jueves, 28 de enero de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 5.



5

Irene visita el estudio

   Aquella mañana no tomó el camino acostumbrado por las angostas y todavía frías calles de la ciudad. Prefirió evitarlas y pasar bajo el Acueducto, tomando a continuación el sendero que descendía hacia el valle. Sintió sobre su rostro los primeros rayos del sol. Conforme se acercaba al río, los árboles dejaban paso a las huertas e iba creciendo el canto de los alborotados pájaros. Llegó al puente y cruzó sobre el Eresma, llegando hasta la confluencia con el Clamores, su pequeño afluente. Se sentó en una piedra cerca de la corriente y sacó las acuarelas de su carpeta. Le gustaba el sonido del agua. Hacía varios días que bajaba hasta allí, las vistas de la ciudad amurallada sobre aquellas escarpadas laderas eran magníficas. Y qué decir del Alcázar, rematando la afilada roca, inaccesible. Un artista no necesitaba forzar su imaginación, la naturaleza y después el trabajo del hombre, habían hecho una gran labor.
   Pocos turistas se dejaban ver por la zona, pero aquella mañana aparecieron y se acercaron a ver su trabajo. Después continuaron su camino rodeando la ciudad. Salvo uno de ellos, que se quedó rezagado e indeciso. Se descolgó el morral que llevaba y sacó un cuaderno de notas. Cuando se quiso dar cuenta allí estaba, a su lado, dibujando lo mismo que él. Después se puso a escribir y finalmente volvió a dibujar, pero esta vez se alejó y le dibujó a él, pintando. Después se lo mostró, no dibujaba mal. Se despidió en una jerga extraña y se marchó.
   Acabada la acuarela, subió la pendiente y atravesó la muralla por la puerta de Santiago, dirigiéndose hacia la fortaleza. Como en días anteriores, al llegar a sus inmediaciones, abrió la carpeta y extendió sobre ella las acuarelas que había realizado durante esos días. Por allí pasaban más turistas, más posibilidades para vender. Para entretenerse, dibujaba cualquier detalle que se le ocurría: un balcón con plantas, un nido de cigüeñas o los esbeltos tejados del Alcázar. Un día consiguió vender una acuarela a un extranjero, se la pagó bastante bien. Otro día, un militar quiso ser inmortalizado delante del Alcázar, éste no fue tan generoso. Hoy no hubo suerte.
   De allí volvió a la pensión, a tiempo para comer. Le dijo a doña Adela que ya estaba seca la pintura, que luego se la bajaba. Se puso tan nerviosa que casi le derramó la sopa encima.
   Siguiendo con su rutina diaria, subió al estudio, como él llamaba a su habitación, a pintar al óleo. Se sentó en la cama, mirando la pintura en la que estaba trabajando, el Acueducto. La consideraba su mejor obra hasta el momento. Aunque dudaba que alguien, aparte de su tío, fuera capaz de apreciarla. Se notaba cómo progresaba día a día. El fondo, parecía acabado, pero las casas y tejados estaban a medias. El motivo principal, el Acueducto, apenas estaba esbozado: sobre un fondo de color siena tostada, tan sólo algunas zonas estaban realzadas en una mezcla de blanco y siena natural o blanco y amarillo. Después de estudiarla durante un rato, se fue hacia el caballete. Se agachó a la caja de madera que había bajo la silla y sacó el tubo de amarillo, puso un poco de pintura en la paleta, luego hizo lo mismo con el blanco. Cogió la paleta y un pincel fino y se dispuso a pintar. Mezcló los colores y empezó a dar pinceladas sobre un conjunto de casas todavía pálidas. Cogió otro pincel e introdujo detalles más oscuros. Se alejó para ver el efecto. En ese momento, llamaron a la puerta.
   –Adelante, está abierto.
   La puerta se abrió y asomó una cabeza.
   –¿Puedo pasar?
   –Pasa –dejó de pintar y miró hacia la puerta–. Hola Irene.
   –Me manda mi madre –cerró la puerta.
   –Ah, la flor. Se la iba a bajar más tarde –tomó color de la paleta y dio unas pinceladas en una casa.
   –Si te viene mal, subo luego.
   –No te preocupes, no me viene mal. Está ahí, junto a la pared –le señaló el rincón con el pincel–. Cógelo.
   Irene fue hacia allí y se detuvo a un par de pasos de la obra. Se quedó quieta, mirándola, con las manos delante de su boca. Viendo que no la cogía, le preguntó:
   –¿Te gusta?
   –¡Es precioso! –se arrodilló ante el cuadro y siguió mirándolo–. Cuando sea mayor, quiero tener uno.
   –Me alegro que te guste...
   –¿Cuesta mucho? –le interrumpió.
   –Sí, mucho. Los materiales de pintura son caros y además lleva bastante tiempo el pintarlo.
   –Tendré que trabajar durante mucho tiempo entonces –se quedó pensativa–. ¿Vendes muchos cuadros?
   –Algunos, menos de los que quisiera. Acércate –Irene se acercó.
   –Mira esta pintura. ¿Sabes cuánto tiempo llevo con ella?
   –No –dijo observándola.
   –Dos semanas, pintando todas las tardes. Y por la mañana hago dibujos, como el que viste el otro día. Esos me sirven para tomar ideas y elegir algo interesante para pintar.
   –Entonces…
   –Esto lleva más tiempo de lo que parece. Por eso son caros.
   Se quedó pensativa, mirando la pintura sobre el caballete. Después volvió la mirada hacia la flor.
   –Llegaré tarde al instituto –se fue hacia el rincón y cogió el cuadro–. Hasta luego.
   –Hasta luego, Irene.
   Miró por la ventana, mezcló los colores en la paleta y siguió trabajando sobre las casas.


