martes, 27 de octubre de 2015

La Torre. Elena. Capítulo 8.



8

Tras la tempestad viene la calma.

   Se le hizo raro volver a la taberna después del incidente. Y encima sufriendo las malditas agujetas, que hacían que cortar un simple tomate resultara doloroso. Cuando su padre tenía que hacer un trabajo especialmente duro, se tomaba antes una bebida especial, precisamente para evitarlas. Era una receta que venía de los tiempos de su tatarabuela. Podía intentar hacerla, había visto a su madre y era sencilla de preparar. Necesitaba una yema de huevo, mucho azúcar y un poco de vino, y todos los ingredientes los tenía en la taberna. Batió una yema y añadió el azúcar. Fue a por el vino, había varias garrafas. ¿De cual ponía? Las que no tenían etiqueta eran de vino del malo, el aguado; luego estaban las del círculo, vino recio y sin aguar; y en la garrafa pequeña se guardaba el bueno, para paladares exquisitos, que venía de la región de La Rioja. A ella no le gustaba el vino, pero si iba a tener que tomarlo, que fuera del bueno, del más caro. ¡Que se fastidiara Enrique! Cogió la garrafa pequeña y echó un chorrito en la jarra. Mejor un poco más, añadió una buena cantidad. Lo agitó bien y probó el mejunje. No estaba mal, ¿y si le añadía un toque de canela? Seguro que estaba más rico y no estropeaba sus cualidades. Cogió una rama, ralló un poco sobre la jarra y lo removió. Ahora estaba perfecto. Se lo bebió saboreándolo, quién lo iba a decir, si no le gustaba el vino. La próxima vez que su padre tuviera que tomarlo, se lo llevaría de la taberna, a ver que le parecía. Y con el toque de canela.
   Para rematar, aquel mediodía la taberna se llenó. Seguro que querían ver qué ocurría entre el tabernero y ella. Pero quedaron decepcionados, porque no se presentó. Seguro que no se atrevía a salir de casa con la cabeza llena de chichones. Además, producidos por el altercado con una mujer. Se pasó el tiempo entre la cocina y la barra, sirviendo las bebidas a toda prisa y vigilando que no se le quemara la comida. Aquel día sólo preparó tortilla, no estaba para fruslerías. Después de decir que si no estaban conformes, fueran a hablar con el dueño, nadie se atrevió a quejarse. La segunda tortilla se le quemó un poco, pero la llevó igualmente y dijo que eso era lo que había. Nadie rechistó y en agradecimiento, tampoco se la cobró. ¡Que se fastidiara el jefe!
   Y llegó la calma. Los parroquianos se marcharon temprano, seguramente frustrados por no haber asistido al desenlace final. Estaba machacada, le dolía todo. Así que decidió prepararse otro reconstituyente, esperando que la canela no le hiciera perder sus propiedades. Se sentó en un taburete y puso la jarra sobre la mesa. Por un día disfrutaría de la taberna, nunca había entrado allí como parroquiana. Estaba muy bueno, a ver si se iba a aficionar y luego quería tomarlo a todas horas. A ella no le gustaba el alcohol, pero es que ese toque de canela… Claro, recordó haberlo leído en una novela. La nobleza tomaba el vino dulce y especiado. Ellos entendían y no estos parroquianos que en su mayoría pedían vino del malo. Era más barato.
   Después de tomar el mejunje se encontraba mucho mejor y más alegre. Esa tarde seguro que podría leer. Pero sería mejor que escogiera algo más a tono con los últimos acontecimientos, algo violento y salvaje. ¿Un drama tal vez?, eso era. Iría a ver al maestro pero, ¿cuál sería la excusa para decirle que cambiaba de libro? Ya inventaría algo. Qué buena estaba, reconfortaba de verdad.


