miércoles, 30 de enero de 2019

Cabalgata de Reyes.


CABALGATA DE REYES

     ―¿Por qué no viene mamá con nosotros?
     ―Quiere preparar una cena muy rica para cuando volvamos.
     ―Los Reyes nunca le traen nada. ¿Por eso no es creyente?
     Su madre dice que esta tradición es una solemne tontería y si por ella hubiera sido, le habría contado quiénes hacen los regalos y dejaría a los Reyes Magos como protagonistas de la historia Bíblica.
     ―A mí tampoco me traen nada.
     ―Pero tú crees, ¡por eso me has traído a la Cabalgata!
     ―Sí, mi niña.
     Ioli es muy lista para sus escasos cinco añitos, aún así sigue sorprendiéndome cómo se aferra al mundo de la fantasía, por eso he querido traerla, es su primera Cabalgata. Nos encaminamos hacia la calle de la Turuta, he visto que allí hay una fila enorme de contenedores de reciclado, si la siento sobre uno de ellos, tendrá una buena vista. Llegamos, y veo que no he sido el único en tener la misma idea. Aún quedan unos pocos libres. La subo al morado, que parece de residuos asépticos, porque no huele a nada.
     ―Siéntate aquí arriba conmigo.
     ¿Por qué no? Voy y de un impulso, logro encaramarme. Espero que en un día así los S.L.O. no digan nada. Durante la espera permanecemos en silencio. Ella está seria y tranquila, no es como esos niños que no pueden permanecer ni un momento quietos. ¿Qué pensamientos pasarán por su linda cabecita? Mira al frente, a la espera del mágico evento.
     Poco a poco, el lugar se va llenando. Suena un silbato lejano y la gente se alborota, algunos padres más que sus hijos. Dos chiflidos más y nos alcanza un murmullo casi musical. Ioli sigue callada, un par de aleteos de sus pestañas es el único signo de su concentrada emoción.
     Abre la comitiva el conocido barco de la Comunidad de NeoMadriz, rotulado así en los costados. Lo utilizan en todos los desfiles, pero bien podían haberle cambiado el nombre y poner Cabalgata de los Reyes Magos. Asomando a sus ventanas laterales, varios ediles del Espacio Directivo de la Ciudad saludan al público.
     ―No me gustan esos señores, no son de Oriente.
     ―Son políticos, les habrán invitado los Reyes Magos ―improviso.
     Tras ellos llegan tres caballos, piafando nerviosos por tanto bullicio, montados por tres preciosas amazonas de largas y ensortijadas pelucas rematadas por tiaras luminosas, envueltas ellas en ceñidas prendas metalizadas verde, azul y morada; dos parecen Ibéricas y la de morado es asiática.
     ―¡Las mujeres de los Reyes Magos! ―Ioli pregunta sin dejar de observar la Cabalgata―. Deberían venir en camellos.
     Les siguen nueve hombres de indumentaria casi idéntica, pero de color terroso. Van a pie.
     ―¡Esos son los pajes! ―corrobora mi niña―. ¡Y vienen más Reinas! ―me había pedido que le contara la historia de los reyes Magos hacía pocos días.
     ―Deben ser las damas de honor de las Reinas ―me adelanto antes de que pregunte por qué van andando.
     Las tres jóvenes avanzan una tras otra a cierta distancia, engalanadas con demenciales trajes azulados que se expanden en todas direcciones y obligan a llevar una especie de andamiaje rodante que empujan fornidos muchachotes ataviados únicamente con tangas. Recuerdan a las de los carnavales de la Comunidad más lejana en la Iberia, la Canaria.
     ―Me parece ―mueve su cabecita―… que las he visto en la holotele.
     Nunca hemos puesto la Cabalgata en la holotele, pero bien podía haber visto el carnaval canario en algún holonoticiario. Comienza el redoble de unos tambores ensordecedores.
     A una distancia prudente del carnaval avanzan siete individuos atacando los teclados alitrónicos acoplados a sus manos, a la espalda acarrean enormes mochilas, son los resonadores del instrumento. Les sigue una compacta banda de encapuchados con cucuruchos portando una cruz holoardiente, ignoro si pretenden emular una procesión de la extinguida Semana Santa o al aún vigentes ku klux klan.
