UN TIPO CON
SUERTE
El individuo que sostenía el papel se puso
en pie.
—Culpable de boicotear el trabajo que realizaba
el artista Juan Inquieto… —con el dedo índice seguía la lectura—. Culpable de
intentar asesinar al artista… Juan… con el so… soporte de su obra. Culpable de
denegar el auxilio al artista malherido.
—Supongo, que cuando dice usted culpable,
se refiere al acusado Jaime de los Aires —intervino el Juez.
—Claro, a quién si no.
—¡Haga el favor de leernos todo lo que pone
en ese documento legal, de principio a fin, sin omitir tan siquiera una coma!
Si el
Juez parecía fastidiado, más lo estaba el miembro del Jurado, volviendo a leer
a trompicones la versión íntegra de lo que a duras penas era capaz de seguir
con el dedo, mientras dos de sus compañeros reían por lo bajo; y peor me sentía
yo escuchando por segunda vez, la versión equivocada de los hechos.
Si el Todopoderoso, ese ser superior en quien
querría creer, se hubiera dignado borrar aquel día de mi vida; pero estaba muy
claro que las buenas personas no teníamos un dios al que acudir, ni siquiera un
ángel o un hada madrina que velara por nosotros. En cambio, a los malos les iba
de maravilla, como si algún perverso ser superior velara por ellos. Así debió ser
aquella nefasta madrugada, en la cual a una de esas malas personas ––mi vecino
el Camarero––, le seguía yendo de maravilla. Esa noche volvió temprano —entre
las dos y las tres de la madrugada—, y comenzó su concierto habitual, que como
siempre, me desveló. Me levanté y me puse a dibujar, si bien con semejante
escándalo, no conseguí hacer nada decente. Fue durante uno de los exiguos momentos
en los que dejaba descansar a su guitarra alitrónica, cuando escuché el ruido:
pppssssssshhhhh, como si algo se desinflara. El ruido procedía de la entrada,
pero al llegar allí, había desaparecido. Permanecí atento, pero no volví a oírlo.
Volvió el estruendo, unas notas mal afinadas que se repitieron una y otra vez y
que de pronto se cortaron en seco, entonces lo oí: un psssshh continuo al otro
lado de la puerta.
Desde la mirilla no veía nada, así que abrí
la puerta y ésta se precipitó contra mí, al tiempo que un individuo apoyado en
ella perdía el equilibrio y caía al suelo. Pensé lo que cualquiera habría imaginado,
que ese tipo era un ladrón, e hice lo que todo el mundo hubiera hecho: intenté
cerrar la puerta. Lo hice con todas mis fuerzas, apoyándome con el hombro para
vencer la resistencia que ofrecía el cuerpo caído. Mis arremetidas contra la
puerta sonaban clonc, clonc, clonc y conseguí dejarla entornada. Estuve un rato
haciendo fuerza para que no lograra abrirla, pero como al otro lado no se
sentía nada y pese al miedo, acabé asomándome. El individuo permanecía inmóvil,
con una mano en una posición extraña y la frente ensangrentada. ¡Estaba muerto!
¡Me echarían la culpa!
Salí afuera y tiré de sus pies hasta que
el vano de mi puerta quedó libre. Después entré en casa y cerré la puerta. El
corazón me iba a cien. Un ladrón había intentado entrar en mi casa, y sin
pretenderlo, le había matado. Esperaba que no me hubiera arañado la puerta,
pero no me atrevía a salir otra vez para comprobarlo, porque podría verme algún
vecino y… Era mejor dejarlo como estaba, yo no sabía nada. Un ladrón había intentado
forzar mi puerta y se había escurrido, con tan mala suerte que se dio un golpe y
se mató. Con el estruendo de la música, yo no había oído nada.
Amaneció y el camarero dejó de alterar la
paz del vecindario con su alitrónica, pero continué sin poder conciliar el
sueño debido a la preocupación por lo sucedido. Así, cuando llegaron los
policías, vieron la culpabilidad escrita en mi rostro demacrado y me
detuvieron. Horas más tarde me enteraría de que no estaba acusado de asesinato,
lo cual fue un alivio pasajero, sino de atacar a un artista Grafitero y dejarlo
medio muerto.
—Jaime
de los Aires —habló el Juez—, le condeno a un año de reclusión en el Penal de la
Ciudad y a pagar una indemnización de tres mil eurodólares al agraviado Juan
Inquieto. Ahora bien, teniendo en cuenta la falta de antecedentes, la pena podría
ser conmutada por una reeducación social; ésta consistiría en acoger en su
domicilio y por un período de tres meses al agraviado, procurándole el material
que necesite para proseguir su aprendizaje como Artista del grafiti. Usted
decide —descargó el mazo—. Pasará veinticuatro horas en el Penal para meditarlo
y mañana le devolverán a esta sala para comunicarme su decisión. ¿Lo ha
entendido?
—Supongo que sí —dije sin ninguna
convicción.
