sábado, 23 de abril de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap 17.



17

Viaje a Turégano

   Pasó junto a la Catedral, siempre le llamaba la atención la cantidad de agujas apuntando al cielo, como si quisieran agujerearlo. El cielo, se veía extraño e inquietante, de un violeta agrisado, ni despejado ni cubierto de nubes. Creyó perder el equilibrio, tanto mirar hacia arriba. Se detuvo, no había nada con lo que tropezar. Percibió algo extraño y volvió la cabeza. El edificio situado a su derecha oscilaba, como mecido por la brisa. No… eso no era posible. Siguió observando, ni un crujido, pero el edificio se bamboleaba. Echó a correr, no se le fuera a caer encima.
   Desde lejos vería mejor lo que ocurría. Iba a detenerse cuando tropezó y rodó por el suelo. Se fue a levantar, pero estaba mareado, así que se sentó. Sentía que la cabeza se le iba. Hasta que se dio cuenta que era el suelo el que se movía. No era la casa, era la calle, ondulándose lentamente, como una masa de agua, rompiendo contra las casas.
   Tenía que huir, allí no estaba seguro. Se puso en pie con cautela y haciendo equilibrios continuó descendiendo la calle, intentando alejarse de aquel lugar. Avanzaba despacio, torpe como un borracho, por los impredecibles movimientos del suelo. Tan pronto pasaba una ola hacia delante como que volvía otra de costado. Estuvo a punto de caer y se le fue la cabeza hacia atrás. Sobre él, el cielo era de un violeta rojizo. De vez en cuando paraba a descansar, cada vez era más difícil continuar. Perdió la noción del tiempo, pensó que nunca lograría alejarse de allí.
   Llegó un momento en que la oscilación se fue debilitando y pudo avanzar más rápido. Casi desapareció y echó a correr, emocionado. Cada vez más deprisa. Divisó el Alcázar, con su espadaña y las campanas, allí estaría a salvo, tras sus muros. De pronto se encontró en el aire y  vio una gran ondulación corriendo delante de él. Le había pillado a traición. Cayó sobre otra ola y rebotó, aterrizando sobre la siguiente. ¡Qué trompazo! Se quedó viendo cómo las olas, cada vez más pequeñas, le mecían e iban a estrellarse contra el Alcázar.
   No podrían con él. Continuó a gatas, no quería otro accidente. Le quedaba poco. Como pudo, trepó una ola y se dejó escurrir por el otro lado. Debía darse prisa, no quería más sorpresas. Luchando contra el fuerte oleaje, subía y bajaba y a veces lograba avanzar, pero no llegaba. Resultó inútil, derrotado y sin fuerzas, se conformó con ser testigo de los acontecimientos, tumbado sobre el inquieto suelo. No había manera de alcanzar la puerta.
   Mientras el suelo se mecía en todas direcciones, en el cielo se formaban pompas azuladas. Un rayo impactó en una burbuja. Estalló provocando un resplandor verde amarillento. Mareado como estaba, no era capaz de disfrutar del espectáculo: líneas malvas contra esferas azules, y el cielo tiñéndose de verde. Cerró los ojos y se abandonó por completo.
   No supo cuánto tiempo pasó, ya no estaba mareado. Seguía en el suelo y estaba al lado de la puerta. Se levantó sin poder creérselo. Miró al cielo, calmado y turquesa. Agarró el picaporte. Irradiaciones amarillas surgieron de la madera y se extendieron por la puerta en suaves irisaciones verdes. Abrió, entró y cerró tras él.


   Despertó empapado en sudor. Se levantó a abrir la ventana. Todavía era de noche, una noche verde. No podía ser cierto. Cogió la jarra de agua y dio un largo trago. Se sentó en la cama, confuso y asustado. Todo era verde. Se tumbó e intentó dormir. El tiempo fue pasando y la impronta verde desapareciendo. En ausencia del sueño, su mente resentida volvió a hurgar en sus problemas. Una idea lúcida cruzó por su atormentada cabeza: visitar una vez más el lugar que le había hecho perder la cordura, el castillo de Turégano.
   Una última vez. Después lo dejaría todo y desaparecería. Se incorporó y saltó de la cama. Una vez más.


