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Viaje
a Turégano
Pasó junto a la
Catedral, siempre le llamaba la atención la cantidad de agujas apuntando al
cielo, como si quisieran agujerearlo. El cielo, se veía extraño e inquietante,
de un violeta agrisado, ni despejado ni cubierto de nubes. Creyó perder el
equilibrio, tanto mirar hacia arriba. Se detuvo, no había nada con lo que
tropezar. Percibió algo extraño y volvió la cabeza. El edificio situado a su
derecha oscilaba, como mecido por la brisa. No… eso no era posible. Siguió
observando, ni un crujido, pero el edificio se bamboleaba. Echó a correr, no se
le fuera a caer encima.
Desde lejos vería
mejor lo que ocurría. Iba a detenerse cuando tropezó y rodó por el suelo. Se
fue a levantar, pero estaba mareado, así que se sentó. Sentía que la cabeza se
le iba. Hasta que se dio cuenta que era el suelo el que se movía. No era la
casa, era la calle, ondulándose lentamente, como una masa de agua, rompiendo
contra las casas.
Tenía que huir,
allí no estaba seguro. Se puso en pie con cautela y haciendo equilibrios continuó
descendiendo la calle, intentando alejarse de aquel lugar. Avanzaba despacio,
torpe como un borracho, por los impredecibles movimientos del suelo. Tan pronto
pasaba una ola hacia delante como que volvía otra de costado. Estuvo a punto de
caer y se le fue la cabeza hacia atrás. Sobre él, el cielo era de un violeta
rojizo. De vez en cuando paraba a descansar, cada vez era más difícil
continuar. Perdió la noción del tiempo, pensó que nunca lograría alejarse de
allí.
Llegó un momento en
que la oscilación se fue debilitando y pudo avanzar más rápido. Casi
desapareció y echó a correr, emocionado. Cada vez más deprisa. Divisó el
Alcázar, con su espadaña y las campanas, allí estaría a salvo, tras sus muros.
De pronto se encontró en el aire y vio
una gran ondulación corriendo delante de él. Le había pillado a traición. Cayó
sobre otra ola y rebotó, aterrizando sobre la siguiente. ¡Qué trompazo! Se
quedó viendo cómo las olas, cada vez más pequeñas, le mecían e iban a
estrellarse contra el Alcázar.
No podrían con él.
Continuó a gatas, no quería otro accidente. Le quedaba poco. Como pudo, trepó
una ola y se dejó escurrir por el otro lado. Debía darse prisa, no quería más
sorpresas. Luchando contra el fuerte oleaje, subía y bajaba y a veces lograba
avanzar, pero no llegaba. Resultó inútil, derrotado y sin fuerzas, se conformó
con ser testigo de los acontecimientos, tumbado sobre el inquieto suelo. No
había manera de alcanzar la puerta.
Mientras el suelo
se mecía en todas direcciones, en el cielo se formaban pompas azuladas. Un rayo
impactó en una burbuja. Estalló provocando un resplandor verde amarillento.
Mareado como estaba, no era capaz de disfrutar del espectáculo: líneas malvas
contra esferas azules, y el cielo tiñéndose de verde. Cerró los ojos y se abandonó
por completo.
No supo cuánto
tiempo pasó, ya no estaba mareado. Seguía en el suelo y estaba al lado de la
puerta. Se levantó sin poder creérselo. Miró al cielo, calmado y turquesa.
Agarró el picaporte. Irradiaciones amarillas surgieron de la madera y se
extendieron por la puerta en suaves irisaciones verdes. Abrió, entró y cerró
tras él.
Despertó empapado
en sudor. Se levantó a abrir la ventana. Todavía era de noche, una noche verde.
No podía ser cierto. Cogió la jarra de agua y dio un largo trago. Se sentó en
la cama, confuso y asustado. Todo era verde. Se tumbó e intentó dormir. El
tiempo fue pasando y la impronta verde desapareciendo. En ausencia del sueño,
su mente resentida volvió a hurgar en sus problemas. Una idea lúcida cruzó por
su atormentada cabeza: visitar una vez más el lugar que le había hecho perder
la cordura, el castillo de Turégano.
Una última vez.
Después lo dejaría todo y desaparecería. Se incorporó y saltó de la cama. Una
vez más.
Llevaba todo en su
carpeta: papel, lápiz, acuarelas y los antiguos dibujos del castillo. Entre sus
manos, uno de los del dragón. Lo devolvió a la carpeta, sentada en el asiento
contiguo. Afortunadamente el coche de línea no iba muy lleno y tuvo un viaje
bastante tranquilo. Cuando quiso darse cuenta, se habían detenido en Turégano.
Recogió su carpeta y bajó a toda prisa. Allí estaba de nuevo.
El viaje le había
sentado bien. Su cabeza estaba despejada y se sentía fenomenal. Puso rumbo al
oeste, internándose en una calleja y siguiéndola hasta que se salió del pueblo.