     La alegría de Ioli desaparece, está abstraída, y no me extraña, porque los Reyes Magos no aparecen. Creo que han sido sustituidos por las Reinas Magas. Que un feminismo mal entendido lleve a alterar una creencia religiosa tan antigua me saca de quicio y me pone a tono con la ensordecedora mezcla de la percusión y los efluvios sónicos de la banda que le sucede, no menos de veinte ciudadanos cuya vestimenta púrpura y negra presenta casi más agujeros que tela; hasta que nos rebasan no logro descubrir que interpretan “Pareja Sexual” de Blus Printin. Les sigue una panda de bailarines escasamente ataviados, que deben interpretar el tema de Printin a juzgar por los movimientos. Una de las danzantes se vuelve, su tanga es un delgado hilo que no deja nada a la imaginación. Uno de sus compañeros se detiene y la observa, para inmediatamente contonearse cada vez más cerca de su trasero hasta acoplarse a ella. Voy a taparle los ojos a Ioli, pero se vuelve hacia mí.
     ―Estos tampoco vienen de Oriente, son de Río de Janeiro. Les vi en la holotele.
     Me sorprende su perspicacia y el que no le dé mayor importancia, su mirada ya está puesta en el siguiente grupo. Los integrantes del mismo, engarzados entre sí mediante altavoces rodantes y ocultos tras fantasiosas máscaras, parecen sacados de la misma Venecia.
     ―¡Qué máscaras tan bonitas! Yo llevaría la máscara del unicornio, con el cuerno en la frente ―ella tan racional y a la vez imaginativa.
     El desfile continúa, con una animada orquesta de mariachis, aunque sus sones aún se mezclen con los brasileiros y un toque de percusión. Entre ellos, individuos disfrazados de esqueletos y un enorme cráneo rodante de dinosaurio.
     ―Es un Tiranosaurio Rex. Bah, no tiene nada que ver con los Reyes Magos.
    ―Le habrán invitado los Reyes ―una pareja con su hijo pequeño me dedican una mirada abatida. Me encojo de hombros. Si hubiera sabido lo que era no la habría traído, pero le hacía mucha ilusión, era su primera vez.
     Entonces aparece lo más extravagante de la cabalgata, si aún la puede llamar así; una extraña calabaza rodante tirada por extraños roedores robóticos, en su interior viaja una mujer, que saluda a los espectadores. En los recónditos recuerdos de la infancia hay algo parecido que no acabo de ubicar.
     ―¡La Cenincienta! ―se emociona mi niña―, pero en mi cuento no es tan vieja y tan fea…
     En efecto, es la Cenicienta, la más bella de las hermanas, pero dentro de aquel carromato, engalanada en plata y púrpura y rematada con una corona, se encuentra Carmela-lah, la presidenta de la Comunidad de NeoMadriz; asignándose para sí una realeza que no le corresponde. ¿Qué pretende ser, la cuarta Reina Maga, o peor aún, la Reina Maga Suprema?
     ―Se habrá hecho mayor ―la sonrisa se me escapa. A Ioli le entra la risa.
     Tras Cenicienta-la-lah, otra calabaza descapotada transporta a tres jóvenes con pelucas ensortijadas y sin corona, cargadas con enormes armas metalizadas, disparan misiles de colores. Logro coger uno al vuelo, es una bala de chocolate envuelta en papel de celofán que entrego a Ioli, pero ella lo rechaza. Está muy seria.
     Le llega el turno a un camión abierto, también rotulado con el nombre de la comunidad, cargado de espeluznantes personajes del mundo de la animación holotelevisiva entre paquetes de colores chillones con enormes lazos; uno de ellos coge uno de los paquetes, salta del camión y se dirige hacia el público, entregando su presente a un niño negro. Otro le secunda, y entrega el suyo a un marroquí.
     ―Papá ―sigue seria―, ¿no podían darles los regalos esta noche, como a los demás? ―más que seria, enfadada.
     No, ningún niño Ibérico recibirá un regalo de la Comunidad, para no ser racistas.