   Llevaba todo en su carpeta: papel, lápiz, acuarelas y los antiguos dibujos del castillo. Entre sus manos, uno de los del dragón. Lo devolvió a la carpeta, sentada en el asiento contiguo. Afortunadamente el coche de línea no iba muy lleno y tuvo un viaje bastante tranquilo. Cuando quiso darse cuenta, se habían detenido en Turégano. Recogió su carpeta y bajó a toda prisa. Allí estaba de nuevo.
   El viaje le había sentado bien. Su cabeza estaba despejada y se sentía fenomenal. Puso rumbo al oeste, internándose en una calleja y siguiéndola hasta que se salió del pueblo. Continuó por el camino, alejándose, hasta llegar a un bosquecillo. Allí se detuvo y miró hacia Turégano. Buscó en su carpeta, tenía un dibujo con una vista parecida. Se sentó en el suelo y comenzó a retocar su obra, añadiendo un conjunto de nubes y el sol asomando entre ellas. Se sintió satisfecho con el cambio, aunque no quiso hacerse ilusiones. No esperaba milagros. Recogió y regresó al pueblo. Al entrar, se desvió hacia la izquierda, pero no se veía bien el castillo. Retrocedió y tomó otra calleja. Ahora tenía una buena vista sobre los tejados. Tenía un dibujo parecido, pero esta vez prefirió empezar uno nuevo. Sumió el callejón en una penumbra exagerada e iluminó el castillo, creando un fuerte contraste. Añadió unas nubes. Nada de dragones por el momento. No había quedado mal. Bajó hasta la plaza, se acordó del mesonero. Luego pasaría a saludarle. Desde allí había una buena vista del castillo, pero no acababa de convencerle. Probó desde otro ángulo y tampoco. Salió de la plaza y cogió la subida hacia el castillo. El balcón bajo el campanario llamó su atención y se detuvo a dibujarlo: las dos torres, la espadaña y el balcón. Se le ocurrió añadir una mujer asomada al balcón: cabellos castaños y vestido azul ondulando al viento, pensó. Pero si no le iba a dar color. Colocó un medallón encima de la puerta y dibujo un bicho que parecía un dragón. Le hizo gracia la ocurrencia, recordando las habladurías de la otra vez. Lástima que no hubiera nadie fisgando. Hizo una ampliación del medallón y representó con más detalle a la fiera, echando fuego por la boca.
   Le pareció escuchar una flauta y volvió la cabeza: nadie por allí. Estaba seguro de escucharla: una melodía suave y lenta, que fue haciéndose más rápida. Después fue el órgano el que interrumpió con un acorde y paró. Siguió la flauta, otra vez el órgano y desapareció. Al rato, otra irrupción. Habría música en la iglesia, pero no sonaba lejana, era muy extraño eso del eco. O a lo mejor era de la iglesia del castillo.
   Siguió subiendo hacia el castillo, un amplio camino lo rodeaba por la izquierda. Se detuvo a contemplarlo a contraluz y la música volvió, insistente, con toques entrecortados de órgano. Le gustaba. Continuó su camino por la cara norte, la vista también era buena. Sacó sus antiguos dibujos, se entretuvo en añadir nubes a uno de ellos y sombras sobre los muros. De nuevo la música, parecía flotar sobre su cabeza. Se empezó a poner nervioso. Ya no quería oírla. Recogió sus cosas y pensó en acercarse al mesón para saludar al dueño. Bajaría por la cara este, le pillaba más cerca.
   La música seguía sonando, parecía estar en su cabeza. La melodía de la flauta subía y bajaba como el trino de un pájaro, creciendo su intensidad. Vio la puerta del castillo y la imagen de una mujer descansando le vino a la mente. Era una buena composición. Podía dibujarlo desde el frente de la misma. Metió la mano en su carpeta para sacar una hoja, mientras caminaba acompañado por el sonido de la flauta.
   Se detuvo en seco, todavía con una mano dentro de la carpeta, mientras la otra revoloteaba sobre su cabeza, intentando apartar la música o la visión, o las dos cosas a la vez. La música le hacía delirar, ni que hubiera tomado absenta, el licor de los artistas, se suponía que producía visiones. Pero lo cierto era que su cerebro le estaba traicionando, veía a la mujer que había imaginado momentos antes. Tumbada, contra la puerta del castillo. Debería ponerse a dibujar antes de que se esfumase. Pero la música le volvía loco. Ahora sonaba un tambor que no le dejaba concentrarse. El órgano retumbó, anulando su voluntad, le hizo acercarse hacia la puerta. Se detuvo a corta distancia de la figura reclinada y la música se calmó un poco, dándole un respiro.
   Era una joven morena, y llevaba el vestido azul. ¡La dama del balcón! Parecía dormida, recostada, casi tumbada en el escalón de la vieja y carcomida puerta. Comenzó a ser consciente de que aquello no eran imaginaciones suyas, era una mujer de carne y hueso. ¿Y qué hacía allí durmiendo? ¿No estaría muerta? Se arrodilló junto a ella. Su rostro parecía relajado, casi sonriendo. Las mejillas sonrosadas y en los párpados había movimiento. Estaba dormida, ¿le habría sucedido algo? Su mano derecha estaba apoyada en el suelo, con la palma vuelta hacia arriba. Con timidez, acercó su dedo índice y tocó aquella mano.
   –Señorita… –no obtuvo respuesta–. ¿Me oye? –le dio unos golpecitos en la palma. Sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo. Y escuchó una música lejana, tranquila y plácida, y ya no estaba en su cabeza. 


