EL DON
Había hecho el pedido de la semana en
comidashop, aguardado en el zapatoman a que las nuevas suelas de los zapatos de
caminar terminaran de bacteriovulcanizarse y buscado un autoclavo con aguante suficiente
para colgar el armarito de la sala de aseo personal; así que iba siendo hora de
darme un capricho, el cafetito de media mañana. Había descubierto un nuevo cafedrink,
y parecía agradable.
La Toróndola Azul, así se llamaba. Continuaba
tan vacío como cuando pasé camino del comidashop, así que entré y me senté en
una de las mesitas pequeñas. Me había parecido que estaba bien cuando lo vi.
Neomadera gris azulada oscura en el suelo, y algo más clara en paredes y techo,
mesas y sillas en marrón acerado oscuro; lo habían decorado con gusto. Ni
siquiera estaban encendidos los focos, la luz tenue procedía del exterior.
―Caballero, tiene que pedir en la barra
―dijo la camarera.
Era el único cliente y bien podría haberse
acercado. Fui hacia la barra.
―Un café milk, por favor.
Lo preparó y lo puso sobre el mostrador.
―Tres eurodólares. Siento no poder
servirle en la mesa, son órdenes del Boss.
No era nada barato, no me extrañaba que
estuviera vacío. Coloqué las monedas en el mostrador.
―Es usted el primer cliente de la mañana
―colocó una galleta en el platillo del café.
―Gracias.
Volví a la mesa. Era el primer cafedrink
en el que me regalaban una galleta, pero era caro; pagaba ente dos y dos
cincuenta en otros sitios, pero la ausencia de bullicio bien merecía el extra… había
tirado el dinero, acababan de entrar tres mujeres parlanchinas. Iban a sentarse
cuando la camarera les recordó que debían ir a la barra, pero se deshicieron tranquilamente
de sus pertrechos antes de acudir. En cuestión de minutos, llegó una pareja
mayor, otra joven, y un post adolescente pegado a un terminal holophónico de
última generación que le cubría media cabeza. Había sido el primer cliente de
la mañana, y a las once y diez aún faltaba mucho tiempo para que la gente se
animara a entrar en los refreshbars y cafedrinks. Yo no lo había provocado, era
una casualidad que hubiera entrado tanta gente; al menos era gente tranquila.
Seguí
acudiendo a La Toróndola Azul porque era un lugar tranquilo, cuando llegaba
solía estar vacío, pero al quinto día ocurrió un hecho desagradable. Había
llevado el café milk con la galletita que me ponía cada día a la mesa y volví
para coger el holonoticiario.
―Me trae usted suerte ―la camarera me miró
fijamente.
―No sé a qué se refiere ―respondí
educadamente, rehuyendo su mirada.
―Mi jefe abrió el cafédrink la semana
pasada, y hasta que llegó usted habían entrado tres personas. Tiene usted un
don.
―Se equivoca, no lo tengo ―volví a la mesa
fastidiado.
Resultaba extraño que a mediados del siglo
XXI aún creyera en la magia, eso era más propio de sus antepasados africanos. Yo
no tenía ningún don; era una persona normal y no volvería a pisar La Toróndola
Azul.
A la mañana siguiente no tenía ningún
recado que hacer, así que decidí realizar la primera ingesta de la jornada
fuera de casa. Salí sin rumbo fijo, hasta que di con un cafédrink vacío. Entré
y fui hacia la mesa más apartada. El camarero se acercó a la mesa y pedí un
café milk y un cocroasán. El lugar estaba decorado con neomadera de tonos
morados alternando con naranjas chirriantes; al menos la mesa era morada, pero
la mano se me quedaba pegada. El suelo tenía restregones y… llegó el café. No me
extrañaba que estuviera vacío.
De haber podido, habría avisado a los seis
parroquianos que entraron antes de que terminara de echar el azúcar, y a los
que casi llenaron el local antes de que hubiera acabado de tomar la desastrosa
ingesta. ¿Cómo podía llenarse un local en que el café milk sabía a rayos y el cocroasán
estaba duro? Pagué los dos setenta y cinco que me pidió y me marché sabiendo
que no volvería nunca. Algo había, pero no, no podía ser cierto.
Me detuve en el escaparate de una
peluquería. El peloman arreglaba la escasa melena de un anciano y al poco tiempo
había un par de mirones haciéndome compañía. Probé en otros escaparates y entré
en varias shops con idénticos resultados. Tal vez eso le pasara a los demás,
pero a mí no. No me detenía en un escaparate o entraba en una shop porque
alguien lo hubiera hecho.
