15
Elena en
Segovia
Qué lejanos le parecían ahora
aquellos días que Alejandro pasó en su pueblo. Suponía que eran los culpables
de que no hubiera podido venir el último domingo. Estaba cargado de trabajo y
según él, había que tomarlo como venía, por si después llegaban las vacas
flacas. No se lo reprochaba, pero le echaba terriblemente de menos.
Fue todo un acierto comentárselo a Vicenta,
porque le dijo que se tomara unos días libres y fuera a verle. No hizo falta
que le insistiera, en aquel instante decidió que lo haría. Se lo dijo a sus
padres y no le pusieron ninguna pega. Eso sí, escuchó pacientemente sus
consejos: que se comportara, que no diera que hablar y que tuviera cuidado con
lo que hacía. Aquello la hizo sonrojarse, qué cosas tenía su madre.
La tarde anterior al viaje se la
pasó sumida en un mar de dudas. No sabía si llevarse el vestido de los domingos
o el de diario; si debía llevarle algún presente, y si era así no se le ocurría
qué podía ser; si cogía el cuaderno que le regaló y en el que había empezado a
escribir sus sueños; si cargaba con la novela para seguir leyéndola cuando
Alejandro estuviera ocupado. Al final se puso el vestido de diario y metió el
otro en la maleta; cogió unos chorizos, seguro que en la capital no eran igual
de buenos; metió la novela y el cuaderno, todo. Tentada estuvo de llevarse el
dibujo para verlo todas las noches, pero al final pensó que allí vería las
pinturas de Alejandro.
En fin, que todo volvía a ser
color de rosa, o verde, que a ella le gustaba más. Acudía al encuentro de
Alejandro.
—¡Mira mamá, el Alcázar! —oyó decir a una
niña.
—Sí, hija, ya lo veo —contestó la madre sin
darle importancia.
Intentó verlo, pero desde su
lado sólo pudo distinguir una masa rocosa vertical y el comienzo de una
torre.
El coche había ido perdiendo
velocidad desde que comenzara la ascensión y parecía que a cada curva le
costaba más. Renqueaba y empezó a soltar unos petardazos que la asustaron. A
ver si se iba a estropear. Unas cuantas explosiones más adelante, comenzó a
ganar velocidad. Enfiló el llano, por un camino recto entre casas. Estaba en
Segovia.
Había visitado la capital en un
par de ocasiones, pero la memoria era caprichosa y sólo recordaba el Acueducto.
Echó una mano al asiento de delante para no golpearse cuando el autobús frenó y
se detuvo. Los pasajeros abandonaron sus asientos y se apresuraron a salir.
Bajó del coche y miró a su alrededor. Gente, mucha gente, como si fuera un día
de fiesta. Entre la muchedumbre
reconoció un rostro que avanzaba en su dirección. Echó a correr hacia él y le
abrazó, sin importarle si estaba bien o mal lo que hacía. Le había echado tanto
de menos... Se separó de él sin
llegar a soltarle y le miró a los ojos.
—Alejandro, ya estoy aquí.
—¿Has tenido buen viaje?
—Venía abstraída y casi ni me he
enterado.
—¿No traes equipaje?
—Me lo pusieron arriba —señaló
el techo del coche.
En la baca del vehículo, un mozo
iba desatando los bultos y se los pasaba al conductor, que encaramado en las
escalerillas se los pasaba a sus dueños. Esperaron a que bajaran su maleta y
Alejandro la cogió.
—La dejamos en la pensión y nos
vamos a dar una vuelta. Hoy vamos a cenar en un sitio elegante.
—Nunca he estado en uno —aquello
del sitio fino la asustaba un poco. No conocía más que la taberna donde
trabajaba y el mesón de Turégano.
Echaron a andar cogidos de la
mano. De repente se dio cuenta de lo que tenía ante ella y se detuvo
bruscamente.
—Apenas lo recordaba. Es sobrecogedor, tan alto...
—A mí me sigue impresionando a
pesar de verlo todos los días.
—Me siento pequeña...
—Ven por aquí, vamos a seguirlo.
Pasa por mi calle, ¿sabes?
Le hizo gracia que después de
ver su desmesurada altura, menguara a medida que subían la calle. Pasaba justo
por el medio.
—Ahí es —señaló Alejandro.
Su pensión. A escasos metros del
Acueducto.
—Esa ventana del tejado es la de
mi habitación. La segunda contando desde la derecha.
