Me encontraba ridículo en aquella silla de
ruedas, pero peor fue llegar al Espacio Justicial y tener que permanecer en
ella, porque no cabía entre los asientos y tuve que quedarme en el pasillo;
todo fuera por los siete mil quinientos eurodólares que me darían un año de
respiro durante el cual podría permanecer en el apartamento mientras esperaba
la llegada del primer trabajo.
—Como ha dicho el testigo que presenció
los acontecimientos desde la azotea —intervino Filiper con el dedo apoyado en
la barbilla—, fue una caída múltiple, sin que sea posible determinar quién fue
el que la desencadenó. Pero he aquí que tenemos otros testigos que pueden
atestiguar que mi defendido fue empujado y que el hecho no habría pasado a
mayores de no haberse encontrado en el lugar de los hechos una baldosa rota a la
que faltaba un buen pedazo, donde quedó atrapado el pie de mi cliente y debido
a lo cual sufrió un terrible accidente a raíz del cual le quedarán secuelas
para el resto de su vida.
Filiper se sentó y el abogado del Espacio
Directivo de la Ciudad, que acababa de recibir un sobre del hombre uniformado
que ejercía de chico de los recados en la sala, se puso en pie tras haber
abierto dicho sobre.
—Quisiera preguntar al afectado si se
puede levantar de la silla, aunque sea por breves periodos.
—Necesito ayuda para ir al baño y a la
cama—presenté la cara más lastimera de la que fui capaz, intentando que no se
notara el miedo que tenía a que se descubriera la verdad—. Me mareo en cuanto
tengo que hacer el esfuerzo de ponerme en pie. No podría hacer nada sin la
ayuda de mis padres.
El abogado se acercó y estudió
detenidamente la silla.
—¿Esa es la silla que usa para salir a la
calle?
La pregunta me alertó.
—No tengo otra.
—¿Podría medirla?
—La pregunta es improcedente —intervino
Filiper.
El juez se hizo notar dando unos mazazos
con el antiguo artilugio de madera. Menos mal que ya no llevaban aquellas
pelucas que vi en una película antigua, estaban ridículos.
—Dígame, señor Constant, ¿procede la
medición de la silla?
—Ya lo creo, señor Juez. Acabo de recibir
la respuesta a la pregunta que realicé en el Ministerio de Edificaciones, Vías
Transitables y Comercio. Según los planos de la pequeña casa donde reside
actualmente el agraviado, las puertas más anchas miden ochenta centímetros, la
del baño en concreto setenta y dos…
—Proceda entonces, proceda. Alguacil, haga
el favor de conseguir algo con lo que medir la silla…
—No es necesario, tengo un metro —y lo
sacó de su bolsillo.
—Protesto, no deberían molestar a mi
cliente, bastante mal se encuentra ya.
—Cállese, que ya nos conocemos, señor
Filiper —el juez le señaló con el mazo y yo empecé a ver cómo volaban los
billetes mientras el tal Constant se acercaba metro en ristre.
—Sesenta y cinco —había tenido que
levantar el brazo escayolado—, ahora las ruedas. Doce y la otra… lo mismo.
Setenta y cinco y veinticuatro suman noventa y nueve.
El alguacil volvió a su asiento en la
esquina de la derecha, mientras el abogado se dirigía al juez.
—El aludido o bien es un mago que logra
encoger la silla cuando pasa las puertas o no la necesita.
Filiper se levantó con un papel entre las
manos y se dirigió hacia el estrado.
—Éste es el certificado médico que explica
los mareos que padece mi cliente y su necesidad de desplazarse en la silla —el
juez alargó la mano y cogió el papel.
—¡El doctor Trópez Terracota!, el mismo
que perdió la licencia por diversos fraudes de carácter muy grave… No es
válido.
Los billetes se enredaban en la brisa para
alejarse en un cielo inapropiadamente azulado. Dejé de prestar atención a lo
que sucedía en la sala. Sé que llegaron mis testigos, a quinientos por cabeza,
pero no me enteré de nada hasta que el abogado acusador pronunció mi nombre.
—¿Estás seguro de que tu pie quedó atrapado en un agujero, en el hueco
de una baldosa rota?
Había dejado de estar seguro, de todo, de
nada; no sabía qué contestar y no me atrevía a mirar a Filiper para que me
diera alguna pista.
