martes, 20 de marzo de 2018

Me lo merezco. 2ª parte.



     Me encontraba ridículo en aquella silla de ruedas, pero peor fue llegar al Espacio Justicial y tener que permanecer en ella, porque no cabía entre los asientos y tuve que quedarme en el pasillo; todo fuera por los siete mil quinientos eurodólares que me darían un año de respiro durante el cual podría permanecer en el apartamento mientras esperaba la llegada del primer trabajo.

     —Como ha dicho el testigo que presenció los acontecimientos desde la azotea —intervino Filiper con el dedo apoyado en la barbilla—, fue una caída múltiple, sin que sea posible determinar quién fue el que la desencadenó. Pero he aquí que tenemos otros testigos que pueden atestiguar que mi defendido fue empujado y que el hecho no habría pasado a mayores de no haberse encontrado en el lugar de los hechos una baldosa rota a la que faltaba un buen pedazo, donde quedó atrapado el pie de mi cliente y debido a lo cual sufrió un terrible accidente a raíz del cual le quedarán secuelas para el resto de su vida.

     Filiper se sentó y el abogado del Espacio Directivo de la Ciudad, que acababa de recibir un sobre del hombre uniformado que ejercía de chico de los recados en la sala, se puso en pie tras haber abierto dicho sobre.

     —Quisiera preguntar al afectado si se puede levantar de la silla, aunque sea por breves periodos.

     —Necesito ayuda para ir al baño y a la cama—presenté la cara más lastimera de la que fui capaz, intentando que no se notara el miedo que tenía a que se descubriera la verdad—. Me mareo en cuanto tengo que hacer el esfuerzo de ponerme en pie. No podría hacer nada sin la ayuda de mis padres.

     El abogado se acercó y estudió detenidamente la silla.

     —¿Esa es la silla que usa para salir a la calle?

     La pregunta me alertó.

     —No tengo otra.

     —¿Podría medirla?

     —La pregunta es improcedente —intervino Filiper.

     El juez se hizo notar dando unos mazazos con el antiguo artilugio de madera. Menos mal que ya no llevaban aquellas pelucas que vi en una película antigua, estaban ridículos.

     —Dígame, señor Constant, ¿procede la medición de la silla?

     —Ya lo creo, señor Juez. Acabo de recibir la respuesta a la pregunta que realicé en el Ministerio de Edificaciones, Vías Transitables y Comercio. Según los planos de la pequeña casa donde reside actualmente el agraviado, las puertas más anchas miden ochenta centímetros, la del baño en concreto setenta y dos…

     —Proceda entonces, proceda. Alguacil, haga el favor de conseguir algo con lo que medir la silla…

     —No es necesario, tengo un metro —y lo sacó de su bolsillo.

     —Protesto, no deberían molestar a mi cliente, bastante mal se encuentra ya.

     —Cállese, que ya nos conocemos, señor Filiper —el juez le señaló con el mazo y yo empecé a ver cómo volaban los billetes mientras el tal Constant se acercaba metro en ristre.

          —Sesenta y cinco —había tenido que levantar el brazo escayolado—, ahora las ruedas. Doce y la otra… lo mismo. Setenta y cinco y veinticuatro suman noventa y nueve.

     El alguacil volvió a su asiento en la esquina de la derecha, mientras el abogado se dirigía al juez.

     —El aludido o bien es un mago que logra encoger la silla cuando pasa las puertas o no la necesita.

     Filiper se levantó con un papel entre las manos y se dirigió hacia el estrado.

     —Éste es el certificado médico que explica los mareos que padece mi cliente y su necesidad de desplazarse en la silla —el juez alargó la mano y cogió el papel.

     —¡El doctor Trópez Terracota!, el mismo que perdió la licencia por diversos fraudes de carácter muy grave… No es válido.

     Los billetes se enredaban en la brisa para alejarse en un cielo inapropiadamente azulado. Dejé de prestar atención a lo que sucedía en la sala. Sé que llegaron mis testigos, a quinientos por cabeza, pero no me enteré de nada hasta que el abogado acusador pronunció mi nombre.

     —¿Estás seguro de que tu pie quedó atrapado en un agujero, en el hueco de una baldosa rota?

     Había dejado de estar seguro, de todo, de nada; no sabía qué contestar y no me atrevía a mirar a Filiper para que me diera alguna pista.

     —No es una pregunta tan difícil —intervino el juez—. Conteste, por favor.

     —Mi pie quedó atrapado en el agujero y caí —ya estaba dicho, lo que se suponía que debía decir para ganar lo que me merecía; aunque no estaba seguro de que fueran a dármelo.

