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Los libros
La llave y el
libro. Los había buscado por todo el castillo, pero no aparecieron. Despertar
fue una liberación, saltó de la cama, no fuera a dormirse otra vez y volviera a
soñar. Quedó sin embargo un resquicio, la curiosidad por conocer el contenido
de aquel libro. El libro, los libros. ¡Ay, los libros! Los amaba más que a
nada. Bueno, primero estaban sus padres, pero después venían ellos.
Se aficionó a la
lectura en sus últimos años en la escuela. El maestro, don Matías, les hablaba
de los libros, les contaba las historias que encerraban entre sus páginas. Así
supo de muchos. A veces, les leía un capítulo. Pero una y otra vez volvía sobre
uno de ellos, “El Quijote”, decía que era el mejor libro jamás escrito. Sus
mejores recuerdos de la escuela, se centraban en esos momentos.
Muchas veces
durante las comidas, se explayó relatando esas mismas historias a sus padres,
que la tenían que mandar callar para que comiera. Una noche, al irse a dormir,
descubrió un libro sobre su cama. Paralizada por la sorpresa, se quedó muy
quieta, contemplándolo. Vio el título: “Cuentos de los hermanos Grimm”. Sin
atreverse a tocarlo, volvió a la cocina para decírselo a sus padres: había un
libro sobre su cama. La acompañaron a su habitación, hicieron un poco de teatro
con la aparición del libro y dijeron que si nadie venía a reclamarlo, puesto
que estaba en su cama, sería para ella. En pocos días había leído todos sus
cuentos. Volvió a empezarlo, una y otra vez, hasta que se los supo casi de
memoria. Después le llegaría otro libro y otro más, así hasta ocho, lo
recordaba bien.
–Hija, con más
garbo, que no se hace sola –Elena se sobresaltó.
–Es que se me
cansan los brazos, madre –siguió amasando en la artesa.
–Trae, entre las
dos no se hace tan pesado. Parecías un poco ausente –se arremangó y metió las
manos en la masa.
–Estaba distraída
–hizo una pausa y respiró profundamente–. Recordaba cuando empecé a leer.
–Eras tan pequeña…
–la madre imprimió un ritmo más vivo.
–No, me refiero a
los libros que me diste.
–Siempre has
disfrutado con la lectura. Cualquier día de estos, vuelvo a leer. A la casa, la
comida y todo lo demás que le zurzan.
–¡Tú también leías!
–la miró emocionada.
–Los libros que
ahora tienes tú –dejó de amasar unos instantes, sus ojos brillaron–. Solía
levantarme temprano e iba a sentarme en la cocina. Leía dos o tres páginas, lo
que me diera tiempo, porque aparecía tu abuela y había que empezar la faena. A
ella no le gustaban los libros, decía que eran para los señoritos, que podían perder
el tiempo.
–De pequeña creía
que nadie podía tener tantos libros, salvo el cura y el maestro. ¿Cómo los
conseguiste?
–Íbamos a vender el
ganado a la feria de Medina. Tu abuelo sacaba allí sus buenos reales y después
de eso, estaba dispuesto a permitirnos algunos caprichos. A tu abuela y a tu
tía siempre les daba por las telas y los cacharros, a mí eso me aburría.
Prefería irme con tu abuelo, aunque el paseo siempre acabara en la taberna. Un
día que íbamos hacia allí, vi la tienda de los libros. Le pedí entrar y
accedió. Nunca había visto tantos libros juntos. Tu abuelo pidió ver libros
para mí y nos señaló una estantería. Empezamos a mirar, los hubiera querido
todos, pero vi uno con un dibujo de animales en la portada y lo cogí. Mi padre
me lo compró. A partir de entonces, siempre me compraba uno cuando íbamos a la
feria… –su mirada ausente parecía indicar que en aquellos momentos se
encontraba muy lejos.
Elena volvió a
sumirse en sus pensamientos. En el último año de la escuela. El día en que el
maestro les habló de una obra de la literatura norteamericana. Había sido la
preferida en su juventud: “Las aventuras de Tom Sawyer”. Parecían muy
interesantes, más que las del famoso Don Quijote. Así que fue a casa diciendo
que quería ese libro. Menudo disgusto, ni lo vendían en el pueblo, ni iban a
poder comprárselo. Entonces fue cuando descubrió que los libros que tenía eran
de su madre, no se los habían comprado. Siguió pensando en Tom Sawyer y sus
fabulosas aventuras, no se lo podía quitar de la cabeza. Un día, a la salida
del colegio, se quedó rezagada y se acercó al maestro para preguntarle por el
libro: dónde lo vendían y cuánto costaba. Debió de llegarle al alma, porque le
dijo que le acompañara a su casa. La mandó sentar y fue a la estantería. Sacó
el libro y lo puso en sus manos, diciéndole que lo cuidara, que era su recuerdo
más querido. Y ella leyó un poco cada tarde, durante mucho tiempo. Hasta que un
día lo terminó, y entonces quiso ser como Tom Sawyer y su amigo Huckleberry
Finn…
–Creo que esto ya
está –dijo la madre.
–Cómo me gustaría
ir a una librería… –dijo Elena–. Habrá alguna muy grande en la capital.
–Los libros son muy
caros, no podemos permitírnoslos.
–Es una lástima.
–No te ha ido tan
mal. Leíste los míos y después los que te dejaba don Matías. Ahora te los
presta el nuevo maestro…
–Don Anselmo
–apuntó.
–Eres muy
afortunada.
–Ya lo sé, madre.
¿Y si fuera a la biblioteca? Dicen que ahí es donde hay más libros…
La madre sonrió.
–También hay que
pagar el coche de línea de aquí a Segovia
y volver.
Elena suspiró. Qué
complicado era todo cuando se era pobre. ¿Por qué no tendría su padre dinero?
Su abuelo lo tuvo y podía comprarle libros a su madre.
Fueron dando forma
a las hogazas y las pusieron sobre una tabla que cubrieron con un paño. Elena
se limpió las manos y se bajó las mangas. Cogió una tela y la enrolló en la
cabeza. Su madre le ayudó a colocar la tabla encima. Agarró los extremos con
las manos y fue hacia la puerta. La madre se adelantó para abrirle.
–Adiós madre.
–Hasta luego, hija.
La tabla pesaba
bastante. Llevaba la masa para el pan de toda una semana, menos mal que el
horno no estaba lejos. El hijo del panadero la recibió una vez más, con halagos
y piropos, era un pesado. Y un poco corto, no fue capaz de acabar el colegio.
Por eso se contenía, pero cualquier día le iba a tener que dar una mala
contestación.