viernes, 29 de julio de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 15.



15
Elena en Segovia

     Qué lejanos le parecían ahora aquellos días que Alejandro pasó en su pueblo. Suponía que eran los culpables de que no hubiera podido venir el último domingo. Estaba cargado de trabajo y según él, había que tomarlo como venía, por si después llegaban las vacas flacas. No se lo reprochaba, pero le echaba terriblemente de menos.
     Fue todo un acierto comentárselo a Vicenta, porque le dijo que se tomara unos días libres y fuera a verle. No hizo falta que le insistiera, en aquel instante decidió que lo haría. Se lo dijo a sus padres y no le pusieron ninguna pega. Eso sí, escuchó pacientemente sus consejos: que se comportara, que no diera que hablar y que tuviera cuidado con lo que hacía. Aquello la hizo sonrojarse, qué cosas tenía su madre.
     La tarde anterior al viaje se la pasó sumida en un mar de dudas. No sabía si llevarse el vestido de los domingos o el de diario; si debía llevarle algún presente, y si era así no se le ocurría qué podía ser; si cogía el cuaderno que le regaló y en el que había empezado a escribir sus sueños; si cargaba con la novela para seguir leyéndola cuando Alejandro estuviera ocupado. Al final se puso el vestido de diario y metió el otro en la maleta; cogió unos chorizos, seguro que en la capital no eran igual de buenos; metió la novela y el cuaderno, todo. Tentada estuvo de llevarse el dibujo para verlo todas las noches, pero al final pensó que allí vería las pinturas de Alejandro.
     En fin, que todo volvía a ser color de rosa, o verde, que a ella le gustaba más. Acudía al encuentro de Alejandro.
     —¡Mira mamá, el Alcázar! —oyó decir a una niña.
     —Sí, hija, ya lo veo —contestó la madre sin darle importancia.
     Intentó verlo, pero desde su lado sólo pudo distinguir una masa rocosa vertical y el comienzo de una torre. 
     El coche había ido perdiendo velocidad desde que comenzara la ascensión y parecía que a cada curva le costaba más. Renqueaba y empezó a soltar unos petardazos que la asustaron. A ver si se iba a estropear. Unas cuantas explosiones más adelante, comenzó a ganar velocidad. Enfiló el llano, por un camino recto entre casas. Estaba en Segovia.
     Había visitado la capital en un par de ocasiones, pero la memoria era caprichosa y sólo recordaba el Acueducto. Echó una mano al asiento de delante para no golpearse cuando el autobús frenó y se detuvo. Los pasajeros abandonaron sus asientos y se apresuraron a salir. Bajó del coche y miró a su alrededor. Gente, mucha gente, como si fuera un día de fiesta.  Entre la muchedumbre reconoció un rostro que avanzaba en su dirección. Echó a correr hacia él y le abrazó, sin importarle si estaba bien o mal lo que hacía. Le había echado tanto de menos... Se separó de él sin llegar a soltarle y le miró a los ojos.
     —Alejandro, ya estoy aquí.  
     —¿Has tenido buen viaje?
     —Venía abstraída y casi ni me he enterado.
     —¿No traes equipaje?
     —Me lo pusieron arriba —señaló el techo del coche.
     En la baca del vehículo, un mozo iba desatando los bultos y se los pasaba al conductor, que encaramado en las escalerillas se los pasaba a sus dueños. Esperaron a que bajaran su maleta y Alejandro la cogió.
     —La dejamos en la pensión y nos vamos a dar una vuelta. Hoy vamos a cenar en un sitio elegante.
     —Nunca he estado en uno —aquello del sitio fino la asustaba un poco. No conocía más que la taberna donde trabajaba y el mesón de Turégano.
    Echaron a andar cogidos de la mano. De repente se dio cuenta de lo que tenía ante ella y se detuvo bruscamente.
     —Apenas  lo recordaba. Es sobrecogedor, tan alto...  
     —A mí me sigue impresionando a pesar de verlo todos los días.
     —Me siento pequeña...
     —Ven por aquí, vamos a seguirlo. Pasa por mi calle, ¿sabes?
     Le hizo gracia que después de ver su desmesurada altura, menguara a medida que subían la calle. Pasaba justo por el medio.
     —Ahí es —señaló Alejandro.
     Su pensión. A escasos metros del Acueducto.
