lunes, 27 de noviembre de 2017

UN TIPO CON SUERTE



UN TIPO CON SUERTE



     El individuo que sostenía el papel se puso en pie.

     —Culpable de boicotear el trabajo que realizaba el artista Juan Inquieto… —con el dedo índice seguía la lectura—. Culpable de intentar asesinar al artista… Juan… con el so… soporte de su obra. Culpable de denegar el auxilio al artista malherido.

     —Supongo, que cuando dice usted culpable, se refiere al acusado Jaime de los Aires —intervino el Juez.

     —Claro, a quién si no.

     —¡Haga el favor de leernos todo lo que pone en ese documento legal, de principio a fin, sin omitir tan siquiera una coma!

     Si el Juez parecía fastidiado, más lo estaba el miembro del Jurado, volviendo a leer a trompicones la versión íntegra de lo que a duras penas era capaz de seguir con el dedo, mientras dos de sus compañeros reían por lo bajo; y peor me sentía yo escuchando por segunda vez, la versión equivocada de los hechos.

     Si el Todopoderoso, ese ser superior en quien querría creer, se hubiera dignado borrar aquel día de mi vida; pero estaba muy claro que las buenas personas no teníamos un dios al que acudir, ni siquiera un ángel o un hada madrina que velara por nosotros. En cambio, a los malos les iba de maravilla, como si algún perverso ser superior velara por ellos. Así debió ser aquella nefasta madrugada, en la cual a una de esas malas personas ––mi vecino el Camarero––, le seguía yendo de maravilla. Esa noche volvió temprano —entre las dos y las tres de la madrugada—, y comenzó su concierto habitual, que como siempre, me desveló. Me levanté y me puse a dibujar, si bien con semejante escándalo, no conseguí hacer nada decente. Fue durante uno de los exiguos momentos en los que dejaba descansar a su guitarra alitrónica, cuando escuché el ruido: pppssssssshhhhh, como si algo se desinflara. El ruido procedía de la entrada, pero al llegar allí, había desaparecido. Permanecí atento, pero no volví a oírlo. Volvió el estruendo, unas notas mal afinadas que se repitieron una y otra vez y que de pronto se cortaron en seco, entonces lo oí: un psssshh continuo al otro lado de la puerta.

     Desde la mirilla no veía nada, así que abrí la puerta y ésta se precipitó contra mí, al tiempo que un individuo apoyado en ella perdía el equilibrio y caía al suelo. Pensé lo que cualquiera habría imaginado, que ese tipo era un ladrón, e hice lo que todo el mundo hubiera hecho: intenté cerrar la puerta. Lo hice con todas mis fuerzas, apoyándome con el hombro para vencer la resistencia que ofrecía el cuerpo caído. Mis arremetidas contra la puerta sonaban clonc, clonc, clonc y conseguí dejarla entornada. Estuve un rato haciendo fuerza para que no lograra abrirla, pero como al otro lado no se sentía nada y pese al miedo, acabé asomándome. El individuo permanecía inmóvil, con una mano en una posición extraña y la frente ensangrentada. ¡Estaba muerto! ¡Me echarían la culpa!

     Salí afuera y tiré de sus pies hasta que el vano de mi puerta quedó libre. Después entré en casa y cerré la puerta. El corazón me iba a cien. Un ladrón había intentado entrar en mi casa, y sin pretenderlo, le había matado. Esperaba que no me hubiera arañado la puerta, pero no me atrevía a salir otra vez para comprobarlo, porque podría verme algún vecino y… Era mejor dejarlo como estaba, yo no sabía nada. Un ladrón había intentado forzar mi puerta y se había escurrido, con tan mala suerte que se dio un golpe y se mató. Con el estruendo de la música, yo no había oído nada.

     Amaneció y el camarero dejó de alterar la paz del vecindario con su alitrónica, pero continué sin poder conciliar el sueño debido a la preocupación por lo sucedido. Así, cuando llegaron los policías, vieron la culpabilidad escrita en mi rostro demacrado y me detuvieron. Horas más tarde me enteraría de que no estaba acusado de asesinato, lo cual fue un alivio pasajero, sino de atacar a un artista Grafitero y dejarlo medio muerto. 

     —Jaime de los Aires —habló el Juez—, le condeno a un año de reclusión en el Penal de la Ciudad y a pagar una indemnización de tres mil eurodólares al agraviado Juan Inquieto. Ahora bien, teniendo en cuenta la falta de antecedentes, la pena podría ser conmutada por una reeducación social; ésta consistiría en acoger en su domicilio y por un período de tres meses al agraviado, procurándole el material que necesite para proseguir su aprendizaje como Artista del grafiti. Usted decide —descargó el mazo—. Pasará veinticuatro horas en el Penal para meditarlo y mañana le devolverán a esta sala para comunicarme su decisión. ¿Lo ha entendido?