     ―Será porque no son creyentes.
     ―Pues entonces no deberían dárselos, como a mamá.
     El esperpento aún no ha acabado, escucho el barritar de varios elefantes alterados, los rugidos de tigres y leones enjaulados; la comitiva circense también olvida el festejo representado luciendo su estandarte: Supremo Circo Popoff, y anuncia dónde y cuándo representarán sus funciones. Con ellos acababa la cabalgata. No ha sido diferente a otros desfiles, recuerdo cuando el año anterior en Carnaval, desfilaron los gays, los canarios, los cargos públicos encabezados por La-la-lah, el barco de la Comunidad y las jokers; sólo faltó el circo Popoff.
     La gente comienza a alejarse, emocionada por el espectáculo, tan solo Ioli y yo permanecemos serios, muy decepcionados.
     ―No han venido los Reyes Magos ―sendas lágrimas surcan sus mejillas.
     ―A lo mejor no han podido venir ―intento salvar la situación―, y por eso han mandado a sus mujeres.
     ―Me parece que no había nadie de Oriente en la Cabalgata.
     No la puedo engañar, es demasiado lista.
     ―Creo que tienes razón, esas no son sus mujeres. No han podido venir y han pedido a la Comunidad que les sustituya, pero lo han hecho muy mal ―una pareja me miró mal, pero era la verdad―. Volvamos con tu madre.
     ―¿Sabes una cosa, Papá?
     ―Dime, Ioli.
     ―Que no quiero ser creyente, como mamá. Bueno, desde mañana, porque no quiero quedarme sin mis regalos.
     ―¡Pues tienes toda la razón! Vamos a contárselo a tu madre.
     Echamos a correr. Ioli vuelve a sonreír.

jueves, 24 de enero de 2019

EL DON.


EL DON

     Había hecho el pedido de la semana en comidashop, aguardado en el zapatoman a que las nuevas suelas de los zapatos de caminar terminaran de bacteriovulcanizarse y buscado un autoclavo con aguante suficiente para colgar el armarito de la sala de aseo personal; así que iba siendo hora de darme un capricho, el cafetito de media mañana. Había descubierto un nuevo cafedrink, y parecía agradable.
     La Toróndola Azul, así se llamaba. Continuaba tan vacío como cuando pasé camino del comidashop, así que entré y me senté en una de las mesitas pequeñas. Me había parecido que estaba bien cuando lo vi. Neomadera gris azulada oscura en el suelo, y algo más clara en paredes y techo, mesas y sillas en marrón acerado oscuro; lo habían decorado con gusto. Ni siquiera estaban encendidos los focos, la luz tenue procedía del exterior.
     ―Caballero, tiene que pedir en la barra ―dijo la camarera.
     Era el único cliente y bien podría haberse acercado. Fui hacia la barra.
     ―Un café milk, por favor.
     Lo preparó y lo puso sobre el mostrador.
     ―Tres eurodólares. Siento no poder servirle en la mesa, son órdenes del Boss.
     No era nada barato, no me extrañaba que estuviera vacío. Coloqué las monedas en el mostrador.
     ―Es usted el primer cliente de la mañana ―colocó una galleta en el platillo del café.
     ―Gracias.
     Volví a la mesa. Era el primer cafedrink en el que me regalaban una galleta, pero era caro; pagaba ente dos y dos cincuenta en otros sitios, pero la ausencia de bullicio bien merecía el extra… había tirado el dinero, acababan de entrar tres mujeres parlanchinas. Iban a sentarse cuando la camarera les recordó que debían ir a la barra, pero se deshicieron tranquilamente de sus pertrechos antes de acudir. En cuestión de minutos, llegó una pareja mayor, otra joven, y un post adolescente pegado a un terminal holophónico de última generación que le cubría media cabeza. Había sido el primer cliente de la mañana, y a las once y diez aún faltaba mucho tiempo para que la gente se animara a entrar en los refreshbars y cafedrinks. Yo no lo había provocado, era una casualidad que hubiera entrado tanta gente; al menos era gente tranquila.