—¡Qué suerte!, puedes ver el
Acueducto sin salir de casa.
—Sí, es una suerte.
Entraron. Alejandro le mostró el
cuadro que había pintado para la dueña de la pensión. Era triangular. Había
pintado una flor morada vista desde arriba. Le gustó, era muy curioso. Pasaron
a la sala, donde estaba sentado el dueño. Al oírles, acudió su mujer. Se los
presentó. Se notaba que eran buenas personas y parecían tener en gran estima a
Alejandro. Hasta le dieron a él la llave para que la acompañara a su
habitación.
Subieron a la segunda planta y
llegaron a la puerta número siete. Alejandro abrió y la dejó pasar. La
habitación era algo mayor que su alcoba. Tenía una cama grande y una silla a
cada lado de la cabecera, un perchero y una mesita redonda. Se acercó a la
ventana, era pequeña y daba al patio. Qué pena, le hubiera gustado ver el
Acueducto.
—Está muy bien —se abrazó a él—.
¿Vamos a salir a cenar a un sitio finolis?
—Por supuesto. Vamos a celebrar
que has venido a verme —la besó.
—Pues dame unos minutos para que
me arregle y enseguida estoy contigo —dijo correspondiéndole.
—Te espero en la salita de la
entrada —le dijo Alejandro cuando fueron capaces de separarse. Le dio otro beso
y salió de la habitación.
Si iban a ir a un sito elegante,
tenía que ponerse el otro vestido. Menos mal que lo había traído. No quería
parecer una pueblerina.
Al verla descender las
escaleras, Alejandro se quedó boquiabierto. No era para tanto, sólo se había
cambiado de vestido. Se acercó hasta él, se cogió de su brazo y salieron a la
calle.
—Estás guapísima con ese vestido
verde —le dijo pasado un rato.
Se ruborizó y no contestó.
Descendieron junto al Acueducto
y subieron una cuesta que les llevó hasta la puerta de la muralla. Pasaron por
delante de varios palacios y casas nobles y llegaron a una plaza triangular.
Continuaron por la izquierda y siguió viendo más palacios y casonas. Llegaron a
la plaza Mayor. Era grande y como toda plaza que se preciara, tenía soportales.
Allí estaba el Ayuntamiento, un teatro muy nuevo, más casas nobles y un
templete en el centro. Tocarían música los domingos. Al fondo estaba la
Catedral, con mil y un pináculos ascendiendo hacia el cielo. Le fascinaban esas
agujas escalonadas, trepando hasta la cúpula, coronándola. Sintió curiosidad
por ver cómo era el interior de una iglesia tan fastuosa.
—Alejandro, ¿te importaría que
entráramos a verla?
—Claro que no.
El granito de la portada era un
elemento extraño en la piedra cálida del edificio, no quedaba bien. Traspasaron
el umbral y le invadió el olor a incienso. Le pasaba lo mismo que con el
Acueducto, se sentía intimidada por sus dimensiones. Las lacerías del techo le
recordaron a uno de sus sueños, cuando la nombraban Guardiana de la Biblioteca
de la Torre. Por la cúpula entraban los últimos rayos del sol, pero ya no se
distinguían cuadros ni esculturas. La iglesia de su pueblo hubiera cabido en un
rincón de la Catedral.
Volvieron a la plaza y pasearon
bajo los soportales.
—Tienes suerte de vivir en una
ciudad tan hermosa —no se cansaba de mirar los pináculos.
—Podíamos dar la vuelta a la
Catedral.
Se internaron en la calleja, un
espacio demasiado angosto para poder apreciarla. Más adelante, desaparecieron
las casas. Había un espacio enorme cerrado por una verja que dejaba ver
perfectamente el conjunto, incluida la torre.
Cuando llegaron a la plaza,
Alejandro le señaló un mesón.
—¿Te parece que vayamos ya a
cenar?
—Me parece bien.
—Estuve una vez con mi tío y
comimos muy bien.
Entraron y se acomodaron.
Enseguida se acercó el camarero y les contó lo que podían cenar. Había unas
cuantas cosas y le costó elegir. Alejandro pidió que les trajeran un buen vino.
—Nada del vino de la casa, hoy
es un día especial —le susurró al oído.
La comida le supo estupenda y el
vino era mejor que el especial de Enrique. Cuando acabaron, empezaron a hacer
planes para el día siguiente. Sabía que Alejandro tenía que trabajar y no
quería interferir en su trabajo.