     —Supongo que sí —dije sin ninguna convicción.

     Condenado. Yo era condenado y el destructor de mi obra de Arte sería premiado. No lo entendía. Miré con odio al culpable de mi desgracia, el tal Juan Inquieto, que ponía cara de no haber roto un plato en su vida. Culpable, culpable de todo, ¿por qué no culpable de todos los males de este mundo? Si yo pudiera, los remediaría, pero no tenía los medios, ni el valor. Sólo había intentado defender mi casa y ni siquiera eso había hecho bien, únicamente de eso era culpable.







     Después de una cena frugal, rodeado de individuos que no me miraban con buenos ojos, el carcelero me acompañó a “la celda de la meditación”. Una vez cerró la puerta y escuché cómo giraba la llave, me quedé más tranquilo. Esa noche no sería violado ni nada por el estilo. Me tumbé en la cama dispuesto a meditar sobre lo que me había dicho el Juez, pero lo único que acudía a mi mente una y otra vez, era el desgarrador sonido de la guitarra alitrónica. Todo había comenzado con el atronador sonido desafinado que surgía de aquel instrumento. Me di la vuelta, intentando que mis pensamientos cambiaran de rumbo. La pared era de un gris deprimente. Hormigón, sobre el cual alguien había logrado escribir su mensaje. Estaba algo borroso, ponía: mierda. Eso mismo pensaba yo. ¿Prisión o Reeducación Social? Tenía que elegir. ¡Mierda! El color resultaba sospechoso… me di la vuelta y miré al techo; allí, por lo menos el gris parecía limpio.

     Prisión o Reeducación social, y todo por culpa de la guitarra alitrónica de mi vecino. Al principio volvía a su casa a las siete de la mañana, cuando yo me levantaba y ya no podía escuchar las noticias en la radio, pero lo peor vino cuando el tugurio donde ejercía de camarero empezó a flojear algunas noches, ya fuera por la crisis o porque los parroquianos noctámbulos hubieran encontrado otro local más de su agrado; en esos días, su sesión empezaba bastante más temprano. Había recibido un montón de denuncias, individuales y de todos los vecinos; pero como no tenía antecedentes, la policía no aparecía y la justicia no nos hacía caso.

     La justicia se equivocaba al utilizar los jurados populares. Se habían puesto de moda y la gente se apuntaba para entretenerse, como si aquello fuera un juego. Si a los miembros de mi jurado les hubieran hecho lo que a mí, su veredicto habría sido muy distinto y yo no estaría en esta celda. Meter al tarado Juan Inquieto en mi casa era inviable, me pondría perdidas todas las paredes y continuaría con los muebles. Me revolví en la cama y volví a verla sobre la pared: mierda. Así había acabado la puerta de mi casa, hecha una mierda.

     ––¡Todo es una mierda! ––me levanté y empecé a dar vueltas por la celda.

   Me había destrozado la puerta de casa, mi mejor obra, y sería yo el que pagara por ello.

     ––¡Mierda para el jurado y mierda para todos! ––di una patada a la cama.

     Una puerta que fue endeble cuando compré el apartamento y que a las pocas semanas dejó de serlo. Comencé por desmontar el panel exterior, sustituí el interior de cartón ondulado por robustos travesaños que no podrían reventar de una patada y por último me ocupé del panel exterior, que recibió las piezas que fueron conformando una maravillosa estrella de ocho puntas, una auténtica obra digna de un palacio oriental.

     Mi puerta. Los ojos se me humedecieron. Tenía que cambiar las piezas que habían resultado afectadas por la pintura y me iba a llevar como mínimo un par de semanas de trabajo. ¡Mierda! Quería salvarla, pero, ¿cómo iba a hacerlo desde la cárcel? Lo peor y más probable es que aquel descerebrado volviera para acabar de perpetrar el acto vandálico, lo que él se atrevía a llamar una obra de arte sobre mi puerta. De no haber sonado aquella maldita alitrónica, nada de esto habría sucedido, porque el tarado no se habría atrevido a usar sus sprays en la puerta de mi casa en el silencio de la noche. Debía volver a casa, restaurar la puerta y protegerla de individuos como Juan Inquieto. Pero si lo hacía, debería acoger al salvaje una temporada, me grafitearía la puerta por fuera y por dentro, las paredes, todo. Sería el fin.

     ––¡Mierda, mierda, mierda y más mierda! ¡Me cago en el Grafitero! ––clon, clon, sonaron unos golpes en la puerta de la celda. Se abrió la mirilla.

     ––Otro ruido más y vas a la celda de castigo. ¿Lo has entendido?

     ––Lo siento, no volverá a ocurrir.

