5
Irene
visita el estudio
Aquella mañana no
tomó el camino acostumbrado por las angostas y todavía frías calles de la
ciudad. Prefirió evitarlas y pasar bajo el Acueducto, tomando a continuación el
sendero que descendía hacia el valle. Sintió sobre su rostro los primeros rayos
del sol. Conforme se acercaba al río, los árboles dejaban paso a las huertas e
iba creciendo el canto de los alborotados pájaros. Llegó al puente y cruzó
sobre el Eresma, llegando hasta la confluencia con el Clamores, su pequeño
afluente. Se sentó en una piedra cerca de la corriente y sacó las acuarelas de
su carpeta. Le gustaba el sonido del agua. Hacía varios días que bajaba hasta
allí, las vistas de la ciudad amurallada sobre aquellas escarpadas laderas eran
magníficas. Y qué decir del Alcázar, rematando la afilada roca, inaccesible. Un
artista no necesitaba forzar su imaginación, la naturaleza y después el trabajo
del hombre, habían hecho una gran labor.
Pocos turistas se
dejaban ver por la zona, pero aquella mañana aparecieron y se acercaron a ver
su trabajo. Después continuaron su camino rodeando la ciudad. Salvo uno de
ellos, que se quedó rezagado e indeciso. Se descolgó el morral que llevaba y
sacó un cuaderno de notas. Cuando se quiso dar cuenta allí estaba, a su lado,
dibujando lo mismo que él. Después se puso a escribir y finalmente volvió a
dibujar, pero esta vez se alejó y le dibujó a él, pintando. Después se lo
mostró, no dibujaba mal. Se despidió en una jerga extraña y se marchó.
Acabada la
acuarela, subió la pendiente y atravesó la muralla por la puerta de Santiago, dirigiéndose
hacia la fortaleza. Como en días anteriores, al llegar a sus inmediaciones,
abrió la carpeta y extendió sobre ella las acuarelas que había realizado
durante esos días. Por allí pasaban más turistas, más posibilidades para
vender. Para entretenerse, dibujaba cualquier detalle que se le ocurría: un
balcón con plantas, un nido de cigüeñas o los esbeltos tejados del Alcázar. Un
día consiguió vender una acuarela a un extranjero, se la pagó bastante bien.
Otro día, un militar quiso ser inmortalizado delante del Alcázar, éste no fue
tan generoso. Hoy no hubo suerte.
De allí volvió a la
pensión, a tiempo para comer. Le dijo a doña Adela que ya estaba seca la
pintura, que luego se la bajaba. Se puso tan nerviosa que casi le derramó la
sopa encima.
Siguiendo con su
rutina diaria, subió al estudio, como él llamaba a su habitación, a pintar al
óleo. Se sentó en la cama, mirando la pintura en la que estaba trabajando, el
Acueducto. La consideraba su mejor obra hasta el momento. Aunque dudaba que
alguien, aparte de su tío, fuera capaz de apreciarla. Se notaba cómo progresaba
día a día. El fondo, parecía acabado, pero las casas y tejados estaban a
medias. El motivo principal, el Acueducto, apenas estaba esbozado: sobre un
fondo de color siena tostada, tan sólo algunas zonas estaban realzadas en una
mezcla de blanco y siena natural o blanco y amarillo. Después de estudiarla
durante un rato, se fue hacia el caballete. Se agachó a la caja de madera que
había bajo la silla y sacó el tubo de amarillo, puso un poco de pintura en la
paleta, luego hizo lo mismo con el blanco. Cogió la paleta y un pincel fino y
se dispuso a pintar. Mezcló los colores y empezó a dar pinceladas sobre un
conjunto de casas todavía pálidas. Cogió otro pincel e introdujo detalles más
oscuros. Se alejó para ver el efecto. En ese momento, llamaron a la puerta.
–Adelante, está
abierto.
La puerta se abrió
y asomó una cabeza.
–¿Puedo pasar?
–Pasa –dejó de
pintar y miró hacia la puerta–. Hola Irene.
–Me manda mi madre
–cerró la puerta.
–Ah, la flor. Se la
iba a bajar más tarde –tomó color de la paleta y dio unas pinceladas en una
casa.
–Si te viene mal,
subo luego.
–No te preocupes,
no me viene mal. Está ahí, junto a la pared –le señaló el rincón con el
pincel–. Cógelo.
Irene fue hacia
allí y se detuvo a un par de pasos de la obra. Se quedó quieta, mirándola, con
las manos delante de su boca. Viendo que no la cogía, le preguntó:
–¿Te gusta?
–¡Es precioso! –se
arrodilló ante el cuadro y siguió mirándolo–. Cuando sea mayor, quiero tener
uno.
–Me alegro que te
guste...
–¿Cuesta mucho? –le
interrumpió.
–Sí, mucho. Los
materiales de pintura son caros y además lleva bastante tiempo el pintarlo.
–Tendré que
trabajar durante mucho tiempo entonces –se quedó pensativa–. ¿Vendes muchos
cuadros?
–Algunos, menos de
los que quisiera. Acércate –Irene se acercó.
–Mira esta pintura.
¿Sabes cuánto tiempo llevo con ella?
–No –dijo
observándola.
–Dos semanas,
pintando todas las tardes. Y por la mañana hago dibujos, como el que viste el
otro día. Esos me sirven para tomar ideas y elegir algo interesante para
pintar.
–Entonces…
–Esto lleva más
tiempo de lo que parece. Por eso son caros.
Se quedó pensativa,
mirando la pintura sobre el caballete. Después volvió la mirada hacia la flor.
–Llegaré tarde al
instituto –se fue hacia el rincón y cogió el cuadro–. Hasta luego.
–Hasta luego,
Irene.
Miró por la
ventana, mezcló los colores en la paleta y siguió trabajando sobre las casas.