—No te preocupes por mí. He
traído la novela y el cuaderno que me regalaste. Estoy escribiendo mis sueños
—él la miraba encandilado.
—Es que no quiero que te pases
el día sola después de venir a verme —cogió su mano.
—Supongo que nos veremos a las
horas de las comidas y quizás, cuando acabes de trabajar, podamos salir a dar
una vuelta.
No parecía muy convencido.
—No te preocupes, Alejandro
—susurró—. No necesito más.
Cuando salieron del mesón era
noche cerrada. La plaza se veía solitaria, iluminada débilmente por algunos
faroles. Pasearon en silencio por callejas estrechas, quebradas y acabaron
desembocando en una pequeña plaza triangular que daba a una calle más amplia.
Descendieron por ella y pasaron por delante de la cárcel. Había un guardia
aburrido apostado en la puerta. Debía ser una calle principal, porque vio
muchas portadas de piedra y también una larga hilera de columnas en el exterior
de una iglesia. Era una calle larga.
Salieron de la ciudad por un
lugar diferente al que entraron y el Acueducto se encontraba a su izquierda.
Tomados de la mano se dirigieron hacia él y les llevó hasta la pensión.
—Mañana podemos salir a pasear
después del desayuno. Tengo tiempo antes de marcharme a la sesión de retrato.
—Alejandro, ya que vamos a salir...
—¿Sí?
—Hay algo que siempre he querido
ver y no logré cumplir en el castillo...
—él la miró dulcemente.
—¿La biblioteca? —le había adivinado el
pensamiento.
—Sí. Me gustaría verla. Nunca he
estado en una, salvo en mis sueños.
—Iremos allí.
Presagiaba que aquel iba a ser
un buen día, de grandes emociones; y no lo decía sólo porque estuviera con
Alejandro. Desde luego, la primera emoción fue verle, estar con él, aunque
hubiera más gente alrededor a la hora de desayunar. Y de inmediato llegó la
segunda, pues subió con Alejandro a su estudio. Dibujar y pintar, ya le había
visto hacerlo. Pero tenía unas ganas enormes de ver su lugar de trabajo y sobre
todo, conocer la pintura que había hecho de su camino hacia el castillo.
Alejandro abrió la puerta y la invitó a pasar.
El corazón le latía desbocado, como si hubiera
subido corriendo las escaleras. Dio unos pasos, entró y se detuvo. Quedó
deslumbrada por la luz, la ventana estaba justo enfrente. Inspiró, olía a
aceite y barniz. A la izquierda de la ventana
distinguió una mesa y una silla, y a la derecha el caballete con un lienzo.
Desde la entrada lo veía de canto, así que avanzó hacia allí.
—¡Oh! —se llevó las manos a la
cara—. ¡El cuadro del castillo!
Era mucho mejor de lo que había
imaginado, y eso que había visto los dibujos. Buscó la silla y se dejó caer en
ella, para quedarse contemplándolo anonadada. Alejandro se acercó por detrás y
puso las manos sobre sus hombros.
Era como volver a revivir el viaje. Había
caminado durante mucho tiempo, a la luz de la luna. Y en algún momento empezó a
sonar música. Primero el tambor, en una percusión lenta y envolvente. Luego
surgió una flauta lejana, una melodía suave como el trino de un pájaro y más
tarde se les unió un animado órgano. Entonces dio comienzo el amanecer. Se
hicieron visibles las montañas, azules e intensas. Apareció el bosque del
fondo, en tonos azules y verdes oscuros. El bosque cercano, en verdes azulados.
Los campos de cultivo, violetas terrosos. Y al final, la silueta del castillo,
violeta rosado. Y ella lo contemplaba desde el camino. Todo envuelto en un aura
azulada y ella estaba allí dentro, contemplando su soñado castillo.
—Igual que cuando lo vi —dijo
para sí misma—. ¿Cómo lo has conseguido? —volvió la cabeza hacia él.
—Entre lo que tú me contaste y
los dibujos que hice allí, surgió esta pintura.
Se levantó y rodeó la silla.
—Lo dices como si hubiera sido
algo fácil —puso las manos en torno a su cuello—, pero sé lo que te ha costado
conseguirlo. Es que eres el mejor pintor del mundo —cogió su cara y le besó con
suavidad. Se abrazaron.