   –¡Hola, qué sorpresa! No me digas que ya lo has acabado, porque es imposible.
   –No lo he acabado –soltó alegremente.
   –Me habías asustado. Pero pasa, pasa, no te quedes ahí.
   Pasó al salón y ocupó su asiento. Anselmo fue al suyo y se acomodó. Esperó a que él tomara la palabra, pero no lo hacía y se limitaba a observarla. Se sintió desconcertada en el prolongado silencio.
   –¿No habrás estado enferma? –dijo por fin.
   –No.
   –Es que hubiera sido la única posibilidad de que hubieras leído “David Copperfield”. Una vez estuve tres días en cama con fiebre y me leí una novela entera.
   –Empecé a leerlo. Me gusta la historia, y cómo la cuenta. Pero parece que no me concentro. Creo que ahora necesitaría otro tipo de lectura.
   –Tú dirás –se quedó mirándola intrigado.
   –Es que, sabes… he empezado a trabajar fuera de casa… y a lo mejor, debido a la nueva situación… No lo sé, el caso es que parece que necesitara leer algo más dramático. Incluso aunque fuera violento –se atrevió a comentar.
   –No me habías dicho que trabajaras.
   –El otro día después de estar aquí, mi padre me lo anunció.
   –¿Y a qué te dedicas?
   –Trabajo en la taberna. 
   Anselmo pareció levemente disgustado.
   –¿Y te gusta el trabajo?
   –Es como hacer las labores de casa, pero fuera –contestó optimista.
   –Bien entonces, ¿no? –pareció dudar y luego prosiguió–. Vamos a ver lo del libro. ¿No has traído el de Dickens?
   –No. Pienso leerlo después del que me dejes hoy.
   Anselmo se levantó, fue hacia la estantería y después de una breve búsqueda sacó un libro.
   –Aquí lo tengo, creo que es lo que quieres –le tendió el libro.
   –“Cumbres borrascosas”, Emily Brontë –leyó y le miró atónita–. ¡Es una escritora!
   –Y muy buena por cierto. Ahí tienes un buen drama. Espero que sea lo que buscas ahora que tu vida ha dado un giro –le dirigió una sonrisa y se sentó.
   –No ha sido para tanto –se puso nerviosa–. Como dice mi padre, ya tengo edad para hacer algo más que leer y ayudar a mi madre –no sabía por qué había soltado aquello, en realidad no sabía lo que quería decir.
   –Los padres suelen tener razón, aunque a veces nos cueste aceptarlo. Es un choque entre la serena sabiduría de los mayores y la inexperiencia desbocada de los jóvenes, esa es la realidad. Tú ya tienes… –entornó los ojos. 
   –Diecisiete.
   –Toda una mujer –le sonrió–. Seguro que ya es hora de que te plantees qué quieres hacer.
   –Soy muy joven todavía –y no pensaba decir que casarse–. Si no fuera porque mis padres no andan muy bien de dinero, no tendría que salir a trabajar.
   –Ya. A lo mejor soy un poco indiscreto, pero, ¿por qué no continuaste estudiando? Hay becas.
   –Me hubiera gustado –contestó sin dudar–, pero don Matías pensó que era mejor dársela a un chico –le tembló la voz–. Yo era mejor que él, salvo en matemáticas. En lengua y en literatura, le daba cien vueltas –se animó.
   –Son las reglas no escritas, siempre prefieren a un hombre…
   –¿Por qué? –se exaltó–. ¿No podía haber hecho yo el bachillerato? Hubiera encontrado después un buen trabajo.
   –Seguro que sí. ¿Qué te hubiera apetecido? –se inclinó hacia delante.
   –No sé. Algo relacionado con los libros –le imitó.
   –Una imprenta…
   –O una biblioteca –estaba fuera de sí y hablaba alto.
   –Podrías ser escritora. Te expresas bien. Seguro que tienes imaginación –levantó las cejas.
   –No se me había ocurrido –de repente se encontraba descolocada–. Nunca he escrito nada, sólo redacciones en la escuela.
   –Ha habido otras antes de ti, mira lo que vas a leer.
   –Pues es verdad –aunque no estaba muy convencida–. Pero no creo que fuera capaz –dijo en voz baja.
   –Perdona que cambie de tema –dijo levantando el dedo como un colegial–. ¿Te apetece merendar? Tengo hambre.
   La conversación había tomado derroteros interesantes y se encontraba a gusto. Así que se oyó a sí misma contestando:
   –Me parece estupendo, Anselmo.


jueves, 22 de octubre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 7.