     —Esa ventana del tejado es la de mi habitación. La segunda contando desde la derecha.
     —¡Qué suerte!, puedes ver el Acueducto sin salir de casa.
     —Sí, es una suerte.
     Entraron. Alejandro le mostró el cuadro que había pintado para la dueña de la pensión. Era triangular. Había pintado una flor morada vista desde arriba. Le gustó, era muy curioso. Pasaron a la sala, donde estaba sentado el dueño. Al oírles, acudió su mujer. Se los presentó. Se notaba que eran buenas personas y parecían tener en gran estima a Alejandro. Hasta le dieron a él la llave para que la acompañara a su habitación.
     Subieron a la segunda planta y llegaron a la puerta número siete. Alejandro abrió y la dejó pasar. La habitación era algo mayor que su alcoba. Tenía una cama grande y una silla a cada lado de la cabecera, un perchero y una mesita redonda. Se acercó a la ventana, era pequeña y daba al patio. Qué pena, le hubiera gustado ver el Acueducto.
     —Está muy bien —se abrazó a él—. ¿Vamos a salir a cenar a un sitio finolis?
     —Por supuesto. Vamos a celebrar que has venido a verme —la besó.
     —Pues dame unos minutos para que me arregle y enseguida estoy contigo —dijo correspondiéndole.
     —Te espero en la salita de la entrada —le dijo Alejandro cuando fueron capaces de separarse. Le dio otro beso y salió de la habitación.
     Si iban a ir a un sito elegante, tenía que ponerse el otro vestido. Menos mal que lo había traído. No quería parecer una pueblerina.  
     Al verla descender las escaleras, Alejandro se quedó boquiabierto. No era para tanto, sólo se había cambiado de vestido. Se acercó hasta él, se cogió de su brazo y salieron a la calle.
     —Estás guapísima con ese vestido verde —le dijo pasado un rato.
     Se ruborizó y no contestó.
     Descendieron junto al Acueducto y subieron una cuesta que les llevó hasta la puerta de la muralla. Pasaron por delante de varios palacios y casas nobles y llegaron a una plaza triangular. Continuaron por la izquierda y siguió viendo más palacios y casonas. Llegaron a la plaza Mayor. Era grande y como toda plaza que se preciara, tenía soportales. Allí estaba el Ayuntamiento, un teatro muy nuevo, más casas nobles y un templete en el centro. Tocarían música los domingos. Al fondo estaba la Catedral, con mil y un pináculos ascendiendo hacia el cielo. Le fascinaban esas agujas escalonadas, trepando hasta la cúpula, coronándola. Sintió curiosidad por ver cómo era el interior de una iglesia tan fastuosa.
     —Alejandro, ¿te importaría que entráramos a verla?
     —Claro que no.
     El granito de la portada era un elemento extraño en la piedra cálida del edificio, no quedaba bien. Traspasaron el umbral y le invadió el olor a incienso. Le pasaba lo mismo que con el Acueducto, se sentía intimidada por sus dimensiones. Las lacerías del techo le recordaron a uno de sus sueños, cuando la nombraban Guardiana de la Biblioteca de la Torre. Por la cúpula entraban los últimos rayos del sol, pero ya no se distinguían cuadros ni esculturas. La iglesia de su pueblo hubiera cabido en un rincón de la Catedral.
     Volvieron a la plaza y pasearon bajo los soportales.
     —Tienes suerte de vivir en una ciudad tan hermosa —no se cansaba de mirar los pináculos.  
     —Podíamos dar la vuelta a la Catedral.
     Se internaron en la calleja, un espacio demasiado angosto para poder apreciarla. Más adelante, desaparecieron las casas. Había un espacio enorme cerrado por una verja que dejaba ver perfectamente el conjunto, incluida la torre. 
     Cuando llegaron a la plaza, Alejandro le señaló un mesón.
     —¿Te parece que vayamos ya a cenar?
     —Me parece bien.
     —Estuve una vez con mi tío y comimos muy bien.
     Entraron y se acomodaron. Enseguida se acercó el camarero y les contó lo que podían cenar. Había unas cuantas cosas y le costó elegir. Alejandro pidió que les trajeran un buen vino.
     —Nada del vino de la casa, hoy es un día especial —le susurró al oído.
     La comida le supo estupenda y el vino era mejor que el especial de Enrique. Cuando acabaron, empezaron a hacer planes para el día siguiente. Sabía que Alejandro tenía que trabajar y no quería interferir en su trabajo.
