miércoles, 24 de abril de 2019

ORTELIA MUTENSI


ORTELIA MUTENSI

     Al abrir la puerta tuve que apartar la rama de Hibiscus que me impedía salir a la calle. Varias veces la habíamos atado, y otras tantas se empeñaban en soltarla los arquitectos técnicos vegetales para que crecieran a su libre albedrío. Cualquier día aparecerían varias ramas cortadas y tendríamos un problema serio con los inspectores Vegetales. No iba a negar que el olor embriagador y el frescor que ahuyentaba el temprano calor del incipiente verano eran de agradecer.
     Tenía que ir a la calle Helianthus Annuus, la antigua Pep-ón Corretón. ¡Por la Torre de las Estrellas! Si era un vulgar girasol, pero se habían empeñado en bautizar todas las calles con nombres vegetales científicos para complicarnos la vida. Consulté el relophon-i. Tenía una hora por delante, pero era mejor salir pronto, no sabía cuánto tardaría. Desde que habían eliminado el carril de la electricicleta tenía que ir andando a todas partes, porque todavía era becario. Desplegué la pantalla virtual del relophon-i para consultar el camino. Tenía que ir al Oeste y al llegar a la avenida de las Bellis Perennis… ¿qué sería eso? Lo consulté por pura curiosidad… vulgares margaritas, y además, ¿no era esa la avenida de los Cipreses, en la que estaba el Espacio pharmapiscológico al que acudía todos los meses? No habría hecho falta cambiarle el nombre. Inspiré lentamente para no enfadarme con los malditos Siniestros.
     La incompetencia del partido Siniestro era tal que iban a perder las próximas elecciones, y para evitarlo se les ocurrió la infeliz idea de reconvertirse en un ridículo partido neoverde llamado Esperanza Reverdecedora. Fue el comienzo de la locura vegetal, endeudando a la Confederación de Comunidades de la Península Ibérica hasta hundirla en la miseria. Media hora después supe que estaba en la avenida de las dichosas margaritas gracias al posicionador del relophon-i, porque fui incapaz de reconocerla. Sólo había estado ausente los cuatro meses, pero en ese tiempo la ciudad había cambiado hasta convertirse en una perfecta desconocida.
     Recordaba la avenida: dos carriles por sentido para los vehículos contaminantes, una mediana con maceteros casi continuos en los que se alternaban los cipreses con otras coníferas enanas. Amplias aceras en las que hubo árboles de esos que llamábamos plátanos, antes de que los arquitectos vegetales los electriserraran cada otoño y acabaran muriendo. De todo aquello no quedaba nada. La mediana había crecido hasta convertirse en un auténtico campo de margaritas y en el lugar que estuvieron los plátanos había enormes rectángulos de setos tricolores: verde, rojo y amarillo. El resto era un lugar de esparcimiento, con algunos bancos de plastimármol.
     Un cartel anunciaba que estaba prohibido el tránsito de cualquier tipo de vehículo, salvo los autorizados y en horario nocturno. Tantas cosas prohibidas, tantas sanciones para los ciudadanos y tan poca responsabilidad y buen juicio para los Reverdecidos. Consulté el Relophon-i para guiarme por él olvidando tanto nombre extraño. Entré en una calle de flores rojas y setos morados, giré en la de los cactus. A medida que me acercaba a mi destino iba encontrando más ciudadanos consultando el relophon-i para orientarse.
     Llegué a la antigua Pep-ón, también irreconocible, con esos amplios espacios rectangulares de girasoles. Ante las fachadas, estrechos jardincillos de plantas trepadoras, que se enroscaban unas sobre otras y ascendían tímidamente por las fachadas en graciosas ondulaciones. No me molesté en consultar el relophon-i, me bastaba seguir al enjambre de ciudadanos, caminando como auténticos autómatas en la misma dirección. Así llegamos al Centro de Conocimientos Medios… Prunus Cerasifera. ¿También habían necesitado eliminar el nombre del insigne científico? La anodina fachada que conociera desaparecía tras los setos de hojas violáceas. Otros setos de hoja mucho más pequeña convergían hacia la entrada. Un cartel instalado sobre un macetero de carnosas rezaba “Espacio Votativo”. Tras el mismo, un individuo de vestimenta reverdecida extendió la mano para ofrecerme una papeleta de su partido que no me atreví a rechazar. Como todos, me dirigí hacia la entrada. Unos ciudadanos charlaban en voz baja. Al llegar a su altura, me dejaron pasar entre ellos y uno me mostró una papeleta Diestra. La tomé con disimulo y la guardé en el bolsillo.