7

La charla de los padres

   El fuego caldeaba la sala. Las llamas surgían irregulares, en un baile desordenado y caótico. Tan pronto parecían apagarse como que daban un estirón y se perdían en el tiro de la chimenea. Una pequeña explosión y una nueva llamarada surgió. Al rato, otros dos
estallidos y dos lenguas amenazaron con salirse del hogar.
   La pareja estaba sentada, sumida en la contemplación de la hipnótica danza.
   –Parece que hasta el fuego anda alterado –dijo ella.
   –Estará húmeda la leña –contestó él.
   –La cortó ella, ¿sabes? Hoy ha estado muy seria. Dice que le va bien en el trabajo, pero no debe estar a gusto. Espero que sólo sea eso.
   –Pues menudo trabajo que ha hecho. Lo siento por las agujetas que tendrá.
   –Y las manos, si se las vieras a la pobre…
   La conversación languideció. Siguieron entretenidos con el crepitar imprevisible del fuego. Las llamas subían por un lado y se desvanecían por otro.
   –Te dije que tu hija es fuerte, lo superará.
   –Pues le está costando. No sé si hablar con ella –contestó la madre.
   Se quedaron pensativos, mirando el fuego.
   –Hoy me he encontrado con Honorio… –dejó la frase en suspenso.
   La mujer cogió un mechón de su cabello entre los dedos y se dedicó a rizárselo. El marido la miró de reojo.
   –Pues sí, estuve un rato hablando con él… –volvió a callar. 
   –Si te apetece, me lo cuentas. No te voy a sonsacar si es lo que piensas –soltó pasado un rato la mujer–. Será alguna tontería de tus amigotes. Que ya nos conocemos hace muchos años…
   –Está bien, cómo eres. Pues me ha contado algo que ha sucedido en la taberna.
   –¿Sí? –esta vez se removió en el asiento–, ¿le ha pasado algo malo a Elena?
   –Ah, al final he conseguido interesarte. Yo también te conozco un poquito, mujer…
   –Cuenta, no me tengas en ascuas –le agarró de la camisa y le zarandeó. Él puso cara de asustado y juntó las manos.
   –Confesaré, lo diré todo –recibió un pescozón–. ¡Ay!.
   –¡Empieza ya!, no me enfades.
   Comenzó a reírse, tomó aire y puso una mano en el regazo de su mujer.
   –Que tu hija, ha puesto firme a Enrique.
   –¿Ha pasado algo malo? –preguntó asustada.
   Y su marido le contó lo que le dijeron.
    –Al final va a resultar la moza con más agallas del pueblo… –intervino la madre al acabar el relato.
   –Pues claro, ¿qué creías? Simplemente dale tiempo, ha sido su primera decisión de adulta.
   –Así que, lo de cortar leña, fue por eso.
   –Una forma de desahogarse.
   Se abrazaron, riendo, acompañados por los estallidos de los leños.


viernes, 16 de octubre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 6.



6



La bodega del castillo



   –Por favor señora, déjelo. Ya lo hago yo. Como se entere su señor padre, me mata.

   –Ha sido precisamente él quien me ha dicho que tenía que trabajar. Me ha mandado aquí –mientras hablaba, siguió fregando el suelo de la cocina.

   –Perdone que se lo diga, pero este no es sitio para una dama. Por mucho que lo diga su señor padre. En cualquier caso, le ayudo.

   –Las órdenes de mi padre son incuestionables. Sube a mis aposentos y encárgate de que los arreglen.

   –Sí señora, como usted desee –hizo una reverencia y se retiró.

   Cuando hubo terminado con el suelo, comenzó a limpiar los taburetes y las mesas.

   –¿Es que nadie me va a atender? –sonó una voz grave.

   Se sobresaltó, y al echarse hacia atrás tropezó con un taburete, volcándolo. Volvió la cabeza mientras lo levantaba. Un soldado apostado junto a la barra la observaba. 

   –¡Ay, disculpe! No le había oído, perdone usted –echó a correr hasta la barra–. Le pido excusas, capitán…

   –Está bien, sírvame una jarra de vino –al decirlo se le iluminó la cara–. Que sea del bueno –dio un manotazo en el mostrador–. Y que sea grande –extendió los brazos con las palmas abiertas.

