jueves, 24 de septiembre de 2015

LA TORRE. Elena, Capítulo 3.




3

Los libros

   La llave y el libro. Los había buscado por todo el castillo, pero no aparecieron. Despertar fue una liberación, saltó de la cama, no fuera a dormirse otra vez y volviera a soñar. Quedó sin embargo un resquicio, la curiosidad por conocer el contenido de aquel libro. El libro, los libros. ¡Ay, los libros! Los amaba más que a nada. Bueno, primero estaban sus padres, pero después venían ellos.
   Se aficionó a la lectura en sus últimos años en la escuela. El maestro, don Matías, les hablaba de los libros, les contaba las historias que encerraban entre sus páginas. Así supo de muchos. A veces, les leía un capítulo. Pero una y otra vez volvía sobre uno de ellos, “El Quijote”, decía que era el mejor libro jamás escrito. Sus mejores recuerdos de la escuela, se centraban en esos momentos.
   Muchas veces durante las comidas, se explayó relatando esas mismas historias a sus padres, que la tenían que mandar callar para que comiera. Una noche, al irse a dormir, descubrió un libro sobre su cama. Paralizada por la sorpresa, se quedó muy quieta, contemplándolo. Vio el título: “Cuentos de los hermanos Grimm”. Sin atreverse a tocarlo, volvió a la cocina para decírselo a sus padres: había un libro sobre su cama. La acompañaron a su habitación, hicieron un poco de teatro con la aparición del libro y dijeron que si nadie venía a reclamarlo, puesto que estaba en su cama, sería para ella. En pocos días había leído todos sus cuentos. Volvió a empezarlo, una y otra vez, hasta que se los supo casi de memoria. Después le llegaría otro libro y otro más, así hasta ocho, lo recordaba bien.
   –Hija, con más garbo, que no se hace sola –Elena se sobresaltó.
   –Es que se me cansan los brazos, madre –siguió amasando en la artesa.
   –Trae, entre las dos no se hace tan pesado. Parecías un poco ausente –se arremangó y metió las manos en la masa.
   –Estaba distraída –hizo una pausa y respiró profundamente–. Recordaba cuando empecé a leer.
   –Eras tan pequeña… –la madre imprimió un ritmo más vivo.
   –No, me refiero a los libros que me diste.
   –Siempre has disfrutado con la lectura. Cualquier día de estos, vuelvo a leer. A la casa, la comida y todo lo demás que le zurzan.
   –¡Tú también leías! –la miró emocionada.
   –Los libros que ahora tienes tú –dejó de amasar unos instantes, sus ojos brillaron–. Solía levantarme temprano e iba a sentarme en la cocina. Leía dos o tres páginas, lo que me diera tiempo, porque aparecía tu abuela y había que empezar la faena. A ella no le gustaban los libros, decía que eran para los señoritos, que podían perder el tiempo.
   –De pequeña creía que nadie podía tener tantos libros, salvo el cura y el maestro. ¿Cómo los conseguiste?