Probé a ir a un cafedrink diferente cada
día. Buscaba uno que estuviera vacío y el resultado siempre era el mismo. Tal
vez algún estudioso del comportamiento humano pudiera explicar la extraña conducta
de otros individuos en mi presencia, o tal vez no. No tenía ningún don, y para
demostrarlo probé a ponerme en cabeza de un grupo de personas e intentar que cambiaran
de dirección o dieran la vuelta habiendo cruzado media calle; ninguna de ellas
funcionó. Un día me detuve ante una médicoshop, sabiendo que allí no
funcionaría, y contra todo pronóstico, una pareja se detuvo y comentó que qué
raros eran esos instrumentos, luego llegó un grupo de adolescentes de esos que
no tenían interés más que en sí mismos y por último otras dos parejas de
mediana edad. Es cierto que ninguno de ellos permaneció mucho tiempo atento al
escaparate, pero se detuvieron y observaron. Sólo sucedía cuando me detenía
ante un escaparate o entraba en una shop.
Sólo me sucedía a mí, no podía negar lo
evidente, pero de ahí a que fuera un don… ¿Era mi presencia física o un proceso
mental lo que lo desencadenaba? En cualquier caso no era un don, era otra cosa.
¿Qué era? Me detuve a pensar y me vi rodeado de mirones; estaba delante de un
cafedrink. ¡Maldición, otra vez igual! Entré para deshacerme de ellos.
La puerta no se cerró tras de mí. Miré
hacia atrás. Eran ellos, me seguían. No era un don, era una maldición. ¿Si me
tirara por un acantilado, me seguirían? Busqué una mesa apartada, que no se
viera desde fuera. ¿Había algo que pudiera hacer para poner fin a la maldición?
En eso pensaba, cuando descubrí un café milk, una galleta y el holonoticiario
sobre la mesa. No había pedido nada. Pulsé el holonoticiario y la primera
noticia surgió: ahora habían pillado a dos arquitectos vegetales cuyo título
era falso. ¿Es que nadie estudiaba? Al pasar la noticia descubrí el marrón
acerado de la mesa, se parecía mucho a la de… miré hacia el mostrador y allí
estaba la africana supersticiosa. ¡Había entrado en La Toróndola Azul sin
enterarme!
Mi mente se había quebrado. Si al menos
hubiera servido para perder mi maldición, hubiera estado bien, pero allí estaba
aquel grupo de cuatro personas esperando a ser atendido y otros tres estaban a
punto de traspasar la puerta. Una vez más, se cumplía mi desdichado sino. El
café, era lo único que me quedaba.
Abrí el sobre de azúcar anisada, precipité
una suave cascada sobre el oscuro líquido y el centro se volvió lechoso; era lo
que más me gustaba del ritual de tomar un café. Después me daba pena introducir
el batidor y remover la mezcla hasta que empezaba a surgir la nubecilla oscura,
entonces me detenía, antes de que desapareciera toda la impureza de la cafeína,
era la que le daba ese toque tan especial al café. Di un sorbo al delicioso
líquido. No me cansaba de tomarlo, era un verdadero placer, aunque mi
pharmamédico asegurara que no debería tomar más de uno a la semana, y eso siempre
que tomara la píldora que me había recetado para paliar sus nocivos efectos.
Hacía más de un año que no tomaba las pastillas y bebía al menos dos café milks
diarios.
Continué deslizando noticias sin detenerme
en ninguna en concreto, pues era más de lo mismo: inactividad, mentira,
soborno, extorsión, robo, asesinato… Abrí con sumo cuidado el paquete de la
galleta de menta y encapuché con él la cabeza de un político. Si al menos
sirviera para que me siguieran hasta algún lugar en el que desaparecieran…,
entonces sería un don. Solté el envoltorio, que cayó fuera del holonoticiario.
Di un mordisco a la galleta. Cambié de
sección y salieron los deportes: fullgoal, claro, porque los demás no existían.
Deslicé a cultura: al escritor Frank Dord le habían concedido el premio
nacional de literatura por su obra “Relatos de un futuro no tan lejano”. Había
rechazado el premio, porque pese a no tener compensación económica, debía pagar
cinco mil eurodólares en impuestos por recibirlo; la Confederación de
Comunidades Ibéricas estaba peor que yo. Se acabó el café milk y las noticias
me aburrían, así que me acerqué al mostrador
y deposité tres monedas.
―Está invitado ―me miró a los ojos―. Le
agradezco que haya venido, el local ha estado vacío durante su ausencia y el Boss
está pensando en cerrar.
―Si vuelvo a venir todas las mañanas…
―tartamudeé sin poder apartar la mirada.