     Seguí acudiendo a La Toróndola Azul porque era un lugar tranquilo, cuando llegaba solía estar vacío, pero al quinto día ocurrió un hecho desagradable. Había llevado el café milk con la galletita que me ponía cada día a la mesa y volví para coger el holonoticiario.
     ―Me trae usted suerte ―la camarera me miró fijamente.
     ―No sé a qué se refiere ―respondí educadamente, rehuyendo su mirada.
     ―Mi jefe abrió el cafédrink la semana pasada, y hasta que llegó usted habían entrado tres personas. Tiene usted un don.
     ―Se equivoca, no lo tengo ―volví a la mesa fastidiado.
     Resultaba extraño que a mediados del siglo XXI aún creyera en la magia, eso era más propio de sus antepasados africanos. Yo no tenía ningún don; era una persona normal y no volvería a pisar La Toróndola Azul.
     A la mañana siguiente no tenía ningún recado que hacer, así que decidí realizar la primera ingesta de la jornada fuera de casa. Salí sin rumbo fijo, hasta que di con un cafédrink vacío. Entré y fui hacia la mesa más apartada. El camarero se acercó a la mesa y pedí un café milk y un cocroasán. El lugar estaba decorado con neomadera de tonos morados alternando con naranjas chirriantes; al menos la mesa era morada, pero la mano se me quedaba pegada. El suelo tenía restregones y… llegó el café. No me extrañaba que estuviera vacío.
     De haber podido, habría avisado a los seis parroquianos que entraron antes de que terminara de echar el azúcar, y a los que casi llenaron el local antes de que hubiera acabado de tomar la desastrosa ingesta. ¿Cómo podía llenarse un local en que el café milk sabía a rayos y el cocroasán estaba duro? Pagué los dos setenta y cinco que me pidió y me marché sabiendo que no volvería nunca. Algo había, pero no, no podía ser cierto.
     Me detuve en el escaparate de una peluquería. El peloman arreglaba la escasa melena de un anciano y al poco tiempo había un par de mirones haciéndome compañía. Probé en otros escaparates y entré en varias shops con idénticos resultados. Tal vez eso le pasara a los demás, pero a mí no. No me detenía en un escaparate o entraba en una shop porque alguien lo hubiera hecho.
     Probé a ir a un cafedrink diferente cada día. Buscaba uno que estuviera vacío y el resultado siempre era el mismo. Tal vez algún estudioso del comportamiento humano pudiera explicar la extraña conducta de otros individuos en mi presencia, o tal vez no. No tenía ningún don, y para demostrarlo probé a ponerme en cabeza de un grupo de personas e intentar que cambiaran de dirección o dieran la vuelta habiendo cruzado media calle; ninguna de ellas funcionó. Un día me detuve ante una médicoshop, sabiendo que allí no funcionaría, y contra todo pronóstico, una pareja se detuvo y comentó que qué raros eran esos instrumentos, luego llegó un grupo de adolescentes de esos que no tenían interés más que en sí mismos y por último otras dos parejas de mediana edad. Es cierto que ninguno de ellos permaneció mucho tiempo atento al escaparate, pero se detuvieron y observaron. Sólo sucedía cuando me detenía ante un escaparate o entraba en una shop.
     Sólo me sucedía a mí, no podía negar lo evidente, pero de ahí a que fuera un don… ¿Era mi presencia física o un proceso mental lo que lo desencadenaba? En cualquier caso no era un don, era otra cosa. ¿Qué era? Me detuve a pensar y me vi rodeado de mirones; estaba delante de un cafedrink. ¡Maldición, otra vez igual! Entré para deshacerme de ellos.
     La puerta no se cerró tras de mí. Miré hacia atrás. Eran ellos, me seguían. No era un don, era una maldición. ¿Si me tirara por un acantilado, me seguirían? Busqué una mesa apartada, que no se viera desde fuera. ¿Había algo que pudiera hacer para poner fin a la maldición? En eso pensaba, cuando descubrí un café milk, una galleta y el holonoticiario sobre la mesa. No había pedido nada. Pulsé el holonoticiario y la primera noticia surgió: ahora habían pillado a dos arquitectos vegetales cuyo título era falso. ¿Es que nadie estudiaba? Al pasar la noticia descubrí el marrón acerado de la mesa, se parecía mucho a la de… miré hacia el mostrador y allí estaba la africana supersticiosa. ¡Había entrado en La Toróndola Azul sin enterarme!