Aquel cuadro marcaba un cambio
de rumbo en su vida. Fue cuando conoció a Alejandro y toda su vida cobró
sentido. Aunque en aquellos momentos, ella pensaba que su vida estaba en el
castillo. Qué lejos andaba de sospechar lo que iba a ocurrir.
—Espera un momento —se separó de
ella—. No te muevas.
Retiró la pintura y la dejó
apoyada en la parte baja del caballete. Le siguió con la mirada mientras iba
hacia la pared del fondo. Estaba abarrotada. Una parte ocupada por una
estantería repleta de libros, papeles, cacharros con polvos de colores,
botellas con líquidos; la otra por los lienzos e infinidad de dibujos del
castillo clavados en la pared. Había un montón de lienzos apilados contra la
pared y cogió uno de ellos. Estaba vuelto del revés y no podía ver si tenía
algo pintado. Alejandro sonrió con un deje de picardía.
—Cierra los ojos.
—¿Por qué? —preguntó sabiendo
que no le iba a responder.
—Tú ciérralos —obedeció sumisa.
¿Qué le iría a enseñar?
—Ya puedes abrirlos —le susurró
al oído.
Al abrirlos se encontró con otro
lienzo sobre el caballete. Y se emocionó, hasta casi saltársele las lágrimas.
No se lo esperaba, todavía no. Era el segundo cuadro de su viaje al castillo.
Allí estaba ella de nuevo, la segunda vez que se detuvo, envuelta amorosamente por un árbol en el bosquecillo,
mirando hacia el castillo. Había más luz y se distinguían sus volúmenes.
Estaba volviendo a revivir su
viaje de la mano de las pinturas de Alejandro. Se correspondían con lo que ella
estaba escribiendo, pero expresado en imágenes. Era increíble.
—No me habías dicho que lo hubieras acabado
—siguió mirando la pintura.
—Todavía está fresco. Ayer
estuve dando los últimos toques —se acercó a ella por detrás y la abrazó—.
Quería tenerlo acabado para que lo vieras.
—Es tan bueno como el primero.
Me has dejado impresionada.
Siguió mirando los cuadros.
Después de eso, ya nada de lo que hiciera podría sorprenderla. Cuando fue capaz
de apartar su mirada de ellos, siguió el recorrido visual por el estudio. El
mueble bajo que había a la derecha del caballete tenía un par de tarros llenos
de pinceles, unos tubos de pintura y una paleta con colores. Se levantó del
asiento. Alejandro estaba relajado y feliz, dejando que ella curioseara en su
estudio. Sólo le quedaba el lado de la cama y estaba viendo una pintura que le
sonaba. Era su retrato en el bosque. Y sobre la cabecera tenía un dibujo.
También era ella, durmiendo, ¿Cuándo se lo había hecho? En Turégano, claro.
—Todavía no nos conocíamos
—señaló Alejandro al tiempo que se acercaba—. Es el que hice sin tu permiso
—siguió vacilante.
—Me alegro de que lo dibujaras.
Es maravilloso.
Se dio la vuelta. Sólo le
quedaba por ver la pared de la entrada. A un lado de la puerta encontró
paisajes de Segovia, monumentos y rincones entrañables. Le gustó el árbol
solitario junto a un muro de piedra. Al otro lado había varios retratos. Niños,
una dama, una adolescente...
—Pero si esta es...
—Irene —se apresuró a decir—, la
hija de los caseros. Me compraron su retrato al óleo.
—Es muy guapa.
—Pues este es mi lugar de
trabajo. Cuando quieras, nos vamos.
Le dio la impresión de que se
había puesto nervioso.
La ciudad renacía alegre y
bulliciosa. La plaza del Acueducto se había llenado de puestos, era día de
mercado. Le apetecía verlo pero no quiso entretenerse porque Alejandro tenía
que ir a trabajar y además, lo que le aguardaba era mucho más interesante.
Se dirigieron a la ciudad antigua, entrando
por el mismo acceso por el que salieron la noche anterior, un tramo en el que
la muralla había desaparecido.
A la luz del día, la calle
parecía distinta. Un palacio con una discreta portada gótica tenía la puerta
abierta, dejando entrever un claustro de columnas retorcidas. Un poco más allá
llamó su atención una fachada llena de enormes pinchos de piedra, era algo
inaudito. Más arriba, otra casa noble, toda en piedra, con una galería de arcos
en la parte superior. De frente estaba la iglesia de la columnata exterior.