   –Íbamos a vender el ganado a la feria de Medina. Tu abuelo sacaba allí sus buenos reales y después de eso, estaba dispuesto a permitirnos algunos caprichos. A tu abuela y a tu tía siempre les daba por las telas y los cacharros, a mí eso me aburría. Prefería irme con tu abuelo, aunque el paseo siempre acabara en la taberna. Un día que íbamos hacia allí, vi la tienda de los libros. Le pedí entrar y accedió. Nunca había visto tantos libros juntos. Tu abuelo pidió ver libros para mí y nos señaló una estantería. Empezamos a mirar, los hubiera querido todos, pero vi uno con un dibujo de animales en la portada y lo cogí. Mi padre me lo compró. A partir de entonces, siempre me compraba uno cuando íbamos a la feria… –su mirada ausente parecía indicar que en aquellos momentos se encontraba muy lejos.
   Elena volvió a sumirse en sus pensamientos. En el último año de la escuela. El día en que el maestro les habló de una obra de la literatura norteamericana. Había sido la preferida en su juventud: “Las aventuras de Tom Sawyer”. Parecían muy interesantes, más que las del famoso Don Quijote. Así que fue a casa diciendo que quería ese libro. Menudo disgusto, ni lo vendían en el pueblo, ni iban a poder comprárselo. Entonces fue cuando descubrió que los libros que tenía eran de su madre, no se los habían comprado. Siguió pensando en Tom Sawyer y sus fabulosas aventuras, no se lo podía quitar de la cabeza. Un día, a la salida del colegio, se quedó rezagada y se acercó al maestro para preguntarle por el libro: dónde lo vendían y cuánto costaba. Debió de llegarle al alma, porque le dijo que le acompañara a su casa. La mandó sentar y fue a la estantería. Sacó el libro y lo puso en sus manos, diciéndole que lo cuidara, que era su recuerdo más querido. Y ella leyó un poco cada tarde, durante mucho tiempo. Hasta que un día lo terminó, y entonces quiso ser como Tom Sawyer y su amigo Huckleberry Finn…
   –Creo que esto ya está –dijo la madre.
   –Cómo me gustaría ir a una librería… –dijo Elena–. Habrá alguna muy grande en la capital.
   –Los libros son muy caros, no podemos permitírnoslos.
   –Es una lástima.
   –No te ha ido tan mal. Leíste los míos y después los que te dejaba don Matías. Ahora te los presta el nuevo maestro…
   –Don Anselmo –apuntó.
   –Eres muy afortunada.
   –Ya lo sé, madre. ¿Y si fuera a la biblioteca? Dicen que ahí es donde hay más libros…
   La madre sonrió.
   –También hay que pagar el coche de línea de aquí a Segovia  y volver.
   Elena suspiró. Qué complicado era todo cuando se era pobre. ¿Por qué no tendría su padre dinero? Su abuelo lo tuvo y podía comprarle libros a su madre.
   Fueron dando forma a las hogazas y las pusieron sobre una tabla que cubrieron con un paño. Elena se limpió las manos y se bajó las mangas. Cogió una tela y la enrolló en la cabeza. Su madre le ayudó a colocar la tabla encima. Agarró los extremos con las manos y fue hacia la puerta. La madre se adelantó para abrirle.
   –Adiós madre.
   –Hasta luego, hija.
   La tabla pesaba bastante. Llevaba la masa para el pan de toda una semana, menos mal que el horno no estaba lejos. El hijo del panadero la recibió una vez más, con halagos y piropos, era un pesado. Y un poco corto, no fue capaz de acabar el colegio. Por eso se contenía, pero cualquier día le iba a tener que dar una mala contestación.