Condenado. Yo era condenado y el destructor
de mi obra de Arte sería premiado. No lo entendía. Miré con odio al culpable de
mi desgracia, el tal Juan Inquieto, que ponía cara de no haber roto un plato en
su vida. Culpable, culpable de todo, ¿por qué no culpable de todos los males de
este mundo? Si yo pudiera, los remediaría, pero no tenía los medios, ni el
valor. Sólo había intentado defender mi casa y ni siquiera eso había hecho
bien, únicamente de eso era culpable.
Después de una cena frugal, rodeado de
individuos que no me miraban con buenos ojos, el carcelero me acompañó a “la
celda de la meditación”. Una vez cerró la puerta y escuché cómo giraba la
llave, me quedé más tranquilo. Esa noche no sería violado ni nada por el
estilo. Me tumbé en la cama dispuesto a meditar sobre lo que me había dicho el
Juez, pero lo único que acudía a mi mente una y otra vez, era el desgarrador sonido
de la guitarra alitrónica. Todo había comenzado con el atronador sonido desafinado
que surgía de aquel instrumento. Me di la vuelta, intentando que mis
pensamientos cambiaran de rumbo. La pared era de un gris deprimente. Hormigón, sobre
el cual alguien había logrado escribir su mensaje. Estaba algo borroso, ponía: mierda.
Eso mismo pensaba yo. ¿Prisión o Reeducación Social? Tenía que elegir. ¡Mierda!
El color resultaba sospechoso… me di la vuelta y miré al techo; allí, por lo
menos el gris parecía limpio.
Prisión
o Reeducación social, y todo por culpa de la guitarra alitrónica de mi vecino. Al
principio volvía a su casa a las siete de la mañana, cuando yo me levantaba y ya
no podía escuchar las noticias en la radio, pero lo peor vino cuando el tugurio
donde ejercía de camarero empezó a flojear algunas noches, ya fuera por la crisis
o porque los parroquianos noctámbulos hubieran encontrado otro local más de su
agrado; en esos días, su sesión empezaba bastante más temprano. Había recibido un
montón de denuncias, individuales y de todos los vecinos; pero como no tenía
antecedentes, la policía no aparecía y la justicia no nos hacía caso.
La justicia se equivocaba al utilizar los
jurados populares. Se habían puesto de moda y la gente se apuntaba para
entretenerse, como si aquello fuera un juego. Si a los miembros de mi jurado
les hubieran hecho lo que a mí, su veredicto habría sido muy distinto y yo no estaría
en esta celda. Meter al tarado Juan Inquieto en mi casa era inviable, me
pondría perdidas todas las paredes y continuaría con los muebles. Me revolví en
la cama y volví a verla sobre la pared: mierda. Así había acabado la puerta de
mi casa, hecha una mierda.
––¡Todo es una mierda! ––me levanté y
empecé a dar vueltas por la celda.
Me había destrozado la puerta de casa, mi
mejor obra, y sería yo el que pagara por ello.
––¡Mierda para el jurado y mierda para
todos! ––di una patada a la cama.
Una puerta que fue endeble cuando compré
el apartamento y que a las pocas semanas dejó de serlo. Comencé por desmontar
el panel exterior, sustituí el interior de cartón ondulado por robustos
travesaños que no podrían reventar de una patada y por último me ocupé del
panel exterior, que recibió las piezas que fueron conformando una maravillosa estrella
de ocho puntas, una auténtica obra digna de un palacio oriental.
Mi puerta. Los ojos se me humedecieron. Tenía
que cambiar las piezas que habían resultado afectadas por la pintura y me iba a
llevar como mínimo un par de semanas de trabajo. ¡Mierda! Quería salvarla, pero,
¿cómo iba a hacerlo desde la cárcel? Lo peor y más probable es que aquel
descerebrado volviera para acabar de perpetrar el acto vandálico, lo que él se
atrevía a llamar una obra de arte sobre mi puerta. De no haber sonado aquella
maldita alitrónica, nada de esto habría sucedido, porque el tarado no se habría
atrevido a usar sus sprays en la puerta de mi casa en el silencio de la noche.
Debía volver a casa, restaurar la puerta y protegerla de individuos como Juan
Inquieto. Pero si lo hacía, debería acoger al salvaje una temporada, me
grafitearía la puerta por fuera y por dentro, las paredes, todo. Sería el fin.
––¡Mierda, mierda, mierda y más mierda! ¡Me
cago en el Grafitero! ––clon, clon, sonaron unos golpes en la puerta de la
celda. Se abrió la mirilla.
––Otro ruido más y vas a la celda de
castigo. ¿Lo has entendido?
––Lo siento, no volverá a ocurrir.