     —No te preocupes por mí. He traído la novela y el cuaderno que me regalaste. Estoy escribiendo mis sueños —él la miraba encandilado.
     —Es que no quiero que te pases el día sola después de venir a verme —cogió su mano.
     —Supongo que nos veremos a las horas de las comidas y quizás, cuando acabes de trabajar, podamos salir a dar una vuelta.
     No parecía muy convencido.
     —No te preocupes, Alejandro —susurró—. No necesito más.
     Cuando salieron del mesón era noche cerrada. La plaza se veía solitaria, iluminada débilmente por algunos faroles. Pasearon en silencio por callejas estrechas, quebradas y acabaron desembocando en una pequeña plaza triangular que daba a una calle más amplia. Descendieron por ella y pasaron por delante de la cárcel. Había un guardia aburrido apostado en la puerta. Debía ser una calle principal, porque vio muchas portadas de piedra y también una larga hilera de columnas en el exterior de una iglesia. Era una calle larga.
     Salieron de la ciudad por un lugar diferente al que entraron y el Acueducto se encontraba a su izquierda. Tomados de la mano se dirigieron hacia él y les llevó hasta la pensión. 
     —Mañana podemos salir a pasear después del desayuno. Tengo tiempo antes de marcharme a la sesión de retrato.
     —Alejandro, ya que vamos a salir...
     —¿Sí?
     —Hay algo que siempre he querido ver y no logré cumplir en el castillo... —él la miró dulcemente.
     —¿La  biblioteca? —le había adivinado el pensamiento.
     —Sí. Me gustaría verla. Nunca he estado en una, salvo en mis sueños.
     —Iremos allí.  



     Presagiaba que aquel iba a ser un buen día, de grandes emociones; y no lo decía sólo porque estuviera con Alejandro. Desde luego, la primera emoción fue verle, estar con él, aunque hubiera más gente alrededor a la hora de desayunar. Y de inmediato llegó la segunda, pues subió con Alejandro a su estudio. Dibujar y pintar, ya le había visto hacerlo. Pero tenía unas ganas enormes de ver su lugar de trabajo y sobre todo, conocer la pintura que había hecho de su camino hacia el castillo.
     Alejandro abrió la puerta y la invitó a pasar. El corazón le latía desbocado, como si hubiera subido corriendo las escaleras. Dio unos pasos, entró y se detuvo. Quedó deslumbrada por la luz, la ventana estaba justo enfrente. Inspiró, olía a aceite y barniz. A la izquierda de la ventana distinguió una mesa y una silla, y a la derecha el caballete con un lienzo. Desde la entrada lo veía de canto, así que avanzó hacia allí.
     —¡Oh! —se llevó las manos a la cara—. ¡El cuadro del castillo!
     Era mucho mejor de lo que había imaginado, y eso que había visto los dibujos. Buscó la silla y se dejó caer en ella, para quedarse contemplándolo anonadada. Alejandro se acercó por detrás y puso las manos sobre sus hombros.
     Era como volver a revivir el viaje. Había caminado durante mucho tiempo, a la luz de la luna. Y en algún momento empezó a sonar música. Primero el tambor, en una percusión lenta y envolvente. Luego surgió una flauta lejana, una melodía suave como el trino de un pájaro y más tarde se les unió un animado órgano. Entonces dio comienzo el amanecer. Se hicieron visibles las montañas, azules e intensas. Apareció el bosque del fondo, en tonos azules y verdes oscuros. El bosque cercano, en verdes azulados. Los campos de cultivo, violetas terrosos. Y al final, la silueta del castillo, violeta rosado. Y ella lo contemplaba desde el camino. Todo envuelto en un aura azulada y ella estaba allí dentro, contemplando su soñado castillo.
     —Igual que cuando lo vi —dijo para sí misma—. ¿Cómo lo has conseguido? —volvió la cabeza hacia él.
     —Entre lo que tú me contaste y los dibujos que hice allí, surgió esta pintura.
     Se levantó y rodeó la silla.
     —Lo dices como si hubiera sido algo fácil —puso las manos en torno a su cuello—, pero sé lo que te ha costado conseguirlo. Es que eres el mejor pintor del mundo —cogió su cara y le besó con suavidad. Se abrazaron.