sábado, 16 de abril de 2016

LA PENÍNSULA DEL FIN DEL MUNDO


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LA TORRE. Alejandro. Cap. 16.



16



Pintor de brocha gorda



   Era muy tarde cuando despertó. Alarmado al ver tanta luz, saltó de la cama y corrió hacia la puerta. Cuando regresó del baño, volvió a tumbarse. Recordó que era domingo y no tenía que pintar paredes, era maravilloso. Se encontraba cansado, hacía mucho que no se sentía así. No es que fuera duro el trabajo. Apartó las sábanas, el sol entraba de lleno en la habitación y hacía calor. Se quedó mirando al techo. No le apetecía levantarse y le daba igual el desayuno.

   Esa desidia, infrecuente en él, llenó su cabeza de funestos pensamientos. Él no soportaba la inactividad. Llevaba una temporada pensando y pensando, pero estaba vacío, sin ideas. Así no era extraño que no saliera una obra nueva de sus manos. Y su economía menguaba. Entonces se decidió a buscar un trabajo.

   Indagando con discreción, consiguió dar con el pintor, que definitivamente se había quedado sin ayudante. Avergonzado, aceptó un mísero sueldo que apenas le alcanzaba para pagar la pensión. Pero no podía dejar que sus escasos ahorros desaparecieran. Se vistió con su ropa más vieja, manejó con soltura la brocha y pintó paredes. Nunca había manejado una brocha tan gorda, ni siquiera para preparar sus lienzos. Era humillante. Recordándolo, agarró con rabia las sábanas.

   Un día, mojó la brocha en pintura y la escurrió. La acercó a la pared, y dibujó algo parecido a un castillo. La mojó de nuevo y colocó al lado un animal y de su boca hizo surgir una llamarada de fuego. Respiró fuerte, y comenzó a tapar el dibujo. Una obra efímera. Era inútil, no tenía imaginación.

   Intentó vaciar su cabeza. Rodó sobre la cama, fue inútil. Su cabeza desocupada se empeñaba en devolverle los malos recuerdos. Así pasó a recordar a la comandanta. Se había enterado de que iba dejando deudas allá por donde iba. Ganas le daban de levantarse, coger su retrato y destrozarlo. Quiso olvidarla también.

   Y de un retrato pasó a otro. Y recordó a Irene. Se gustaban. Pero no lo veía claro con ella. Y no quería hacerle daño. Y…

   No, no… tenía que dejar de pensar… Irene le había besado… había posado ante el Alcázar… una nueva obra, la mejor… él no tenía imaginación, la había perdido… eso  dolía mucho… era humillante… abandonaría la pintura… se marcharía lejos… donde nadie le conociera…





   Despertó inquieto. Pensamientos adversos… seguían aflorando… necesitaba hacer algo… salir de su cabeza.