miércoles, 16 de septiembre de 2015

LA TORRE. 1ª parte. Capítulo 2.



2

La biblioteca del castillo.

   De vez en cuando, debería ser la dama la que acudiera al rescate del caballero, metido en algún tipo de lance extravagante e irresoluble. Aunque ese lance, lo habría escrito seguramente una mujer. Le habría encantado vivir en la Edad Media, debió de ser una época fascinante. Pensaba en la novela, había acabado de leerla la tarde anterior. La tenía ante ella, sobre la mesa. Y ahora necesitaba nueva lectura. Iría a devolver el libro.
   No es que tuviera que ir muy lejos, al fin y al cabo estaba dentro del recinto. Pero la vuelta que debía dar para llegar allí era absurda. Salió de su aposento y se fue a la derecha, siguiendo el pasillo en dirección a las escaleras. Al llegar a ellas bajó. Desembocó en una estancia luminosa, un lugar lleno de puertas: a izquierda y derecha se abrían a los corredores de la planta baja; detrás de ella y a ambos lados de las escaleras, las que llevaban a las cocinas y al sótano; frente a ella, la salida al patio de armas. Abrió ésta última y salió. Había un par de personas sacando agua del pozo, se saludaron. Siguió el camino lateral, jalonado de rosas, pasó bajo el manzano y salió por el extremo opuesto, a un pequeño corredor mal iluminado. Torció a la derecha y llegó a una escalera, subió una planta y siguió otro pasillo hasta otras escaleras más angostas. Ascendió un piso más y salió al paseo de las almenas, como ella lo llamaba. Y allí estaba, la torre circular, la biblioteca.
   Llegaba demasiado pronto, aún estaba cerrada. Esperaría. Se recostó en el hueco entre dos almenas, apoyando los codos. Cerró los ojos y disfrutó del cosquilleo de los rayos del sol sobre su rostro. Pensó en el recorrido que había hecho. Desde su habitación, el pasillo debería haberla llevado hasta estas escaleras, pero no había acceso. ¿Por qué no comunicaba su habitación con esta zona? ¿Y por qué la torre no tenía acceso desde la segunda planta si decían que tenía hasta sótano? No tenía sentido. Más allá de su dormitorio, quedaba cortado el paso. Y desde el otro lado, parecía que había menos habitaciones de las que debiera. ¿Existiría una habitación secreta? ¿Y desde dónde se accedía, desde el sótano, desde la gran torre? En ninguno de estos lugares había logrado descubrir una puerta o pasadizo oculto. ¿Se habría perdido el secreto para siempre?
   Escuchó unos pasos subiendo las escaleras y continuó con los ojos cerrados. Aguzó el oído y percibió cómo introducía la llave en la cerradura y después chirriaba la puerta. No quería apremiarle. Al cabo de un rato, abandonó su posición, se acercó a la puerta y entró. Las tablas del suelo crujieron y el bibliotecario, tras el mostrador, levantó la cabeza y dejó el libro de registros.
   –Buenos días, Milady. Debí venir antes, no me gusta hacerla esperar.
   –No se preocupe, se está bien al sol. Tenga –le entregó el libro–. Ya lo he leído.
   –Se lo llevó… la semana pasada –anotó la devolución en el libro de registros. Lo cogió y fue a devolverlo a su sitio.
   Se entretuvo observando la sala, todo lo que su vista era capaz de abarcar, lo había hecho muchas veces y no se cansaba de ello. Por la mañana era cuando la biblioteca se veía más hermosa, porque la luz entraba a raudales por la ventana ojival. No parecía ser la misma torre de piedra que se veía desde el exterior. Dentro, todo era de madera: el suelo, el techo, y las estanterías; hasta la escalera adosada a la pared, que subía al dormitorio del bibliotecario. Era un círculo perfecto, su perímetro estaba forrado de estanterías repletas de libros; libros de todo tipo, antiguos y nuevos, grandes y pequeños. Y justo en el centro de la estancia, había un mostrador circular con un atril, un gran libro de registros, una pluma y un tintero. Era allí donde solía pasar las horas el bibliotecario, leyendo, porque él leía todavía más que ella. Era sin duda, la habitación más bella del castillo.
   –¿Le ha gustado la novela, Milady? –dijo al volver.
   A esas horas, el halo de luz le envolvía, creando un aura mágica que dignificaba aún más la importancia de su cometido: era el Guardián de los Libros.
   –Ya lo creo. Aunque me dio pena que el caballero muriera  y se quedara sola.