Nunca había sido tan mal hablado. El techo
gris resultaba muy aburrido y tendría que verlo todos los días. Iba a permanecer
en esta celda una larga temporada, si al menos no tuviera que salir a compartir
las comidas con esos individuos que me miraban con aviesas intenciones, me
quedaría tranquilo. Me conformaba con que me dejaran trabajar la madera sin
salir de estas cuatro paredes, podía adelantar algo del trabajo que estaba
realizando. No, no resultaría tan sencillo, nunca me dejarían usar mis
herramientas aquí dentro y en cuanto se supiera que había entrado en prisión,
no volvería a trabajar en la Ciudad Histórica. Acabaría mis días laminando
troncos en la Maderera o tumbando árboles en el Espacio Arbóreo Sostenible.
Eligiera lo que eligiera, estaba todo
perdido. Cerré los ojos para olvidarme de la celda gris. Quería alejarme de la
realidad, soñar con paraísos lejanos e internarme en exóticas junglas rebosantes
de extraños árboles de preciadas maderas, y en efecto, aquella noche, soñé.
—Y bien ––dijo el Juez––, ¿qué ha decidido
el acusado Jaime de los Aires?
El Juez, el Jurado, el Grafitero, su
abogado, los policías y el público; los tenía a todos pendientes de mi decisión.
Debería haberme sentido sumamente incómodo, pero después de caminar durante
horas por la extraña jungla de aquel planeta desconocido y haber encontrado el
Palacio de Madera Viviente, tallado día a día por los más afamados escultores
de la galaxia, mi estado era de una serenidad absoluta. El sueño vivido en la
celda valía más que esta realidad de mierda.
Dirigí la mirada a mi auditorio. A la
izquierda se hallaba el Grafitero, feliz, pues cualquier sentencia le sería
favorable. Le acompañaba su abogado, que aún siendo de oficio, le había
defendido con firmeza. El mío, de pago, no se había dignado aparecer, pero ya no
le necesitaba. El juez se impacientaba, así que decidí ser clemente con él y
contestar sin más demora.
—Acojo al Grafitero Juan Inquieto —el Palacio
de Madera Viviente me había hecho ver las cosas desde una nueva perspectiva.
—Creo que ha tomado la decisión correcta
––dijo el Juez, agitando el mazo––. Un agente de policía se personará todos los
lunes en su domicilio para comprobar que cumple las condiciones pactadas.
¿Desea que se las recuerde?
—No es necesario, señor Juez.
—El condenado Jaime de los Aires se hace
cargo de Juan Inquieto, sabiendo que si no cumple lo pactado, ingresará en la
Prisión de la Ciudad por un periodo no inferior a dos años. He dicho ––dio un
mazazo que apenas sonó.
Me detuve ante mi puerta. Nos detuvimos,
porque mi invitado me acompañaba. Presentaba un aspecto lamentable debido a los
trazos negros aleatorios con que la había arruinado. Un simple lijado no
serviría de nada, debería cambiar algunas de las piezas, con lo difícil que
sería encontrar una tonalidad similar. El Grafitero contemplaba la puerta con
los ojos entornados, como si fuera un auténtico artista. Intenté ponerme en su
lugar en aquella aciaga madrugada. Un joven de pocas luces, al que la sociedad
había educado en la creencia de que grafitear lo que a uno le apeteciera era lo
correcto, encontró un portal abierto y en su interior un espacio virgen. Aún
así, no lo entendía.
—¿Por qué escogiste mi puerta? No es el mejor
lugar para pintar.
—Oye tío, si llego a saber que te flipa
tanto la puerta, hubiera pintado la de enfrente —casi sonaba como una disculpa.
—Lo hubiera preferido, pero todavía no me
has contestado.
—Los
relieves —señaló—, era el espacio más difícil en el interior del edificio y
suponía un reto.
Le habría estrangulado ahí mismo, pero la imagen
de la puerta de entrada del Palacio de Madera Viviente, infinitamente más
bella, me hizo recapacitar. ¿Qué importancia tenía que la mía se hubiera echado
a perder? Saqué la llave del bolsillo y me adelanté. Giré la llave, abrí y entré
hasta el salón.
—¡Qué horror, qué paredes tan blancas! —mi
invitado forzoso dejó caer su bolsa al suelo—. ¿Cómo puedes vivir así?
Me acerqué hasta el sofá, me dejé caer en
él y cerré los ojos. Estaba en mi casa. Él no tenía derecho a opinar.
––Necesitas algo que te alegre la vista ––le
sentí caer en el otro extremo del sillón––, cuando te sientes aquí a meditar
sobre tu obra… ¡sí, eso es!, para meditar…, alegre pero no demasiado.
Empezaba a arrepentirme de mi decisión. Estaba
acostumbrado a vivir solo y la convivencia con un tipo que quería alterarme la
casa iba a resultar complicada. Si me negaba, se quejaría al agente y yo
acabaría en la cárcel. Mi casa iba a ser guarreada, debía intentar que la
devastación fuera lo más leve posible, y entre otras cosas tenía que evitar que
me grafiteara los trabajos de madera. Me levanté y abrí la puerta del
dormitorio.
––Ven aquí un momento ––el Grafitero se
acercó––. ¿Ves esa obra sobre la cama?