     Mi mente se había quebrado. Si al menos hubiera servido para perder mi maldición, hubiera estado bien, pero allí estaba aquel grupo de cuatro personas esperando a ser atendido y otros tres estaban a punto de traspasar la puerta. Una vez más, se cumplía mi desdichado sino. El café, era lo único que me quedaba.
    Abrí el sobre de azúcar anisada, precipité una suave cascada sobre el oscuro líquido y el centro se volvió lechoso; era lo que más me gustaba del ritual de tomar un café. Después me daba pena introducir el batidor y remover la mezcla hasta que empezaba a surgir la nubecilla oscura, entonces me detenía, antes de que desapareciera toda la impureza de la cafeína, era la que le daba ese toque tan especial al café. Di un sorbo al delicioso líquido. No me cansaba de tomarlo, era un verdadero placer, aunque mi pharmamédico asegurara que no debería tomar más de uno a la semana, y eso siempre que tomara la píldora que me había recetado para paliar sus nocivos efectos. Hacía más de un año que no tomaba las pastillas y bebía al menos dos café milks diarios.
     Continué deslizando noticias sin detenerme en ninguna en concreto, pues era más de lo mismo: inactividad, mentira, soborno, extorsión, robo, asesinato… Abrí con sumo cuidado el paquete de la galleta de menta y encapuché con él la cabeza de un político. Si al menos sirviera para que me siguieran hasta algún lugar en el que desaparecieran…, entonces sería un don. Solté el envoltorio, que cayó fuera del holonoticiario.
     Di un mordisco a la galleta. Cambié de sección y salieron los deportes: fullgoal, claro, porque los demás no existían. Deslicé a cultura: al escritor Frank Dord le habían concedido el premio nacional de literatura por su obra “Relatos de un futuro no tan lejano”. Había rechazado el premio, porque pese a no tener compensación económica, debía pagar cinco mil eurodólares en impuestos por recibirlo; la Confederación de Comunidades Ibéricas estaba peor que yo. Se acabó el café milk y las noticias me aburrían, así que me acerqué al mostrador  y deposité tres monedas.
     ―Está invitado ―me miró a los ojos―. Le agradezco que haya venido, el local ha estado vacío durante su ausencia y el Boss está pensando en cerrar.
     ―Si vuelvo a venir todas las mañanas… ―tartamudeé sin poder apartar la mirada.
     ―¿Lo haría? ―suspiró sin dejar de mirarme.
     ―Sí.
     ―Entonces, ¿lo admite?
     ―Sí ―acababa de reconocerlo, ante una desconocida.
     ―Un café only ―pidieron al otro lado de la barra.
     Desvió la mirada, y cerré los ojos, para aliviar el peso de la confesión.
     ―Un momento, estoy atendiendo a este caballero.
     ―Atiéndale, ya me voy.
     Se quedó pensativa.
     ―¿Qué hace esta tarde? ―su mirada había vuelto a apresarme.
     ―Laboro.
     ―Lástima.
     Había algo en aquellos ojos, que me obligaba a no defraudarlos.
     ―Tal vez pueda ausentarme en algún momento. Algunas veces no hay mucho que hacer, y mi compañero puede cubrirme, seguramente el jueves.
     ―¿Podría avisarme cuando tenga un hueco? ―pulsó su relophon-i. Era el modelo básico, lo regalaban por darse de alta en una empresa phónica.
     Deslicé el dedo meñique sobre mi i-phonio para recibir su contacto.
     ―Espero su phonada. ¿Vendrá mañana a llenar… a tomar un café milk?
     ―Vendré.
     ―Adiós, Fuller.
     No sabía su nombre, pero ella sí sabía quién era yo: un llenador de shops, un Fuller. Lo sabía desde hace tiempo, pero no quería reconocerlo, ahora lo había asumido; era capaz de atraer a la gente al interior de un local. Era un Fuller, y caminé con el aplomo y la seguridad de mi nueva condición.