   El bibliotecario se tomó su tiempo para contestar, parecía meditar la respuesta.
   –Una persona va labrando su porvenir. Cada vez que elige un camino, está forjando su futuro. ¿Es acertado?, no lo sabe. Puede que su vida hubiera sido mejor o tal vez peor habiendo elegido otro camino. ¿Quién lo sabe? –se encogió de hombros y volvió a quedar pensativo–. Milady, ¿qué le parecería estudiar el tema en la historia de una dama presa del terrible dragón?
   Levantó la mirada hacia el bibliotecario envuelto en luz.
   –En estos momentos… puede que más adelante. Estaba pensando en castillos… bueno, quiero decir –se quedó pensativa–. Me refiero a que existan pasadizos, espacios ocultos, terribles secretos…
   El bibliotecario inclinó la cabeza, puso la mano en la barbilla y arrugó los ojos. Tras unos instantes levantó un dedo.
   –Creo que sé lo que quiere y… –dejó en suspenso la frase mientras se iba hacia una de las estanterías, una de las pocas que tenían puerta.
   Buscó entre el manojo de llaves de su cinturón y abrió. Miró en el tercer estante y apuntó hacia un libro. Lo tomó con suma delicadeza y cerró la puerta. Se acercó al mostrador y colocó un paño negro, poniendo el libro encima.
   –Aquí lo tiene, Milady.
   Se quedó mirándolo, asombrada. Nunca había visto un libro tan lujoso. La cubierta era oscura, de un color indefinido, casi negra y con ligeros reflejos rojizos. Los cantos estaban cubiertos de metal, una filigrana ancha que parecía bronce. Y en el centro, con exquisita caligrafía y del mismo metal, el título. Resultaba inquietante.
   –“El misterio del Castillo” –leyó–. No pone quién lo ha escrito –comentó sorprendida, buscando en el lomo del libro.
   –Es uno de los muchos misterios de este libro –puso su mano encima, sin llegar a tocarlo–. No se sabe quién, cuándo o dónde lo escribió. Es un ejemplar único y al parecer, siempre ha estado entre estos muros, según el registro…
   Cada vez estaba más intrigada. Lo cogió con sumo cuidado, con la intención de abrirlo, pero no pudo. El metal unía las portadas, imposible abrirlo. Dirigió una mirada interrogante al bibliotecario, mientras lo depositaba de nuevo sobre el paño.
   –Hace falta un motivo para leerlo. Piense en ello y diga con sinceridad: ¿por qué quiere leerlo? –estaba serio, más de lo habitual.
   Estaba confusa. Tanto misterio, y ahora tenía que saber por qué quería leerlo. Ni que fuera mágico. Pero si se empeñaba… Cerró los ojos y se concentró.
   –Me gustaría conocer los secretos del castillo. Si leo sobre el tema, quizás sea más fácil averiguarlo –lo dijo muy seria, mirándole a los ojos para que supiera que era sincera, aunque con el aura, era difícil adivinar su rostro.
   –Es una buena razón –le respondió.
   Miró el libro, esperando que se abriera, pero no sucedió nada. El bibliotecario se alejó y abrió la puerta de un armario bajo la escalera. Extrajo un cajón de madera labrada y lo puso en el suelo. Cogió otra llave de su manojo y lo abrió. De su interior tomó una pequeña caja de madera y la trajo hasta el mostrador. Era del color del libro y con los mismos bordes de metal. Hizo un gesto con la mano hacia la caja. Ella no se hizo rogar y sin saber qué encontraría, la abrió. De tela oscura por dentro, había una pieza metálica en el centro. Era triangular, con resaltes y hendiduras, del mismo metal del libro. Le miró y él asintió. Entonces se atrevió a cogerlo, estaba unido a una fina cadena.
   –Extraño colgante –lo levantó hacia la luz.
   –No es un colgante. Es la llave, abre el libro.
   Entonces él tomó el libro y le mostró el canto. Los adornos del libro coincidían con los de la joya triangular. Ella quiso abrirlo inmediatamente y se encontró con la mano del bibliotecario.
   –Use la llave para abrirlo cuando lo vaya a leer, Milady. Deberá hacerlo sola, sin testigos. El resto del tiempo deberá permanecer cerrado.
   –Así lo haré –asintió intrigada.
   –Y no se separe nunca de la llave, llévela siempre consigo.
   Cogió la llave y se la colgó al cuello. El bibliotecario le entregó el libro.
   –Ahora es suyo, mientras dure su lectura. Espero que encuentre lo que busca.
   –Eso espero. Adiós y muchas gracias.
   Estaba asustada por lo extraño de la situación, el misterio que rodeaba al libro. Y a la vez, sentía una enorme curiosidad. Estaba deseando empezar a leerlo.


