiró y volvió a abrirlos. Cerró el libro con parsimonia y levantándose, lo depositó suavemente sobre el asiento.
     Fue hasta su dormitorio a consultar el calendario. El castillo se hundió el veinte y ese día hubo luna llena. El último dibujo de su abuelo representaba el Templo en la isla. Y su abuela tenía razón. La torre caería, dejando la entrada del Templo al descubierto. Y él sabía la fecha: el 20 de Mayo, día de luna llena.


lunes, 17 de octubre de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 26.



26
El misterio del castillo

     La luna despuntaba en el horizonte cuando empezaron a subir hacia el castillo. Llegaron hasta la puerta, que seguiría cerrada hasta la festividad de San Miguel. De todos modos, ya no tenía ningún interés para ellos. Siguieron caminando y fueron a sentarse junto a los restos de la muralla exterior, frente a la torre de la biblioteca. Allí tuvo lugar su mágico encuentro, la víspera del día en que su unión fue bendecida por la Diosa. De eso hacía quince lunas llenas. Y allí estaba la entrada del Templo, al que acudían todas las lunas. A veces lo hacían a través de sus sueños y en muchas de esas ocasiones, entraba a la biblioteca para leer.
     El primer libro que leyó fue “El misterio del Castillo”. Le tenía intrigada desde que soñó con él. La historia no le era desconocida, pues María se la había resumido en imágenes en su primera visita al Templo. Y un día Alejandro la sorprendió regalándole una copia casi exacta. La cubierta de terciopelo granate oscurísimo con los cantos rematados en bronce y el título caligrafiado en el mismo metal. En el interior, las hojas de pergamino estaban vacías; como dijo Alejandro, esperando que ella transcribiera su diario. Las aventuras de Alejandro y Elena, ocultas bajo el título “El misterio del Castillo”; y el misterio del castillo era que ocultaba el Templo de la Diosa; y gracias a Ella se habían conocido.
     La luna asomó sobre la torre, un enorme círculo de luz anaranjada que derramó su reflejo sobre las viejas piedras. En la base de la torre, entre los resquicios de las piedras, asomó el incipiente fulgor turquesa. Volvió su cara hacia Alejandro y se besaron.
     Hacía quince lunas se adentraron en la penumbra azulada del Templo. Allí conocieron a la Diosa y aquel día, se prometieron amor eterno. Ella bendijo su unión. Desde entonces, llevaba el colgante que representaba a la Naturaleza. Lo cogió entre sus dedos y lo levantó hasta colocarlo ante el anaranjado círculo lunar y en ese momento refulgió. 
     Nunca les hubieran dejado vivir juntos sin unirse en matrimonio por el rito católico. Acudieron al Templo a pedirle consejo a la Diosa. Ella no concedió la menor importancia a la celebración de un segundo rito, a sus ojos ya estaban unidos. Yo estaré con vosotros, les dijo. Y así fue. Alejandro volvió a besarla.
     Dos lunas más tarde, entró en la iglesia de San Clemente del brazo de su padre, donde la aguardaba Alejandro. Hubieran debido celebrar los esponsales en su pueblo, pero allí estaba el párroco que quería confesarla porque les había visto besándose. Acudió vestida con la túnica azul celeste pálido que María le dejó gustosa. Alejandro no pudo hacerse con un traje de ese color, pero se pintó los botones de la chaqueta. Por segunda vez, se prometieron amor eterno y la Diosa volvió a estar presente.
     Les gustaba subir allí y quedarse viendo los fulgores turquesas que surgían al anochecer. Algún día, el Templo volvería a ser visible a los ojos de todos.



     Para ellos era un día muy especial. Hacía quince lunas que recibieron la bendición de la Diosa, aunque eso no lo supiera casi nadie. Y para el resto, hacía trece lunas o un año que se habían casado en Segovia. Y lo celebraban en Turégano, porque allí se conocieron y porque allí estaba el Templo de la Diosa de la Naturaleza; e invitaron a su familia y a los amigos más allegados.
     Se acercaba la hora. Las mujeres se arremolinaron en la cocina y empezaron a traer platos, cubiertos, jarras y a ultimar los preparativos de la comida. No se enteró de mucho, porque no la dejaron hacer nada y se quedó de espectadora. Casi todos los hombres se fueron a la calle a liarse unos cigarrillos, no fueran a pedirles ayuda.
     Alejandro charlaba con su tío y no salieron. Sus miradas se cruzaron y él sonrió. No les hacía falta más que una mirada para entenderse. Él decía que ella era su talismán, que le había traído suerte, y al juzgar por cómo le iban las cosas, así era.