     Nunca había sido tan mal hablado. El techo gris resultaba muy aburrido y tendría que verlo todos los días. Iba a permanecer en esta celda una larga temporada, si al menos no tuviera que salir a compartir las comidas con esos individuos que me miraban con aviesas intenciones, me quedaría tranquilo. Me conformaba con que me dejaran trabajar la madera sin salir de estas cuatro paredes, podía adelantar algo del trabajo que estaba realizando. No, no resultaría tan sencillo, nunca me dejarían usar mis herramientas aquí dentro y en cuanto se supiera que había entrado en prisión, no volvería a trabajar en la Ciudad Histórica. Acabaría mis días laminando troncos en la Maderera o tumbando árboles en el Espacio Arbóreo Sostenible.

     Eligiera lo que eligiera, estaba todo perdido. Cerré los ojos para olvidarme de la celda gris. Quería alejarme de la realidad, soñar con paraísos lejanos e internarme en exóticas junglas rebosantes de extraños árboles de preciadas maderas, y en efecto, aquella noche, soñé.







     —Y bien ––dijo el Juez––, ¿qué ha decidido el acusado Jaime de los Aires?

     El Juez, el Jurado, el Grafitero, su abogado, los policías y el público; los tenía a todos pendientes de mi decisión. Debería haberme sentido sumamente incómodo, pero después de caminar durante horas por la extraña jungla de aquel planeta desconocido y haber encontrado el Palacio de Madera Viviente, tallado día a día por los más afamados escultores de la galaxia, mi estado era de una serenidad absoluta. El sueño vivido en la celda valía más que esta realidad de mierda.

     Dirigí la mirada a mi auditorio. A la izquierda se hallaba el Grafitero, feliz, pues cualquier sentencia le sería favorable. Le acompañaba su abogado, que aún siendo de oficio, le había defendido con firmeza. El mío, de pago, no se había dignado aparecer, pero ya no le necesitaba. El juez se impacientaba, así que decidí ser clemente con él y contestar sin más demora.

     —Acojo al Grafitero Juan Inquieto —el Palacio de Madera Viviente me había hecho ver las cosas desde una nueva perspectiva.

     —Creo que ha tomado la decisión correcta ––dijo el Juez, agitando el mazo––. Un agente de policía se personará todos los lunes en su domicilio para comprobar que cumple las condiciones pactadas. ¿Desea que se las recuerde?

     —No es necesario, señor Juez.

     —El condenado Jaime de los Aires se hace cargo de Juan Inquieto, sabiendo que si no cumple lo pactado, ingresará en la Prisión de la Ciudad por un periodo no inferior a dos años. He dicho ––dio un mazazo que apenas sonó.







     Me detuve ante mi puerta. Nos detuvimos, porque mi invitado me acompañaba. Presentaba un aspecto lamentable debido a los trazos negros aleatorios con que la había arruinado. Un simple lijado no serviría de nada, debería cambiar algunas de las piezas, con lo difícil que sería encontrar una tonalidad similar. El Grafitero contemplaba la puerta con los ojos entornados, como si fuera un auténtico artista. Intenté ponerme en su lugar en aquella aciaga madrugada. Un joven de pocas luces, al que la sociedad había educado en la creencia de que grafitear lo que a uno le apeteciera era lo correcto, encontró un portal abierto y en su interior un espacio virgen. Aún así, no lo entendía.

     —¿Por qué escogiste mi puerta? No es el mejor lugar para pintar.

     —Oye tío, si llego a saber que te flipa tanto la puerta, hubiera pintado la de enfrente —casi sonaba como una disculpa.

     —Lo hubiera preferido, pero todavía no me has contestado.

     —Los relieves —señaló—, era el espacio más difícil en el interior del edificio y suponía un reto.

     Le habría estrangulado ahí mismo, pero la imagen de la puerta de entrada del Palacio de Madera Viviente, infinitamente más bella, me hizo recapacitar. ¿Qué importancia tenía que la mía se hubiera echado a perder? Saqué la llave del bolsillo y me adelanté. Giré la llave, abrí y entré hasta el salón.

     —¡Qué horror, qué paredes tan blancas! —mi invitado forzoso dejó caer su bolsa al suelo—. ¿Cómo puedes vivir así?

     Me acerqué hasta el sofá, me dejé caer en él y cerré los ojos. Estaba en mi casa. Él no tenía derecho a opinar.

     ––Necesitas algo que te alegre la vista ––le sentí caer en el otro extremo del sillón––, cuando te sientes aquí a meditar sobre tu obra… ¡sí, eso es!, para meditar…, alegre pero no demasiado.

     Empezaba a arrepentirme de mi decisión. Estaba acostumbrado a vivir solo y la convivencia con un tipo que quería alterarme la casa iba a resultar complicada. Si me negaba, se quejaría al agente y yo acabaría en la cárcel. Mi casa iba a ser guarreada, debía intentar que la devastación fuera lo más leve posible, y entre otras cosas tenía que evitar que me grafiteara los trabajos de madera. Me levanté y abrí la puerta del dormitorio.