Giraron a la derecha en la plaza que se abría ante ella. Venían subiendo desde
que entraron a la ciudad, pero la plaza necesitaba escaleras para salvar el
desnivel. Y los palacios no se acababan, allí había dos seguidos, uno de ellos
con una torre enorme.
Callejearon un poco y llegaron a
otra plaza, que estaba en llano. Se detuvieron ante un edificio regio de dos
plantas. Un par de columnas enmarcaban el portón. No es que fuera bonito...
—¡La biblioteca! —leyó y la
fachada empezó a parecerle más atractiva—. ¡Alejandro, es la biblioteca! —saltó
de alegría. Unos transeúntes se la quedaron mirando.
—¿Quieres que entremos?
Era la tercera alegría que le
brindaba el día. Miró a Alejandro y asintió, porque no le salía la voz. No era
uno de sus sueños, era real, pero ella se sentía ingrávida y se agarró a
él.
—Vamos —Alejandro le pasó el
brazo por la cintura.
Entraron en un pasillo y
Alejandro saludó a alguien a quien ella ni siquiera vio. Salieron a un patio y
se detuvo.
—¿Elena, te encuentras bien?
—Sí, sí. ¿Te das cuenta que está
a punto de cumplirse mi sueño?
Alejandro asintió.
Estaban en un claustro, sobrio y
sin adornos. Menos mal que había plantas en el patio. Se había imaginado que la
biblioteca estaría alojada en un edificio con más encanto. A la derecha, una
puerta anunciaba la biblioteca y se dirigieron hacia allí.
El corazón le latió con fuerza
cuando entraron en la enorme sala de techos altos. Las paredes habían
desaparecido detrás de estanterías altísimas, atiborradas de libros.
Necesitarían una escalera para alcanzar los de arriba. Y la vio en una esquina,
enganchada a un estante. En el centro de la estancia había mesas y algunas
estaban ocupadas por gente que leía.
—¿Desean algo? —se giró hacia la
voz.
Allí a su derecha, había una
mujer sentada tras la enorme mesa. No la había visto al entrar. No la miraba,
estaba consultando un archivo y cotejándolo con unas fichas. Tras ella tenía un
mueble lleno de cajones. Uno de ellos estaba abierto y repleto de tarjetas como
las que tenía sobre la mesa.
Dudó un instante.
—Verá. No se lo va a creer, pero
nunca he estado en una biblioteca. ¿Le importaría que echara un vistazo?
—No faltaba más —levantó la
vista de los papeles. ¿Ve aquella puerta de allí?
—Sí.
—Allí hay otra sala más. Pueden
ustedes dar una vuelta sin ningún problema.
—Muchísimas gracias.
—De nada.
Fue hacia las estanterías más
cercanas. Era como en sus sueños, pero mucho mayor. Todavía le costaba creer
que estuviera allí. Libros y más libros, pequeños y grandes, antiguos y
modernos, enciclopedias, colecciones; ordenados por materias y numerados en el canto. Igual que en sus
sueños. De vez en cuando se detenía y leía uno de los títulos. Se conformaba
con verlos, sentirse rodeada de esa ingente cantidad de libros. Giró sobre sí
misma, en un intento de abarcarlos todos de un vistazo y acabó tropezando con
Alejandro.
Le tenía olvidado desde que
había visto los libros. Cogió su mano.
—¿No te apetecería quedarte a
leer? —le dijo Alejandro al oído.
—Me encantaría —se volvió hacia
él, envuelta en una sonrisa.
—Yo me voy a tener que ir a
pintar, los retratos. Tú puedes quedarte aquí y vengo a buscarte cuando acabe.
—No te preocupes. Nos vemos en
el hostal.
—¿Sabrás llegar?
—¡Cómo no voy a saber! Aunque se
me olvidara por dónde hemos venido, es mucho más sencillo que orientarse en el
bosque. Hacia el sur y buscar el acueducto. No hay pérdida.
—Bien, pues nos vemos allí.
Alejandro se fue y ella siguió
paseando junto a las estanterías. De vez en cuando pasaba la mano por el lomo
de los libros y los acariciaba. Había recorrido ya las dos salas y no iba a
darse otra vuelta. Decidió sentarse.
Una vez sentada, cerró los ojos.
Todavía no había bajado de la nube en que se hallaba. Era su primera vez y se
sentía igual que en un sueño. Sentía la presencia de los libros incluso con los
ojos cerrados. Podía percibir el olor seco y cerrado que guardaban en sí.