     Nada más entrar en el Espacio Votativo, me dirigí al Espacio de Aseo Personal. Estaba solo. Entré en una de las cabinas. Eché la papeleta Reverdecida al Miccionador y pulsé el botón. Metí la papeleta Diestra en el sobre y salí. Consulté las listas hasta encontrarme. Tenía que votar en el Espacio verde merengado. Supuse que sería la que tenía el cartel verde apastelado sobre la puerta. Había cola. Aguardé pacientemente mi turno. Cuando me tocó entregué mi Identificación de ciudadano europeo al reverdecido que me la pidió.
     —Mar-i-Anno Tres-Facio. Habita en la calle Hibiscus número dos, cuarto A.
     —Sí, compañero ciudadano —dudé al responder.
     Me costaba acostumbrarme a que después de tantos años, había dejado de vivir en la calle República Dominicana. Quién diría que fue una calle que tuvo tres árboles, que fueron menguando cada otoño a golpe de electrisierra, y que cada primavera tenían una copa más exigua, hasta que murieron. Ahora teníamos plantitas que se nos enredaban en las puertas y ventanas.
     —¡Introduzca la papeleta en la urna votativa! No tenemos todo el día.
     —Perdone —introduje con mano temblorosa el sobre en la caja transparente con el dibujo de una hoja.
     Lo vi caer despacio, esperando que como el mío hubiera muchos otros. Di media vuelta y me alejé, recordando con tristeza aquel funesto día en el que cambiaron el nombre a mi calle; supuso la llegada de una ingente cantidad de notificaciones por no haber comunicado el cambio de domicilio a Recursos Energéticos, al Pharmabanco, a Pharmasanidad y a tantos otros a los que debía pagar mensualmente. En todas y cada una de las notificaciones aparecía como un defraudador que había intentado evitar un pago, por lo que debía afrontar la pertinente sanción.
     Fuimos muchos los ciudadanos que protestamos por el atropello de nuestros derechos, pues si bien no fueron capaces de dar con nosotros con el cambio de nombre de las calles, si que fueron capaces de encontrarnos a la hora de multarnos. La consecuencia fue terrible. Los S.L.O. detuvieron a los que nos negamos a afrontar el elevadísimo coste de esas sanciones. Fuimos condenados a catorce meses en el Espacio de Reinserción Social, no se lo deseaba a nadie. Salimos a los cuatro meses, con un Indulto que sería efectivo si acudíamos a votar a los Reverdecidos a los que habíamos faltado al respeto. Esperaba que no tuvieran modo de averiguar a quién había votado, esperaba que ganaran los Diestros, esperaba que devolvieran el nombre a nuestras calles… y aunque me gustara la Naturaleza, ¡deseaba que arrancaran hasta la última brizna vegetal de la ciudad!

lunes, 1 de abril de 2019

TRONK-TRONK-BINK-CHU


TRONK-TRONK-BINK-CHU

     Al principio fue como un silbido lejano procedente de algún tipo de máquina desconocida, pero fuera lo que fuera aquello se acercaba, no resultaba nada tranquilizador. Quería creer que se desviaría en algún momento, pero seguía creciendo y lo sentía más cerca a cada segundo que pasaba. Crucé una mirada con Adarán, su aplomo y seguridad se estaban resquebrajando, lo suficiente para que me echara a temblar; fue ese el momento en el que aquella cosa desconocida estalló. Adarán se sobresaltó, pero reaccionó al instante desenfundando su i-phonio y pulsando el símbolo sónico. Estuve a punto de caerme y tardé un poco más en reaccionar y sacar el mío. Adarán se levantó y salió de detrás del seto. A pesar del miedo que sentía, le seguí, teníamos que enfrentarnos a lo que quiera que fuera aquello.