     Habitualmente exponía sus cuadros en el escaparate de la droguería y los acababa vendiendo. El éxito le sonreía y tuvo que empezar a rechazar encargos porque no daba abasto. Su fama había traspasado las fronteras segovianas gracias a las buenas artes de su tío, una especie de mecenas para él: vendió un par de cuadros en Madrid y le habían encargado un retrato. Además, había acabado la última pintura de la serie de su viaje al castillo, una de las muchas cosas a celebrar ese día. Ya estaban todos colgados en casa y eran una maravilla. Había tardado en concluirlos, pero es que por medio le había tocado pintar algún castillo más, como el que se escondía bajo la tela, pero no iba a adelantar acontecimientos.
     —Todo el mundo a comer —dijo Vicenta canturreando.
     Doña Adela salió a la calle para avisar a los hombres y regresó.
     —Mírala, cómo los encandila —dijo Vicenta, divertida al ver cómo la seguían.
     —Será el olor de la comida —contestó doña Adela, toda colorada.
     —Yo vengo por ella —dijo su marido y todos rompieron a reír, mientras ella se encendía más aún.
     Sólo había cambiado el escenario. Al igual que hace trece lunas, estaban todos juntos otra vez. Sentados en las mesitas arrejuntadas del mesón, en un día cerrado a los parroquianos habituales. En una de las paredes, oculto bajo una tela, colgaba el último cuadro de Alejandro. Y antes de que comenzara el banquete, León le hizo acercarse hasta allí.
     —Hace ya bastante tiempo que conozco a Alejandro y somos buenos amigos. Cuando nos conocimos, le hice un encargo del que quedé muy satisfecho. Miradlo, ahí está —señaló la acuarela—. Hoy vamos a descubrir el nuevo encargo, en el que algo tuvo que ver la Atanasia, una vecina muy fantasiosa de esta villa, que fue la que me inspiró lo que he pedido a Alejandro que me pinte.
     —Venga, León, no te hagas de rogar —dijo María.
     Alejandro tiró de la tela, dejando la pintura al descubierto. Surgieron exclamaciones de admiración. León se alejó para verlo bien y se quedó muy quieto, y lo que era inhabitual en él, callado.
     Era el castillo al atardecer. En primer término y un poco escoradas, se veían las torres con el balcón. Tras ellas se elevaba una espadaña altísima que poco tenía que ver con la realidad. Y sobre ella, la magnífica figura del dragón blanco, volviendo la cabeza hacia la puesta de sol; o hacia el Templo, según se mirase. Lo que León no sospechaba, era que el culpable de las habladurías de dragones había sido Alejandro y que ese era el dragón de sus sueños.
     El castillo fantástico gustó mucho, especialmente a León, que una vez recuperada el habla, corrió a abrazar a Alejandro. Y hablando de dragones dio comienzo la comida.   La bebida era de la bodega de León, pero tenía sorpresa. María lo había especiado. Su madre y Vicenta se encargaron de llenar las jarras. Cuando empezaron a probarlo, hubo un murmullo de aprobación y los que no lo habían hecho aún, no tardaron en hacerlo y asentir.
     Se acabó el primer plato y todos andaban muy animados, dispuestos a brindar y lo que hiciera falta. Menos mal que ellas estaban al quite. Hubo revuelo de mujeres hacia la cocina. Llegó el cordero y en cuanto las bocas estuvieron ocupadas, volvió la tranquilidad a la mesa. Se alegraba de haber hecho la segunda celebración. Mira qué contentos estaban todos, mientras el dragón les miraba de reojo.
     Le resultaba curioso cómo se habían sentado, como si hubiera sido algo premeditado y no fruto de la casualidad. A su izquierda tenía a sus padres, charlando sin descanso con los de Alejandro, que estaban sentados enfrente. Sus padres, habían acogido a Alejandro como a un hijo. Él se sentía muy a gusto cuando iban a su pueblo, cosa que hacían con asiduidad. Paseaban por su bosque en invierno y verano, con nieve, lluvia o calor. Y los padres de Alejandro, estaban encantados de que fueran a Madrid. A ella le gustaba con locura. Sus visitas al Prado, a la Biblioteca Nacional y a las librerías de las que nunca salía de vacío.
     A su lado, cómo no, estaba Alejandro; charlando de arquitectura con su tío, que estaba sentado frente a ellos con su mujer, Berta. A continuación de Alejandro estaban Vicenta y Enrique. Vicenta se había convertido en su mejor amiga. Y frente a ellos, León, María, y su niña. León se había serenado un poco desde que le conociera. Quizás el ser padre, o el haber descubierto el secreto de María. Era imposible que no hubiera acabado atando hilos, pero al parecer, María tuvo que darle el último empujón. Y la niña era encantadora.
