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Tras
la tempestad viene la calma.
Se le hizo raro
volver a la taberna después del incidente. Y encima sufriendo las malditas
agujetas, que hacían que cortar un simple tomate resultara doloroso. Cuando su
padre tenía que hacer un trabajo especialmente duro, se tomaba antes una bebida
especial, precisamente para evitarlas. Era una receta que venía de los tiempos
de su tatarabuela. Podía intentar hacerla, había visto a su madre y era
sencilla de preparar. Necesitaba una yema de huevo, mucho azúcar y un poco de
vino, y todos los ingredientes los tenía en la taberna. Batió una yema y añadió
el azúcar. Fue a por el vino, había varias garrafas. ¿De cual ponía? Las que no
tenían etiqueta eran de vino del malo, el aguado; luego estaban las del
círculo, vino recio y sin aguar; y en la garrafa pequeña se guardaba el bueno,
para paladares exquisitos, que venía de la región de La Rioja. A ella no le
gustaba el vino, pero si iba a tener que tomarlo, que fuera del bueno, del más
caro. ¡Que se fastidiara Enrique! Cogió la garrafa pequeña y echó un chorrito
en la jarra. Mejor un poco más, añadió una buena cantidad. Lo agitó bien y
probó el mejunje. No estaba mal, ¿y si le añadía un toque de canela? Seguro que
estaba más rico y no estropeaba sus cualidades. Cogió una rama, ralló un poco
sobre la jarra y lo removió. Ahora estaba perfecto. Se lo bebió saboreándolo,
quién lo iba a decir, si no le gustaba el vino. La próxima vez que su padre
tuviera que tomarlo, se lo llevaría de la taberna, a ver que le parecía. Y con
el toque de canela.
Para rematar, aquel
mediodía la taberna se llenó. Seguro que querían ver qué ocurría entre el
tabernero y ella. Pero quedaron decepcionados, porque no se presentó. Seguro
que no se atrevía a salir de casa con la cabeza llena de chichones. Además,
producidos por el altercado con una mujer. Se pasó el tiempo entre la cocina y
la barra, sirviendo las bebidas a toda prisa y vigilando que no se le quemara
la comida. Aquel día sólo preparó tortilla, no estaba para fruslerías. Después
de decir que si no estaban conformes, fueran a hablar con el dueño, nadie se
atrevió a quejarse. La segunda tortilla se le quemó un poco, pero la llevó
igualmente y dijo que eso era lo que había. Nadie rechistó y en agradecimiento,
tampoco se la cobró. ¡Que se fastidiara el jefe!
Y llegó la calma.
Los parroquianos se marcharon temprano, seguramente frustrados por no haber
asistido al desenlace final. Estaba machacada, le dolía todo. Así que decidió
prepararse otro reconstituyente, esperando que la canela no le hiciera perder
sus propiedades. Se sentó en un taburete y puso la jarra sobre la mesa. Por un
día disfrutaría de la taberna, nunca había entrado allí como parroquiana.
Estaba muy bueno, a ver si se iba a aficionar y luego quería tomarlo a todas
horas. A ella no le gustaba el alcohol, pero es que ese toque de canela… Claro,
recordó haberlo leído en una novela. La nobleza tomaba el vino dulce y
especiado. Ellos entendían y no estos parroquianos que en su mayoría pedían
vino del malo. Era más barato.
Después de tomar el
mejunje se encontraba mucho mejor y más alegre. Esa tarde seguro que podría
leer. Pero sería mejor que escogiera algo más a tono con los últimos
acontecimientos, algo violento y salvaje. ¿Un drama tal vez?, eso era. Iría a
ver al maestro pero, ¿cuál sería la excusa para decirle que cambiaba de libro?
Ya inventaría algo. Qué buena estaba, reconfortaba de verdad.
–¡Hola, qué
sorpresa! No me digas que ya lo has acabado, porque es imposible.
–No lo he acabado
–soltó alegremente.
–Me habías
asustado. Pero pasa, pasa, no te quedes ahí.
Pasó al salón y
ocupó su asiento. Anselmo fue al suyo y se acomodó. Esperó a que él tomara la
palabra, pero no lo hacía y se limitaba a observarla. Se sintió desconcertada
en el prolongado silencio.