   –No faltaba más –buscó la jarra más grande y la llenó–. Aquí tiene, espero que sea de su agrado.

   Sin contestar, se llevó la jarra a los labios y dio un largo trago. Parece que le gustó, así que volvió a lo suyo. Cuando terminó se puso a cocinar. Pronto se llenó el lugar de gente, lo cual la puso nerviosa. No iba a poder atenderlos y cocinar a la vez. Entonces una figura asomó por la esquina.

   –Padre, ¿Qué hace usted aquí, en las cocinas? No debería bajar. ¿Además, no había salido a pasear a caballo por sus tierras?

   –He vuelto antes para ayudarte. Sigue en la cocina. Ya me ocupo yo de servir a toda esta gente.

   –Pero usted no debe…

   –Hija, obedece.

   –Como usted mande, padre –inclinó la cabeza.

   Trabajaron sin descanso durante horas. La gente comía y bebía sin parar. Afortunadamente, llegó un momento en que el lugar empezó a vaciarse. Entonces pudo empezar a recoger. Vio a su padre despejando las mesas.

   –Padre, déjelo. Ya acabo yo…





   Siempre soñando con el mismo lugar. Se levantó alegre y sin pereza por tener que acudir a la taberna. Tras el desayuno y la tertulia con su madre, se dirigió hacia allí. Las primeras horas transcurrieron en soledad, limpiando y adecentando el lugar, mientras pensaba en el castillo de sus sueños. Después se metió a la cocina. Era un espacio estrecho y minúsculo. A un lado estaba el fogón, una repisa y un estante. De la pared colgaban unos pocos cacharros y perolas, los ajos y el tomillo. Se puso a pelar patatas y sintió la puerta abrirse. Dejó el cuchillo y salió.

   –Buenos días, señor Tomás. ¿Lo de siempre? –le dirigió una sonrisa.

   –Sí, hija. Para qué vamos a cambiar a nuestra edad.

   –Aquí tiene –le sirvió un vino–. Si no desea nada más, vuelvo ahí dentro, tengo que hacer la comida –él movió la mano, dando a entender que podía retirarse.

   Se volvió a la cocina. Puso a calentar manteca en la sartén, cuando estuvieron listas añadió las patatas. Cogió unos huevos, los abría y los echaba a la fuente. A continuación se puso a batirlos. Entornó los ojos para recordar su sueño y sonrió.  





   Llegó el mediodía, y con él, el bullicio. Después de haber estado trabajando desde el amanecer, buscaban un poco de distracción, entraban alegres y locuaces, impacientes por echar un buen trago de vino. Algunos también querían calmar el estómago. A esa hora venía el tabernero para hacerse cargo de la barra. Ella no hubiera podido atender la cocina y servir a los parroquianos.

   Enrique asomó a la cocina y se agarró al marco de la entrada.

   –¿Están ya los pimientos? –sus palabras resultaron un poco atropelladas.

   –Espere a que eche los huevos. Ahora se los paso.

   Echó los huevos a la sartén, removiendo para que se mezclaran bien con la patata. Cogió los pimientos, les puso un poco de sal y se los pasó.

   –Tenga.

   –Vale, date prisa con la tortilla, que vienen hambrientos –dijo con dificultad.

   –Todavía falta un poco.

   Enrique desapareció con el plato de pimientos.

   Estaba a punto de darle la vuelta a la tortilla, cuando sintió algo tras ella y se volvió. Se sobresaltó, al ver al tabernero.

   –¡Qué susto me ha dado!

   –Vengo por la sal –apestaba a vino–, Pedrote dice que los pimientos están sosos.

   –Un momento, que se me quema –dijo mientras cogía un cacharro para darle la vuelta a la tortilla–. Ahora se la paso.

   –Ya la cojo yo –y se arrimó más a ella con la intención de pasar al fondo de la cocina.

   –Espere un momento, que me tira la tortilla –se removió incómoda, con la sartén en una mano y el cacharro en la otra.

   –No te preocupes, ya me las arreglo –dijo Enrique, pegándose a su trasero.