––Como la puerta, es guay.
––¡No, es mucho mejor que la puerta! Esa pieza
de marquetería fue creada por mi profesor Marcelo Ruvinov, uno de los mejores ebanistas
de Europa. Supongo que tú no lo apreciarás, pero es lo más valioso que tengo y
no me lo vas a grafitear. Si lo haces, te mato, aunque pase el resto de mis
días en la Prisión de la Ciudad.
––Entiendo. Vetada esa obra. No tendrás que
matarme.
Eso esperaba, la obra de mi profesor bien
podría haber pertenecido al Palacio de Madera Viviente. Siempre había sido un
individuo pacífico, pero llegado el caso, le cogería de los hombros y golpearía
su cabeza contra la pared hasta dejarla convertida en un grafiti sanguinolento.
—Tío… —se volvió al sofá— no te pongas
así, que sólo voy a grafitearte la pared que tú elijas y como a ti te guste. Tú
dímelo y yo lo hago. Para empezar con los bocetos necesitaré un aerógrafo y…
––Hablaremos de ello más tarde ––le
interrumpí––, ahora necesito descansar. Esa es la puerta de tu dormitorio. Ve
instalándote.
No era violento, pero volvería a darle con
la puerta, aunque me la cargara y tuviera que hacer otra nueva. Fui a mi dormitorio
y me eché en la cama. ¡Decidir qué quería que me grafiteara! Bastante había
hecho trayéndole a casa. Tendría que llevarlo conmigo a todas partes, si no, me
estropearía las paredes con sus guarrerías, pero al trabajo no podía. Dura
realidad. Intentaría que los daños fueran lo más leves posible. Si pudiera
trasladarme al mundo de mis recientes sueños, sería incluso capaz de iniciar un
nuevo aprendizaje, en el arte de tallar la madera viva; con el tiempo podría
llegar a colaborar en el trabajo del Palacio. Necesitaba abstraerme de la
realidad y nada mejor que volver a aquel planeta lejano. Pensé en aquel exótico
bosque y llegué al Palacio de Madera Viviente…
Fue un sueño maravilloso. Me encontraba en
una nueva sala, todavía en proceso de construcción y la luz se filtraba a
través del follaje poco denso y casi geométrico que formaba su techo. La pared
de la derecha estaba acabada, al menos el centro. Me acerqué hasta ella. Un
intrincado encaje vegetal que incluía maderas verdes contrastando con las
rojizas. La zona central era hexagonal y se dividía en triángulos cada vez más
pequeños que llevaban a un centro nuevamente hexagonal que sobresalía
ligeramente antes de crear un hueco. Me asomé a lo que parecía una mirilla. Daba
a otra sala en penumbra, donde un solo rayo iluminaba una compleja forma de
madera, la escultura más bella que jamás hubiera visto, de tonos oliváceos y
rosas. ¿Quién sería capaz de crear algo tan bello, que incluso parecía tener
movimiento? ¿Se movía? Sí, ya no estaba allí. Sabía que la observaba, se volvió
y me miró antes de dar media vuelta y desaparecer tras la cortina de tapiz
vegetal. Una escultura vegetal viviente.
El autobús se detuvo ante la verja y abrió
las puertas. Un par de Agentes de Seguridad subieron al mismo y empezaron a
pedir los pases. También inspeccionaron las bolsas que llevábamos y al no
encontrar nada sospechoso, nos dejaron continuar. La Ciudad Histórica, era tan sobria,
tan limpia con sus fachadas monocolor… Qué suerte tenían los ricos, para
conservar la Memoria Histórica de la Ciudad, rodearon el casco antiguo con una
verja y pusieron controles policiales en las entradas y a lo largo de todo el
perímetro. Nadie entraba allí con un lapicero en el bolsillo, nadie iba a
violar una fachada. Si lo necesitaba, como yo por mi trabajo, debía entregarlo
en el puesto fronterizo y me era devuelto en el lugar de trabajo, de donde no
saldría hasta que hubiera acabado mi labor y traspasado la verja.
La Ciudad Exterior era diferente. Las
fachadas eran una locura desbocada: grafitis cubriéndolas completamente, nuevas
incorporaciones sobre los anteriores, firmas y frases soeces. Siempre temí por mi
preciada puerta, desde que la acabara, pues los grafiteros empezaban a tomar
los portales, y acabaron, cómo no, ante las puertas de las casas, y a mí me
tocó el primero de mi portal. Algún día, cuando me mudara a la Ciudad
Histórica, me libraría de esa plaga. Estaba ahorrando para comprarme un pequeño
apartamento en las calles limítrofes. Sería factible dentro de unos años y hasta
entonces, debía cuidar de mi apartamento para que resultara lo menos grafiteado
posible. A mi inquilino le había dado papel y lápiz, después de convencerle
para que no hiciera sus bocetos en la pared del pasillo. La negociación había
sido dura y me tocaría comprarle un aerógrafo que no iba a resultar nada barato.