     Apagaron las luces y la sala quedó envuelta en una suave penumbra. El juez hubo de cambiar de sitio para poder ver la imagen. La calle estaba casi vacía y se veía un gran agujero en la enorme losa de granito. Mi padre había hecho un buen trabajo. Al menos me quedarían dos mil quinientos eurodólares. Entonces surgió la siguiente imagen, en la cual aparecía mi padre arrodillado con el escoplo y el mazo en plena noche, ante una baldosa impecable; adiós a los dos mil quinientos. En la siguiente imagen, ya había arrancado una esquirla, hasta la última en la que aparecía un boquete capa de tragarse un pie entero; al pie la misma estaba la fecha, seis días después del accidente. Se encendieron las luces.

     —He de preguntar al padre del supuesto afectado, ¿estaba usted reparando la baldosa? —a lo cual, mi padre no respondió.

     Sólo había sido un desgraciado accidente, le podía haber ocurrido a cualquiera, pero de todos los que nos encontrábamos en el tumulto me tuvo que tocar a mí, como si me hubiera tocado el maldito euromillones. ¿Por qué me dejaría convencer por el incompetente de mi tío? Menuda chapuza había montado: los testigos casi parecían convincentes, pero la silla que no pasaba por las puertas de casa, el boquete en la baldosa y mi padre dejándose pillar… ¡qué familia de chapuceros! No debí dejarme convencer.

     El abogado Constant comenzó a hablar de perjurio, falsedad y no sé cuántas otras cosas. No debí escuchar a Filiper, me pudo la avaricia, el deseo de seguir disfrutando de una vida privada alejado de mis padres un año más, a la espera del trabajo que acabaría de liberarme y ahora, ¿qué iba a ser de mí?

     —Póngase en pie el acusado, también usted, Filiper, por si su defendido sufre alguno de sus supuestos mareos —dijo el juez, pasándome del bando de las víctimas al de los acusados—. Pagará usted una multa de dos mil eurodólares, las costas del juicio y el importe de la sustitución de la baldosa de granito que el ayuntamiento ha estimado en —consultó un papel—… quinientos eurodólares. Y usted Filiper, le ruego que se abstenga de presentar recurso, no sea que tengamos que investigar si la caída de su defendido es real o si la provocó para intentar sacar el dinero al Espacio Directivo de la Ciudad.

     —No presentaré recurso alguno después de haber sufrido engaño por parte de mi defendido— ahí fue cuando casi perdí el equilibrio, cuando intenté atizarle con la escayola.

     —Compórtate —masculló por lo bajo Filiper.

     —Ah, olvidaba esto —el juez, de demasiado buen humor, cogió otro papel—. Tiene usted otra citación en este mismo juzgado para dentro de siete días, una tal Mharía Elenia Gonzáguez le ha denunciado por propasarse con ella en plena vía pública.

     —No conozco a nadie con ese nombre.

     —Ocurrió el mismo día de los hechos que acabamos de enjuiciar, casualmente a la misma hora. Estuvo usted muy activo esa mañana.

     Me senté sin esperar a que me permitiera hacerlo, aunque fuera desacato al  tribunal. La mujer a la que me agarré para no caer y que tan bruscamente se retiró. Daba igual, todo daba igual. Había pasado de ganar una buena cantidad de eurodólares a perderlos y después a deber… no sabía cuánto. No tenía dinero para pagar el juicio, la baldosa, las multas que me fueran cayendo, a los falsos testigos, ni a mi tío que a buen seguro también querría llevarse su parte; y a la tal Mharía Elenia, que también pediría su comisión por haber apoyado la mano en su hombro y lo que quisiera contar.

     Quién lo iba a decir, en cuanto dejara de ser un maldito impedido iba a empezar a laborar, antes de lo esperado. Labores sociales, sin remunerar, durante mucho tiempo; pero los que no iban a cobrar eran el tío Filiper y sus testigos, yo acabaría en el Espacio de Reinserción por haberles sacudido, pero me daba igual.







  

miércoles, 14 de marzo de 2018

Me lo merezco. 1ª parte.



ME LO MEREZCO



     Eran las doce del mediodía, lucía un sol espléndido y la calle estaba atestada de gente que aparentemente no tenía más obligación que la de darse el placer de pasear, como yo, que había acabado los estudios hacía un mes y me había convertido en un prelaborador; pero… ¿y los demás?, ¿nadie laboraba? Bueno, había alguien cerca de la zapatería que sí lo hacía, aunque fuera algo ilegal; era un sugeridor y estaba hablando con la mujer del sombrero rojo.