     Más allá de Enrique, estaban Adela y Felipe. Y enfrente su hija Irene, charlando animadamente con Anselmo. Anselmo, al final se había atrevido a ir a verle y le dio las gracias por el libro que le regaló y por supuesto leyó. En el fondo era buena persona.
     Irene quería estudiar en la escuela de Bellas Artes cuando acabara el bachillerato. Un día fue a preguntarle a Alejandro si estaría dispuesto a darle clases para preparar su examen de ingreso. Ahora que vivían en una casa de alquiler y Alejandro disponía de más sitio para su estudio, podía permitirse tener una aprendiza.
     Anselmo e Irene. Hacían buena pareja. Todo comenzó en su boda. Ahora, al parecer, él iba a conseguir una plaza de maestro en un colegio de Segovia y entonces se casarían. Se habían hecho muy buenos amigos, y muchas tardes del sábado o el domingo salían a pasear con ellos.
     La luz menguó y muchas fueron las cabezas que se volvieron hacia la ventana. Las nubes habían ocultado el sol. Estaban todos muy animados y siguieron comiendo, hablando y bebiendo sin concederle la menor importancia. El vino corría a raudales, y es que estaba tan rico, que entraba de maravilla. A ella se le estaba subiendo, porque   veía más luz y era turquesa. Miró hacia la ventana, pero las nubes seguían allí. La mente le jugaba malas pasadas. No bebería más. Hasta le parecía oír flotar música en la sala. Entonces vio a Fernando, señalando hacia el exterior. Así que no era ella sola. Estupefacta, miró a María que acababa de dejar a su criatura en el canasto y se sonrió.
     La melodía animó a los comensales, que se levantaron de la mesa para bailar, al son de la flauta y el tambor, hundiendo los pies en la hierba profunda. Encadenaron un baile tras otro, una canción tras otra, bailaron en parejas y bailaron en corros. Cantaron canciones de amor y cantaron tonadas alegres, bajo un cielo verde turquesa. Mientras, en la isla, la Diosa se había asomado a la puerta del Templo y sonreía al verles tan felices. La saludaron y continuaron bailando hasta el atardecer, hasta que sus pies fatigados les obligaron a descansar y entonces se sentaron.
     Sorprendida, miró las caras de los presentes. Habían estado todos allí, irradiaban felicidad, aunque seguramente ellos creían que había sido una alucinación, un sueño, un desvarío feliz; consecuencias del vino y que no se atreverían a comentar con nadie.
     María entornó los ojos y sonrió.
     Y en ese momento, pensó que ese debería ser el final de su historia; “El misterio del Castillo” comenzaba con los sueños de ambos y terminaría con un sueño colectivo.                    


martes, 11 de octubre de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 25.



25

El túnel azul

   Se detuvieron bajo el dintel de piedra rosada, en el umbral de lo desconocido. El lugar donde Elena había soñado que él le llamaba y donde él había soñado que ella le llamaba. Ahora, Elena estaba junto a él. Por fin compartía el sueño con ella, entrarían juntos en el túnel azul.
   La percusión inició un suave tamborileo, acompañando a la flauta en sus prolongadas notas y ellos se adentraron en la penumbra melodiosa del sereno azul. Elena y él, en el azul cobalto. Irisaciones de color que atravesaban juntos, hacia el profundo y lejano azul ultramar. Elena y él, envueltos en música, en la tranquilidad de la penumbra azul. Sería maravilloso quedarse allí, para siempre, pero debían seguir a la flauta.
   Sosegado ultramar oscuro, se detuvieron en la oscuridad. La melodía ascendió hasta el centro de la bóveda y se extendió por ella antes de derramarse suavemente por las paredes, encendiendo a su paso destellos celestes que iluminaron la estancia. Era una sala de pequeños bloques de piedra tallada con huecos al fondo y a ambos lados, arcos semejantes al que acababan de pasar, tras los cuales reinaban las sombras.
   Del arco del fondo surgieron dos criaturas, ataviadas con túnicas de pálido azul celeste y ceñidas por un cinturón de intenso celeste. Sus cuidadas melenas oscuras enmarcaban unos rostros pálidos y azulados, de una profunda inocencia impropia de este mundo.
   –Sed bienvenidos –les dijeron, pero de sus labios no surgió sonido alguno. Y ahora era consciente de que así había sido desde que se adentraron en el túnel azul. La luz del lugar, o tal vez la música, debían transportar sus pensamientos.
   La joven fue hasta el arco de la derecha y se volvió.
   –Elena, ¿me acompañas? –como lo más natural del mundo, Elena se despidió de él, fue hacia allí y desapareció en la oscuridad del arco.