     No podía olvidar sus ojos. Sólo era la camarera de un cafeshop al que había empezado a ir porque era un lugar tranquilo, hasta esa misma mañana, en que sus ojos se apoderaron de los míos. Ojos pardos, con un atisbo de reflejo verde no sé si propio o absorbido del entorno. Ojos cálidos y acogedores de los cuales no fui capaz de apartar la mirada, tal vez absorbentes, embaucadores… deliciosos. Había algo en ellos, hipnótico, mágico, ancestral; me había reído de sus creencias y tal vez fueran algo real, porque había sido incapaz de negarles lo que me había pedido; y me habían hecho asumir lo que era: un llenador de shops, o un Fuller, como dijo ella.
     Deseoso de volver a sentirme poseído por sus ojos, no estaba dispuesto a esperar al jueves, así que convencí a mi compañero para que asumiera parte de mis citas; podría con la escasa labor de ambos sin ningún problema y a cambio él tendría libre la tarde del jueves. Por mi parte, en cuanto hubiera expedido el Documento Europeo de Identidad a dos ciudadanos, estaría libre. Pulsé el i-phonio, y busqué su contacto. Se llamaba Ousian, lo cual no era muy africano. Quedé con ella a las cinco, a la entrada de mi espacio de laboración, y allí se presentó, puntual.
     ―No sabía que fuera un S.L.O. ―el contacto visual añorado fue breve.
     ―Soy sólo un administrativo, laboro en la sección del D.E.I.
     ―Oh. Precisamente tengo que renovar el documento. Si lo hubiera sabido podías habérmelo hecho.
     ―Imposible. Hay que solicitar una cita phónica.
     ―Me dijo que hoy tenía muy poco trabajo.
     Lo había explicado tantas veces, que estuve tentado de dejarlo por escrito para no tener que repetirme, pero nunca llegué a hacerlo; de todos modos esta vez era diferente; deseaba captar toda su atención y atraer su mirada.
     ―Hay que seguir el orden establecido. Por delante de usted están todos los que han pedido cita antes, aunque sea para el mes que viene y por tanto no le puedo atender antes que a ellos porque sería injusto.
     ―Me está diciendo que si alguien pide para dentro de dos semanas y nadie quiere venir esta tarde, ¿yo no podría hacerlo?
     ―Eso es, no podría darle una cita, el programa lo controla todo y me caería una sanción.
     ―No logro entenderlo.
     ―Durante un tiempo intenté buscar una vía de razonamiento por absurda que fuera y no lo conseguí. Mi compañero no lo entiende, nuestros superiores tampoco y los ciudadanos que acuden aún menos.
     ―Pues alguien de ahí arriba tiene la mente quebrada y dispersa.
     ―No creo que piense siquiera, simplemente busca hacer algo diferente a lo que hicieron sus antecesores para destacar.
     ―¿Por inepto? Lo dicho, mente quebrada y dispersa, debería estar ingresado en un Espacio de Resalutación.
     ―Lo único bueno es ―estar preso de tus ojos, pensé, pero no lo dije―… tener periodos de tiempo libre.
     ―Pues vamos a aprovecharlo ―y en ese momento, sus ojos me abandonaron.
     Eché a andar tras ella, y me puse a su lado, pero lo único que quería era tenerla frente a mí. Si quisiera entrar en un caféshop, o en un refreshbar… Debió leerme el pensamiento, porque se detuvo ante un cafeshop.
     ―Un café es para degustarlo con calma, recrearse en el aroma y en el sabor. Hay espacios en los que ponen música un tanto estridente que invita a tomarlo a toda prisa, en otros el ambiente es excesivamente frío y no apetece tomarlo. Este es un buen espacio. ¿Le apetece un café?
     Antes de llegar a responder había tres personas mirando el escaparate, y cuando entramos nos siguieron.
     ―Interesante ― Ousian se echó a reír.  