Llegué a mi destino y me apeé del autobús.
Llamé al portal y el portero se acercó, enseñé el pase y me abrió.
—Creí que había acabado su trabajo, como
ha estado un par de días sin venir…
—Un virus —improvisé—. Ha sido terrible,
me ha tenido en cama desde el sábado.
—Los
virus, la plaga del siglo XXI. La medicina ha logrado acabar con las gripes,
las jaquecas y tantas otras cosas, pero no pueden con esos bichejos.
—Así es. Espero que me respeten una larga
temporada.
El portero subió conmigo y me abrió la
puerta del piso, como hacía todos los días. Medidas de seguridad, no fuera a
hacer algún grafitillo en una pared, con la llave de mi casa, porque otra cosa
no llevaba. Entré y cerró tras de mí.
Atravesé el pasillo y entré en el salón.
Esa habitación me tenía embelesado y cada vez que entraba, me detenía en ella.
Allí había no uno ni dos, había ¡tres grafitis!; y no eran unos grafitis cualesquiera
como los que inundaban la Ciudad Exterior, eran tan limpios como las fachadas
de la Ciudad Histórica en la que me encontraba. El día que me entrevisté con el
dueño del piso, al ver lo que me impresionaron, me habló de ellos. “¿Le gustan?
Son grafitis sobre tela, y no están pintados con spray, sino con pinturas
cremosas y pinceles. Es una técnica antigua y casi perdida; sólo la conocen en
India y cuestan una auténtica fortuna. También los hacen en China, pero son vulgares
imitaciones, fotografías”.
El
grafiti de la pared de la derecha era mi favorito. Era el más pequeño de los tres
y representaba una isla boscosa al ponerse el sol. Debía ser como los grafitis
antiguos de los museos. Había uno junto a los jardines del Retiro, el Museo del
Prado. Tenía que pedir un permiso de visita. Si el dueño del piso quedaba
contento con mi trabajo, quizás pudiera recomendarme. Grafitis sobre tela, no
era mala idea. La tela no era tan cara. ¿Se podría pintar sobre ella con los
sprays? Si fuera técnicamente posible, no tendría que estropearme las paredes. Intentaría
convencerlo.
Me
dirigí al dormitorio. Cómo había cambiado aquella habitación desde que la viera
por primera vez, completamente desnuda. El dueño me dijo que le gustaba el
estilo de la mansión de Lord Carrington en Escocia y me enseño fotos en un
libro. Después me acompañó hasta esta habitación y me dijo: “¿Qué haría usted
en este dormitorio trabajando en el estilo que le he mostrado? Estaba tan impresionado
con los grafitis en tela, que no supe qué decir y le pedí que me dejara meditarlo.
Tardé casi tres horas en presentarle mi idea.
Todavía tenía trabajo para un par de meses.
En una de las paredes sólo tenía dibujada la estructura principal. Tenía que
hacer un agujero para la hornacina y después colocaría las guías para el
montaje. Fui a la mesa de trabajo, donde aún permanecían las piezas cortadas el
último día. Probé la primera de ellas y encajó en su sitio. En el trabajo
residía la felicidad. Si no existiera nada más, sería perfecto.
Sobreviví a dos
días de aparente calma, en los que el Grafitero se dedicó a emborronar papeles y a darme conversación cuando yo volvía a casa,
y el Camarero no había vuelto a tocar su alitrónica. No contaba con que esta
aparente calma fuera un regalo de los dioses hacia mi persona, más bien se
estarían aliando con ellos para amargarme la existencia. La calma no podía
durar, cualquier día volvería a casa y me encontraría las paredes grafiteadas y
esa misma madrugada, el camarero orquestaría un ruidoso concierto que duraría
toda la noche.
Al tercer día, mi inquilino el Grafitero
me tenía preparada una sorpresa: sobre la mesa del salón había extendido unos
bocetos realizados sobre papel. Eran abstractos, mejores de lo que me figuraba,
incluso en uno de ellos aparecía el motivo principal de mi puerta, la estrella
de ocho puntas. El muchacho todavía tenía posibilidades de llegar a convertirse
en artista, estudiando, claro.
—Te hubiera hecho una prueba en la pared
––dijo con expresión compungida––, pero como todavía no tengo el multiaerógrafo…
—Ya te dije que me avisarán cuando lo
reciban ––mentí.
El multiaerógrafo. Una mochila con
aerógrafo, compresor, un pequeño ordenador que regulaba la mezcla de color y
depósito de doce colores al que se podía añadir otro para los metalizados y
nacarados. Una pequeña maravilla para pintar grafitis. Cuando fui a comprarlo,
me asusté del precio. Me informaron que sólo lo usaban los mejores
profesionales, así que lo dejé y llamé al inspector para decirle que no tenía
por qué comprarle algo tan caro ––esperaba que me diera la razón––, pero me respondió
que más valía que cumpliera con mi parte del acuerdo. De momento, le daría
largas.