   Fue un dulce despertar, las primeras luces del alba se colaban a través de la contraventana entornada. Sentía ese cosquilleo sobre su rostro, era agradable. Sin embargo, sentía una punzada de dolor en la mano. La tenía cerrada, fuertemente apretada, seguro que había pasado así toda la noche. Claro, recordó, la llave. Se incorporó despacio en la cama y se miró la mano. La abrió despacio, no estaba. Se palpó el cuello buscando la cadena y tampoco. ¿Dónde la había puesto? Debía ser cuidadosa, no podía perderla. Se levantó y destapó la cama, miró en el suelo y buscó por la habitación. No la encontraba por ningún lado. Ella no era así de descuidada. Se paró a pensar y tiritó de frío. Se puso la chaqueta y se calzó. ¿Dónde la habría puesto? Salió al pasillo, su búsqueda la llevó hasta la cocina. Miró en la mesa, en el banco, tampoco. Siguió por el fogón, los ganchos de las paredes y en los sitios más inverosímiles. Tenía que detenerse a pensar.
   La llave que abría el libro. ¿Habría sido tan imprudente de dejarla junto al libro? Por cierto, ¿y el libro? Debía pensar en lo que hizo ayer. Salió de la torre de la biblioteca y no se cruzó con nadie en su camino, bajó las escaleras al patio, lo cruzó y volvió a subir escaleras, siguió el pasillo y entró en su habitación. No, a la cocina no había ido. Salió de la cocina, fue hasta la siguiente puerta y abrió. La casa de los vecinos. Giró la cabeza y vio más casas, la torre de la iglesia…
   Volvió a entrar y fue a la cocina, se sentó en el banco y apoyó la cabeza en la mesa. Rompió a llorar. No había ni libro ni llave, nunca habían existido. Todo había sido un sueño, cómo podía ser tan ingenua. El castillo, el castillo de sus sueños, tenía biblioteca. Las lágrimas fluían silenciosas. El libro… “El misterio… del castillo”, eso era. Tan real, que podría describirlo hasta en sus más pequeños detalles, igual que la llave. Se secó los ojos. En su sueño no había llegado a leerlo, su contenido se le escapaba. Le daban ganas de acostarse otra vez, a ver si volvía al sueño. Misterios había dicho, lugares ocultos en el castillo, de eso trataba, se suponía. Y no lo podía leer cualquiera. ¿Existiría el libro? ¡Ojalá fuera así! El castillo de sus sueños existía, entonces, ¿el libro? Seguro que también, y estaría en la biblioteca del castillo. Qué habitación tan hermosa, y con tantos libros, libros para leer durante toda una vida. Tendría que ir a buscarlo.
   La puerta chirrió al abrirse.
   –Hola, madre –dijo sorprendida.
   –Buenos días, hija –se sorprendió a su vez–. Estás pálida, tienes los ojos rojos, ¿te sucede algo?
   –Creo que acabo de despertar.
   La madre se acercó a Elena, la rodeó con los brazos y le dio un beso en la frente.
   –¿Un mal sueño, mi niña?
   –He vuelto a soñar con el castillo –abrazó a su madre. 
   –¿Una pesadilla?
   –Qué va, pero he despertado y creí que seguía allí.
   –Cuéntame hija. Cuéntame esa historia que te confunde. Desahógate y verás como se pasa –le acarició la cabeza.
   –Madre, tú no habrás oído hablar de un libro que se llama “El misterio del Castillo”.
–Pues no…
–Verás, es un libro de piel oscura, casi negra, con reflejos rojizos…