   –¡Enrique! –gritó

   El bullicio en la taberna disminuyó. Algunas cabezas se volvieron hacia el hueco que conducía a la cocina.

  Sonó un golpe metálico.

   –¡Aaaaayyyy! –se oyó gritar al tabernero.

   –¡No vuelva a entrar aquí mientras esté yo, cerdo! –se oyó gritar a Elena.

   Reinó el silencio entre los parroquianos, todos vueltos hacia la cocina.

   –Eres unaaa…–sonó otro golpe más fuerte que el anterior.

   –¡Aaaaaarrr!

   –¡Fuera!

   –¡Aaaaaay,  aaaaayyyy! –salió dando traspiés hasta el mostrador.

   Con una mano en la cabeza y la mirada perdida, Enrique se dejó caer sobre el mostrador. Derramó una jarra de vino que cayó al suelo, haciéndose añicos. Elena, con la sartén en la mano, estaba apoyada en la repisa. Tenía la respiración acelerada. 

   Los parroquianos prorrumpieron en carcajadas, su atención centrada en el agredido tabernero. Tenía la cabeza pringada de huevo y patata, que empezaba a escurrir por el rostro. Él, todavía anonadado, permanecía inmóvil.

   –Ya nos hemos quedado sin comida –dijo un gracioso, señalando su cabeza. Los demás le rieron la gracia.

   –Habrá que enseñarle a comer, tan mayor y se la tira encima –volvieron a reír.

   –Se ha resistido a tus encantos –soltó un anciano–. Te vas haciendo viejo –no podían parar de reír.

   –Está guapo…

   –Ésta te ha salido brava...

   –Le debe sobrar el dinero para tirar así la comida y el vino…

   –Esto te pasa por beber…

   Los comentarios siguieron durante un rato, apagados por el estruendo de las risotadas. El huevo le empezó a escurrir hacia el ojo. Se pasó la mano para limpiarse. En ese momento empezó a ser consciente de que era el centro de atención de todos sus parroquianos. Con el rostro desencajado, Enrique se dirigió ruidosamente a la cocina.

   –¡Nunca más! ¿Me oye? –gritó Elena con voz desgarrada. Se vio salir a Enrique andando hacia atrás. Un cuchillo apuntando hacia su pecho, firme en la mano que lo sostenía, asomaba por el hueco de la cocina. Enrique siguió reculando despacio, sin dejar de mirar la punta del arma. Una vez alejado del peligro, se volvió despacio y salió de la taberna. El cuchillo desapareció en la cocina.

   El ambiente era tenso, nadie se atrevía a romperlo. Al rato, un anciano que no estaba muy en sus cabales, volvió a reír. Fue el detonante para que poco a poco, el resto se contagiara. Y tuvieron tema para rato.





   El hacha se hundió en el tronco, saltaron astillas. Un golpe más, otro y otro, hasta que se partió. Y cada vez que hendía la madera repetía un nombre, Enrique. Sudaba, estaba cansada, le dolían las manos, los brazos, los hombros. Pero el trabajo físico le vino bien. Necesitaba descargar su furia. En el patio de su casa había suficiente leña para cortar hasta aburrirse o caer exhausta. Se detuvo a coger los últimos trozos cortados. Le costaba agacharse, le dolían también la cintura y los riñones. Ahora se sentía bien.

   Antes, en su habitación, había intentado leer y le resultó imposible. Entonces recordó que su padre había mencionado que tenía que cortar leña. Lo había pasado realmente mal, como si ella fuera la culpable.

   Al salir del trabajo, había pensado en ir hasta la laguna, pero no quería que nadie pensara que huía y se encontraba mal. Al fin y al cabo, el único culpable era el maldito tabernero, no quería ni pronunciar su nombre. Tenía que seguir con su vida, así que volvió a casa.

   Así que pese a que el primer impulso cuando se le pasó el llanto fue dejar la taberna, se convenció a sí misma de que no era lo mejor. Acabó en la cocina y salió, estuvo recogiendo los vasos y platos. Quedaban pocos clientes que fueron yéndose, a sabiendas de que la normalidad había vuelto al lugar. Cuando acabó la faena, cerró y se fue.