—Y, ¿qué te parecen mis ideas?
—No están mal —cogí uno de ellos y lo
llevé a la ventana—, me recuerda a… no, no es exactamente lo que yo pensaba.
—¿Qué es lo que pensabas?
Me senté en la butaca, con el boceto en la
mano.
—Me ha recordado a una idea que me ronda
la cabeza hace tiempo. ¿Te imaginas poder crear un palacio trabajando a partir
de árboles vivos, modelándolos a tu antojo? Sería un palacio en constante
transformación.
––Eso es una locura —me miró como si no
estuviera en mis cabales—. ¿Y dices que mi boceto te lo recuerda?
––Sí, al Palacio de Madera Viviente.
––Tendrás que contarme algo más para que
pueda hacer algo ––se rascó la cabeza.
Le conté mis sueños, sin decirle que eran
tales. Eso le mantendría ocupado algunos días más, tiempo durante el cual el
multiaerógrafo seguiría sin llegar y mi desgracia se postergaría.
Ni siquiera
había visto mi calle y me pasé unas cuantas paradas. No me importó volver caminando,
la sensación era la de andar sobre algodón, sobre humedad condensada, sobre
nubes, y no era consciente de lo que me rodeaba: personas y farolas, calles y
aceras, pertenecían a otro mundo que cada vez me interesaba menos, pues me
resultaba adverso. Era el cuarto día antes de lo que tuviera que ocurrir, y
algo bueno sucedió en el trabajo. Volvía a la mesa tras tomar unas medidas en
la hornacina y se me olvidó anotarlas. Me volví hacia la misma, intentando
recordarlas, y al mirar a través del centro calado, en vez de toparme con su
fondo a veinte centímetros, me encontré con toda una sala, la nueva estancia
del Palacio de Madera Viviente. Dejé que la fantasía continuara, sin saber a
ciencia cierta si era tal, había caído en un inesperado sueño, o me estaba
volviendo loco de tanto pensar en el Palacio. Y allí la vi de nuevo, la
escultura de madera olivácea y rosada. Sus trenzadas ramas superiores se
movieron de manera sensual al ser alcanzadas por la brisa, y ese fue el
comienzo de una danza lenta y embriagadora, en la que cimbreó su cintura y se
giró a un lado y a otro moviendo sus esbeltas ramas.
No supe cuánto duró aquella exquisita
danza. En algún momento dejó de bailar, se alejó meciendo sus ramas en un
ademán de despedida y salió de la estancia. Me sentía feliz, flotando en un mar
de nubes. Un ser vegetal que podía desplazarse, el estadio superior de la
evolución en ese planeta. Quién hubiera sido vegetal para poder danzar con
ella… Quisiera irme a aquel planeta, y hasta que eso sucediera, seguiría soñando.
Llegar al portal de casa hizo los pasos cada
vez menos livianos, y llegar a la puerta grafiteada, me hizo asomarme a la dura
realidad. Todavía me quedaba introducir la llave en la cerradura y enfrentarme
con lo que me encontrara en el interior. Abrí la puerta y la entrada aún seguía
intacta, entré en el salón… y también.
—¡Hola tío! ¡Te has perdido el concierto!
—dijo el Grafitero desde el sillón—. Tu vecino ha puesto la alitrónica a tope
de revoluciones. Temblaban todos los cristales.
—¿De día? ¡Qué cosa más rara! Suele
despertarnos de madrugada. ¿Y te ha gustado?
—¡Puaff! Me he tenido que ir a dar una
vuelta —cerró los ojos y se puso la mano sobre la frente.
Ahora me venía con esas, él, que grafiteó
mi puerta; pues a mí me molestaban él y el vecino, eran mi infierno particular
y me importaban una mierda. Los dos eran de la misma calaña, que lo arreglaran
entre ellos. ¿Para qué habría vuelto del trabajo? Me senté en el sofá y cerré
los ojos. Un día más que mis paredes permanecían limpias. ¿Conseguiría que
siguieran así?
—Me duele la cabeza —dijo Grafitero—. Ha
sido por culpa de la guitarra alitrónica esa —murmuró.
—Yo también la he sufrido, muchas veces. Te
doy un Reparador.
Me dirigí al baño a por la pastilla,
aunque no se la mereciera, pensando en qué ocurriría si se enfrentaran. Grafitero
contra Camarero. Con la píldora en la mano traté de imaginar una batalla en el
que uno enarbolaba su alitrónica y el otro un superaerógrafo, ¿quién ganaría?, ¿se
aliarían o se destruirían? Merecía la pena intentar que se enfrentaran.