   –Alejandro, vienes conmigo –y él también siguió al joven y pasó bajo el arco izquierdo.
   La melodía entró con él y el lugar se iluminó. Una gruesa alfombra ocupaba el centro de la diminuta estancia, y sobre ella había una túnica de color turquesa pálido. Se desvistió para ponérsela y después se sentó sobre la alfombra con las piernas cruzadas. Siguiendo el dulce sonido de la flauta, recorrió la hilera de piedra menuda de la pared, que ascendía en espiral hasta el centro de la bóveda semiesférica.
   Cerró los ojos. Sintió la presencia del azul ultramar, como si continuara mirando en la penumbra del cubículo. El color empezó a cambiar hacia el cobalto y vibró al compás del órgano. Había empezado a sonar en algún momento, suave como la flauta. El ultramar volvió más claro, y la flauta soltó motitas turquesas que estallaron en ocres que lo impregnaron todo. Entonces apareció el castillo. Era la primera vez que lo veía, y lo estaba dibujando. Qué torpe se sentía intentando encontrar la composición ideal para pintarlo. La imagen se disolvió en un azul ultramar espectral mientras el órgano iniciaba una nueva melodía.
   Volvió a estar delante del castillo, por segunda vez, dirigiéndose hacia la puerta, donde ella le esperaba desmayada. La cogió entre sus brazos, la llevó al mesón y guardó su sueño. Esperó a que despertara, y volvieron juntos al castillo, envueltos en un plácido ambiente azul donde ella era la nota de color, la calidez. El azul infinito les hizo desaparecer y la melodía fue diferente.
   Una cinta azul mecida por el viento, un vehículo deslizándose por ella y él dejándose llevar; hacia el pueblo de la muchacha que le había robado el corazón y que se emocionó al verle llegar. El tambor repiqueteó y el azul tembló hundiéndose en el verde, hasta que volvió a ser azul.
   El vehículo se deslizaba de nuevo sobre la cinta azulada, y esta vez era Elena la que se dejaba llevar hacia el Acueducto; a ver al muchacho que la había enamorado y que se emocionó al recibirla. Dedos sobre el tambor y el órgano fluyendo grave. Una gota de verde cayó sobre el azul, formando ondas. Y el azul volvió, y se asentó, largo y profundo. Debían esperar, pues todo llegaría en su debido momento. Azul ultramar.
   Y el momento había llegado, y el azul ultramar onduló bajo las reverberaciones del órgano contra la bóveda y la flauta soltó unas notas de azul cobalto que saltaron sobre las olas y su espuma nevó los picos; el tambor salpicó un poco de azul celeste y el volcán estalló soltando chorros de azul de Prusia; entonces los tres instrumentos se conjuntaron como uno solo y los azules se fusionaron…
   Y ahora estaban allí, delante de la torre que les cobijaba bajo su sombra azul ultramar oscuro y que desapareció absorbida por el aire. Y al final sólo quedó la pradera verde azulada, y en los cimientos de su antigua torre, un azulado recinto más antiguo, el Templo.
   Inspiró profundamente y abrió los ojos. Su querubín le pedía que le acompañara. Se levantó y salió del cubículo a la vez que Elena lo hacía del suyo. Ojos que destilaban amor, unieron sus manos y así habrían permanecido, si sus criaturas angelicales no les hubieran pedido que les acompañaran a través del arco que aún no habían traspasado. Y se adentraron en la penumbra melodiosa, en el sereno azul. Elena y él, de nuevo en el azul cobalto, tras los angelicales adolescentes. Irisaciones de color que atravesaban juntos, hacia el profundo y lejano azul ultramar. Nuevamente desearon permanecer allí para siempre, envueltos en la música, en la tranquila penumbra azul; y la flauta volvió a animarles a seguir adelante.
   Al final del túnel entraron en la oscuridad del sosegado azul ultramar. La música creció y reverberó sobre la bóveda, iluminándola cual firmamento nocturno, dejando que algunas estrellas descendieran hasta posarse suavemente sobre las paredes y un titilante azul ultramar pálido envolviera la sala ovalada. Sus paredes ásperas de grandes losas verticales contrastaban con el pulido suelo de roca en el que se reflejaban. En el centro había grabado un enorme círculo y en su interior, tres aspas curvas surgiendo de un pequeño círculo y sobre él, una pequeña escultura de colores cobrizos y verdes.