viernes, 22 de enero de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 4.



4

Irene

   Salió a la calle, con su enorme carpeta bajo el brazo. No se había levantado muy optimista y seguía pensando en la falta de encargos. La noche anterior había decidido volver a bajar al entorno del Alcázar, a ver si de una vez vendía alguna obra a los turistas. Pero tras bajar su calle y llegar a la plaza, sintió la necesidad de cambiar de planes. Se fue hacia la izquierda, caminando por el centro de la ancha y polvorienta calle, esquivando a los carros, mientras buscaba un motivo para dibujar. Miraba a un lado y a otro, pero aquella mañana sólo veía casas antiguas, viejas y retorcidas o edificios altos y modernos en un entorno equivocado.
   Siguió caminando y vio asomar por la esquina a un par de mozos, inclinados bajo el peso de los sacos que cargaban a la espalda. Aún así, estaban muertos de risa, hablando de la loca y lo que decía. Sintió curiosidad y tomó esa calleja, llegando a las inmediaciones de la iglesia de San Millán. En efecto, allí estaba la chiflada, pregonando a los cuatro vientos, hablando de pecado y condenación. Se detuvo a escuchar, ¿cómo podía haber todavía gente así? Claro que, con los sermones que soltaban algunos curas, no era de extrañar. Se fijó en la pedigüeña situada a la puerta del templo, ajena al alboroto de la otra. El azul deslucido de su vestido contrastaba con el dorado envejecido de la piedra. Se le iluminó la cara y de inmediato buscó un lugar desde el cual ponerse a trabajar. Sacó cuaderno y lápiz y se puso manos a la obra. De sus manos surgió un primer dibujo, poco convincente para lo que él quería. Cambió de emplazamiento y volvió a empezar. El segundo dibujo fue más de su agrado y decidió hacer una acuarela. Sacó de la carpeta un papel tensado sobre un liviano tablero de madera.
   Había trazado las primeras líneas, cuando se acabó la tranquilidad en la plaza. Primero fueron voces, no las de la loca que hacía rato desapareció en el interior de la iglesia. Y a continuación comenzó el desfile de niños y adolescentes, que cargados con los libros, volvían a sus casas. Un grupo de chicas se detuvo junto a la iglesia, dejaron los libros y las carteras amontonados junto a la pared y continuaron su alegre y alborotada charla. Podía incorporarlas a la composición, el grupo quedaría bien bajo el árbol. Pasó un joven llevando una carretilla: hubo risas nerviosas, un tímido hasta luego y después cuchicheos. Era entretenido escucharlas, qué facilidad para cambiar de tema sin parar, cuántas cosas que contar, parecía que no se hubieran visto en años. Él, desde luego, sería incapaz de hablar tanto y tan seguido. Pronto olvidaron al chico y él, el pintor, pasó a ser su siguiente motivo de conversación. Sin inmutarse, siguió dibujando. Estaba acostumbrado a que a la gente le llamara la atención lo que hacía. Pero no tardaron en olvidarle, y poco a poco la conversación fue languideciendo. Dieron comienzo las despedidas y cada cual siguió su camino. Una de las muchachas avanzó hacia donde él estaba. Con la vista puesta en su dibujo, sintió unos pasos acercarse y cómo se detenían junto a él. Levantó la cabeza.
   –Hola –dijo la chica.
   –Hola. Eh… no te había reconocido. ¿Vienes del colegio?
   –Del instituto.
   –No recuerdo tu nombre…
   –Irene –miraba el dibujo con disimulo.
   –¿Te gusta? –dejó de dibujar y lo giró para que pudiera verlo mejor.
   –Sí –se acercó–. Qué bonito. ¿Esas de ahí somos mis amigas y yo?
   –Sí, sois vosotras.
   –¡Qué  suerte he tenido! salir en un cuadro. ¡Esa soy yo! –señaló contenta su figura sobre el papel.
   –Entonces, me das tu permiso para dejarte ahí –señaló con el lápiz.
   –Sí, sí –dijo toda emocionada.
   –Me alegro, porque hay a quien no le gusta que le retraten. Deben tener miedo a que les robe el espíritu o algo parecido.
   Siguió dibujando, mientras ella observaba con asombro cómo su mano iba creando formas allí donde momentos antes no había más que unas líneas sueltas. Creó unas nubes y se quedó mirando la obra.
   –Ya está. Mañana lo pintaré a la acuarela –empezó a recoger–. ¿Vas para casa?
   –Sí…
   –Yo también. Me está entrando hambre, ¿a ti no?
   –Un poco.
   –Pues vamos –se puso la carpeta bajo el brazo y echó a andar.
   –Es usted un artista famoso –empezó a caminar junto a él.
   –Por favor, nada de usted, Alejandro –sonrió–. Y no soy famoso, quizás algún día llegue a serlo.
   –Pues mi madre dice que la flor que le ha… le has pintado parece de verdad.
   –Además de pintar bien, te tiene que comprar la gente que tiene mucho dinero, incluidos los extranjeros. Entonces puede que te hagas famoso.
   –¿Y tú vendes cuadros a los ricos?
   –Todavía no.
   Estaban cerca del Acueducto e iban a enfilar la calle de la pensión, cuando ella se detuvo.
   –Tengo que coger el pan para la comida. Adiós –echó a correr.
   –Adiós…   