lunes, 7 de septiembre de 2015

LA TORRE. 1ª parte. Elena.









Elena


 


1


El castillo



   La alcoba era grande, de piedra de sillería. El artesonado del techo, ricamente decorado con motivos geométricos, con un escudo en su centro. En una de las paredes había un tapiz que rememoraba alguna antigua batalla, seguramente ficticia, pues en ella aparecían los dioses. Al fondo se encontraba la cama, una excelente pieza tallada con un dosel de terciopelo granate, flanqueada por sendos arcones, también decorados. Una mesa con cajones, una silla de trazos curvados y un espejo ovalado colgado en la pared, formaban el resto del mobiliario. Adentrándose en el muro, se abrían dos huecos, uno era la chimenea, ahora apagada. El otro era el de la ventana, con un par de salientes de piedra a modo de asientos, con sus respectivos cojines bordados.

   Hasta hace unos instantes, los rayos del sol habían entrado en la habitación. Poco a poco la luz fue menguando. No fue consciente del cambio, pero sus pupilas se dilataron. En sus manos, un pequeño libro. Seguía sumergida en la lectura que iniciara unas horas antes. Con un dedo comenzó a pasar la hoja con delicadeza. Aprovechó para tomarse un respiro. Dejó vagar su mirada, perdida en el infinito. Poco a poco surgió la pared, materializándose frente a ella, la piedra era de un tenue color anaranjado. Cerró los ojos, inspiró y volvió a abrirlos, la pared seguía igual. Frunció el entrecejo, entornó los ojos y apretó los labios, entonces dirigió la mirada hacia la ventana. Cerró el libro con parsimonia y levantándose, lo depositó suavemente sobre el cojín del asiento.

  Abrió la ventana y se asomó. Apoyando las manos en el marco, asomó medio cuerpo al exterior. Un pequeño grito salió de su garganta. Se retiró de la ventana y volviéndose, se dirigió rauda hacia la puerta. Tiró con fuerza y salió al pasillo. Echó a correr, agarrándose las faldas para no pisarlas. El eco de sus pasos dejó de oírse, había llegado al final. Su respiración era agitada. A su derecha, un arco daba paso a un espacio oscuro. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, y entonces traspasó el umbral. Conducía a una pequeña escalera de caracol. Colocó un pie en el primer escalón, puso una mano en la pared y llevó la otra a la columna. Tanteó con el otro pie el siguiente peldaño y comenzó a ascender, lentamente. Una pequeña ventana vino a rasgar levemente la oscuridad. Se atrevió a quitar una mano de la pared. Siguió subiendo, sumida en la oscuridad. Con sumo cuidado ascendió un peldaño tras otro, hasta que la claridad fue abriéndose paso, creciendo en intensidad. Se vio obligada a entornar los ojos. Se tomó unos instantes antes de salir al exterior. Cuando lo hizo, volvió a gritar, ahora más fuerte. La luz del atardecer bañaba los campos, tiñéndolos de naranja. Siguió la dirección de la luz, hasta descubrir un sol rojo sobre el bosque. Se acercó despacio a las almenas y apoyó los brazos en ellas. Enlazó entonces sus manos y apoyó la barbilla. Se quedó muy quieta, con la mirada puesta en el disco solar. Permaneció absorta, dejando que la brisa alborotara sus cabellos castaños y agitara su vestido azul. El sol continuó su declive, hasta que finalmente, se sumergió en el bosque…





   Escuchó el golpe de una puerta al cerrarse. Inspiró profundamente y suspiró. Era su padre, que salía para las tierras, como todas las mañanas. No era justo, no quería abandonar su sueño. Se tapó hasta la cabeza para no oír más ruidos. Se imaginó de nuevo en las almenas, disfrutando de la puesta de sol y sus colores cambiantes. Disfrutó de las imágenes largo rato, pero el sueño no quiso volver a tomarla. Asomó la cabeza de su acogedor refugio nocturno, aún con los ojos cerrados y volvió a suspirar. Bostezó y se incorporó, apoyándose sobre un brazo. Se sentó en la cama y puso un pie en el suelo, retirándolo de inmediato. Buscó refugio en las zapatillas, se levantó y abrió la ventana. La luz era débil todavía. Tras un leve escalofrío, se fue a la percha y tomó la chaqueta, poniéndosela sobre el camisón. Apartó la cortina y salió de la alcoba.

   Abrió la puerta despacio y asomó la cabeza. Al fondo de la estancia, de espaldas e inclinada sobre el fogón, su madre echaba hierbas aromáticas al caldero humeante.

   –¡Qué bien huele! Buenos días, madre –dijo entrando en la habitación.

   –Hola, hija. Qué contenta te has levantado –contestó volviendo la cabeza.