     Tuve suerte, se sentó frente a mí. Al caminar a su lado había echado de menos el contacto visual y no queriendo perderlo, empecé a hablarle del don que poseía. Era algo que no controlaba, sucedía sin más. Deleitándonos en los cafés que en algún momento pedimos, le confesé que acepté que lo tenía haría cosa de un año, pero que debí poseerlo siempre. De niño me acercaba al escaparate de la toyshop y acabábamos siendo una multitud. Siempre me pareció algo casual y no le daba ninguna importancia, pero a fuerza de repetirse, acabé siendo consciente de su existencia. No era un don que sirviera para algo concreto, pero ahí estaba. Aparte de eso, era un Administrativo aburrido y solitario, hacedor de DEIs en el turno de tarde, aburrido de las caras que se sentaban ante mí y a las que hacía mucho tiempo dejé de prestar atención; hasta que descubrí unos ojos encantadores enmarcados en un rostro agradable, pero eso me lo guardé para mí.
     Fue una suerte que Ousian tomara la palabra para hablar un poco de sí misma, así sus cautivadores ojos no me abandonaron; su familia llegó a la Confederación de Comunidades Ibéricas hacía dos generaciones, vivían en el Espacio Rural y ella se había mudado al Espacio Urbano hacía un par de años. Vivía en un piso que compartía con cuatro compañeras. Así terminamos nuestros respectivos cafés y se empeñó en invitarme por haber vuelto a La Toróndola Azul. Era una lástima que tuviéramos que irnos, me hubiera tomado otro café milk por seguir cautivo de sus ojos, pero salimos a la cruda realidad.
     ―Quiero enseñarle algo. Está cerca de aquí.
     A pesar de sentir curiosidad, no pregunté, estaba más interesado en captar la atención de sus ojos de cuando en cuando. Así, atravesamos en silencio cuatro o cinco manzanas, los edificios fueron cediendo alturas, las calles se volvieron estrechas; hacía décadas aquel barrio vetusto se hubiera considerado bohemio, no me gustaría permanecer en él cuando oscureciera.
     ―Vivo ahí ―señaló un destartalado edificio que aún conservaba restos de la pintura morada original con las ventanas enmarcadas en naranja―, en la ventana de las flores.
     Pensé que íbamos a subir, pero pasamos de largo y entramos en una calleja en curva.
     ―¿Ve el espacio del escaparate granate? Lo alquilan muy barato.
     En la calleja los edificios eran diminutos, los más altos tenían tres plantas. Portales estrechos a los que se accedía superando escaleras empinadas, sótanos con aperturas estrechas a ras de suelo o portadas inclinadas de auténtica madera vieja. Nos detuvimos ante el escaparate cuyo marco un día fue granate, no tenía más de dos metros de ancho y por la puerta no entraría una persona ancha. Intenté adivinar el interior a través de un cristal que llevaba décadas sin que nadie hubiera pasado un trapo para limpiarlo. La luz del sol llegaba desde algún lugar en el fondo. Algunas sillas tiradas y un par de mesas minúsculas era todo lo que había allí dentro, y el suelo casi azulado… era de madera; todo un lujo si hubiera estado en condiciones.
     ―Quiero convertirlo en un lugar en el que poder degustar un café relajadamente, sin prisas, leyendo o escuchando suave música relajante. ¿Qué le parece?
     No había nadie en la calleja. Me parecía una idea descabellada.
     ―Es un lugar apartado y solitario.
     ―El propietario de La Toróndola Azul apenas pisa por allí y cuando lo hace no para de quejarse, que no gana suficientes eurodólares y que sólo le da quebraderos de cabeza; antes o después lo cerrará. No pretendo hacer una fortuna, me conformo con poder seguir pagando el alquiler del piso.
     Intenté ver en aquel lugar alguna posibilidad, pero me resultaba del todo imposible imaginar siquiera poder adecentarlo sin una gran inversión. Entonces, escuchamos pasos. Cualquier sonido se escucharía en aquel solitario callejón. Era una pareja de mediana edad. Se detuvieron a nuestro lado para contemplar el desvencijado local, o curiosos por ver qué habíamos encontrado en aquella ruina. Se marcharon y a Ousian le entró la risa.
     ―¿Qué es tan gracioso?