     Aquel cuadro marcaba un cambio de rumbo en su vida. Fue cuando conoció a Alejandro y toda su vida cobró sentido. Aunque en aquellos momentos, ella pensaba que su vida estaba en el castillo. Qué lejos andaba de sospechar lo que iba a ocurrir.
     —Espera un momento —se separó de ella—. No te muevas.
     Retiró la pintura y la dejó apoyada en la parte baja del caballete. Le siguió con la mirada mientras iba hacia la pared del fondo. Estaba abarrotada. Una parte ocupada por una estantería repleta de libros, papeles, cacharros con polvos de colores, botellas con líquidos; la otra por los lienzos e infinidad de dibujos del castillo clavados en la pared. Había un montón de lienzos apilados contra la pared y cogió uno de ellos. Estaba vuelto del revés y no podía ver si tenía algo pintado. Alejandro sonrió con un deje de picardía.
     —Cierra los ojos.
     —¿Por qué? —preguntó sabiendo que no le iba a responder.
     —Tú ciérralos —obedeció sumisa. ¿Qué le iría a enseñar?
     —Ya puedes abrirlos —le susurró al oído.
     Al abrirlos se encontró con otro lienzo sobre el caballete. Y se emocionó, hasta casi saltársele las lágrimas. No se lo esperaba, todavía no. Era el segundo cuadro de su viaje al castillo. Allí estaba ella de nuevo, la segunda vez que se detuvo, envuelta  amorosamente por un árbol en el bosquecillo, mirando hacia el castillo. Había más luz y se distinguían sus volúmenes.
     Estaba volviendo a revivir su viaje de la mano de las pinturas de Alejandro. Se correspondían con lo que ella estaba escribiendo, pero expresado en imágenes. Era increíble.
     —No me habías dicho que lo hubieras acabado —siguió mirando la pintura.
     —Todavía está fresco. Ayer estuve dando los últimos toques —se acercó a ella por detrás y la abrazó—. Quería tenerlo acabado para que lo vieras.
     —Es tan bueno como el primero. Me has dejado impresionada.
     Siguió mirando los cuadros. Después de eso, ya nada de lo que hiciera podría sorprenderla. Cuando fue capaz de apartar su mirada de ellos, siguió el recorrido visual por el estudio. El mueble bajo que había a la derecha del caballete tenía un par de tarros llenos de pinceles, unos tubos de pintura y una paleta con colores. Se levantó del asiento. Alejandro estaba relajado y feliz, dejando que ella curioseara en su estudio. Sólo le quedaba el lado de la cama y estaba viendo una pintura que le sonaba. Era su retrato en el bosque. Y sobre la cabecera tenía un dibujo. También era ella, durmiendo, ¿Cuándo se lo había hecho? En Turégano, claro.
     —Todavía no nos conocíamos —señaló Alejandro al tiempo que se acercaba—. Es el que hice sin tu permiso —siguió vacilante.
     —Me alegro de que lo dibujaras. Es maravilloso.
     Se dio la vuelta. Sólo le quedaba por ver la pared de la entrada. A un lado de la puerta encontró paisajes de Segovia, monumentos y rincones entrañables. Le gustó el árbol solitario junto a un muro de piedra. Al otro lado había varios retratos. Niños, una dama, una adolescente...
     —Pero si esta es...
     —Irene —se apresuró a decir—, la hija de los caseros. Me compraron su retrato al óleo.
     —Es muy guapa.
     —Pues este es mi lugar de trabajo. Cuando quieras, nos vamos.
     Le dio la impresión de que se había puesto nervioso.
  


     La ciudad renacía alegre y bulliciosa. La plaza del Acueducto se había llenado de puestos, era día de mercado. Le apetecía verlo pero no quiso entretenerse porque Alejandro tenía que ir a trabajar y además, lo que le aguardaba era mucho más interesante.
     Se dirigieron a la ciudad antigua, entrando por el mismo acceso por el que salieron la noche anterior, un tramo en el que la muralla había desaparecido.
     A la luz del día, la calle parecía distinta. Un palacio con una discreta portada gótica tenía la puerta abierta, dejando entrever un claustro de columnas retorcidas. Un poco más allá llamó su atención una fachada llena de enormes pinchos de piedra, era algo inaudito. Más arriba, otra casa noble, toda en piedra, con una galería de arcos en la parte superior. De frente estaba la iglesia de la columnata exterior. Giraron a la derecha en la plaza que se abría ante ella. Venían subiendo desde que entraron a la ciudad, pero la plaza necesitaba escaleras para salvar el desnivel. Y los palacios no se acababan, allí había dos seguidos, uno de ellos con una torre enorme.