   Se acercaron al círculo y se sentaron. Llamaba la atención. Una incisión profunda y ancha en la roca, sin pulir, a diferencia del resto del suelo. La escultura, en su centro, parecía bronce oxidado, aunque su superficie estuviera pulida. Costaba ver algo en ella. Podría ser una figura humana, un hombre surgiendo entre la vegetación, asentada a su vez sobre una base rocosa; puede que fuera eso. Animal, vegetal y mineral; los tres reinos de la naturaleza. No supo si lo había pensado él o…
   Surgió de la oscuridad del arco del fondo, una mujer elegante vestida con una túnica como la de los querubines. Llevaba el pelo recogido en dos trenzas que se enroscaban a los lados de la cara. Con gesto plácido juntó sus manos e inclinó levemente la cabeza a modo de saludo, antes de sentarse frente a ellos al otro lado del círculo. Llevaba un colgante al cuello, era… la estatuilla, la misma que tenía delante. Había algo en ella que… la miró a los ojos y… ¡era María! Sí, María, la de León. No la había reconocido.  Un aura turquesa descendió sobre ellos y la música casi se desvaneció.
   –Sed bienvenidos –María habló sin palabras, como los querubines–. Lo sé, Elena. Sí, Alejandro –dijo en respuesta a los pensamientos de ambos–. Cerrad los ojos y relajaos. Lo que deseáis conocer, aconteció hace mucho tiempo, en este mismo lugar.
   Sentado con las piernas cruzadas y las manos sueltas en el regazo, se sentía cómodo en un suelo de piedra que ya no resultaba frío ni duro; mientras la tenue y deliciosa melodía le adormecía; y todo fue turquesa.
   Bajo el límpido cielo azul turquesa se extendía una mancha verde de óxido de cromo. Un inmenso bosque sin fin, si no fuera por las pequeñas manchas que oscilaban entre el veronés y el esmeralda, pequeños claros en los que trazos finos y serpenteantes dibujaban un camino o un arroyo antes de desaparecer entre la frondosidad. En el mayor de los claros se reflejaba el cielo, sobre las calmadas aguas de un lago que tenía una isla. La niebla turquesa lo ocultó todo.
   La caprichosa brisa se llevó la niebla y volvió a ver el lago de deliciosas aguas turquesas. Alguien estaba pescando en su orilla. Detrás de él surgía un sendero que conducía hasta una mancha entre rojo inglés y tierra de sombra, un pequeño poblado de cabañas de madera. Los niños alborotaban mientras sus mayores cocinaban a la puerta de sus hogares, atendían los huertos o volvían de cazar en el bosque. El viento trajo de nuevo la niebla azul turquesa.
   Otra ráfaga y la niebla desapareció. Una mujer remando en una barca llegó a la isla, donde había un Templo construido en piedra. Se acercó hasta él y entró. La brisa transportó sus palabras: daba gracias a esa tierra que les proporcionaba lo que necesitaban, daba gracias por ello a la madre Naturaleza. Volvió la niebla, más densa y menos turquesa.
   Con la brisa llegaron otros hombres. Se acercaron al lago y fueron bienvenidos al poblado, pero rehusaron quedarse. Se alejaron hasta otro claro y construyeron un poblado. Una tenue neblina azulada pasó sobre la zona, se deshizo y pudo ver a las mujeres de los otros yendo con sus cántaros a por agua al lago, mientras sus hombres levantaban un Templo al Dios en el que creían. La bruma se cerró otra vez.
   El céfiro sopló con fuerza y los otros vinieron a hablarles de su Dios, el único y verdadero; animándoles a abandonar sus creencias erróneas y unirse a ellos. Les dijeron que creían en la Naturaleza y que ella era su Diosa. La niebla llegó, enmarañada y violeta.
   Aunque el viento soplaba con fuerza, la niebla espesa y retorcida se obstinaba en regresar. En uno de los esporádicos claros vio a los otros discutir entre ellos. Algunos querían tener el agua más cerca y otros poseer tierras de cultivo más fértiles; deseaban todo aquello que les fue ofrecido a su llegada al lago y ellos rehusaron compartir. Hilos de maraña violeta se retorcieron caprichosamente en el cielo. La codicia creció. Volutas enredadas que enrojecían. Otro claro en los albores del alba trajo a los otros hasta el pueblo del lago. Violento fuego rojo de destrucción y muerte, los exterminaron en nombre de su Dios. Todo desapareció en la neblina del humo negro.
   Con la brisa llegó la lluvia y lavó los vestigios de la tragedia. Los otros ya tenían lo que querían. Levantaron una torre que tapó la entrada al Templo de roca que no fueron capaces de destruir y festejaron su triunfo sobre los adoradores del mal. Regresó la bruma cenicienta.
