5
Vuelta a la
rutina
El castillo, su biblioteca. De nuevo sus esperanzas se habían esfumado.
Tenía que espabilar, el mundo no era como a ella le gustaría que fuera. Estaban
los Enriques, las amigas casadas con botarates que las llenaban de críos, los
Anselmos… Deplorable. Su vida era un drama y eso no se podía cambiar.
Cumbres borrascosas, ya lo sabía.
Pero sus ilusiones, lejos de morir, resurgían de las cenizas como el ave
fénix; afloraban de nuevo tras aquella noche mágica en torno al castillo. La
música y la luna eran las causantes. Aún quedaba una remota posibilidad.
Introdujo la llave en la cerradura y se sorprendió al comprobar que
estaba abierta. Demasiado pronto para que hubiera llegado Enrique, a no ser que
al faltar ella unos días… La iba a despedir y lo malo era que tenía toda la
razón.
–Hola –saludó al entrar.
–¿Quién es? –preguntó una voz de mujer.
¿Tan pronto la había sustituido?
–Soy Elena –logró decir.
–¡Ah, eres tú! ¡Por fin apareces! –era Vicenta, la mujer de Enrique.
Sorprendente, hacía años que no aparecía por allí. Salía de la cocina, escoba
en mano.
–He tenido un problema bastante serio. Pero ya ha pasado. Siento mucho
haber causado tantas molestias… –esperaba no tener que explicar cuál había sido
la causa.
–¡Tres días llevo viniendo! Con lo delicada de salud que ando.
–Lo siento mucho, doña Vicenta. Hubiera hecho cualquier cosa por
evitarle este trance.
–Hay que ser un poco seria. No se puede andar faltando al trabajo.
–Por favor, siéntese, que ya estoy yo aquí para hacerlo todo.
Doña Vicenta le entregó la escoba con evidente satisfacción y se
sentó.
–Si quiere le preparo un reconstituyente que hace mi madre.
–¡Yo ya tomo mis medicinas, niña!
–Es un remedio de familia. Para recuperarse del agotamiento. Déjeme
preparárselo, ya verá cómo le hace bien.
–Ya veremos si es tan efectivo como dices –refunfuñó.
Por lo menos no le había dicho que no. Hacía años que no la veía, apenas
salía de su casa. Parecía mayor que Enrique. Claro que con la vida que le había
dado su marido, no la extrañaba. Pobrecilla. Le preparó el reconstituyente, con
vino del bueno.
–Aquí tiene –lo dejó sobre la mesa.
–¿No me hará ningún mal esto? –lo miró con cierto recelo–. ¿Qué es?
–Mi familia lo lleva tomando durante varias generaciones. Yo misma lo he
tomado. No puede ser malo. Pruébelo.
Lo probó y asintió. Dio otro sorbo.
–Está bueno, pero ¿qué es?
–Eso no puedo decírselo. Es un secreto de familia –dijo en voz baja.
Dio otro sorbo, paladeándolo.
–Ahora quédese descansando. Espere a que le haga efecto. Yo me encargo
de todo.
–No sé yo… –frunció el ceño.
Elena se puso el mandil y empezó a limpiar. Desde su asiento, Vicenta no
perdía detalle. Incluso le dio indicaciones de cómo debía hacerlo en un par de
ocasiones.
–Igual me vas a tener que preparar más –dijo doña Vicenta con la jarra
vacía–. ¿Cada cuánto se puede tomar?
Después de tanto protestar y ahora quería más. Pensó en el vino que
llevaba e improvisó.
–Una vez al día en los casos más extremos.
–Yo soy un caso muy extremo –aseguró muy seria.
–No diga eso, doña Vicenta.
–¡Ay si tú supieras, niña! –se quejó–. Y ahora que llevo tres días
cocinando y limpiando… –cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.
–Descanse, que ya no tiene usted que hacer nada.
Se metió en la cocina a preparar la comida. Estaba cortando chorizo,
cuando doña Vicenta se asomó.
–¿Qué vas a hacer?
–Voy a preparar unas lentejas.
–¿Y por qué no las has echado a la cazuela?
–Es que primero pongo el chorizo para que suelte la grasa y luego rehogo
ahí las lentejas. Después añado el agua. Quedan muy buenas.