     Callejearon un poco y llegaron a otra plaza, que estaba en llano. Se detuvieron ante un edificio regio de dos plantas. Un par de columnas enmarcaban el portón. No es que fuera bonito...
     —¡La biblioteca! —leyó y la fachada empezó a parecerle más atractiva—. ¡Alejandro, es la biblioteca! —saltó de alegría. Unos transeúntes se la quedaron mirando.
     —¿Quieres que entremos?
     Era la tercera alegría que le brindaba el día. Miró a Alejandro y asintió, porque no le salía la voz. No era uno de sus sueños, era real, pero ella se sentía ingrávida y se agarró a él.  
     —Vamos —Alejandro le pasó el brazo por la cintura.
     Entraron en un pasillo y Alejandro saludó a alguien a quien ella ni siquiera vio. Salieron a un patio y se detuvo.
     —¿Elena, te encuentras bien?
     —Sí, sí. ¿Te das cuenta que está a punto de cumplirse mi sueño?
     Alejandro asintió.
     Estaban en un claustro, sobrio y sin adornos. Menos mal que había plantas en el patio. Se había imaginado que la biblioteca estaría alojada en un edificio con más encanto. A la derecha, una puerta anunciaba la biblioteca y se dirigieron hacia allí.
     El corazón le latió con fuerza cuando entraron en la enorme sala de techos altos. Las paredes habían desaparecido detrás de estanterías altísimas, atiborradas de libros. Necesitarían una escalera para alcanzar los de arriba. Y la vio en una esquina, enganchada a un estante. En el centro de la estancia había mesas y algunas estaban ocupadas por gente que leía.
     —¿Desean algo? —se giró hacia la voz.
     Allí a su derecha, había una mujer sentada tras la enorme mesa. No la había visto al entrar. No la miraba, estaba consultando un archivo y cotejándolo con unas fichas. Tras ella tenía un mueble lleno de cajones. Uno de ellos estaba abierto y repleto de tarjetas como las que tenía sobre la mesa.  
     Dudó un instante.
     —Verá. No se lo va a creer, pero nunca he estado en una biblioteca. ¿Le importaría que echara un vistazo?
     —No faltaba más —levantó la vista de los papeles. ¿Ve aquella puerta de allí?
     —Sí.
     —Allí hay otra sala más. Pueden ustedes dar una vuelta sin ningún problema. 
     —Muchísimas gracias.
     —De nada.
     Fue hacia las estanterías más cercanas. Era como en sus sueños, pero mucho mayor. Todavía le costaba creer que estuviera allí. Libros y más libros, pequeños y grandes, antiguos y modernos, enciclopedias, colecciones; ordenados por materias y  numerados en el canto. Igual que en sus sueños. De vez en cuando se detenía y leía uno de los títulos. Se conformaba con verlos, sentirse rodeada de esa ingente cantidad de libros. Giró sobre sí misma, en un intento de abarcarlos todos de un vistazo y acabó tropezando con Alejandro.
     Le tenía olvidado desde que había visto los libros. Cogió su mano.
     —¿No te apetecería quedarte a leer? —le dijo Alejandro al oído.
     —Me encantaría —se volvió hacia él, envuelta en una sonrisa.
     —Yo me voy a tener que ir a pintar, los retratos. Tú puedes quedarte aquí y vengo a buscarte cuando acabe.
     —No te preocupes. Nos vemos en el hostal.
     —¿Sabrás llegar?
     —¡Cómo no voy a saber! Aunque se me olvidara por dónde hemos venido, es mucho más sencillo que orientarse en el bosque. Hacia el sur y buscar el acueducto. No hay pérdida.
     —Bien, pues nos vemos allí.
     Alejandro se fue y ella siguió paseando junto a las estanterías. De vez en cuando pasaba la mano por el lomo de los libros y los acariciaba. Había recorrido ya las dos salas y no iba a darse otra vuelta. Decidió sentarse.