   En una noche despejada de luna llena se adentraron en el lago y nadaron hasta la isla. Oraron a su Diosa y dejaron la ofrenda sobre el Templo antes de marcharse. Niebla inquieta y morada. Los otros levantaron una muralla alrededor del lago. Niebla violeta. Siguieron apareciendo ofrendas tras las noches de luna llena. Los otros construyeron un nuevo Templo a su Dios, sobre el de la Diosa. Niebla púrpura.
   La luna estaba llena y el resplandor turquesa volvió a brillar. Los otros, dirigidos por su sacerdote, volvieron a intentar apagarlo con sus invocaciones y sortilegios. Vano intento de deshacerse de un pasado culpable. Niebla azulada.
   El viento sopló con fuerza y esta vez le arrastró consigo, sumergiéndole en el torbellino azul turquesa que le devolvió al Templo.  
   Un turquesa tan triste como los prolongados acordes del órgano, tan triste como él. El órgano soltó un par de acordes disonantes y siguió adelante. A su lado, Elena se  hallaba en un estado semejante; podía percibir sus labios temblorosos y las lágrimas a punto de brotar. No se sentía con ánimos para abrir los ojos. La flauta arrastró al órgano hacia una tonada más alegre.
   –No guardéis rencor, es mejor perdonar –dijo María–. Fueron la codicia y el ansia de poder de unos pocos. Después, al intentar esconder sus errores, se sumieron en una intolerancia todavía mayor y acabaron por tergiversar lo que realmente ocurrió. En realidad, traicionaron a su Dios.
   Las palabras de María fueron reconfortantes. Abrió los ojos y se giró hacia Elena, las lágrimas reprimidas tras los párpados cerrados descendieron por sus mejillas.
   –Si el bien anida en tu corazón –continuó María–, da igual el nombre que quieras dar al hacedor de todas las cosas.
   –Pero lo que hicieron… –intervino Elena, pasando la mano por su mejilla.
   –Sus errores saldrán a la luz. Ese será su castigo.  
   El azul turquesa era más brillante y ya no resultaba triste. Estaba consiguiendo poner en orden sus pensamientos y empezaba a entender los sueños, o al menos parte de ellos; y sin embargo las dudas surgían y se amontonaban en su cabeza.
   –Puedo aclarar vuestras dudas –dijo María.
   –¿Por qué nosotros? ¿Por qué nos eligió la Diosa?
   –La voz de la Diosa se extiende por toda la faz de la Tierra. En los últimos tiempos, los humanos habéis ido perdiendo la facultad de escucharla; sin embargo, en la etapa más profunda del sueño, cuando vuestras mentes vagan libres de ataduras, todavía sois capaces de escucharla. Algunos habéis prestado atención y sólo unos pocos habéis acudido a su encuentro. Y no, no habéis sido elegidos; sois vosotros los que la elegís a ella.
   Las palabras pronunciadas por María en la sosegada atmósfera azulada, resolvieron sus dudas.
   –Y…, ¿la biblioteca de mis sueños? –intervino Elena.
   No había cerrado los ojos, no se había movido y sin embargo la luz fue más cálida. La melodía dejó de ser un eco y flotó a su alrededor, rodeó el mostrador circular y se fue hacia las estanterías repletas de libros que les rodeaban, dando una vuelta completa antes de desaparecer escaleras arriba.
   –Los arcanos…, también existen –suspiró Elena.
   –Toda la biblioteca está a tu disposición –dijo María.
   La biblioteca de Elena, de la que había llegado a dudar, realmente existía y se parecía a la de sus sueños. Entonces el dragón…
   Antes de que llegar a hacer la pregunta, se levantó una brisa ligera y el sonido de la melodía llegó hasta él. Levantó el rostro y allí estaba, dejándose llevar por la corriente como si fuera un pajarillo. El dragón, de un blanco inmaculado, envuelto en un cielo turquesa. La melodía se alejó y desapareció tras ella.
   –El dragón de mis sueños, era blanco…
   –Siempre fue tu aliado –dijo María.
   Seguía sin comprender. Había desechado que fuera Lucifer, el ángel negro derrotado por San Miguel. ¿Quién era entonces? La luz se hizo cálida de nuevo, incidiendo sobre la mesa. Estaba llena de dibujos de castillos y él estaba allí, acabando otro y coronándolo con un dragón. A veces estaba inspirado y hacía ese tipo de cosas, una criatura ficticia…   
   –Mi imaginación –cómo no se había dado cuenta.
   La flauta suspiró suavemente y dulces motas de color naranja descendieron sobre ellos; el órgano ronroneó a su alrededor y les meció suavemente en el azul estrellado; el tambor percutió y un torrente de vibrantes rojos estalló en la penumbra turquesa.