     ―Era un lugar apartado y solitario, hasta que nos hemos detenido aquí. Ellos podrían ser los primeros clientes del cafeshop.
     Todavía me resistía a creer que el don sirviera para algo, y entonces sucedió algo inesperado, llegaron unos adolescentes y se detuvieron cerca del escaparate, soltaron unas cuantas sandeces y otros tantos improperios y se alejaron. Sus ojos me sonrieron.
     ―¿Vendría hasta aquí a tomar el café milk?
     ―Sí ―respondí sin dudar.
    ―No pretendo que se desplace hasta aquí para hacerme un favor, pretendo pagarle.
     ―Un café milk gratis en un lugar tranquilo será suficiente.
     ―No quiero abusar de usted, quiero al Fuller profesional.
     ―Y me tendrá, para intentar llenar su cafeshop.
     ―Sé que no va a dar muchos beneficios, pero estoy dispuesta a darle la mitad de las ganancias.
     Era una locura, pero iba a montar un cafeshop y yo haría lo que fuera por sentirme atrapado por esos ojos implorantes, sinceros y agradecidos, cada mañana.
     ―Acepto, pero sólo quiero el veinte por ciento ―una vez más, sentí sus ojos muy adentro y su boca dispuesta a protestar―, no lo haré por más.
     ―Gracias ―sus ojos se humedecieron.

    
     Dejó La Toróndola Azul antes de que cerrara, alquiló el arruinado local y empezó a adecentarlo. Estuve con ella desde el primer momento, dispuesto a dejarme esclavizar por sus ojos. Sería un Fuller, pero ella también tenía un don y empezaba a sospecharlo; ¿por qué si no cada mañana permitía que durante unos minutos fueran míos?
     Limpieza y unos toques de pintura bastaron para convertir aquella ruina en un cafeshop que parecía salido de principios del siglo XX, como todo el callejón; aún así tenía su encanto. Lo único que no me convenció fue la arcaica cafetera de dos dosis, sería insuficiente cuando entraran varios parroquianos a la vez. Insistí en aportar los eurodólares necesarios para comprar una cafemáquina alegando que era su socio, aunque no hubiéramos firmado ningún documento. Se empeñó en comprar una cafetera industrial de mediados del siglo XX, que quedó muy bien en ese espacio arcaizante.
     En una semana había abierto Ousiancafé. La calleja apenas era transitada, pero allí estaba yo; ellos se acercaban y al verme entrar, también lo hacían. No fue suficiente, así que tuve que acostumbrar a la gente a que miraran hacia el cafeshop del callejón, como hacía yo. Después me acercaba hasta el escaparate y poco después entraba. Eran pocos parroquianos, pero ella estaba muy contenta. Un mes más tarde, algunos parroquianos empezaron a acudir sin contar con mi ayuda, pero aún era necesaria la labor del Fuller.
     Ousian insistía en que podía ganarme la vida como Fuller profesional y aunque me diera pavor, acabé haciéndole caso. Me ofrecí a un restaurante, logré demostrarles que era un Fuller y me contrataron. Había comenzado mi carrera profesional y aunque ganara mucho menos que haciendo D.E.I.s, me atreví a dejar mi laboración de mierda. Poco después tuve un incidente que me hizo creer que todo había sido en vano, un S.L.O. de paisano me detuvo confundiéndome con un Sugeridor. No pudo probar que lo fuera, puesto que no intentaba convencer a nadie, mi labor era mucho más sutil, diría que se desarrollaba a nivel mental.
     La duda persistió. ¿Y si había otros como yo? La labor de Fuller acabaría siendo reconocida, se convertiría en una actividad ilegal, y yo había dejado una labor bien remunerada. Así se lo dije a Ouisian, temiendo por su cafeshop. Acunándome en sus ojos, me aconsejó que aprovechara el momento, porque nada era eterno. Nada era eterno, por eso ansiaba sus ojos y los echaba de menos cuando no los tenía, por eso mismo tenía que intentarlo; le pediría que fuéramos pareja sexual o emocional, lo que ella quisiera, incluso me conformaría con que fuéramos pareja ocular.