–¿No habrás estado
enferma? –dijo por fin.
–No.
–Es que hubiera
sido la única posibilidad de que hubieras leído “David Copperfield”. Una vez
estuve tres días en cama con fiebre y me leí una novela entera.
–Empecé a leerlo.
Me gusta la historia, y cómo la cuenta. Pero parece que no me concentro. Creo
que ahora necesitaría otro tipo de lectura.
–Tú dirás –se quedó
mirándola intrigado.
–Es que, sabes… he
empezado a trabajar fuera de casa… y a lo mejor, debido a la nueva situación…
No lo sé, el caso es que parece que necesitara leer algo más dramático. Incluso
aunque fuera violento –se atrevió a comentar.
–No me habías dicho
que trabajaras.
–El otro día
después de estar aquí, mi padre me lo anunció.
–¿Y a qué te
dedicas?
–Trabajo en la
taberna.
Anselmo pareció
levemente disgustado.
–¿Y te gusta el
trabajo?
–Es como hacer las
labores de casa, pero fuera –contestó optimista.
–Bien entonces,
¿no? –pareció dudar y luego prosiguió–. Vamos a ver lo del libro. ¿No has
traído el de Dickens?
–No. Pienso leerlo
después del que me dejes hoy.
Anselmo se levantó,
fue hacia la estantería y después de una breve búsqueda sacó un libro.
–Aquí lo tengo,
creo que es lo que quieres –le tendió el libro.
–“Cumbres borrascosas”,
Emily Brontë –leyó y le miró atónita–. ¡Es una escritora!
–Y muy buena por
cierto. Ahí tienes un buen drama. Espero que sea lo que buscas ahora que tu
vida ha dado un giro –le dirigió una sonrisa y se sentó.
–No ha sido para
tanto –se puso nerviosa–. Como dice mi padre, ya tengo edad para hacer algo más
que leer y ayudar a mi madre –no sabía por qué había soltado aquello, en
realidad no sabía lo que quería decir.
–Los padres suelen
tener razón, aunque a veces nos cueste aceptarlo. Es un choque entre la serena
sabiduría de los mayores y la inexperiencia desbocada de los jóvenes, esa es la
realidad. Tú ya tienes… –entornó los ojos.
–Diecisiete.
–Toda una mujer –le
sonrió–. Seguro que ya es hora de que te plantees qué quieres hacer.
–Soy muy joven
todavía –y no pensaba decir que casarse–. Si no fuera porque mis padres no
andan muy bien de dinero, no tendría que salir a trabajar.
–Ya. A lo mejor soy
un poco indiscreto, pero, ¿por qué no continuaste estudiando? Hay becas.
–Me hubiera gustado
–contestó sin dudar–, pero don Matías pensó que era mejor dársela a un chico
–le tembló la voz–. Yo era mejor que él, salvo en matemáticas. En lengua y en
literatura, le daba cien vueltas –se animó.
–Son las reglas no
escritas, siempre prefieren a un hombre…
–¿Por qué? –se
exaltó–. ¿No podía haber hecho yo el bachillerato? Hubiera encontrado después
un buen trabajo.
–Seguro que sí.
¿Qué te hubiera apetecido? –se inclinó hacia delante.
–No sé. Algo
relacionado con los libros –le imitó.
–Una imprenta…
–O una biblioteca
–estaba fuera de sí y hablaba alto.
–Podrías ser
escritora. Te expresas bien. Seguro que tienes imaginación –levantó las cejas.
–No se me había
ocurrido –de repente se encontraba descolocada–. Nunca he escrito nada, sólo
redacciones en la escuela.
–Ha habido otras
antes de ti, mira lo que vas a leer.
–Pues es verdad
–aunque no estaba muy convencida–. Pero no creo que fuera capaz –dijo en voz
baja.
–Perdona que cambie
de tema –dijo levantando el dedo como un colegial–. ¿Te apetece merendar? Tengo
hambre.
La conversación
había tomado derroteros interesantes y se encontraba a gusto. Así que se oyó a
sí misma contestando:
–Me parece
estupendo, Anselmo.