   –La Diosa se siente orgullosa de vosotros –intervino María en la penumbra de puntitos rojos y naranjas–, y desearía que la conociérais; sería un gran honor para ella.
   –Sería un honor para nosotros –dijo Elena.
   –Nos sentiríamos muy honrados.
   –Así sea. Entremos en el círculo.
   Se pusieron en pie y entraron en él, quedando cada uno en uno de los espacios delimitados por los arcos curvos. La figura resultaba diminuta colocada en el círculo central. Entonces María cogió su mano, él tomó la de Elena y ella la de María; y se unieron también en un círculo. La música se diluyó y las motitas de color desaparecieron. Un pálido destello de luz turquesa brotó de la escultura y ésta comenzó a elevarse.
   –Como en mi sueño –recordó Elena–. Entonces no sabía quién eras…
   Su fulgor se hizo más intenso a medida que ascendía, hasta que llegó a la altura de sus rostros y se detuvo. La pálida luz turquesa comenzó a expandirse, les alcanzó y continuó más allá, hasta envolverles en una burbuja cuyo fulgor siguió creciendo hasta brillar como el sol. La estatua se desvaneció ante sus ojos en el blanco turquesa, al mismo tiempo que a María le sucedía lo mismo, aunque él seguía apretando su mano. Casi al instante la sintió más suave y ella volvió, transformada en la mujer más bella que hubiera podido imaginar, una belleza que no era de este mundo.
   –Es para mí un gran honor. Elena, Alejandro, sed bienvenidos –el suave sonido de su voz, más dulce que la flauta, se extendió por la burbuja y permaneció vibrante en el ambiente –la Diosa Naturaleza se presentaba ante ellos adoptando forma humana.
    Y en medio de esa vibración musical flotaron los pensamientos  de la Diosa. Se formó un vasto espacio oscuro y frío que se fue poblando de puntos luminosos. Se acercaron a uno de ellos, era cálido y a su alrededor giraban unos pocos puntos más pequeños. Siguieron le trayectoria de uno de ellos, no era ni el más grande ni el más pequeño. Se asomaron a él y vieron que éste se volvía azul y se poblaba de pequeñas criaturas. Del azul emergieron los grises y algunas de las criaturas asomaron a él. La superficie grisácea se volvió verde y las criaturas surgidas del agua se asentaron allí, corrieron, nadaron y volaron. El amor de la Diosa hizo que todo aquello siguiera adelante, las criaturas compartían con ella ese amor y a ella le gustaba sentirlo…
   Y ellos percibieron ese amor, flotando en el ambiente, luminoso, musical, etéreo… y se dispusieron a escuchar de nuevo a la Diosa.
   –Habéis tenido que recorrer un largo y extraño sendero para llegar hasta mí. Y me siento feliz al ver que vuestros caminos se han cruzado y no deseáis que vuelvan a separarse… –Elena y él se miraron–. Os sentís unidos el uno al otro… –continuó–. Cuando consideréis llegado el momento, me gustaría bendecir vuestra unión.
   Ellos lo desearon de todo corazón, desearon dar el paso hacia esa vida compartida, un sueño anhelado hacía tiempo.
   –Lo deseamos.
   –No anhelamos otra cosa –Elena arrastró las palabras con pasión.
   El suave y dulce sonido vibró con creciente intensidad. Tambores, órganos y flautas, no eran los instrumentos conocidos, como si hubieran alcanzado un estadio superior, espiritual; y en medio de esa armonía flotaron los pensamientos de la Diosa, y los suyos.
…vosotros os habéis elegido…
…quiero a Alejandro, el hombre más maravilloso…
…amo a Elena, la mujer de mi vida…
…deseáis permanecer unidos…
…ahora y siempre, junto a Alejandro…
…deseo pasar el resto de mis días con Elena…
…os amaréis por siempre, a pesar de las adversidades…
…en todo momento, sí, lo deseamos…
…estar juntos para siempre…
…tenéis mi bendición…
   El eco de los pensamientos quedó prendido en el ambiente, su dulce sonido amortiguado recorriendo el interior de la burbuja. Habían sido bendecidos por la Diosa de la Naturaleza. Éxtasis de felicidad, algarabía de pensamientos mezclados y fusionados; serena felicidad en el ambiente blanco turquesa de etérea burbuja. Y fue en medio de esa paz, que la luminosidad turquesa dejó de ser tan blanca y la musical voz de la Diosa se hizo presente.  
…ha llegado el momento de la celebración…
…vuestra celebración…
…el inicio de vuestro amor eterno…
…estaré siempre con vosotros y vosotros conmigo…
   Y con una mirada llena de dulzura, la Diosa se desvaneció en la menguante luz llena de ecos melodiosos. Volvieron a encontrarse en la penumbra turquesa. La burbuja había desaparecido, la estatua estaba de nuevo en el centro del círculo y María volvía a ser ella. Transcurrió un tiempo antes de que ella dejara oír su voz.