   Se levantó y se encontró muy cansado y con dolor de cabeza. Dio una vuelta por la habitación. Se sentó a la mesa, vio el papel en blanco. Cogió el lápiz, miró por la ventana. Pasó un rato ausente, sin saber qué hacer. Harto de todo, se levantó con brusquedad, el papel y el lápiz acabaron en el suelo. Desesperado, se vistió y salió a la calle, intentando huir de sus pensamientos. Se encontró con un estómago rugiente pidiendo a gritos que lo alimentaran. Se fue directo a la taberna que había a la vuelta de la esquina. Pidió vino y algo de comer, lo que tuvieran, le daba igual. Sólo vio comida, la devoró en un santiamén. Ahora se sentía pesado. Salió a la calle.

   El dolor de cabeza había desaparecido. Se sentía mejor. Comenzó a andar sin rumbo fijo, observando las casas, mirando a la gente. Los edificios le devolvieron a su arte, siempre volvía a él. Pensó en dar un paseo hasta el Alcázar, para convencerse que era ése el castillo que debía volver a pintar y no el de la espadaña con el dragón. Así acabó dirigiendo sus pasos a la plaza Mayor. Se dio una vuelta por ella, atendiendo a la arquitectura, la luz, los colores. Siguió con los pináculos de la Catedral y finalmente bajó la cuesta, hacia la fortaleza. Estudió las casas, los tejados contra el cielo y descubrió el románico de la iglesia de San Andrés. Allí divisó a Irene entre un grupo de amigas sentadas en un banco. Saludó con la mano, ausente y perdido en sus pensamientos y ella le devolvió el gesto. Siguió su camino hacia el Alcázar. Escuchó unos pasos tras él.

   –Espérame –le pareció oír algo, pero no estaba seguro y siguió caminando–. Espera, Alejandro –escuchó su nombre y se detuvo–. Alejandro, por favor… –se adelantó y se detuvo ante él.

   Se detuvo, era ella, con la mirada triste. La miró como si lo hiciera por primera vez.

   –Hola. ¿No estabas con tus amigas?

   –Sí, pero a ellas las veo todos los días. Alejandro, ¿qué te ocurre?

   –Voy a pintar el castillo… un encargo nuevo –acertó a decir, sin mucha convicción–. Siguió andando.

   –¿Sigues deprimido? ¿Con un encargo? –sus ojos estaban húmedos–. No lo entiendo.

   Caminó junto a él, en silencio, hasta llegar al viejo Alcázar. Alejandro se detuvo y observó la fortaleza. Recorrió los cónicos tejados, esbeltos y negros como tizones. Cerró un ojo y colocó las manos delante del otro, formando un rectángulo. Después empezó a trazar líneas imaginarias en el aire. Dejó caer el brazo a plomo.

   –¿Querrías decirme algo? Por favor… –imploró Irene.

   –No quiero aburrirte con mis problemas –contestó con desgana.

   –Por favor…

   Su mente cansada y ausente hizo un esfuerzo. Tras dudarlo, se decidió a contarle la verdad. Avergonzado, le contó que no tenía ningún encargo y que había descendido hasta lo más bajo en su oficio: había hecho de pintor de brocha gorda, pintando paredes y techos. Y que no tenía ideas. También le habló de la obsesión por el castillo de sus sueños, como ella ya sabía. Tras su confesión se sintió realmente cansado y vacío. Nada tenía sentido para él.

   Irene le tomó de la mano y él se dejó guiar hasta el muro. Se apoyaron en él, mirando hacia el valle del Clamores. 

   –Alejandro, yo que tú, volvería a ese castillo. Puede que por fin encuentres la inspiración.

   –No creo que sirva de nada.

   –Si no la encuentras, abandonas la idea y te quedas más tranquilo. Inténtalo por lo menos.

   La mirada de Alejandro vagaba por el bosque sobre la loma y ante sus ojos atónitos, comenzó a tomar forma un viejo y decrépito castillo. Un ave volando acabó convertida en un dragón sobrevolando su morada. Cerró los ojos, no podía estar viendo aquello. Quizás era una señal. Sin dejar de mirar el bosque y viendo una fortaleza que crecía en su imaginación, habló:

   –Tienes razón. Mañana mismo me voy, cuanto antes mejor.