Seguro que sería capaz de distinguir un libro nuevo de uno antiguo por el olor.
Estaba en el santuario de los
libros.
Abrió los ojos y miró a su
alrededor: personas enfrascadas en la lectura, lectores que acudirían a diario
a devorar página tras página, ella al menos así lo haría; la encargada de
mantener en orden el santuario, la guardiana de los libros, como a ella le
hubiera gustado ser, que se ocuparía de engrandecer el lugar aportando libros
nuevos; ¿se ocuparía la guardiana de todo o habría alguien más importante por
encima de ella?; y libros, muchos libros, aunque no había visto ninguno
realmente antiguo, estarían a buen recaudo.
Habría llevado siglos reunir
todo aquello, y el dineral que debía suponer; los libros, desde el suelo hasta
el techo, llegaría un momento en el que no cabrían. El edificio era enorme,
podían seguir añadiendo salas. Suspiró. Aquello le empezaba a superar. Sólo
había venido a disfrutar de los libros, estaban esperándola. Desde luego qué
suerte tenían los segovianos, poder venir siempre que se les antojara.
La nube se había disipado. Y
aunque no se cansaba de mirar, no se iba a pasar así toda la mañana. Ya que
estaba allí leería algo. Por una vez, podía coger algo distinto a una novela. Y
se le ocurrió lo que podía ser.
Fue a la sección de naturaleza,
echó un vistazo a los libros de animales y cogió un libro de aves. Se lo llevó
a la mesa, se acomodó y entonces lo abrió. Empezó a leer el prefacio pero le
aburría. Pasó la hoja. Lo que le interesaba eran las aves y ver qué escribían
sobre ellas. Fue ojeando el libro hasta que encontró una página ilustrada. Aves
de presa. Unos dibujos realmente interesantes para conocerlas, aunque eran
mejores los de Alejandro. Acabó de ver el libro y fue a devolverlo a la
estantería. Recordaba haber visto otro sobre las aves del bosque. Lo buscó y se
lo trajo a la mesa. En él reconoció a algunos de los pájaros de su bosque.
Leyendo sobre ellos, pasó el tiempo entretenida hasta que la bibliotecaria fue
a avisarle que iba a cerrar.
El resto del día lo pasó en su
universo particular, un lugar poblado de libros, a caballo entre la biblioteca
de Segovia y la de la torre. Una real y
la otra soñada, aunque no se atrevería a calificarla de imaginaria, pues seguía
creyendo que existía. Y surgieron las inevitables comparaciones, porque aunque
la real fuera enorme, no tenía el encanto de la soñada. Un enclave cercano al
bosque, en un castillo, en el interior de una antigua torre circular; una sala
forrada de madera, suelos y techos incluidos. Además podía acceder a todos los
libros, incluidos los Arcanos, para eso era la Guardiana.
Los Arcanos. No había visto
ninguno esa mañana, seguramente estarían ocultos y necesitarían de un permiso
especial para ser consultados. Como en la torre. Tendría que averiguarlo.
Salió de su ensoñación cuando
Alejandro le dijo que había terminado. Los libros se disolvían y desaparecían ante sus ojos.
Estaba anocheciendo. Cómo había pasado el tiempo. Se levantó del asiento y
desentumeció los músculos mientras él iba a sentarse frente al caballete. Tenía
que ver los Arcanos segovianos.
Se acercó a ver lo que había
pintado. El rostro y las manos estaban acabados. Lo demás, como decía él, sólo
estaba esbozado. Estaba posando para el nuevo retrato en el bosque. Como
Alejandro no quería deshacerse del que le hizo, estaba pintando uno nuevo con
la intención de venderlo. Mañana se enteraría de dónde estaban.
Le había dicho a doña Adela si
no le importaba que pasara toda la tarde en su habitación y le contestó que
tenía plena confianza en él. Lo cierto fue que acabó sentada en sus rodillas y
abrazada a él. Entonces desaparecieron todos los libros y volvió al mundo
real.
Esa mañana se despertó bastante
temprano. Llevaba cuatro maravillosos días en Segovia y ya se le acababan. Le
hubiera gustado subir a dar los buenos días a Alejandro. Si hubiera estado en
su casa lo habría hecho, pero en la pensión no se atrevía. No quería dar que
hablar. Podía leer hasta que fuera una hora más prudente, pero aún no había
suficiente luz para ello. En los cuatro días que llevaba en Segovia no había
abierto la novela. Quién le iba a decir que no iba a encontrar el momento. Hizo
su maleta y acabó en un santiamén. ¿Y ahora qué?