—No es una pregunta tan difícil —intervino
el juez—. Conteste, por favor.
—Mi pie quedó atrapado en el agujero y caí
—ya estaba dicho, lo que se suponía que debía decir para ganar lo que me
merecía; aunque no estaba seguro de que fueran a dármelo.
Apagaron las luces y la sala quedó envuelta
en una suave penumbra. El juez hubo de cambiar de sitio para poder ver la
imagen. La calle estaba casi vacía y se veía un gran agujero en la enorme losa
de granito. Mi padre había hecho un buen trabajo. Al menos me quedarían dos mil
quinientos eurodólares. Entonces surgió la siguiente imagen, en la cual
aparecía mi padre arrodillado con el escoplo y el mazo en plena noche, ante una
baldosa impecable; adiós a los dos mil quinientos. En la siguiente imagen, ya había
arrancado una esquirla, hasta la última en la que aparecía un boquete capa de
tragarse un pie entero; al pie la misma estaba la fecha, seis días después del
accidente. Se encendieron las luces.
—He de preguntar al padre del supuesto
afectado, ¿estaba usted reparando la baldosa? —a lo cual, mi padre no
respondió.
Sólo había sido un desgraciado accidente,
le podía haber ocurrido a cualquiera, pero de todos los que nos encontrábamos
en el tumulto me tuvo que tocar a mí, como si me hubiera tocado el maldito
euromillones. ¿Por qué me dejaría convencer por el incompetente de mi tío?
Menuda chapuza había montado: los testigos casi parecían convincentes, pero la
silla que no pasaba por las puertas de casa, el boquete en la baldosa y mi
padre dejándose pillar… ¡qué familia de chapuceros! No debí dejarme convencer.
El abogado Constant comenzó a hablar de
perjurio, falsedad y no sé cuántas otras cosas. No debí escuchar a Filiper, me
pudo la avaricia, el deseo de seguir disfrutando de una vida privada alejado de
mis padres un año más, a la espera del trabajo que acabaría de liberarme y
ahora, ¿qué iba a ser de mí?
—Póngase en pie el acusado, también usted,
Filiper, por si su defendido sufre alguno de sus supuestos mareos —dijo el
juez, pasándome del bando de las víctimas al de los acusados—. Pagará usted una
multa de dos mil eurodólares, las costas del juicio y el importe de la
sustitución de la baldosa de granito que el ayuntamiento ha estimado en
—consultó un papel—… quinientos eurodólares. Y usted Filiper, le ruego que se
abstenga de presentar recurso, no sea que tengamos que investigar si la caída
de su defendido es real o si la provocó para intentar sacar el dinero al
Espacio Directivo de la Ciudad.
—No presentaré recurso alguno después de haber
sufrido engaño por parte de mi defendido— ahí fue cuando casi perdí el
equilibrio, cuando intenté atizarle con la escayola.
—Compórtate —masculló por lo bajo Filiper.
—Ah, olvidaba esto —el juez, de demasiado
buen humor, cogió otro papel—. Tiene usted otra citación en este mismo juzgado
para dentro de siete días, una tal Mharía Elenia Gonzáguez le ha denunciado por
propasarse con ella en plena vía pública.
—No conozco a nadie con ese nombre.
—Ocurrió el mismo día de los hechos que acabamos
de enjuiciar, casualmente a la misma hora. Estuvo usted muy activo esa mañana.
Me senté sin esperar a que me permitiera
hacerlo, aunque fuera desacato al
tribunal. La mujer a la que me agarré para no caer y que tan bruscamente
se retiró. Daba igual, todo daba igual. Había pasado de ganar una buena
cantidad de eurodólares a perderlos y después a deber… no sabía cuánto. No
tenía dinero para pagar el juicio, la baldosa, las multas que me fueran
cayendo, a los falsos testigos, ni a mi tío que a buen seguro también querría
llevarse su parte; y a la tal Mharía Elenia, que también pediría su comisión
por haber apoyado la mano en su hombro y lo que quisiera contar.
Quién lo iba a decir, en cuanto dejara de
ser un maldito impedido iba a empezar a laborar, antes de lo esperado. Labores
sociales, sin remunerar, durante mucho tiempo; pero los que no iban a cobrar
eran el tío Filiper y sus testigos, yo acabaría en el Espacio de Reinserción
por haberles sacudido, pero me daba igual.