   –Eso ya me gusta –esbozó una tímida sonrisa.

   –Y si no surge, buscaré la inspiración más cerca. Por aquí, sin ir más lejos –se volvió.

   –Alejandro…

   –¿Qué…

   Irene puso la mano en su hombro y se le fue acercando. Buscó la complicidad de su mirada. Se acercó hasta que todo resultó borroso. Sintió una mano en su cintura. Sus labios se entreabrieron y se abandonó a ellos. Se separó y tomó aire, vio su triste mirada y volvió a besarle, una, dos, hasta tres veces, antes de separarse.

   Miró a su alrededor, avergonzada. Parecía que no había nadie. Se apoyó en el muro, junto a él.



sábado, 9 de abril de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 15.



15

Crisis

   No quería verlo más. Le dio la vuelta. Hacía días que estaba acabado. Una vez seca la pintura, Manuela había mandado a su criada a por él, pero no traía el dinero. Y él dijo que sin dinero, no le entregaba el retrato. Volvió al día siguiente, con un mensaje de su ama: que lo pagaría cuando le viniera en gana, que quién era él para decirle lo que tenía que hacer. Y un ultimátum, más bien una amenaza: o le daba el cuadro o se las vería con su padre, el comandante. Le dio recado para su ama: él vivía de la pintura, no del aire. La criada ni se inmutó, al fin y al cabo era una mandada. Dio los buenos días y se marchó. Su intuición le decía que había hecho lo que debía.
   Así que su ciclo de mala suerte seguía adelante. Esperaba que no fuera muy largo. El dinero se acababa y los encargos no llegaban.
   Volvió a entrar en el estudio, había olvidado la llave. La introdujo en la cerradura y dio dos vueltas. Ahora cerraba, no fuera que la comandanta viniera en su ausencia. Agarró su caballete y se lo colgó a la espalda. Bajó las escaleras. Pesaba. Era una caja donde cabía todo: pinceles, pinturas, paleta y el lienzo enganchado por fuera; al abrirse se transformaba en un caballete. Había sido un regalo de sus padres, del día que acabó sus estudios. Llevaba un lienzo grande, un metro de largo, algo engorroso de transportar.
   Recordó que le quedaba poco azul. Tendría que pasar por la droguería. Al llegar allí se detuvo delante del escaparate. Le ocurría lo mismo que con el Acueducto, el retrato de Irene le gustaba cada vez más.
   –Es bueno, ¿verdad? –dijo un joven, deteniéndose junto a él. Llevaba la camisa y los pantalones manchados de pintura.
   –Bastante bueno. Lo he pintado yo.
   –¿En serio? Ya quisiera yo pintar la mitad de bien. Pero ya ve usted –le enseñó su ropa–, quedé para enlucir paredes. Que tenga un buen día –dicho esto entró en la droguería.
   –Gracias. Adiós.
   Parecía que el retrato gustaba a todo el mundo, pero lo que le hacía falta eran clientes. Se quedó un rato más delante de su obra. Cuando entró, el droguero atendía al pintor. Había un par de enormes latas de pintura sobre el mostrador. La mujer, en el otro extremo, anotaba en un cuaderno.
   –Buenos días –dijo Alejandro. El pintor se giró y sonrió, el droguero saludó con un gesto.
   –Buenos días, don Alejandro –dijo la mujer dejando el lápiz–. ¿Qué desea?
   –Un tubo de azul ultramar oscuro, por favor.
   –Muy bien, ahora mismo se lo traigo –desapareció en la trastienda.
   –Póngalo en la cuenta –dijo el pintor agarrando las latas–. Por cierto, ¿no sabrá usted de alguien que me pueda echar una mano? Tengo enfermo a mi ayudante.
   –Pues… –se quedó pensativo– ahora mismo, no. Si nos enteramos de alguien, le avisamos.
   –Se lo agradezco. Gracias y buenos días.
   –Buenos días –el droguero cogió el cuaderno para anotar la venta.
   La mujer volvió con el tubo de óleo.
   –Aquí lo tiene.
   –Apúntelo en mi cuenta –lo cogió.
   –¿No quiere que se lo envuelva?
   –No hace falta. Ya lo guardo en la caja.
   Mientras abría el caballete, la droguera se fijó en el lienzo, en la pintura comenzada. Salió de detrás del mostrador y llamó a su marido.
   –Mira, está pintando el Alcázar –se acercó el marido.
   –Es un monumento impresionante, le quedará estupendo –dijo el droguero–. Es usted con mucho, el mejor pintor de Segovia, ¿verdad, cielo? –mirando a su mujer.
   –Tienes toda la razón, mi amor –le acarició la mejilla. 
   –Oh, no es para tanto. Como usted dice, este monumento es impresionante y la vista desde el valle magnífica…
   –No se haga usted de menos –dijo la mujer.
   –Enséñenoslo cuando lo acabe –pidió el droguero.
   –Cuenten con ello. Me voy, que la luz no espera. Que tengan un buen día.
   –Adiós, que tenga buen día –dijo la mujer.
   –Adiós, adiós –coreó el droguero.
   –Es un cielo este chico –le comentó al marido cuando Alejandro salió de la tienda.
   –Llegará lejos.