Supuso que en la cocina ya habría movimiento,
así que no se lo pensó dos veces y bajó para allá. Pasó por el comedor y saludó
a un par de huéspedes que estaban desayunando. Oyó hablar en la cocina y se
acercó hasta allí. Doña Adela y su hija Irene ya estaban faenando. Así que
entró y como fuera bien recibida, allí que se quedó charlando. No le gustaba
estar de más y acabó echando una mano.
Pasó un buen rato antes de que
Alejandro se presentara allí.
—Te he oído desde fuera. Buenos
días a todas.
Fue emocionada hacia él. Iba a
besarle, cuando se dio cuenta de dónde estaba. Se conformó con coger sus manos
y mirarle extasiada.
—Buenos días —le dijo a media
voz.
—Te has levantado muy temprano.
—Me desperté muy pronto y bajé a charlar con
doña Adela e Irene —ésta les miraba con un deje de tristeza.
—Alejandro, ha elegido usted a
una joven encantadora.
Irene no dijo nada.
—Ya lo creo, doña Adela. Ya lo
creo —la miró entusiasmado. Seguían con las manos enlazadas.
—Por cierto —dijo Alejandro
dirigiéndose a Irene—, estuvimos hablando de tu retrato. ¿Te importaría
enseñárselo?
—No faltaría más —dijo Irene—.
¿Quieres verlo ahora?
—Sí. Si no es molestia.
—Claro que no. Acompáñame.
Soltó las manos de Alejandro y
siguió a Irene a través del comedor y el pasillo. Abrió una puerta y entraron
en una sala de dimensiones reducidas. Había unas butacas altas en torno a una
mesa redonda con faldillas que prácticamente ocupaban la estancia. Las paredes
eran azules, con dibujos decorativos y en la chimenea había encendido un
pequeño fuego. Por el balcón, que daba a la calle principal, entraba bastante
luz. Ahí sí que se podía leer aunque fuera temprano.
—Aquí lo tienes —señaló Irene,
volviéndose hacia la pared de la puerta por la que habían entrado.
Pese a saber lo bien que pintaba
Alejandro, se seguía sorprendiendo con cada obra suya que descubría. Era un
retrato muy bueno y en él se veía a la joven vivaz e inteligente que era. Irene
era algo más joven que ella y muy guapa.
—Te ha dejado fenomenal —dijo
después de un rato.
—Es un buen pintor.
—Sí. Muy bueno.
—Y una buena persona. Has tenido
suerte de dar con él.
—Lo sé. Gracias —Irene volvía a
tener un toque de tristeza.
Irene sentía o había sentido
algo por Alejandro, de eso no le cabía la menor duda. Si por su parte Alejandro... no lo sabía. Volvieron con los demás.
Se sentía feliz junto a él.
Al desayuno le siguió un breve paseo.
El tiempo se les acababa, pero había aprendido que de vez en cuando, la vida te
deparaba algunas alegrías. Y eso ayudaba a soportar todo lo demás. Así que no
se sentía triste, porque antes o después, volverían a estar juntos.
Subieron a su habitación a por
la maleta y tuvieron una intensa despedida. Luego la acompañó al coche de línea
que la devolvería a su pueblo. En el último momento, Alejandro le dio un
paquete. Por el tamaño, era un libro. Para que se acordara de él, le dijo. Y
ella le besó, en público. Que pensaran lo que quisieran de ella.
Se le veía triste cuando alzó la
mano para despedirla y eso hizo que a ella se le humedecieran los ojos. Pero no
debía estarlo, porque habían sido unos días maravillosos. Habían estado juntos
la mayor parte del tiempo, algo que no esperaba fuera posible. Y él tampoco
debía entristecerse. Lo primero que haría cuando llegara a casa sería
escribirle y decírselo. Contarle que se sintió muy feliz junto a él. En sus
paseos por Segovia, posando para él, incluso estando en la biblioteca. Porque
sabía que volverían a estar juntos unas horas más tarde. Incluso cuando se iba
a dormir, lo hacía contenta de pensar que al día siguiente volverían a verse. Y
no debía estar triste, porque aunque pasaran días, volverían a estar juntos.