   –Es el momento de vuestra celebración. Acompañadme.
Soltaron sus manos y salieron del círculo. María les condujo hacia el último arco y allí se detuvieron.
   –Ésta es vuestra ceremonia.
   –Nuestra celebración –dijo Elena.
   –El inicio de nuestro amor eterno –continuó, recordando las palabras de la Diosa.
   –Siempre estará con vosotros.
   Entraron en la oscuridad y unas cortinas se cerraron tras ellos.
   Azul ultramar. Eran ellos los que irradiaban un aura azulada que iluminaba suavemente la estancia.
   Azul turquesa, verde turquesa; el tiempo se diluyó, arrinconado por un amor sin límites.
   Verde veronés, amarillos de cadmio; una pasión que creció. 
   Naranja de cadmio, rojo bermellón, rojo de cadmio; y fueron uno.
   Violeta cobalto, azul cobalto; sosiego.
   Azul ultramar; el tiempo regresaba a lomos del pálido azul ultramar. La plácida flauta los llamó, había otro mundo ahí fuera y debían volver a él. Volvieron junto al círculo, donde les esperaba María, tan radiante y alegre como la refulgente estatua de la Naturaleza.
   María se acercó a Elena y le puso un colgante al cuello. Era una diminuta reproducción de la escultura.
   –En recuerdo de la ceremonia, para que no olvides. Ella siempre te acompañará.
   –Así sea –dijo Elena.
   Se acercó a él y procedió a ponerle el colgante.
   –En recuerdo de vuestra unión, para que no la olvides. Ella siempre estará contigo.
   –Será imposible olvidar –dijo él.
   –Estaré con vosotros… –música celestial en el fulgurante blanco turquesa emergiendo de la escultura.
   María inclinó la cabeza a modo de despedida y los querubines acudieron para acompañarles a la salida.


   Caminaban cogidos de la mano, hundiendo los pies en el herboso manto esmeralda que empezó a agitarse. Ya sabía lo que aquello suponía.
   –Vamos a tener niebla.
   –Podríamos sentarnos y esperar a que pase –le propuso Elena.
   Y así hicieron. Se sentaron en la mullida hierba a esperar. Aspiró la fragante brisa que llegaba del bosque. Los primeros jirones de niebla surgieron fantasmales entre los árboles. Las brumas no tardaron en empañar el límpido turquesa y poco a poco fueron descendiendo. Se apoderaron del Templo, que se convirtió en una sombra antes de desaparecer. Aún perduró el fulgor azul en su entrada. Luego fueron las piedras que guardaban el camino y por último, los tejos. La niebla avanzaba imparable y terminó envolviéndolos. Pasó el brazo por el hombro de Elena y ella apoyó la cabeza en su hombro, el azul habitaba en sus corazones. Y así permanecieron mientras la oscuridad se adueñaba del lugar.
   La melodía llegó hasta ellos, distorsionada, rebotando entre la niebla y la oscuridad; y no era azul, no venía del Templo. Eran los acordes de un órgano taciturno y distante, que se esforzaba en encender titilantes luces diminutas, oscilantes llamas de calidez en la parda oscuridad. Y enredadas en la melodía escucharon un sinfín de voces, voces extrañamente dislocadas… una lengua desconocida… y los puntos de luz… velas en la penumbra de la Iglesia.
   Los clérigos oraban en latín. El órgano lanzaba sus abatidos acordes a la bóveda y ésta los devolvía distorsionados. Elena y él permanecían cogidos de la mano. A su izquierda estaba León y más allá María. Aparecía en su sueño, era la sacerdotisa. Un sueño colmado de felicidad junto a Elena. Un sueño del que nunca debió despertar.
   –Quiero pasar contigo el resto de mis días –le susurró al oído.
   –Estaré siempre a tu lado –contestó Elena, mirándole a los ojos.
   Al mirarla comprendió que ella también había soñado.
   La gente comenzó a agitarse a su alrededor. Acababan de dar la bendición.
   –Ha sido una misa como no se veía hace tiempo –comentó León–, aunque no me he enterado de nada de lo que han dicho –continuó en voz baja.
   –Anda, vamos saliendo –le dijo María.
   Al echarse hacia adelante para levantarse vio que algo oscilaba delante de él y lo agarró para verlo. Se quedó perplejo, llevaba la figurilla colgada al cuello. Elena se llevó la mano al pecho y comprobó que también la tenía.
   No había sido un sueño.