Una hora más tarde el Grafitero se
encontraba como nuevo y se puso a trabajar, y a la hora de la cena me enseño
sus últimos bocetos, en los que un extraño palacio surgía del cosmos
interestelar. Aunque no fuera la idea que yo tenía, alabé su trabajo y abrí una
botella de vino que guardaba para una ocasión especial. Entre copa y copa, me
ocupé de alimentar su odio hacia el Camarero, aunque él se empeñara en volver
una y otra vez al tema de mi grafiti para pedirme datos sobre la idea que tenía
yo del Palacio y su entorno. Después de la segunda botella, bastante achispado,
decidí retirarme a soñar con la escultura del Palacio de Madera Viviente,
mientras el Grafitero se quedaba trabajando en los bocetos para intentar dar
con la versión definitiva de mi grafiti.
Tragadán, tragadán, tragadán, tragadán,
tragadándándán, din dan, tragadán,
tragadán, tragadándándán, din dan,
tragadán, tragadándándán, din dan, daiiuñoin, daiuñoin, daiunón.
¡No, otra vez no! Miré el reloj: sólo eran
las dos y media. El Camarero no tenía un ápice de compasión.
Taragadándándán, daiun, dauindin dan, daiiuñoin, daiuñoin, daiunón. Tra
tra tra traiundinion ñoin…
Siguió el estruendo, una vez comenzaba no
había manera de que parara. Si por lo menos supiera tocar bien, pero no, tenía
que ensayar trescientas veces cada compás antes de ser capaz de tocar tres
seguidos. A las tres y media volví a mirar el despertador. Era incapaz de
dormir con semejante estruendo, así que me levanté, fui hacia la cocina a por
un vaso de agua y me lo llevé al salón. Encendí la luz y me encontré al Grafitero
en la butaca, doblado sobre sí mismo y dándose golpes en la cabeza. En el suelo
había un montón de papeles hechos una bola.
—No me lo digas —grité—, no puedes dormir.
—¡Así no hay quien se concentre, no puedo
trabajar!
Eso sí que era una sorpresa, con ese mismo
ruido actuó el día que me roció la puerta, pero entonces actuaba con
premeditación y alevosía, algo de lo que el jurado no quiso saber nada. Me
alegraba de que esta vez lo sufriera.
—Hoy ha vuelto pronto del trabajo. Como
ves, es un artista —fui a sentarme en el sillón de enfrente—, como nosotros.
Necesitaba que se caldeara un poco más, y
yo le iba a ayudar.
Tragadán, tragadán, tragadán, tragadán,
tragadándándán, din dan, tragadán, tragadán, tragadándándán, din dan, tragadán,
tragadándándán, din dan, daiiuñoin, daiuñoin, daiunón…
—¡Me duele mucho la cabeza! —gritó el
Grafitero pasadas las cuatro—. No lo soporto más, voy a llamar a la policía.
—No te molestes, le hemos puesto como
quince denuncias, pero no tiene antecedentes.
Se puso en pie y comenzó a dar vueltas por
la habitación agarrándose la cabeza con ambas manos. No pensaba ofrecerle un
Reparador.
—Esto no puede seguir así —estaba
alteradísimo—. Hay que pararle los pies.
Un empujoncito, e iría a enfrentarse con
el camarero.
—De buena gana le sumergiría en una bañera
con su guitarra alitrónica para que se electrocutara —el Grafitero se detuvo,
mirándome fijamente con los ojos desorbitados—. Lo he pensado muchas veces,
pero no me atrevo a hacerlo.
Se fue a la cocina. Oí el grifo del agua
correr durante un rato y luego le vi salir con el cubo cargado de agua hasta
arriba.
—¿Me acompañas?
Asentí. Aunque estuviera cagado de miedo,
no me lo iba perder.
Llamó al timbre con insistencia. Esperó un
poco. Volvió a llamar.
—Es imposible que te oiga —grité.
Aporreó la puerta con todas sus fuerzas.
Esperó un poco. Nada.
—Estas puertas son muy débiles —le animé—,
se rompen con mirarlas.
No hizo falta que le dijera más. Dejó el
cubo en el suelo, se echó hacia atrás y le pegó tal patada a la puerta, que la
atravesó. Le ayudé a desencajarse, metió la mano por el hueco abierto y giró el
pomo. Una vez abierta la puerta, cogió el cubo y se dirigió hacia la fuente del
demencial estruendo. Le seguí a cierta distancia.
Enfundado en una vestimenta de
alquiplástico negro, cual neo-roquero heavy flamenco, el camarero nos daba la
espalda. Ajeno a la violenta intrusión, rasgaba la guitarra alitrónica con gran
energía, aunque el resultado fuera deplorable. En las horas que llevaba tocando,
todavía no había sido capaz de tocar el tema de un tirón. Y allí estábamos, el
Grafitero plantado a dos metros de él y yo bastante más atrás y muy asustado. Con
la suerte que tenía, el único que pisaría la cárcel, sería yo. Estaba pensando
en dar media vuelta y dejar solo al Grafitero, cuando sucedió.
—¡Arggggggggggggggggggggghhhhhh!