     Tchuif-Tuff-Braammm, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tchuif-Tuff-Braammm. La cosa aún no estaba a la vista, pero la ensordecedora cacofonía retumbaba entre los edificios y resultaba difícil distinguir su procedencia. Que se aleje, pensé; pero en el fondo sabía que no íbamos a tener esa suerte. Tchuif-Tuff-Braammm, Tchuif-Tuff-Braaaaaammmmm. A pesar del eco y la reverberación, el desagradable sonido delató su procedencia. Miré hacia la derecha, acababa de aparecer al fondo de la avenida. Hiiiiiiiiijjjjrujjjjjjjennn, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tchuif-Tuff-Braammm…
     Eso último había sido un cambio de marcha, aunque no supe cómo fui capaz de discernirlo en aquel estruendo insoportable que envolvía a aquel cascarón tuneado. Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, continuó escupiendo su veneno. Adarán extendió el brazo del i-phonio para medir el ominoso estruendo sónico, mientras yo utilizaba la app de la velocidad. Era excesiva. Nos miramos y asentimos. Positivo en ambos casos.
     No era ni martes ni trece, pero si hubiera llegado a sospechar lo que la laboración de la presente jornada nos iba a deparar, no me habría levantado de la cama. Era tarde para lamentarme, así que seguí a Adarán hasta el borde de la calzada. Activó el Deteneitor, como la abominación pretendiera ignorar el stop, acabaría clavado al asfalto tras cruzar la cadena pinchuda y reventar los cuatro neumáticos. Huuuuuhiiiii, Tchuif-Tuff-Braammm, Tchuif-Tuff-Braammm, Tchuif-Tuff-Braammm. Fue una lástima que se detuviera a apenas medio metro del reventón. Tronk-tronk-bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu; había dejado marcas negras en el asfalto, pero el frenazo pasaba desapercibido ante los más de doscientos sesenta decibelios en que estaba envuelto el vehículo.
     Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu; nos acercamos a él tapándonos los oídos. En el asiento del driver había un individuo sentado a ras de suelo y echado hacia adelante porque la visera de la gorra le impedía apoyarse en el respaldo. Volvió la cabeza hacia nosotros y abrió la boca.
     ―………………… ―resultó imposible entenderle.
     Hice una seña para que cortara el contacto y saliera del licúa-cerebros. Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu, Tronk-Tronk-Bink-Chu; había cortado el contacto, lo había visto. Tuve que hacerle otra seña para que detuviera aquella aberración sónica.
     —No son maneras de tratar a un ciudadano —dijo al levantarse para salir. Se colocó la gorra, que se le había girado al rozar con el respaldo—. Tengo mis derechos.
     —Nosotros también —respondió Adarán—, y ese ruido afecta a nuestros oídos.
     —Licúa las neuronas —añadí.
     El individuo apretó los puños con rabia y Adarán sacó el aturdidor como medida preventiva. No tenía edad de hacer el tonto como driver, pues estaba más cerca de los cincuenta que de la adolescencia a la que pretendía aferrarse con su vestimenta desgarrada al estilo pij-i-llín, un puro agujero. Desactivé el Deteneitor, no fuera a pasar algún vehículo que cumpliera las normas.
     —Circulaba con exceso de velocidad y de sonido —intervino Adarán—. Entrégueme su documentación, la del vehículo y la de las modificaciones autorizadas en el mismo.
     —Precisamente iba ahora a legalizarlo todo —aflojó el puño para recolocarse la gorra, asegurándose de que la visera estuviera bien orientada en la dirección incorrecta.
     Volvió al coche y sacó la documentación.
     ―Toma nota Válom ―dijo Adarán―. Pololo Trofiao.
     No pude reprimir una sonrisa nada inocente mientras buceaba en la WEBA de Tráfico.
     ―Ah… Trofiao, casi no le quedan puntos en el carnet. No tiene autorización para llevar un equipo de sonido que sobrepasa los cincuenta decibelios permitidos, ni el escape Tchuf-Tchuf, ni el asiento atornillado directamente al suelo, ni el volante de fantasía sin airbag, ni los adornos que desfiguran la carrocería…
     ―Válom, no olvides el tigre amarillo fosforescente del capó.
     ―Sí… Aristas duras, incumple la normativa de atropellos a peatones.
     ―Va a perder el resto de los puntos de una tacada.