sábado, 16 de enero de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 3.



3



Fernando

   Llevaba varias mañanas yendo al Alcázar. Tenía hechos varios dibujos a lápiz y un par de acuarelas. Acabarían colgados en la pared de su habitación, nadie se había interesado  por ellas. Recogió sus bártulos y emprendió el camino de vuelta. Atravesaba la plaza Mayor, sumido en sus tristes pensamientos.
   –¡Alejandro!
   Al oír su nombre se volvió.
   –Tío Fernando. ¡Qué alegría verte! –se dieron un abrazo.
   –Hacía mucho que no nos veíamos. Tienes que venir más por casa.
   –El trabajo, que no descanso –se encogió de hombros.
   –Eso es que te va bien. Me alegro ¿Tienes tiempo para tomar el vermut? Así me cuentas.
   –Claro que sí, vamos.
   Fueron hacia el mesón y entraron, sentándose a una mesa junto a la ventana.
   –A los artistas nos va la luz –le guiñó un ojo–. Cuéntame de tu maravillosa vida de artista.
   –Acabo de vender una pintura a mi casera, pero no tengo ningún encargo más de momento.
   –Estarás pintando algo nuevo, ¿no? No serás de esos artistas que se tumban a esperar que venga la musa de la inspiración…
   –No, tío –rió. Vengo del Alcázar –abrió la carpeta y sacó sus trabajos–. Aunque no tenga encargos, no dejo de trabajar.
   Fernando los estudió con detenimiento, parecía satisfecho de lo que veía.
   –Recuerdo aquel bodegón de la facultad que tenías colgado en casa de tus padres. Has mejorado mucho desde entonces. Eres bueno, realmente bueno –dio un trago a su vermut.
   –Eso espero, me gustaría llegar a ser un buen pintor –dijo intentando poner cara seria, pero se le escapó una sonrisa.
   –Lo eres. Ahora hace falta que la fama y la fortuna llamen a tu puerta.
   –Eso es más difícil, y más, en una ciudad pequeña.
   –¿Y qué es lo que haces ahora?
   –He comenzado una vista del Acueducto, nada convencional. A ti que entiendes de perspectivas, seguro que te gusta.
   –Me gustaría verlo. ¿Cuándo podría ser?
   –Cuando quieras. Por las tardes  estoy en el estudio. ¿Sabes dónde es?
   –Más o menos, pero… ¿qué te parece si vamos ahora? Si te viene bien, claro.
   –Por mí encantado, iba para allá cuando nos hemos encontrado. El que tiene un trabajo serio eres tú. Si tú puedes, yo también.
   –Pues vamos –Fernando pagó la consumición y se fueron–. De paso nos acercamos por un edificio que me han encargado. Ya verás cuando esté acabado, creará polémica: gustará o lo odiarán, sin medias tintas. Nada de adornos, ni esgrafiados. Cemento y pintura ocre, sólo enmarcaré las ventanas, puede que  con un toque rojo. Ya veremos.
   –Me gusta la idea de que lo pintes, el gris me parece demasiado serio.
   –Mira los romanos –dijo señalando el Acueducto–, eran ingenieros. De haber tenido algo de artistas, lo hubieran pintado.
   –En naranja –ambos rieron la ocurrencia.
   Llegaron a la pensión, subieron los tres pisos. Alejandro abrió la puerta de la habitación.
   –¿No cierras con llave? –dijo con la respiración acelerada.