     El sugeridor abrió la puerta de la tienda, había logrado convencerla. En ese momento escuché una bronca tras de mí: quejas, palabras subidas de tono y pasos apresurados. Siendo de naturaleza curiosa, quise volverme y recibí un golpe tan violento en el costado que creí que me habían partido. Salí despedido y tropecé, yendo a parar contra una mujer; me aferré a su hombro para evitar la caída, pero se revolvió y mi mano resbaló sobre su cuerpo.

     —¡Pervertido! —gritó y yo caí.

     Sentí un terrible dolor, desde la yema de los dedos hasta el hombro, el dolor más fuerte que había sufrido hasta entonces; sin saber que de inmediato iba a ser mucho peor, cuando alguien me cayó encima y la pierna crujió.

     —Perdón, perdón, me han empujado —el hombre ancho que me aplastaba la pierna desplazó su increíble tonelaje a un lado.

     —Te está bien empleado por intentar propasarte conmigo —me susurró una joven al oído, pero yo no había hecho nada.

     —Intentaba agarrarme para no caer —logré excusarme, mientras las lágrimas brotaban incontenibles; el dolor me iba a matar.

     La muchedumbre se alejó, dejándome solo, como si el espantoso dolor que me atenazaba los hubiera espantado. Parecía que me hubieran incrustado enormes clavos en la pierna y el brazo. ¡Por los clavos de Cristo!, solía decir mi abuela; entendí perfectamente su significado antes de desmayarme.






     Estaba mareado. ¿Tanto había bebido? Abrí los ojos. No estaba en mi cama, ni siquiera era mi habitación y me rodeaba un grupo de rostros borrosos envueltos en un halo verde. No era un sueño… eran médicos, lo parecían… la fiesta del Centro Superior de Conocimientos de Pharmamedicina y Estética. No recordaba haber venido y tampoco haber tomado tanto alcohol. Uno de ellos mencionó una operación antes de perder de nuevo el conocimiento.






     Cuando volví a despertar se habían ido los de las batas verdes, pero no estaba solo en la habitación, en la cama de la izquierda un individuo con la cabeza vendada miraba aburrido hacia la ventana, el de la derecha estaba levemente incorporado y tenía el pecho vendado. No debí haber venido a la fiesta, los Receptores de Conocimiento de Pharmamedicina se habían pasado con sus bromas. Aún no sabía qué me habían hecho, así que miré bajo la sábana. Tenía el brazo derecho doblado sobre el pecho y vendado. No quería permanecer ni un minuto más en esta fiesta. Al intentar levantarme sentí un dolor punzante en el brazo, ¿qué me habían hecho? Tampoco conseguía mover la pierna izquierda, la broma había sido mucho más pesada de lo que creía. Retiré la sábana y vi que la tenía vendada hasta la rodilla.

     —Se han pasado con sus bromas —me dirigí al de la cabeza vendada.

     —Me atizaron con una barra metálica a la puerta del discoshow. Una broma muy pesada.

     No sabía por qué se inventaba aquello y miré al otro.

     —Un accidente de coche, creo que tomé unos alcoholes y el pilar del puente se interpuso en mi camino. Y a ti, ¿qué broma te gastaron?

     Estaban graciosos, pero iba a superarles.

     —Intenté hacer el pino sobre un poste de la luz y me caí.

     —Chaval, estás para que te encierren en la Residencia para Mentes Quebradas y Dispersas —dijo el de la cabeza vendada—, podías haberte electrocutado.

     Él era quien parecía que tuviera la cabeza rota, y la mente quebrada. Tenía edad suficiente para ser  un Transmisor de Conocimientos, así que no me extrañaba que le hubiera molestado la broma. En ese momento se me fue la cabeza. Debería empezar a ser más moderado con el alcohol.






     Los bofetones me despertaron.

     —Soy la pharmamédico Alea —llevaba una bata blanca, lo cual no quería decir que fuera lo que decía—. ¿Cómo se encuentra hoy?

     Había una luz tenue, procedía del exterior. Eso quería decir que había pasado toda la noche en aquella cama. Todavía me sentía raro.

     —Debí beber mucho, aún estoy mareado.

     —Eso es cosa de la anestesia —se tomó su tiempo para responder—. Yo estaría más preocupada por lo que te has roto, tienes fracturados el fémur, la tibia, el peroné, el cúbito y el radio; pero no te preocupes, en un par de meses empezarás con la rehabilitación y volverás a ser el de antes.

     —Volveré a ser el de antes. ¡Por los clavos de Cristo! —recordé un dolor tan intenso que me mataba. No hubo ninguna fiesta, me dirigía al refreshbar en el que había quedado con unos amigos… había mucha gente, un gran revuelo y de pronto estaba en el suelo, muriendo de dolor.