―¿Lo haría? ―suspiró sin dejar de mirarme.
―Sí.
―Entonces, ¿lo admite?
―Sí ―acababa de reconocerlo, ante una
desconocida.
―Un
café only ―pidieron al otro lado de la barra.
Desvió la mirada, y cerré los ojos, para
aliviar el peso de la confesión.
―Un momento, estoy atendiendo a este
caballero.
―Atiéndale, ya me voy.
Se quedó pensativa.
―¿Qué hace esta tarde? ―su mirada había
vuelto a apresarme.
―Laboro.
―Lástima.
Había algo en aquellos ojos, que me
obligaba a no defraudarlos.
―Tal vez pueda ausentarme en algún
momento. Algunas veces no hay mucho que hacer, y mi compañero puede cubrirme,
seguramente el jueves.
―¿Podría avisarme cuando tenga un hueco? ―pulsó
su relophon-i. Era el modelo básico, lo regalaban por darse de alta en una
empresa phónica.
Deslicé el dedo meñique sobre mi i-phonio
para recibir su contacto.
―Espero su phonada. ¿Vendrá mañana a
llenar… a tomar un café milk?
―Vendré.
―Adiós, Fuller.
No sabía su nombre, pero ella sí sabía
quién era yo: un llenador de shops, un Fuller. Lo sabía desde hace tiempo, pero
no quería reconocerlo, ahora lo había asumido; era capaz de atraer a la gente
al interior de un local. Era un Fuller, y caminé con el aplomo y la seguridad
de mi nueva condición.
…
No podía olvidar sus ojos. Sólo era la
camarera de un cafeshop al que había empezado a ir porque era un lugar
tranquilo, hasta esa misma mañana, en que sus ojos se apoderaron de los míos.
Ojos pardos, con un atisbo de reflejo verde no sé si propio o absorbido del
entorno. Ojos cálidos y acogedores de los cuales no fui capaz de apartar la
mirada, tal vez absorbentes, embaucadores… deliciosos. Había algo en ellos,
hipnótico, mágico, ancestral; me había reído de sus creencias y tal vez fueran
algo real, porque había sido incapaz de negarles lo que me había pedido; y me
habían hecho asumir lo que era: un llenador de shops, o un Fuller, como dijo ella.
Deseoso de volver a sentirme poseído por sus
ojos, no estaba dispuesto a esperar al jueves, así que convencí a mi compañero para
que asumiera parte de mis citas; podría con la escasa labor de ambos sin ningún
problema y a cambio él tendría libre la tarde del jueves. Por mi parte, en
cuanto hubiera expedido el Documento Europeo de Identidad a dos ciudadanos, estaría
libre. Pulsé el i-phonio, y busqué su contacto. Se llamaba Ousian, lo cual no
era muy africano. Quedé con ella a las cinco, a la entrada de mi espacio de
laboración, y allí se presentó, puntual.
―No sabía que fuera un S.L.O. ―el contacto
visual añorado fue breve.
―Soy sólo un administrativo, laboro en la
sección del D.E.I.
―Oh. Precisamente tengo que renovar el documento.
Si lo hubiera sabido podías habérmelo hecho.
―Imposible. Hay que solicitar una cita
phónica.
―Me dijo que hoy tenía muy poco trabajo.
Lo había explicado tantas veces, que
estuve tentado de dejarlo por escrito para no tener que repetirme, pero nunca
llegué a hacerlo; de todos modos esta vez era diferente; deseaba captar toda su
atención y atraer su mirada.
―Hay que seguir el orden establecido. Por
delante de usted están todos los que han pedido cita antes, aunque sea para el
mes que viene y por tanto no le puedo atender antes que a ellos porque sería
injusto.
―Me está diciendo que si alguien pide para
dentro de dos semanas y nadie quiere venir esta tarde, ¿yo no podría hacerlo?
―Eso es, no podría darle una cita, el
programa lo controla todo y me caería una sanción.
―No logro entenderlo.
―Durante un tiempo intenté buscar una vía
de razonamiento por absurda que fuera y no lo conseguí. Mi compañero no lo
entiende, nuestros superiores tampoco y los ciudadanos que acuden aún menos.
―Pues alguien de ahí arriba tiene la mente
quebrada y dispersa.
―No creo que piense siquiera, simplemente
busca hacer algo diferente a lo que hicieron sus antecesores para destacar.
―¿Por inepto? Lo dicho, mente quebrada y
dispersa, debería estar ingresado en un Espacio de Resalutación.
―Lo único bueno es ―estar preso de tus
ojos, pensé, pero no lo dije―… tener periodos de tiempo libre.