     Trofiao cerró los puños e iba a replicar, pero Adarán hizo oscilar el aturdidor y se calmó; debía haberlo probado ya. Como continuáramos mirando el vehículo encontraríamos muchas más ilegalidades, pero el lema del Ministerio de Tráfico y Equiparación Social era “caja rápida y pasa al siguiente, cuantos más mejor”. Redactar la sanción me llevó un rato, porque mi i-phonio era antiguo y al no tener pantalla virtual todo era diminuto. Después di a imprimir y el pequeño artefacto que llevaba a la cintura se puso a trabajar. Menos mal que aún no nos obligaban a comprar el i-phono-futur, que entre otros gadgets como la fabulosa pantalla virtual de veinte pulgadas, contaba con una impresora; de momento se contentaban con que instaláramos las apps en nuestros i-phonios y relophon-is particulares. Entregué la sanción al infractor.
     —Es…esto es… ¡un abuso de autoridad, y no va a quedar así! —reafirmó la gorra en su cabeza.
     —Cuando quiera —Carlos hizo oscilar el aturdidor ante sus narices, con el dedo presto a soltarle una buena descarga.
     El pretendido adolescente dio media vuelta, en el momento en que se acercaba un vehículo que sonaba muy acelerado pese a ir despacio. Era la peor jornada de laboración, cada tres meses nos tocaba abandonar la deliciosa labor burocrática y salir a recaudar; trabajo de campo llamaban a salir a cazar al mayor número de infractores posible.
     ―Es un clásico ―dijo Adarán―, al menos tiene cincuenta años.
     El vehículo frenó al acercarse a la rotonda, soltó un chirrido metálico y se escoró peligrosamente hacia su izquierda, al tiempo que surgía una enorme nube de humo negro de su trasera. Nos miramos alarmados.
     —Tal vez no sea él —era lo que quería creer.
     ―Seguramente no ―él también lo deseaba―. Váyase —le dijo al a-Trofiao.
     —¿Y ese? —gritó desde la puerta de su coche―. ¿No lo van a detener?
     ―Retire el vehículo de nuestra zona de laboración ―le grité.
     El A-Trofiao puso su vehículo en marcha, para detenerlo un poco más adelante. Adarán activó el Detenedor y nos colocamos tras el mismo.
     —Qué lástima que este idiota no haya encendido el equipo sónico de su coche, no se habría enterado de nada. Nos va a tocar darle el alto ―activó el Detenedor.
     Agité los brazos para darle el alto y el vehículo se detuvo atravesado envuelto en una nube de humo chirriante. Adarán se acercó y abrió la puerta dando un tirón.
     —Eche marcha atrás y apárquelo junto a la acera.
     Lo hizo en un estruendo de acelerones, frenazos y mucho humo. Por lo menos, cortó el contacto. Se bajó del coche con bastante agilidad para ser una persona de la tercera edad y nos entregó su Documento de Identidad Europeo. Mientras tanto, Atrofiao había salido de su cacharro y se recolocaba la gorra.
     —Soy demasiado mayor, no pueden sancionarme.
     Gerf-asio Jard-feis, leí. Era él, la pesadilla del Espacio de la Jefatura de Tráfico. Crucé la mirada con Adarán y asentí.
     El tal Gerf-asio era un individuo de la tercera edad que conducía sin permiso, sin seguro y sin impuestos un vehículo viejo que no estaba en condiciones de circular. Al menos habíamos conseguido detenerlo sin problemas. Los últimos que le dieron el alto, y de eso hacía más de seis meses, no consiguieron hacerlo; se tragó la barrera, reventó los neumáticos y consiguió que un lawyerman le hiciera aparecer como víctima. Hubo que pagarle cuatro neumáticos nuevos, cuando los suyos eran ilegales, porque habían perdido el dibujo hacía décadas.
     —¿Qué hacemos? —susurré.
     ―En cuanto se marche el Atrofiao ese, dejamos que continúe su camino.
     Era lo mejor, de lo contrario estarían burlándose de nosotros en el Espacio de la Jefatura durante un mes.
     —Usted, circule —Adarán se dirigió a Atrofaio, pero éste no hizo ni caso.