     ––Ven aquí un momento ––el Grafitero se acercó––. ¿Ves esa obra sobre la cama?

     ––Como la puerta, es guay.

     ––¡No, es mucho mejor que la puerta! Esa pieza de marquetería fue creada por mi profesor Marcelo Ruvinov, uno de los mejores ebanistas de Europa. Supongo que tú no lo apreciarás, pero es lo más valioso que tengo y no me lo vas a grafitear. Si lo haces, te mato, aunque pase el resto de mis días en la Prisión de la Ciudad.

     ––Entiendo. Vetada esa obra. No tendrás que matarme.

     Eso esperaba, la obra de mi profesor bien podría haber pertenecido al Palacio de Madera Viviente. Siempre había sido un individuo pacífico, pero llegado el caso, le cogería de los hombros y golpearía su cabeza contra la pared hasta dejarla convertida en un grafiti sanguinolento.  

     —Tío… —se volvió al sofá— no te pongas así, que sólo voy a grafitearte la pared que tú elijas y como a ti te guste. Tú dímelo y yo lo hago. Para empezar con los bocetos necesitaré un aerógrafo y…

     ––Hablaremos de ello más tarde ––le interrumpí––, ahora necesito descansar. Esa es la puerta de tu dormitorio. Ve instalándote.

     No era violento, pero volvería a darle con la puerta, aunque me la cargara y tuviera que hacer otra nueva. Fui a mi dormitorio y me eché en la cama. ¡Decidir qué quería que me grafiteara! Bastante había hecho trayéndole a casa. Tendría que llevarlo conmigo a todas partes, si no, me estropearía las paredes con sus guarrerías, pero al trabajo no podía. Dura realidad. Intentaría que los daños fueran lo más leves posible. Si pudiera trasladarme al mundo de mis recientes sueños, sería incluso capaz de iniciar un nuevo aprendizaje, en el arte de tallar la madera viva; con el tiempo podría llegar a colaborar en el trabajo del Palacio. Necesitaba abstraerme de la realidad y nada mejor que volver a aquel planeta lejano. Pensé en aquel exótico bosque y llegué al Palacio de Madera Viviente…

     Fue un sueño maravilloso. Me encontraba en una nueva sala, todavía en proceso de construcción y la luz se filtraba a través del follaje poco denso y casi geométrico que formaba su techo. La pared de la derecha estaba acabada, al menos el centro. Me acerqué hasta ella. Un intrincado encaje vegetal que incluía maderas verdes contrastando con las rojizas. La zona central era hexagonal y se dividía en triángulos cada vez más pequeños que llevaban a un centro nuevamente hexagonal que sobresalía ligeramente antes de crear un hueco. Me asomé a lo que parecía una mirilla. Daba a otra sala en penumbra, donde un solo rayo iluminaba una compleja forma de madera, la escultura más bella que jamás hubiera visto, de tonos oliváceos y rosas. ¿Quién sería capaz de crear algo tan bello, que incluso parecía tener movimiento? ¿Se movía? Sí, ya no estaba allí. Sabía que la observaba, se volvió y me miró antes de dar media vuelta y desaparecer tras la cortina de tapiz vegetal. Una escultura vegetal viviente.







     El autobús se detuvo ante la verja y abrió las puertas. Un par de Agentes de Seguridad subieron al mismo y empezaron a pedir los pases. También inspeccionaron las bolsas que llevábamos y al no encontrar nada sospechoso, nos dejaron continuar. La Ciudad Histórica, era tan sobria, tan limpia con sus fachadas monocolor… Qué suerte tenían los ricos, para conservar la Memoria Histórica de la Ciudad, rodearon el casco antiguo con una verja y pusieron controles policiales en las entradas y a lo largo de todo el perímetro. Nadie entraba allí con un lapicero en el bolsillo, nadie iba a violar una fachada. Si lo necesitaba, como yo por mi trabajo, debía entregarlo en el puesto fronterizo y me era devuelto en el lugar de trabajo, de donde no saldría hasta que hubiera acabado mi labor y traspasado la verja.

     La Ciudad Exterior era diferente. Las fachadas eran una locura desbocada: grafitis cubriéndolas completamente, nuevas incorporaciones sobre los anteriores, firmas y frases soeces. Siempre temí por mi preciada puerta, desde que la acabara, pues los grafiteros empezaban a tomar los portales, y acabaron, cómo no, ante las puertas de las casas, y a mí me tocó el primero de mi portal. Algún día, cuando me mudara a la Ciudad Histórica, me libraría de esa plaga. Estaba ahorrando para comprarme un pequeño apartamento en las calles limítrofes. Sería factible dentro de unos años y hasta entonces, debía cuidar de mi apartamento para que resultara lo menos grafiteado posible. A mi inquilino le había dado papel y lápiz, después de convencerle para que no hiciera sus bocetos en la pared del pasillo. La negociación había sido dura y me tocaría comprarle un aerógrafo que no iba a resultar nada barato.