―Pues vamos a aprovecharlo ―y en ese
momento, sus ojos me abandonaron.
Eché a andar tras ella, y me puse a su lado,
pero lo único que quería era tenerla frente a mí. Si quisiera entrar en un
caféshop, o en un refreshbar… Debió leerme el pensamiento, porque se detuvo ante
un cafeshop.
―Un café es para degustarlo con calma,
recrearse en el aroma y en el sabor. Hay espacios en los que ponen música un
tanto estridente que invita a tomarlo a toda prisa, en otros el ambiente es
excesivamente frío y no apetece tomarlo. Este es un buen espacio. ¿Le apetece
un café?
Antes de llegar a responder había tres
personas mirando el escaparate, y cuando entramos nos siguieron.
―Interesante ― Ousian se echó a reír.
Tuve suerte, se sentó frente a mí. Al
caminar a su lado había echado de menos el contacto visual y no queriendo
perderlo, empecé a hablarle del don que poseía. Era algo que no controlaba, sucedía
sin más. Deleitándonos en los cafés que en algún momento pedimos, le confesé
que acepté que lo tenía haría cosa de un año, pero que debí poseerlo siempre.
De niño me acercaba al escaparate de la toyshop y acabábamos siendo una
multitud. Siempre me pareció algo casual y no le daba ninguna importancia, pero
a fuerza de repetirse, acabé siendo consciente de su existencia. No era un don
que sirviera para algo concreto, pero ahí estaba. Aparte de eso, era un Administrativo
aburrido y solitario, hacedor de DEIs en el turno de tarde, aburrido de las
caras que se sentaban ante mí y a las que hacía mucho tiempo dejé de prestar
atención; hasta que descubrí unos ojos encantadores enmarcados en un rostro
agradable, pero eso me lo guardé para mí.
Fue
una suerte que Ousian tomara la palabra para hablar un poco de sí misma, así
sus cautivadores ojos no me abandonaron; su familia llegó a la Confederación de
Comunidades Ibéricas hacía dos generaciones, vivían en el Espacio Rural y ella
se había mudado al Espacio Urbano hacía un par de años. Vivía en un piso que
compartía con cuatro compañeras. Así terminamos nuestros respectivos cafés y se
empeñó en invitarme por haber vuelto a La Toróndola Azul. Era una lástima que tuviéramos
que irnos, me hubiera tomado otro café milk por seguir cautivo de sus ojos,
pero salimos a la cruda realidad.
―Quiero enseñarle algo. Está cerca de
aquí.
A pesar de sentir curiosidad, no pregunté,
estaba más interesado en captar la atención de sus ojos de cuando en cuando. Así,
atravesamos en silencio cuatro o cinco manzanas, los edificios fueron cediendo
alturas, las calles se volvieron estrechas; hacía décadas aquel barrio vetusto
se hubiera considerado bohemio, no me gustaría permanecer en él cuando
oscureciera.
―Vivo ahí ―señaló un destartalado edificio
que aún conservaba restos de la pintura morada original con las ventanas enmarcadas
en naranja―, en la ventana de las flores.
Pensé que íbamos a subir, pero pasamos de
largo y entramos en una calleja en curva.
―¿Ve el espacio del escaparate granate? Lo
alquilan muy barato.
En la calleja los edificios eran diminutos,
los más altos tenían tres plantas. Portales estrechos a los que se accedía
superando escaleras empinadas, sótanos con aperturas estrechas a ras de suelo o
portadas inclinadas de auténtica madera vieja. Nos detuvimos ante el escaparate
cuyo marco un día fue granate, no tenía más de dos metros de ancho y por la
puerta no entraría una persona ancha. Intenté adivinar el interior a través de
un cristal que llevaba décadas sin que nadie hubiera pasado un trapo para
limpiarlo. La luz del sol llegaba desde algún lugar en el fondo. Algunas sillas
tiradas y un par de mesas minúsculas era todo lo que había allí dentro, y el
suelo casi azulado… era de madera; todo un lujo si hubiera estado en
condiciones.
―Quiero convertirlo en un lugar en el que
poder degustar un café relajadamente, sin prisas, leyendo o escuchando suave
música relajante. ¿Qué le parece?
No había nadie en la calleja. Me parecía
una idea descabellada.
―Es un lugar apartado y solitario.
―El propietario de La Toróndola Azul
apenas pisa por allí y cuando lo hace no para de quejarse, que no gana suficientes
eurodólares y que sólo le da quebraderos de cabeza; antes o después lo cerrará.
No pretendo hacer una fortuna, me conformo con poder seguir pagando el alquiler
del piso.