   Rodeó las murallas, le gustaba más que atravesar la ciudad. Se dirigió a la confluencia del Clamores y el Eresma. Lo consideraba el lugar más agradecido para pintar el Alcázar. El caballete le dejó molida la espalda. Lo descargó y empezó a sacar las patas y abrió la caja. Puso colores en la paleta y agarró los pinceles.
   Estudió la obra. Ocres anaranjados en la ciudad difuminada y lejana y algunas torres atreviéndose a despuntar. Un Alcázar surgido de la misma roca, intentando rasgar el cielo con sus escarpados tejados. Quería suavizar ese efecto, conseguir una transición más suave. Aligeró el color, dejando que la luz inundara las techumbres, volviéndolos más etéreos. Hoy las nubes aparecían deshilachadas y caprichosas. Aprovechó para incorporarlas al fondo de la imprecisa ciudad, como si ésta quisiera recordarnos su presencia. Un juego de volutas, surgieron las nubes en el extremo izquierdo del cuadro, para elevarse y desaparecer conforme se acercaban al monumento. Disfrutó de la pintura durante un par de horas. El sol seguía su curso y la luz variaba la apariencia de las superficies. Recogió y emprendió el regreso.

  
   Estuvo cambiando la composición de las nubecillas que improvisara esa mañana. No pretendía que tuvieran un realismo exagerado, pero tampoco que parecieran fuegos artificiales. Miró la hora. Se le hacía tarde, dejó todo sin recoger y salió. Había quedado con Irene. Eran buenos amigos y siempre se veían en el estudio. Con el buen tiempo, apetecía salir. Habían quedado detrás de San Millán.
   Allí estaba, con un libro abierto. Cuando se acercó, levantó la vista y lo cerró.
   –Hola, Alejandro –estaba seria.
   –¿Estudiando?
   –He tenido un examen. Todo iba bien, hasta que llegué a las pirámides.
   –¿Las pirámides?
   –Sí. Keops, Kefrén y… ahí me quedé atascada. ¡Se me ha vuelto a olvidar!
   –Micerinos.
   –Micerinos. Me lo sabía todo, pero la memoria me la ha jugado con Me… ¿Ves? Otra vez, no hay manera.
   –Pero, si has hecho bien el resto…
   –¡Es que me da mucha rabia! –se enfurruñó–. Bueno, vamos.
   Echaron a andar y fueron alejándose de las casas.
   –¿Hacia dónde vamos?
   –Si no te importa, podíamos bajar adonde estoy pintando. Me gustaría verlo con la luz del oeste.
   –Me parece bien. Por cierto, ¿te pagaron el retrato?
   –No y de verdad, que no lo entiendo. Quería un retrato y ya lo tiene. Le gustó, lo noté en su  mirada cuando lo vio acabado, pero fue incapaz de decir nada.
   –¿Nada de nada?
   –Bueno, algo dijo –se quedó pensativo–. Sí, ahora recuerdo, que cuándo podía llevárselo. Le dije que en una semana estaría seco.
   –No te mereces esto. Una buena persona como tú… –cogió su mano y la retuvo.
   El camino descendía rodeado de vegetación. A la izquierda en forma de bosque. A la derecha desaparecía progresivamente, sustituido por las huertas en torno al arroyuelo. Más allá, la empinada pendiente se convertía de nuevo en arboleda que llegaba a las murallas de la ciudad. Divisaron el Alcázar.
   –Mira, tu última musa. ¿Qué tal te va con él?
   –Progresa. Acabo de estar trabajando en él, retocando unas nubes.
   –Será tu nueva obra maestra…
   –No creo…