   –Pero quién va a subir aquí, se cansarían –dijo mirando a su tío.
   –En poca estima tienes tu arte. Se cansarían… –le dio una cachete en el cogote.
   –Pasa tío –se rascó la nuca.
   Fernando se detuvo nada más entrar y echó un vistazo nada disimulado a toda la habitación. A su izquierda estaba la cama, contra la pared y con una silla haciendo de mesilla. A los pies, un pequeño armario ropero. A continuación una mesa y una silla, cerca de la ventana. Más allá, el caballete con un gran lienzo y una silla haciendo de mueble para la paleta y los pinceles. Por detrás del caballete, en el suelo, se amontonaban en aparente orden tarros de pigmentos, lienzos, tablas, y otros materiales relacionados con su oficio. La pared estaba cubierta de dibujos. Soltó una carcajada.
   –Igual que en París. Estás hecho todo un bohemio –sonrió abriendo los brazos.
   –¡Has estado en París! –dijo asombrado.
   –Sí, cuando acabé la carrera, me fui con unos amigos. Nos alojamos precisamente en la buhardilla que tenía alquilada un conocido, estudiante de bellas artes, por cierto.
   –Cómo me gustaría ir allí y ver la pintura impresionista –dijo Alejandro.
   –Te encantaría –Fernando se quedó mirando el cuadro del caballete–. Una vista del Acueducto, entre las casas, la ciudad vieja al fondo.
   –Tenías razón. No es nada convencional. Tres puntos de fuga, seguro que eso no te lo han enseñado en la escuela de Bellas Artes.
   –Si me lo enseñaste tú.
   –Me acuerdo. Una perspectiva muy forzada, sí. Una obra difícil de vender, sin duda, por lo menos aquí en Segovia. Pero cuéntame, esa luz que parece brotar del suelo, ¿es imaginación mía o es porque el cuadro está en sus comienzos? 
   –Me alegro que me lo digas –no cabía en sí de gozo–. Al forzar la perspectiva le estoy dando excesivo peso a la parte superior y parecerá que es imposible que la estructura se sostenga por sí misma. Irradiando luz desde su base, consigo aliviarlo y volverlo más etéreo.
   Fernando se quedó pensativo mirando el cuadro, luego se sentó junto a la ventana.
   –Alejandro, me parece que la idea es buena. Créeme, será una buena obra.
   –Tío, queda mucho para que pueda llegar a serlo, si llega.
   –Quiero verlo acabado, antes de que lo vendas.
   –Ya quisiera yo venderlo.
   –Prométeme que me avisarás.
   –Prometido.
   –Y ahora enséñame más cosas.
   Le sacó carpetas con dibujos y acuarelas. Luego pasó a mostrarle los óleos que se amontonaban contra la pared y bajo la cama. Estuvieron comentándolos. Luego siguieron con los dibujos que colgaban de la pared. Fernando sacó su reloj del bolsillo del chaleco, abrió la tapa y dijo:
   –Creo que se acerca la hora de comer. Me han hablado de un sitio donde preparan un cochinillo que está de rechupete. Es justo aquí abajo, al final de tu calle. Venga, te invito.
   –De mil amores. Vamos.
   Cuando salían, Fernando se volvió y señalando la habitación dijo:
   –Por cierto, andas un poco escaso de mobiliario.
   –Es lo que había en la habitación cuando llegué.
   –Tengo alguna cosa que puedo darte.