     Una vez sentada, cerró los ojos. Todavía no había bajado de la nube en que se hallaba. Era su primera vez y se sentía igual que en un sueño. Sentía la presencia de los libros incluso con los ojos cerrados. Podía percibir el olor seco y cerrado que guardaban en sí. Seguro que sería capaz de distinguir un libro nuevo de uno antiguo por el olor.
     Estaba en el santuario de los libros.
     Abrió los ojos y miró a su alrededor: personas enfrascadas en la lectura, lectores que acudirían a diario a devorar página tras página, ella al menos así lo haría; la encargada de mantener en orden el santuario, la guardiana de los libros, como a ella le hubiera gustado ser, que se ocuparía de engrandecer el lugar aportando libros nuevos; ¿se ocuparía la guardiana de todo o habría alguien más importante por encima de ella?; y libros, muchos libros, aunque no había visto ninguno realmente antiguo, estarían a buen recaudo.
     Habría llevado siglos reunir todo aquello, y el dineral que debía suponer; los libros, desde el suelo hasta el techo, llegaría un momento en el que no cabrían. El edificio era enorme, podían seguir añadiendo salas. Suspiró. Aquello le empezaba a superar. Sólo había venido a disfrutar de los libros, estaban esperándola. Desde luego qué suerte tenían los segovianos, poder venir siempre que se les antojara. 
     La nube se había disipado. Y aunque no se cansaba de mirar, no se iba a pasar así toda la mañana. Ya que estaba allí leería algo. Por una vez, podía coger algo distinto a una novela. Y se le ocurrió lo que podía ser.
     Fue a la sección de naturaleza, echó un vistazo a los libros de animales y cogió un libro de aves. Se lo llevó a la mesa, se acomodó y entonces lo abrió. Empezó a leer el prefacio pero le aburría. Pasó la hoja. Lo que le interesaba eran las aves y ver qué escribían sobre ellas. Fue ojeando el libro hasta que encontró una página ilustrada. Aves de presa. Unos dibujos realmente interesantes para conocerlas, aunque eran mejores los de Alejandro. Acabó de ver el libro y fue a devolverlo a la estantería. Recordaba haber visto otro sobre las aves del bosque. Lo buscó y se lo trajo a la mesa. En él reconoció a algunos de los pájaros de su bosque. Leyendo sobre ellos, pasó el tiempo entretenida hasta que la bibliotecaria fue a avisarle que iba a cerrar.
     El resto del día lo pasó en su universo particular, un lugar poblado de libros, a caballo entre la biblioteca de Segovia  y la de la torre. Una real y la otra soñada, aunque no se atrevería a calificarla de imaginaria, pues seguía creyendo que existía. Y surgieron las inevitables comparaciones, porque aunque la real fuera enorme, no tenía el encanto de la soñada. Un enclave cercano al bosque, en un castillo, en el interior de una antigua torre circular; una sala forrada de madera, suelos y techos incluidos. Además podía acceder a todos los libros, incluidos los Arcanos, para eso era la Guardiana.
     Los Arcanos. No había visto ninguno esa mañana, seguramente estarían ocultos y necesitarían de un permiso especial para ser consultados. Como en la torre. Tendría que averiguarlo.
     Salió de su ensoñación cuando Alejandro le dijo que había terminado. Los libros se  disolvían y desaparecían ante sus ojos. Estaba anocheciendo. Cómo había pasado el tiempo. Se levantó del asiento y desentumeció los músculos mientras él iba a sentarse frente al caballete. Tenía que ver los Arcanos segovianos.
     Se acercó a ver lo que había pintado. El rostro y las manos estaban acabados. Lo demás, como decía él, sólo estaba esbozado. Estaba posando para el nuevo retrato en el bosque. Como Alejandro no quería deshacerse del que le hizo, estaba pintando uno nuevo con la intención de venderlo. Mañana se enteraría de dónde estaban.
     Le había dicho a doña Adela si no le importaba que pasara toda la tarde en su habitación y le contestó que tenía plena confianza en él. Lo cierto fue que acabó sentada en sus rodillas y abrazada a él. Entonces desaparecieron todos los libros y volvió al mundo real.   



     Esa mañana se despertó bastante temprano. Llevaba cuatro maravillosos días en Segovia y ya se le acababan. Le hubiera gustado subir a dar los buenos días a Alejandro. Si hubiera estado en su casa lo habría hecho, pero en la pensión no se atrevía. No quería dar que hablar. Podía leer hasta que fuera una hora más prudente, pero aún no había suficiente luz para ello. En los cuatro días que llevaba en Segovia no había abierto la novela. Quién le iba a decir que no iba a encontrar el momento. Hizo su maleta y acabó en un santiamén. ¿Y ahora qué?