Continuó por el camino, alejándose, hasta llegar a un bosquecillo. Allí se
detuvo y miró hacia Turégano. Buscó en su carpeta, tenía un dibujo con una
vista parecida. Se sentó en el suelo y comenzó a retocar su obra, añadiendo un
conjunto de nubes y el sol asomando entre ellas. Se sintió satisfecho con el
cambio, aunque no quiso hacerse ilusiones. No esperaba milagros. Recogió y
regresó al pueblo. Al entrar, se desvió hacia la izquierda, pero no se veía
bien el castillo. Retrocedió y tomó otra calleja. Ahora tenía una buena vista
sobre los tejados. Tenía un dibujo parecido, pero esta vez prefirió empezar uno
nuevo. Sumió el callejón en una penumbra exagerada e iluminó el castillo,
creando un fuerte contraste. Añadió unas nubes. Nada de dragones por el
momento. No había quedado mal. Bajó hasta la plaza, se acordó del mesonero.
Luego pasaría a saludarle. Desde allí había una buena vista del castillo, pero
no acababa de convencerle. Probó desde otro ángulo y tampoco. Salió de la plaza
y cogió la subida hacia el castillo. El balcón bajo el campanario llamó su
atención y se detuvo a dibujarlo: las dos torres, la espadaña y el balcón. Se
le ocurrió añadir una mujer asomada al balcón: cabellos castaños y vestido azul
ondulando al viento, pensó. Pero si no le iba a dar color. Colocó un medallón
encima de la puerta y dibujo un bicho que parecía un dragón. Le hizo gracia la
ocurrencia, recordando las habladurías de la otra vez. Lástima que no hubiera
nadie fisgando. Hizo una ampliación del medallón y representó con más detalle a
la fiera, echando fuego por la boca.
Le pareció escuchar
una flauta y volvió la cabeza: nadie por allí. Estaba seguro de escucharla: una
melodía suave y lenta, que fue haciéndose más rápida. Después fue el órgano el
que interrumpió con un acorde y paró. Siguió la flauta, otra vez el órgano y
desapareció. Al rato, otra irrupción. Habría música en la iglesia, pero no
sonaba lejana, era muy extraño eso del eco. O a lo mejor era de la iglesia del castillo.
Siguió subiendo
hacia el castillo, un amplio camino lo rodeaba por la izquierda. Se detuvo a
contemplarlo a contraluz y la música volvió, insistente, con toques
entrecortados de órgano. Le gustaba. Continuó su camino por la cara norte, la
vista también era buena. Sacó sus antiguos dibujos, se entretuvo en añadir
nubes a uno de ellos y sombras sobre los muros. De nuevo la música, parecía
flotar sobre su cabeza. Se empezó a poner nervioso. Ya no quería oírla. Recogió
sus cosas y pensó en acercarse al mesón para saludar al dueño. Bajaría por la
cara este, le pillaba más cerca.
La música seguía
sonando, parecía estar en su cabeza. La melodía de la flauta subía y bajaba
como el trino de un pájaro, creciendo su intensidad. Vio la puerta del castillo
y la imagen de una mujer descansando le vino a la mente. Era una buena
composición. Podía dibujarlo desde el frente de la misma. Metió la mano en su
carpeta para sacar una hoja, mientras caminaba acompañado por el sonido de la
flauta.
Se detuvo en seco,
todavía con una mano dentro de la carpeta, mientras la otra revoloteaba sobre
su cabeza, intentando apartar la música o la visión, o las dos cosas a la vez.
La música le hacía delirar, ni que hubiera tomado absenta, el licor de los
artistas, se suponía que producía visiones. Pero lo cierto era que su cerebro
le estaba traicionando, veía a la mujer que había imaginado momentos antes.
Tumbada, contra la puerta del castillo. Debería ponerse a dibujar antes de que
se esfumase. Pero la música le volvía loco. Ahora sonaba un tambor que no le
dejaba concentrarse. El órgano retumbó, anulando su voluntad, le hizo acercarse
hacia la puerta. Se detuvo a corta distancia de la figura reclinada y la música
se calmó un poco, dándole un respiro.
Era una joven
morena, y llevaba el vestido azul. ¡La dama del balcón! Parecía dormida,
recostada, casi tumbada en el escalón de la vieja y carcomida puerta. Comenzó a
ser consciente de que aquello no eran imaginaciones suyas, era una mujer de
carne y hueso. ¿Y qué hacía allí durmiendo? ¿No estaría muerta? Se arrodilló
junto a ella. Su rostro parecía relajado, casi sonriendo. Las mejillas
sonrosadas y en los párpados había movimiento. Estaba dormida, ¿le habría
sucedido algo? Su mano derecha estaba apoyada en el suelo, con la palma vuelta
hacia arriba. Con timidez, acercó su dedo índice y tocó aquella mano.
–Señorita… –no
obtuvo respuesta–. ¿Me oye? –le dio unos golpecitos en la palma. Sintió cómo un
escalofrío recorría su cuerpo. Y escuchó una música lejana, tranquila y
plácida, y ya no estaba en su cabeza.