     Llegué a mi destino y me apeé del autobús. Llamé al portal y el portero se acercó, enseñé el pase y me abrió.

     —Creí que había acabado su trabajo, como ha estado un par de días sin venir…

     —Un virus —improvisé—. Ha sido terrible, me ha tenido en cama desde el sábado.

     —Los virus, la plaga del siglo XXI. La medicina ha logrado acabar con las gripes, las jaquecas y tantas otras cosas, pero no pueden con esos bichejos.

     —Así es. Espero que me respeten una larga temporada.

     El portero subió conmigo y me abrió la puerta del piso, como hacía todos los días. Medidas de seguridad, no fuera a hacer algún grafitillo en una pared, con la llave de mi casa, porque otra cosa no llevaba. Entré y cerró tras de mí.

     Atravesé el pasillo y entré en el salón. Esa habitación me tenía embelesado y cada vez que entraba, me detenía en ella. Allí había no uno ni dos, había ¡tres grafitis!; y no eran unos grafitis cualesquiera como los que inundaban la Ciudad Exterior, eran tan limpios como las fachadas de la Ciudad Histórica en la que me encontraba. El día que me entrevisté con el dueño del piso, al ver lo que me impresionaron, me habló de ellos. “¿Le gustan? Son grafitis sobre tela, y no están pintados con spray, sino con pinturas cremosas y pinceles. Es una técnica antigua y casi perdida; sólo la conocen en India y cuestan una auténtica fortuna. También los hacen en China, pero son vulgares imitaciones, fotografías”.

     El grafiti de la pared de la derecha era mi favorito. Era el más pequeño de los tres y representaba una isla boscosa al ponerse el sol. Debía ser como los grafitis antiguos de los museos. Había uno junto a los jardines del Retiro, el Museo del Prado. Tenía que pedir un permiso de visita. Si el dueño del piso quedaba contento con mi trabajo, quizás pudiera recomendarme. Grafitis sobre tela, no era mala idea. La tela no era tan cara. ¿Se podría pintar sobre ella con los sprays? Si fuera técnicamente posible, no tendría que estropearme las paredes. Intentaría convencerlo.

     Me dirigí al dormitorio. Cómo había cambiado aquella habitación desde que la viera por primera vez, completamente desnuda. El dueño me dijo que le gustaba el estilo de la mansión de Lord Carrington en Escocia y me enseño fotos en un libro. Después me acompañó hasta esta habitación y me dijo: “¿Qué haría usted en este dormitorio trabajando en el estilo que le he mostrado? Estaba tan impresionado con los grafitis en tela, que no supe qué decir y le pedí que me dejara meditarlo. Tardé casi tres horas en presentarle mi idea.

     Todavía tenía trabajo para un par de meses. En una de las paredes sólo tenía dibujada la estructura principal. Tenía que hacer un agujero para la hornacina y después colocaría las guías para el montaje. Fui a la mesa de trabajo, donde aún permanecían las piezas cortadas el último día. Probé la primera de ellas y encajó en su sitio. En el trabajo residía la felicidad. Si no existiera nada más, sería perfecto.







     Sobreviví a dos días de aparente calma, en los que el Grafitero se dedicó a emborronar papeles  y a darme conversación cuando yo volvía a casa, y el Camarero no había vuelto a tocar su alitrónica. No contaba con que esta aparente calma fuera un regalo de los dioses hacia mi persona, más bien se estarían aliando con ellos para amargarme la existencia. La calma no podía durar, cualquier día volvería a casa y me encontraría las paredes grafiteadas y esa misma madrugada, el camarero orquestaría un ruidoso concierto que duraría toda la noche.

     Al tercer día, mi inquilino el Grafitero me tenía preparada una sorpresa: sobre la mesa del salón había extendido unos bocetos realizados sobre papel. Eran abstractos, mejores de lo que me figuraba, incluso en uno de ellos aparecía el motivo principal de mi puerta, la estrella de ocho puntas. El muchacho todavía tenía posibilidades de llegar a convertirse en artista, estudiando, claro.

     —Te hubiera hecho una prueba en la pared ––dijo con expresión compungida––, pero como todavía no tengo el multiaerógrafo…

     —Ya te dije que me avisarán cuando lo reciban ––mentí.

     El multiaerógrafo. Una mochila con aerógrafo, compresor, un pequeño ordenador que regulaba la mezcla de color y depósito de doce colores al que se podía añadir otro para los metalizados y nacarados. Una pequeña maravilla para pintar grafitis. Cuando fui a comprarlo, me asusté del precio. Me informaron que sólo lo usaban los mejores profesionales, así que lo dejé y llamé al inspector para decirle que no tenía por qué comprarle algo tan caro ––esperaba que me diera la razón––, pero me respondió que más valía que cumpliera con mi parte del acuerdo. De momento, le daría largas.