   Elena cogió el cántaro, vertió un poco de leche en el cazo, y lo puso a calentar. Se sentó a la mesa, tomó la hogaza y cortó una rebanada. Su madre dejó de remover el puchero, cogió unas patatas y se acomodó en el banco, junto a su hija. Cogió el cuchillo y se puso a pelarlas.

   –Madre, he tenido un sueño –comentó alegre.

   –Por lo contenta que estás, ha debido ser bonito.

   –Muy bonito, madre. Ya ves lo tarde que me he levantado.

   –Cuéntame, mi niña –dijo apartando la vista de la faena.

   Abrió la boca, pero no dijo nada. Se levantó a por el cazo, tomó un tazón y vertió en él la leche. Volvió a la mesa y empezó a migarse el pan.

   –Pues… estaba leyendo… –empezó a contar lentamente.

   –Claro, cómo iba a ser de otro modo… –intervino riendo la madre.

   –Sí, leía –se lo tomó con calma mientras echaba el pan en la leche– y vi que estaba oscureciendo. Entonces subí a ver la puesta de sol, era preciosa –con la cuchara hundió el pan y lo mantuvo sumergido–. Entonces oí el golpe de la puerta y todo se acabó. ¡Qué pena!

   –Menos mal, si no todavía seguirías durmiendo.

   –Además, vivía en un castillo –continúo, alborozada.

   –¡Anda! En la villa grande, en Cuéllar.

   –No, madre, no era allí. Mi castillo –se quedó pensativa–, era diferente. Es extraño, porque era una iglesia y también un castillo. Las dos cosas a la vez. ¡Qué extraños son los sueños!

   Permaneció pensativa, sujetando la cuchara sumergida en el tazón. Miraba a través de la ventana, la mirada perdida en el infinito. Su madre dejó el cuchillo y siguió su mirada.

   –Empieza a comer, que se te va a enfriar –siguió pelando patatas.

   –Últimamente sueño con él cada noche –se metió una cucharada en la boca.

   –Estoy intentando recordar… –dejó el cuchillo y puso las manos sobre la mesa.

   –¿Sí, madre? –dijo con la boca llena.

   –Eras muy pequeña –la miró a los ojos–. ¿Te acuerdas de aquella tela de color verde que tanto te gustaba?

   –¡Cómo la iba a olvidar! Me la compraste por mi cumpleaños –sonrió.

   –Te hice un vestido con ella. Querías tenerlo puesto todos los días.

   –¡Qué rabia me dio cuando se me quedó pequeño! Seguía intentando que me entrara y acabé rasgándolo.

   –¿Y sabes dónde lo estrenaste?

   –Pues no, dime. ¿Tiene algo que ver con mi sueño? –dijo entornando los ojos.

   –Escucha y no te impacientes –se levantó y fue a remover el pote–. Tu padre quería vender dos marranos, y aprovechó que había feria en Turégano. Nos llevó con él, pensando que la venta era segura. Ya sabes que no suele equivocarse…

   –Sigue, sigue –dijo mientras iba dando cuenta del desayuno.

   –Salimos muy temprano, de noche. Tu padre te llevaba a hombros, ibas emocionada. En fin, llegamos allí, una plaza alargada, enorme. Estaba llena de puestos, vendían todo lo que te puedas imaginar. Tu padre logró vender los cerdos, y a muy buen precio, así que lo celebramos quedándonos a comer allí.

   –Sigo sin ver la relación…

   –Come y calla –empezó a reírse  y la señaló con el cuchillo–. Es lo que tenía que decirte de pequeña.

   –Madre, no me avergüences…

   Se levantó a lavar las patatas y las añadió al pote. Todavía riéndose, miró a su hija. Había acabado el desayuno.

   –Después de comer, volvimos a ver al que compró los cerdos. Estaba contento con la adquisición, y algo achispado también. Le preguntó a tu padre si pensábamos quedarnos para el baile. Tu padre respondió que teníamos que volver a casa, que eran muchas horas de camino. Dijo que era una pena, y nos invitó a beber en la taberna de la feria. Al final nos ofreció su casa para dormir.