   –Pero bueno –le soltó la mano y se plantó delante de él–, ¿ahora me vas a decir que no te sale? ¡Es imposible!
   –Si va muy bien. Lo que pasa, es que el Acueducto y tu retrato son dos obras maestras, muy difíciles de superar.
   Irene se le colgó del brazo y siguieron el paseo.
   –Como diría mi madre –imitó su voz–, puedo poner el mismo amor en todos los cocidos, pero unas veces me quedan de rechupete y otras están buenos.
   Llegaron al puente. Alejandro paró de nuevo a mirar el Alcázar.
   –Será que me está afectando esta mala racha.
   –¿De qué hablas? –preguntó desconcertada.
   –El último cuadro que vendí fue el del acueducto. Y fue a mi tío. No tengo ningún encargo nuevo. Como la señorita Manuela no me pague, no sé que va a ser de mí.
   Se volvió hacia él y  puso las manos sobre sus brazos.
   –No desesperes. Se le pasará la rabieta. No va a haber posado para quedarse sin retrato. Un retrato tan bueno –dijo mostrándose orgullosa de él–. ¿Quién se lo iba a hacer mejor que tú? ¡Pagará, ya lo verás!
   Se sintió reconfortado. Tenía razón, Manuela vendría a por su retrato.
   –¿Continuamos?
   Un poco más adelante, Alejandro volvió a detenerse.
   –Mira, aquí vengo a pintar por las mañanas. Parece que la Naturaleza y el hombre se hubieran aliado para crear esta maravilla –abrió la mano y la extendió en dirección a las peñas.
   –Sí, es maravilloso. Tu pintura será todavía más fascinante.
   Irene se alejó corriendo y paró unos metros más adelante, volviéndose hacia él. Con los pies juntos, erguida y la cabeza echada hacia atrás, levantó los brazos en cruz con las manos abiertas. Los ojos cerrados y un rostro feliz. La brisa del poniente envolvió su figura, alborotando sus cabellos y meciendo el vestido. Alejandro permaneció quieto y embobado observando a una radiante Irene ante el Alcázar.
   –¿Quedaría bien en tu pintura?
   Alejandro se sorprendió. Parecía que hubiera adivinado sus pensamientos. Iba a responder cuando Irene se le vino encima.
   –Era broma… –acercó su rostro, mirándose en sus ojos.
   Alejandro fue a decir algo. Le absorbió la cálida mirada, cada vez más cerca y unos labios entreabiertos, que fueron al encuentro de los suyos. Se posaron leves, suaves, delicados. Los paladeó breves instantes, antes de que le abandonasen. Se sintió complacido, sorprendido e inseguro.
   –Alejandro –apoyó la cabeza en su hombro–, es mi primer beso –susurró.
   Alejandro inclinó la cabeza para hablarle. Ella aprovechó para posar un fugaz beso, al que siguió una deslumbrante sonrisa. Él esbozó otra, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás.
   –Irene, creo que deberíamos pensar en irnos, si no queremos que se nos eche la noche encima.
   –¡Oh! No quisiera preocupar a mis padres. Vamos.
   La puesta de sol les sorprendió cuando avistaron el Acueducto. Se acercaban a la ciudad e Irene soltó la mano de Alejandro.
   –Será mejor que nos separemos aquí. Adiós –levantó la mano para despedirse y echó a correr.
   Embobado y feliz, la veía alejarse. Preocupado también. ¿Cómo había dejado que ocurriera? No debería darle falsas esperanzas.
   Un problema más, como si tuviera pocos.