     —Y, ¿qué te parecen mis ideas?

     —No están mal —cogí uno de ellos y lo llevé a la ventana—, me recuerda a… no, no es exactamente lo que yo pensaba.

     —¿Qué es lo que pensabas?

     Me senté en la butaca, con el boceto en la mano.

     —Me ha recordado a una idea que me ronda la cabeza hace tiempo. ¿Te imaginas poder crear un palacio trabajando a partir de árboles vivos, modelándolos a tu antojo? Sería un palacio en constante transformación.

     ––Eso es una locura —me miró como si no estuviera en mis cabales—. ¿Y dices que mi boceto te lo recuerda?

     ––Sí, al Palacio de Madera Viviente.

     ––Tendrás que contarme algo más para que pueda hacer algo ––se rascó la cabeza.

     Le conté mis sueños, sin decirle que eran tales. Eso le mantendría ocupado algunos días más, tiempo durante el cual el multiaerógrafo seguiría sin llegar y mi desgracia se postergaría.







     Ni siquiera había visto mi calle y me pasé unas cuantas paradas. No me importó volver caminando, la sensación era la de andar sobre algodón, sobre humedad condensada, sobre nubes, y no era consciente de lo que me rodeaba: personas y farolas, calles y aceras, pertenecían a otro mundo que cada vez me interesaba menos, pues me resultaba adverso. Era el cuarto día antes de lo que tuviera que ocurrir, y algo bueno sucedió en el trabajo. Volvía a la mesa tras tomar unas medidas en la hornacina y se me olvidó anotarlas. Me volví hacia la misma, intentando recordarlas, y al mirar a través del centro calado, en vez de toparme con su fondo a veinte centímetros, me encontré con toda una sala, la nueva estancia del Palacio de Madera Viviente. Dejé que la fantasía continuara, sin saber a ciencia cierta si era tal, había caído en un inesperado sueño, o me estaba volviendo loco de tanto pensar en el Palacio. Y allí la vi de nuevo, la escultura de madera olivácea y rosada. Sus trenzadas ramas superiores se movieron de manera sensual al ser alcanzadas por la brisa, y ese fue el comienzo de una danza lenta y embriagadora, en la que cimbreó su cintura y se giró a un lado y a otro moviendo sus esbeltas ramas.

     No supe cuánto duró aquella exquisita danza. En algún momento dejó de bailar, se alejó meciendo sus ramas en un ademán de despedida y salió de la estancia. Me sentía feliz, flotando en un mar de nubes. Un ser vegetal que podía desplazarse, el estadio superior de la evolución en ese planeta. Quién hubiera sido vegetal para poder danzar con ella… Quisiera irme a aquel planeta, y hasta que eso sucediera, seguiría soñando.

     Llegar al portal de casa hizo los pasos cada vez menos livianos, y llegar a la puerta grafiteada, me hizo asomarme a la dura realidad. Todavía me quedaba introducir la llave en la cerradura y enfrentarme con lo que me encontrara en el interior. Abrí la puerta y la entrada aún seguía intacta, entré en el salón… y también.

     —¡Hola tío! ¡Te has perdido el concierto! —dijo el Grafitero desde el sillón—. Tu vecino ha puesto la alitrónica a tope de revoluciones. Temblaban todos los cristales.

     —¿De día? ¡Qué cosa más rara! Suele despertarnos de madrugada. ¿Y te ha gustado?

     —¡Puaff! Me he tenido que ir a dar una vuelta —cerró los ojos y se puso la mano sobre la frente.

     Ahora me venía con esas, él, que grafiteó mi puerta; pues a mí me molestaban él y el vecino, eran mi infierno particular y me importaban una mierda. Los dos eran de la misma calaña, que lo arreglaran entre ellos. ¿Para qué habría vuelto del trabajo? Me senté en el sofá y cerré los ojos. Un día más que mis paredes permanecían limpias. ¿Conseguiría que siguieran así?

     —Me duele la cabeza —dijo Grafitero—. Ha sido por culpa de la guitarra alitrónica esa —murmuró.

     —Yo también la he sufrido, muchas veces. Te doy un Reparador.

     Me dirigí al baño a por la pastilla, aunque no se la mereciera, pensando en qué ocurriría si se enfrentaran. Grafitero contra Camarero. Con la píldora en la mano traté de imaginar una batalla en el que uno enarbolaba su alitrónica y el otro un superaerógrafo, ¿quién ganaría?, ¿se aliarían o se destruirían? Merecía la pena intentar que se enfrentaran.