   Elena enmarcaba su cara con las manos, apoyando los codos sobre la mesa. Su madre volvió a sentarse junto a ella y retomó la historia.

   –Total, que allí nos quedamos. Tú estrenabas aquel día el vestido verde.

   –Oh…–cerró los ojos mostrando una expresión feliz.

   –Así que, allí estabas, preciosa y encantadora. Con tu vestido verde, bailando en medio de la plaza, al son de la música. 

   –¿Bailamos, madre? –Elena tomó a su madre de la mano, animándola a levantarse y comenzaron a bailar.  

   –Estabas preciosa, llamabas la atención. Pero no bailabas conmigo. Yo lo hacía con tu padre –siguieron bailando, al son de una música imaginaria. La luz se filtraba por los cristales, acompañándolas en sus evoluciones, creando un contraste de luces y sombras sobre sus atuendos en movimiento.

   –Cuéntame más, madre. De mi solitario baile.

   –Bailamos durante horas, la verdad es que sólo paramos a descansar cuando lo hizo la orquesta. Nos sentamos un rato a beber, estábamos secos.

   –Pero, ¿y yo, madre?

   –Ay, impaciente –se detuvo y soltó el aire.– Tú bailabas sola, deslumbrando a la gente. Hasta que te echaste un amiguito y seguiste bailando con él. Estabais muy graciosos, tan pequeños…

   –¿Yo? –se puso colorada–. Pero si era muy pequeña –animó a su madre a seguir bailando.

   –Pues creo que le gustaste. Bueno, él a ti también. Fue cosa de los dos. Estabas preciosa, ya lo creo. Como ahora, cuando te arreglas.

   –¿Qué quieres decir?

   –Sin peinar y en camisón, ya me dirás…

   A Elena se le encendió el rostro, abrió la boca pero no supo que decir. La madre, divertida, la hacía seguir su paso y empezó a tararear una vieja canción. Estudió el rostro de su hija, que iba recobrando su color natural repuesta ya de la sorpresa. Dejó entonces de cantar y prosiguió su explicación.

   –Seguimos bailando hasta el final, hasta que la orquesta dijo basta, que no podían más. Fue entonces cuando la luna se elevó sobre el horizonte, grande, anaranjada, e iluminó el castillo. Te quedaste muy quieta, observando. Ni siquiera tu amiguito logró apartarte de tu visión.

   –Siempre me atrajo la luna, estaría llena.

   –Así era, esperamos un rato, divertidos, esperando a ver cuánto tiempo tardabas en caer rendida. Al fin reaccionaste y nos dijiste: mirad, la luna está en la casa. No sabías que era un castillo, con  una iglesia dentro, por cierto.

   Dejaron de bailar, todavía agarradas, mirándose con ternura.

   –Madre, eres… como cuando leo un libro, te dice las cosas de una manera que te ves allí dentro, viviendo la aventura. Lo cuentas maravillosamente.

   –Oh, sólo te he dicho lo que ocurrió, ni más ni menos.

   –Sí, pero la manera de contarlo, tan, tan… bonita, como en una novela de las buenas.

   –Gracias. Será porque me gustaba leer, como a ti. Aunque desde que me casé, no he tenido tiempo.

   –Y todo este tiempo, soñando con el castillo, y sin recordar nada.

   –Todo estaba aquí –colocó el dedo en la frente de Elena–, aunque no lo supieras.

   Se separaron y al unísono, como almas gemelas, volvieron sus miradas hacia la ventana, hacia los tímidos rayos del comienzo de la mañana. Permanecieron quietas, calladas, pensativas. Un chasquido de la leña en el fuego las sacó de su fantasía.

   –Bien, creo que ahora deberíamos ponernos a trabajar.

   –Oh, madre, ha sido maravilloso. ¡Es tan bonito imaginar! Es como leer un libro, te metes en la historia y eres la protagonista, las cosas te suceden a ti. Gracias –le dio un beso y salió corriendo, ya en la puerta, se volvió hacia su madre–, me voy a poner guapa.

   –Ay, qué poco te queda de feliz inocencia –dijo la madre para sí.