Parecía imposible que un grito tan potente
hubiera surgido de la garganta de Grafitero. El Camarero se volvió hacia él y
continuó tocando, como si ver a un desquiciado con un cubo en su casa fuera lo
más normal del mundo. Al cabo de unos larguísimos segundos, levantó la cabeza
como si preguntara: ¿qué quieres? Debía ir muy colocado de Torombinas, o algo
todavía peor.
—¡Aaaaaarrrrrrrrrggggggggggggggggggggghhhhhh!
El Grafitero lanzó el agua contra la
guitarra alitrónica, tiró el cubo al suelo y se cruzó de brazos. El sonido descendió
en picado hasta convertirse en zumbido sordo y del instrumento surgieron
chispazos azulados que zigzaguearon caprichosos en todas direcciones. Acto
seguido, comenzó a salir un humo pestilente y las chispas perdieron fuerza, mientras
el estupefacto Camarero seguía admirando el espectáculo que llevaba encima. Daba
miedo y tanto el Grafitero como yo, reculamos. Hicimos bien, pues el
instrumento dejó de sonar y una tremenda explosión rojiza derribó al Camarero y
al instrumento e hizo estallar los cristales de la ventana. La guitarra emitió
un último quejido y expiró entre nuevos chispazos.
—Ah —fue el único sonido surgido de la
garganta del Camarero.
La última vez que vi a un personaje
averiado en el suelo, fui considerado culpable, así que sabía lo que me
esperaba. Aún así, di media vuelta y me fui a mi casa, a la cama.
Me encontraba de nuevo en la Sala de
Juicios de la Ciudad, una vieja conocida, si bien esta vez tuve la suerte de acabar
sentado en el banco de los testigos. Había hecho bien en alejarme del lugar del
suceso antes de que el Camarero supiera que estaba en su casa. El Grafitero
tampoco recordaba que yo hubiera estado en el lugar de los hechos y asumió toda
la culpa. Supuse que entre el vino, el dolor de cabeza y la rabia acumulada, no
recordaba bien lo sucedido; además estaba convencido de tener la razón y que
saldría indemne e indemnizado, como la última vez. ¡Iluso!, también yo lo creí
hacía no tanto tiempo.
El jurado popular hizo su aparición en la sala.
Esta vez previeron que en el juicio estuvieran representadas todas las partes,
y así habían elegido a un ex-estudiante en paro, un grafitero, un guitarrista
y un par de inmigrantes: uno de Europa del este y otro africano e ilegal. ¿Haría
la lectura el africano para que no les consideraran racistas o habrían elegido
al que mejor supiera leer? Se sentaron todos menos el grafitero, que cogió el
papel; sería un buen lector.
—El jurado popular aquí reunido, ha decidido.
Juan Inquieto, es inocente de la supuesta agresión al guitarrista José Olé. Los
hechos prueban que fue el guitarrista José Olé el que agredió acústicamente a
Juan Inquieto, quien permanece actualmente en recuperación por una agresión
sufrida anteriormente a manos del ebanista Jaime de los Aires mientras
desempeñaba su trabajo. Debido a la tensión acumulada por la primera agresión y
los reiterados ataques acústicos de José Olé, Juan Inquieto padeció una enajenación
mental transitoria que le llevó a lanzar un cubo de agua a su agresor, lo cual
no es indicio de intento de asesinato. Consideramos al guitarrista José Olé,
único culpable en este caso.
—José
Olé —dijo el Juez—. Le declaro culpable de los delitos de agresión acústica
sobre un individuo en recuperación psicológica por un atentado anterior y le
condeno a dos años de reclusión en el penal de la Ciudad. Sin embargo, teniendo
en cuenta la falta de antecedentes penales, podría conmutarle la pena por un
servicio social: atender a Juan Inquieto en la casa de usted durante un período
de seis meses, evitando agredirle acústicamente y procurándole el material que
necesite para proseguir su trabajo en cuanto se encuentre con fuerzas para
hacerlo. Si decide acogerse a esta redentora conmutación de la pena, un
inspector pasará todas las semanas por su casa para comprobar que todo se hace
conforme lo establecido. ¿Lo ha entendido bien?
—Acojo a Juan Inquieto.
—No tan rápido. Pasará veinticuatro horas
en el Penal para meditarlo, pasadas las cuales, nos comunicará su decisión. He
dicho —iba a dar un golpe con el martillo, pero miró al Grafitero y se contuvo.
Me
había librado de golpe del Grafitero y de tener que comprarle el superaerógrafo,
el Juez había delegado en el Camarero. Además podría dormir todas las noches a
pierna suelta durante seis meses, y que se atreviera a volver a tocar en el futuro,
pues por fin tenía antecedentes. El Grafitero, Juan inquieto, vino a darme un
abrazo.
—No me he olvidado de tu grafiti.
—Creo que en la tienda acaban de recibir
el Multiaerógrafo. Díselo al Camarero.
Un grafiti sobre tela, podía estar bien
ahora que iba a trabajar en casa del Camarero, y si no me gustaba como dejaba
el Palacio de Madera Viviente, lo tiraría.