     Una hora más tarde el Grafitero se encontraba como nuevo y se puso a trabajar, y a la hora de la cena me enseño sus últimos bocetos, en los que un extraño palacio surgía del cosmos interestelar. Aunque no fuera la idea que yo tenía, alabé su trabajo y abrí una botella de vino que guardaba para una ocasión especial. Entre copa y copa, me ocupé de alimentar su odio hacia el Camarero, aunque él se empeñara en volver una y otra vez al tema de mi grafiti para pedirme datos sobre la idea que tenía yo del Palacio y su entorno. Después de la segunda botella, bastante achispado, decidí retirarme a soñar con la escultura del Palacio de Madera Viviente, mientras el Grafitero se quedaba trabajando en los bocetos para intentar dar con la versión definitiva de mi grafiti.








     Tragadán, tragadán, tragadán, tragadán, tragadándándán, din dan,   tragadán, tragadán, tragadándándán, din dan,   tragadán, tragadándándán, din dan, daiiuñoin, daiuñoin, daiunón.

     ¡No, otra vez no! Miré el reloj: sólo eran las dos y media. El Camarero no tenía un ápice de compasión.

     Taragadándándán, daiun, dauindin dan, daiiuñoin, daiuñoin, daiunón. Tra tra tra traiundinion ñoin…

     Siguió el estruendo, una vez comenzaba no había manera de que parara. Si por lo menos supiera tocar bien, pero no, tenía que ensayar trescientas veces cada compás antes de ser capaz de tocar tres seguidos. A las tres y media volví a mirar el despertador. Era incapaz de dormir con semejante estruendo, así que me levanté, fui hacia la cocina a por un vaso de agua y me lo llevé al salón. Encendí la luz y me encontré al Grafitero en la butaca, doblado sobre sí mismo y dándose golpes en la cabeza. En el suelo había un montón de papeles hechos una bola.

     —No me lo digas —grité—, no puedes dormir.

     —¡Así no hay quien se concentre, no puedo trabajar!

     Eso sí que era una sorpresa, con ese mismo ruido actuó el día que me roció la puerta, pero entonces actuaba con premeditación y alevosía, algo de lo que el jurado no quiso saber nada. Me alegraba de que esta vez lo sufriera.

     —Hoy ha vuelto pronto del trabajo. Como ves, es un artista —fui a sentarme en el sillón de enfrente—, como nosotros.

     Necesitaba que se caldeara un poco más, y yo le iba a ayudar.

     Tragadán, tragadán, tragadán, tragadán, tragadándándán, din dan, tragadán, tragadán, tragadándándán, din dan, tragadán, tragadándándán, din dan, daiiuñoin, daiuñoin, daiunón…

     —¡Me duele mucho la cabeza! —gritó el Grafitero pasadas las cuatro—. No lo soporto más, voy a llamar a la policía.

     —No te molestes, le hemos puesto como quince denuncias, pero no tiene antecedentes.

     Se puso en pie y comenzó a dar vueltas por la habitación agarrándose la cabeza con ambas manos. No pensaba ofrecerle un Reparador.

     —Esto no puede seguir así —estaba alteradísimo—. Hay que pararle los pies.

     Un empujoncito, e iría a enfrentarse con el camarero.

     —De buena gana le sumergiría en una bañera con su guitarra alitrónica para que se electrocutara —el Grafitero se detuvo, mirándome fijamente con los ojos desorbitados—. Lo he pensado muchas veces, pero no me atrevo a hacerlo.

     Se fue a la cocina. Oí el grifo del agua correr durante un rato y luego le vi salir con el cubo cargado de agua hasta arriba.

     —¿Me acompañas?

     Asentí. Aunque estuviera cagado de miedo, no me lo iba perder.

     Llamó al timbre con insistencia. Esperó un poco. Volvió a llamar.

     —Es imposible que te oiga —grité.

     Aporreó la puerta con todas sus fuerzas. Esperó un poco. Nada.

     —Estas puertas son muy débiles —le animé—, se rompen con mirarlas.

    No hizo falta que le dijera más. Dejó el cubo en el suelo, se echó hacia atrás y le pegó tal patada a la puerta, que la atravesó. Le ayudé a desencajarse, metió la mano por el hueco abierto y giró el pomo. Una vez abierta la puerta, cogió el cubo y se dirigió hacia la fuente del demencial estruendo. Le seguí a cierta distancia.

     Enfundado en una vestimenta de alquiplástico negro, cual neo-roquero heavy flamenco, el camarero nos daba la espalda. Ajeno a la violenta intrusión, rasgaba la guitarra alitrónica con gran energía, aunque el resultado fuera deplorable. En las horas que llevaba tocando, todavía no había sido capaz de tocar el tema de un tirón. Y allí estábamos, el Grafitero plantado a dos metros de él y yo bastante más atrás y muy asustado. Con la suerte que tenía, el único que pisaría la cárcel, sería yo. Estaba pensando en dar media vuelta y dejar solo al Grafitero, cuando sucedió.

     —¡Arggggggggggggggggggggghhhhhh!