Intenté ver en aquel lugar alguna
posibilidad, pero me resultaba del todo imposible imaginar siquiera poder adecentarlo
sin una gran inversión. Entonces, escuchamos pasos. Cualquier sonido se
escucharía en aquel solitario callejón. Era una pareja de mediana edad. Se
detuvieron a nuestro lado para contemplar el desvencijado local, o curiosos por
ver qué habíamos encontrado en aquella ruina. Se marcharon y a Ousian le entró
la risa.
―¿Qué es tan gracioso?
―Era
un lugar apartado y solitario, hasta que nos hemos detenido aquí. Ellos podrían
ser los primeros clientes del cafeshop.
Todavía me resistía a creer que el don
sirviera para algo, y entonces sucedió algo inesperado, llegaron unos
adolescentes y se detuvieron cerca del escaparate, soltaron unas cuantas
sandeces y otros tantos improperios y se alejaron. Sus ojos me sonrieron.
―¿Vendría hasta aquí a tomar el café milk?
―Sí ―respondí sin dudar.
―No pretendo que se desplace hasta aquí
para hacerme un favor, pretendo pagarle.
―Un café milk gratis en un lugar tranquilo
será suficiente.
―No quiero abusar de usted, quiero al
Fuller profesional.
―Y me tendrá, para intentar llenar su cafeshop.
―Sé que no va a dar muchos beneficios,
pero estoy dispuesta a darle la mitad de las ganancias.
Era una locura, pero iba a montar un
cafeshop y yo haría lo que fuera por sentirme atrapado por esos ojos
implorantes, sinceros y agradecidos, cada mañana.
―Acepto, pero sólo quiero el veinte por
ciento ―una vez más, sentí sus ojos muy adentro y su boca dispuesta a
protestar―, no lo haré por más.
―Gracias ―sus ojos se humedecieron.
…
Dejó La Toróndola Azul antes de que
cerrara, alquiló el arruinado local y empezó a adecentarlo. Estuve con ella
desde el primer momento, dispuesto a dejarme esclavizar por sus ojos. Sería un
Fuller, pero ella también tenía un don y empezaba a sospecharlo; ¿por qué si no
cada mañana permitía que durante unos minutos fueran míos?
Limpieza y unos toques de pintura bastaron
para convertir aquella ruina en un cafeshop que parecía salido de principios del
siglo XX, como todo el callejón; aún así tenía su encanto. Lo único que no me
convenció fue la arcaica cafetera de dos dosis, sería insuficiente cuando
entraran varios parroquianos a la vez. Insistí en aportar los eurodólares
necesarios para comprar una cafemáquina alegando que era su socio, aunque no
hubiéramos firmado ningún documento. Se empeñó en comprar una cafetera
industrial de mediados del siglo XX, que quedó muy bien en ese espacio
arcaizante.
En una semana había abierto Ousiancafé. La
calleja apenas era transitada, pero allí estaba yo; ellos se acercaban y al
verme entrar, también lo hacían. No fue suficiente, así que tuve que
acostumbrar a la gente a que miraran hacia el cafeshop del callejón, como hacía
yo. Después me acercaba hasta el escaparate y poco después entraba. Eran pocos
parroquianos, pero ella estaba muy contenta. Un mes más tarde, algunos
parroquianos empezaron a acudir sin contar con mi ayuda, pero aún era necesaria
la labor del Fuller.
Ousian insistía en que podía ganarme la
vida como Fuller profesional y aunque me diera pavor, acabé haciéndole caso. Me
ofrecí a un restaurante, logré demostrarles que era un Fuller y me contrataron.
Había comenzado mi carrera profesional y aunque ganara mucho menos que haciendo
D.E.I.s, me atreví a dejar mi laboración de mierda. Poco después tuve un
incidente que me hizo creer que todo había sido en vano, un S.L.O. de paisano
me detuvo confundiéndome con un Sugeridor. No pudo probar que lo fuera, puesto
que no intentaba convencer a nadie, mi labor era mucho más sutil, diría que se
desarrollaba a nivel mental.
La duda persistió. ¿Y si había otros como
yo? La labor de Fuller acabaría siendo reconocida, se convertiría en una
actividad ilegal, y yo había dejado una labor bien remunerada. Así se lo dije a
Ouisian, temiendo por su cafeshop. Acunándome en sus ojos, me aconsejó que
aprovechara el momento, porque nada era eterno. Nada era eterno, por eso
ansiaba sus ojos y los echaba de menos cuando no los tenía, por eso mismo tenía
que intentarlo; le pediría que fuéramos pareja sexual o emocional, lo que ella
quisiera, incluso me conformaría con que fuéramos pareja ocular.