–Eso habrá que verlo. Vamos a ver, qué más hay que hacer –dijo
arremangándose.
–No por favor, debería usted sentarse.
–Creo que tu remedio está empezando a hacer efecto… –esbozó una tenue
sonrisa.
–Ya le dije que es un remedio que viene de antiguo. Muy bueno.
Le insistió en que descansara, pero doña Vicenta se negó. Se puso a
ayudarle con la comida. De vez en cuando preguntaba por los condimentos que
usaba y cómo preparaba tal o cual guiso. El caso es que se quedó hasta que la
comida estuvo lista y pudo probarla.
–Pese a haberlas hecho de manera tan rara, te han quedado buenas.
–He aprendido de mi madre. Cocina muy bien.
Si le gustaba cómo hacía las cosas, igual la dejaba seguir en el
trabajo.
–¿Sabes que tu medicina me ha sentado de maravilla? –sonrió y al
hacerlo, pareció rejuvenecer.
–Si quiere, mañana le preparo otra pócima –le dijo en tono confidencial.
–Creo que no me hará mal –contestó en el mismo tono.
Para su sorpresa, doña Vicenta se quedó a comer, y al acabar su jornada,
todavía seguía allí. Su delicado estado de salud no se dejaba traslucir.
–Hacía mucho tiempo –respiró profundamente–, creo que mucho tiempo, que
no me sentía tan bien.
Fue a sentarse con ella.
–A veces, cuando lo he pasado mal…
–¿Tú, tan joven? –se asombró.
–Sí. Me gustaba leer, ¿sabe? Pero en esos malos momentos, resultaba que
no me ayudaba. ¿Y sabe usted lo que sí lo hizo?
–El mejunje ese que me has preparado.
–No, ese es para el mal físico. Se va usted a reír.
–Dime, niña, que no me río.
–Cortar leña. Después me dolía todo el cuerpo, pero los problemas de
aquí –señaló su cabeza–, se habían aliviado.
–Curioso, pero que muy curioso. Luego tendrías que tomarte la pócima –se
rió–. Yo no podría hacer eso, si acaso partir los sarmientos para la lumbre.
Las dos se echaron a reír.
–¿Sabes una cosa, niña? –y sin darle tiempo a contestar continuó–. Tienes
arrojo. Eres la primera que le ha parado los pies a mi marido.
–Yo…
–Sé lo que pasó –la interrumpió–. No por Enrique, claro. Él me dijo que
se había caído, pero una amiga me lo contó. ¿Y sabes lo mejor de todo?
–No.
–También eres la primera persona que trabaja aquí de la que no habla
mal. Aunque después de tu ausencia habló de echarte. ¡Pero tú sigues aquí, no
faltaba más!
Sintió un alivio enorme, como si se quitara un peso de encima.
–No sabe cómo se lo agradezco, doña Vicenta –acertó a decir medio
tartamudeando. Le hubiera dado un beso, si se hubiera atrevido.
Volvía a estar animada al saber que continuaba en la taberna. Así que se
fue a dar una vuelta, y acabó llegando al bosque. Y tras la alegría inicial de
saber que podría seguir ayudando en casa con el sueldo de la taberna, fue
cayendo en un estado melancólico. Quizás fuera porque el bosque estaba apagado
y silencioso. Y aunque intentó evitarlo, sus pensamientos volvieron al castillo.
Aquel hacia el que se dirigió sin pretenderlo y en cuya puerta acabó desmayada.
Atrapada por una música surgida de la nada. Hubiera podido pensar que se estaba
volviendo loca, pero Alejandro también la había escuchado. Así que su historia
con el castillo era algo más que una novela que ella hubiera tejido en sus
sueños. Pero estaba inconclusa, el final no había llegado. La música se lo
había dicho. Recordó las palabras surgidas de la flauta,
… no te
preocupes…
…espera…
…todo llegará…
…a su debido tiempo.
Aguardaría paciente, el castillo la volvería a llamar y esta vez, su
destino se cumpliría. Estaba segura. Entraría en el castillo, recorrería los
lugares soñados y llegaría a su biblioteca. La pondría de nuevo en
funcionamiento, el castillo volvería a habitarse… Debería escribir su historia.
La llamaría “El Castillo”.
Se quedó mirando al sol entre las nubes, recordando aquella vez que
danzó para ella.
Era bonito soñar.