     Parecía imposible que un grito tan potente hubiera surgido de la garganta de Grafitero. El Camarero se volvió hacia él y continuó tocando, como si ver a un desquiciado con un cubo en su casa fuera lo más normal del mundo. Al cabo de unos larguísimos segundos, levantó la cabeza como si preguntara: ¿qué quieres? Debía ir muy colocado de Torombinas, o algo todavía peor.

     —¡Aaaaaarrrrrrrrrggggggggggggggggggggghhhhhh!

     El Grafitero lanzó el agua contra la guitarra alitrónica, tiró el cubo al suelo y se cruzó de brazos. El sonido descendió en picado hasta convertirse en zumbido sordo y del instrumento surgieron chispazos azulados que zigzaguearon caprichosos en todas direcciones. Acto seguido, comenzó a salir un humo pestilente y las chispas perdieron fuerza, mientras el estupefacto Camarero seguía admirando el espectáculo que llevaba encima. Daba miedo y tanto el Grafitero como yo, reculamos. Hicimos bien, pues el instrumento dejó de sonar y una tremenda explosión rojiza derribó al Camarero y al instrumento e hizo estallar los cristales de la ventana. La guitarra emitió un último quejido y expiró entre nuevos chispazos.

     —Ah —fue el único sonido surgido de la garganta del Camarero.

     La última vez que vi a un personaje averiado en el suelo, fui considerado culpable, así que sabía lo que me esperaba. Aún así, di media vuelta y me fui a mi casa, a la cama.







     Me encontraba de nuevo en la Sala de Juicios de la Ciudad, una vieja conocida, si bien esta vez tuve la suerte de acabar sentado en el banco de los testigos. Había hecho bien en alejarme del lugar del suceso antes de que el Camarero supiera que estaba en su casa. El Grafitero tampoco recordaba que yo hubiera estado en el lugar de los hechos y asumió toda la culpa. Supuse que entre el vino, el dolor de cabeza y la rabia acumulada, no recordaba bien lo sucedido; además estaba convencido de tener la razón y que saldría indemne e indemnizado, como la última vez. ¡Iluso!, también yo lo creí hacía no tanto tiempo.

     El jurado popular hizo su aparición en la sala. Esta vez previeron que en el juicio estuvieran representadas todas las partes, y así habían elegido a un ex­-estudiante en paro, un grafitero, un guitarrista y un par de inmigrantes: uno de Europa del este y otro africano e ilegal. ¿Haría la lectura el africano para que no les consideraran racistas o habrían elegido al que mejor supiera leer? Se sentaron todos menos el grafitero, que cogió el papel; sería un buen lector.

      —El jurado popular aquí reunido, ha decidido. Juan Inquieto, es inocente de la supuesta agresión al guitarrista José Olé. Los hechos prueban que fue el guitarrista José Olé el que agredió acústicamente a Juan Inquieto, quien permanece actualmente en recuperación por una agresión sufrida anteriormente a manos del ebanista Jaime de los Aires mientras desempeñaba su trabajo. Debido a la tensión acumulada por la primera agresión y los reiterados ataques acústicos de José Olé, Juan Inquieto padeció una enajenación mental transitoria que le llevó a lanzar un cubo de agua a su agresor, lo cual no es indicio de intento de asesinato. Consideramos al guitarrista José Olé, único culpable en este caso.

     —José Olé —dijo el Juez—. Le declaro culpable de los delitos de agresión acústica sobre un individuo en recuperación psicológica por un atentado anterior y le condeno a dos años de reclusión en el penal de la Ciudad. Sin embargo, teniendo en cuenta la falta de antecedentes penales, podría conmutarle la pena por un servicio social: atender a Juan Inquieto en la casa de usted durante un período de seis meses, evitando agredirle acústicamente y procurándole el material que necesite para proseguir su trabajo en cuanto se encuentre con fuerzas para hacerlo. Si decide acogerse a esta redentora conmutación de la pena, un inspector pasará todas las semanas por su casa para comprobar que todo se hace conforme lo establecido. ¿Lo ha entendido bien?

     —Acojo a Juan Inquieto.

     —No tan rápido. Pasará veinticuatro horas en el Penal para meditarlo, pasadas las cuales, nos comunicará su decisión. He dicho —iba a dar un golpe con el martillo, pero miró al Grafitero y se contuvo.

     Me había librado de golpe del Grafitero y de tener que comprarle el superaerógrafo, el Juez había delegado en el Camarero. Además podría dormir todas las noches a pierna suelta durante seis meses, y que se atreviera a volver a tocar en el futuro, pues por fin tenía antecedentes. El Grafitero, Juan inquieto, vino a darme un abrazo.

     —No me he olvidado de tu grafiti.

     —Creo que en la tienda acaban de recibir el Multiaerógrafo. Díselo al Camarero.

     Un grafiti sobre tela, podía estar bien ahora que iba a trabajar en casa del Camarero, y si no me gustaba como dejaba el Palacio de Madera Viviente, lo tiraría.