     —¿No te acuerdas de nada? —estaba asombrada. En ese momento debí parecerle una persona de cociente intelectual básico—. Tendremos que hacerte alguna prueba más, por si te ha afectado aquí —tocó mi cabeza, confirmando la sospecha.






     La pharmamédico Alea me dio el alta, aunque aún no estaba en condiciones de valerme por mí mismo. Lo primero que hice fue llamar a mi pareja emocional desde el relophon-i de la pharmamédico, el mío había desaparecido en el accidente; y me soltó que la había tenido abandonada, que hiciera el favor de ir inmediatamente a su apartamento. Tuve que darle todo tipo de explicaciones para que aceptara venir a recogerme al pharmahospital.

     Andar con una pierna sana y una sola muleta no resultó sencillo, pues no tenía ninguna estabilidad. Ella hizo lo que pudo agarrándome de la cintura. Pasamos por mi apartamento para recoger todo lo necesario y me trasladé al suyo, aunque la dicha no duró mucho. El primer día me ayudó en todo lo que la necesité, que era prácticamente para todo, pero al segundo se había cansado y dijo que debería volver a casa de mis padres; muy a mi pesar, eso fue lo que hice.






     Me había convertido en una persona dependiente de movilidad reducida y eso me afectó sobremanera. Nadie vino a verme, ni mi pareja emocional, ni los amigos; al menos mis padres se preocupaban por mí y me cuidaban con esmero. La única visita que recibí fue la del tío Filiper, era abogado y empezó a darle vueltas al asunto de la caída que yo intentaba olvidar.

     —No hay nada casual —Filiper se llevó la mano a la barbilla—, tiene que haber un móvil que explique tu accidente.

     —No sabría decirte qué lo provocó. Fui empujado, intenté evitar la caída apoyando la mano en el hombro de una chica, pero se apartó y caí, entonces un individuo ancho se desplomó sobre mí; un accidente de lo más tonto.

     —Interesante —volvió a tocarse la barbilla—. Un desconocido te empuja, una mujer te deniega el auxilio y un ancho te destroza un brazo y una pierna. El primero parece a todas luces el menos culpable de los tres, pero habrá que profundizar en el caso.

     Tardó tanto en profundizar, que se quedó a dormir y no habló del tema hasta el desayuno.

     —Sobrino, hay una luz al final del túnel —a continuación dio un mordisco a la tostada y no volvió a hablar hasta haber terminado con ella—. Un vecino lo vio todo desde la terraza. La calle estaba atestada de gente. Una señora paseaba a un perro, éste asustó a un hombre que se apartó y tropezó con otro individuo. Por otro lado tenemos al del monopatín, que dio un golpe a un señor en la espinilla y éste se volvió contra el agresor. El caso es que los hechos produjeron un movimiento descontrolado y el testigo no sabría decir si la culpa fue del perro o del monopatinador, pero esto es lo más importante: le recordó a ese juego en el que empujan una ficha de dominó y el resto van cayendo una tras otra; hubo empujones y tropiezos, hasta que aquel joven, es decir tú, se desplomó y un hombre ancho que no se fijó por dónde caminaba le cayó encima.

     No respondí, oírle relatar lo sucedido me entristeció; aún me costaba aceptar que me había convertido en un individuo de movilidad reducida a un brazo y una pierna, que había perdido la independencia, la vida afectiva y volvía a vivir en casa de mis padres. Era mi primera relación afectiva, con lo que me había costado… Sería difícil volver a tener otra.

     —Hay algo que no acabo de entender —continuó una vez apuró el tazón de café—, el testigo dice que cuando caíste, la muchacha que caminaba a tu derecha se volvió enojada y te dijo algo. ¿Recuerdas qué te dijo y por qué lo hizo?

     —Había perdido el equilibrio e intentaba no caer, por eso me apoyé en su hombro. Entonces se apartó y mi mano resbaló por su costado. Me llamó pervertido, aunque estoy seguro de no haberle tocado el culo —a lo mejor le había rozado una teta sin querer, pero fue culpa suya, si no se hubiera apartado—… Si le rocé no fue intencionadamente.

     —Mi hijo no es de esos degenerados —me defendió mi padre.

     —Mejor así. Está todo bastante confuso. Fue ese vecino el que llamó a los S.L.O., quienes personados en el lugar, sólo encontraron al herido, el resto de los implicados se habían dado a la fuga y la pareja de ancianos que permanecían a tu lado ni siquiera fueron testigos de lo ocurrido. Es una lástima que por ese lado no podamos hacer nada.