     Supuso que en la cocina ya habría movimiento, así que no se lo pensó dos veces y bajó para allá. Pasó por el comedor y saludó a un par de huéspedes que estaban desayunando. Oyó hablar en la cocina y se acercó hasta allí. Doña Adela y su hija Irene ya estaban faenando. Así que entró y como fuera bien recibida, allí que se quedó charlando. No le gustaba estar de más y acabó echando una mano.
     Pasó un buen rato antes de que Alejandro se presentara allí.
     —Te he oído desde fuera. Buenos días a todas.
     Fue emocionada hacia él. Iba a besarle, cuando se dio cuenta de dónde estaba. Se conformó con coger sus manos y mirarle extasiada.
     —Buenos días —le dijo a media voz.
     —Te has levantado muy temprano.
     —Me desperté muy pronto y bajé a charlar con doña Adela e Irene —ésta les miraba con un deje de tristeza.
     —Alejandro, ha elegido usted a una joven encantadora.
     Irene no dijo nada.
     —Ya lo creo, doña Adela. Ya lo creo —la miró entusiasmado. Seguían con las manos enlazadas.
     —Por cierto —dijo Alejandro dirigiéndose a Irene—, estuvimos hablando de tu retrato. ¿Te importaría enseñárselo?
     —No faltaría más —dijo Irene—. ¿Quieres verlo ahora?
     —Sí. Si no es molestia.
     —Claro que no. Acompáñame.
     Soltó las manos de Alejandro y siguió a Irene a través del comedor y el pasillo. Abrió una puerta y entraron en una sala de dimensiones reducidas. Había unas butacas altas en torno a una mesa redonda con faldillas que prácticamente ocupaban la estancia. Las paredes eran azules, con dibujos decorativos y en la chimenea había encendido un pequeño fuego. Por el balcón, que daba a la calle principal, entraba bastante luz. Ahí sí que se podía leer aunque fuera temprano.
     —Aquí lo tienes —señaló Irene, volviéndose hacia la pared de la puerta por la que habían entrado.
     Pese a saber lo bien que pintaba Alejandro, se seguía sorprendiendo con cada obra suya que descubría. Era un retrato muy bueno y en él se veía a la joven vivaz e inteligente que era. Irene era algo más joven que ella y muy guapa.
     —Te ha dejado fenomenal —dijo después de un rato.
     —Es un buen pintor.
     —Sí. Muy bueno.
     —Y una buena persona. Has tenido suerte de dar con él.
     —Lo sé. Gracias —Irene volvía a tener un toque de tristeza.
     Irene sentía o había sentido algo por Alejandro, de eso no le cabía la menor duda. Si por su parte Alejandro... no lo sabía. Volvieron con los demás. Se sentía feliz junto a él.
     Al desayuno le siguió un breve paseo. El tiempo se les acababa, pero había aprendido que de vez en cuando, la vida te deparaba algunas alegrías. Y eso ayudaba a soportar todo lo demás. Así que no se sentía triste, porque antes o después, volverían a estar juntos.
     Subieron a su habitación a por la maleta y tuvieron una intensa despedida. Luego la acompañó al coche de línea que la devolvería a su pueblo. En el último momento, Alejandro le dio un paquete. Por el tamaño, era un libro. Para que se acordara de él, le dijo. Y ella le besó, en público. Que pensaran lo que quisieran de ella.
     Se le veía triste cuando alzó la mano para despedirla y eso hizo que a ella se le humedecieran los ojos. Pero no debía estarlo, porque habían sido unos días maravillosos. Habían estado juntos la mayor parte del tiempo, algo que no esperaba fuera posible. Y él tampoco debía entristecerse. Lo primero que haría cuando llegara a casa sería escribirle y decírselo. Contarle que se sintió muy feliz junto a él. En sus paseos por Segovia, posando para él, incluso estando en la biblioteca. Porque sabía que volverían a estar juntos unas horas más tarde. Incluso cuando se iba a dormir, lo hacía contenta de pensar que al día siguiente volverían a verse. Y no debía estar triste, porque aunque pasaran días, volverían a estar juntos.