     —¿Entonces qué has averiguado? —empecé a dudar de sus dotes como abogado.

     —Ahora lo que cuenta, es que te recuperes —intentó suavizar las cosas mi padre.

     —Hubiéramos necesitado una baldosa levantada o desaparecida, para alegar que al empujarte te enganchaste en ella, pero el suelo está impecable. Tendremos que recurrir al seguro de tu nómina. ¿En qué pharmabanco te hacen los ingresos?

     —Laborar, ¡qué más quisiera! —contesté malhumorado—. Acabo de terminar los estudios y nadie contrata a un inexperto recién salido de un Centro de Conocimentos Superiores.

     —Una lástima. Entonces tendremos que ver el modo de sacarle el dinero al Espacio Directivo de la Ciudad, a no ser que aparezca algún testigo que pueda identificar al perro, al monopatinador, al ancho o a cualquier otro posible causante del accidente. Alguien tiene que pagar por esto y me ocuparé de ello, como me llamo Filiper.

     —Ya he tenido bastante, tío Filiper. No hay testigos ni culpables, déjalo estar —hice ademán de levantarme del sillón y mi padre acudió solícito para ayudarme.

     —No rechaces la compensación que te mereces —insistió el tío—, vas a sacar una buena cantidad.

     —No quiero nada —salí del salón.

     —¿Vas a rechazar seis mil eurodólares?

     Seis mil eurodólares. Aquella cifra me detuvo. Era mucho dinero. Volvería al apartamento en cuanto estuviera repuesto, podría vivir un año sin depender de mis padres; puede que para entonces hubiera conseguido un trabajo y tal vez pareja emocional.

     —Naturalmente. Un tercio será para mí, para los gastos y en agradecimiento a mi esfuerzo y dedicación; no quiero que haya malentendidos.

     Algo me decía que no me metiera en jaleos, los seis mil acababan de descender a cuatro mil. Había tenido muy mala suerte, así que estaría bien que me ocurriera algo bueno y si el tío Filiper era capaz de conseguir todo ese dinero para mí… Volví al salón. No cabía duda, merecía esos cuatro mil euros.

     —Escúchale hijo, no pierdes nada —le tendí la muleta y me dejé caer en el sillón.

     —El día del accidente, alguien tropezó y perdió el equilibrio o empujó a alguien; cosa que no sabemos porque se dio a la fuga y nadie ha conseguido darnos una pista sobre su paradero. A consecuencia de ello, varias personas se precipitaron unas sobre otras. Tú te habrías librado, pero tuviste la mala suerte de que tu pie encontrara un hueco en una de las losas del pavimento y caíste, a consecuencia de lo cual sufriste el fatal accidente que te ha dejado así de mal.

     —Yo no…

     —No me interrumpas, por favor —Filiper posó la mano en su mentón—. Necesitamos dos, mejor tres testigos que aseguren haber estado en el lugar del suceso y que corroboren que tu caída se debió al mal estado de esa losa. Tengo algunos clientes a los que he salvado el pellejo, aunque habrá que darles una pequeña comisión.

     —¿No será mucho? —se interesó mi padre, convertido de pronto en mi representante.

     —Casi nada, quinientos por cabeza.

     Dos mil para Filiper, y mil o mil quinientos para comprar unos testigos falsos… 

     —No es por nada, pero de los seis mil iniciales a dos mil quinientos hay diferencia; además dijiste que la acera estaba perfecta.

     —Qué impaciente, sobrino. Quería sorprenderte cuando el juez estableciera la indemnización, porque te dan seis mil cuando te rompes un brazo o una pierna, pero tú tienes una movilidad reducida de grado casi… ¿tres? Mejor cuatro.

     —Estoy mal, pero aún tengo un brazo y una pierna sanos —y no sabía que hubiera grados en las movilidades reducidas.

     —¿Y qué me dices de los terribles mareos que te obligan a permanecer postrado en la silla de ruedas para no acabar con el resto del cuerpo roto o la cabeza abierta? Serán otros seis mil.

     —Hijo, no me habías dicho nada… —de pronto su expresión cambió—. Ah, Filiper, ¡qué astuto eres!

     —Vamos a necesitar una silla para el juicio.

     —¿Cuánto me costará —le interrumpí, viendo que todo tenía su precio—, el pharmamédico que certifique los mareos?

     —Unos mil. Te quedarán siete mil quinientos limpios. No está mal. Nos falta la baldosa rota.

     —Yo me ocupo —dijo mi padre—, en tiempos ayudé a un amigo a sacar un pedrusco de una cantera abandonada.

     Me abstuve de preguntar si también quería una comisión.