     —Jard-Feis ―dije―. Corríjame si me equivoco: no tiene licencia de driver, no ha pagado el seguro ni el impuesto de circulación, el vehículo no ha pasado las inspecciones correspondientes…
     —Joven —me interrumpió—, soy un honrado ciudadano de la tercera edad y como tal tengo adquiridos una serie de derechos.
     —Sé que no va a ir usted a Reinserción Social, pero eso no le exime de cumplir la ley —lo dije representando el papel de agente porque el Atrofiao permanecía atento para ver qué pasaba.
     —Me han dado el alto treinta y cinco veces y jamás he pagado. Dígame, ¿qué piensa hacer conmigo?
     —Tal vez por eso mismo debería dejar de conducir —intervino Adarán mientras yo me afanaba en teclear cruces sobre vehículo no apto para circular, humos… casi todas las posibilidades de infracción. Las conocía de memoria de tanto que se había hablado de su caso en el Espacio de la Jefatura de Tráfico.
     —Joven ―se dirigió a Adarán―. Dígale a su compañero que deje de teclear en su cacharro, que lo va a fundir y no va a servir para nada. Además, estoy enfermando por el acoso al que estoy siendo sometido…
     —Diga usted que sí —intervino el Atrofiao—. ¡Es un abuso!
     —¡Usted a callar! —Gerf-asio dirigió un dedo acusatorio al Atrofiao—, o le denuncio como a estos jóvenes presuntuosos. ¡Si ni siquiera sabe ponerse la gorra!
     Fui hacia nuestro vehículo tronchándome de risa y saqué la copia de la denuncia. Se la entregué y el anciano la tiró al suelo.
     —Ensuciar la vía pública también está penado —se atrevió a intervenir Atrofiao.
     —¡Maldito hippy trasnochado! —el abuelo activó su relophon-i y comenzó a hablar con su lawyerman, poniéndonos tibios a los tres y pidiendo que enviara una pharmambulancia. Yo lo hubiera dejado estar, pero Adarán era más temperamental y pese a saber que teníamos todas las de perder, activó su i-phonio y llamó al Espacio de Tráfico.
     —Necesitamos una grúa para retirar un vehículo no apto para la circulación y a los S.L.O. para detener al driver. Es un individuo muy violento que se niega a reconocer la infracción cometida, ha arrojado la denuncia al suelo y está agrediendo verbalmente a los agentes y a un testigo del incidente.
     —Hay una patrulla cerca. En dos minutos estará con ustedes. La grúa tardará un poco más.
     Nos la íbamos a cargar, pero entendía que no quisiera que Jard-feis se saliera con la suya… Cuando sentimos la luz en la cara ya era tarde, nos acababa de hacer una foto con el relophon-i.
     —Tendrán noticias de mi lawyerman ―guardó el relophon-i en el interior de la chaqueta―. Deme la denuncia, que la voy a presentar como parte de las pruebas.
     —Sigue donde la dejó —sólo faltaba que se la tuviéramos que coger.
     —Además desatención hacia un individuo de movilidad reducida —fue hacia su vehículo.
     —¡Alto! Ese vehículo ha sido requisado por no estar en condiciones de circular —Adarán fue tras él.
     —¡Váyase a tomar un narancoco!
     Eso terminó de estropear las cosas. Adarán no aguantaba la mínima ofensa, así que sacó el aturdidor y le aplicó una descarga eléctrica cuando pretendía abrir la puerta de su cacharro. El hombre cayó al suelo y quedó inconsciente. Suerte tendríamos si no se había fracturado nada.


     La grúa se llevó el vehículo, la ambulancia a Jard-feis y Atrofiao se largó por fin. Entonces comenzó el interrogatorio de los S.L.O. Contamos todo tal y como sucedió, pero para lo que sirvió, podíamos haber dicho la famosa frase de: “No hablaré si no es en presencia de mi lawyerman”. Aparte de tener que soportar la juerga que se corrieron a nuestra costa en el Espacio de Tráfico, fuimos suspendidos de laboración y sueldo hasta el día del juicio; y como no, nosotros nos llevamos la peor parte: conseguimos evitar cumplir pena en Reinserción Social por eso de formar parte de la Ley, pero nos cayeron Labores para el Bienestar de la Sociedad durante seis meses. Lo peor fue tener que sufrir la compañía de Atrofiao, al que le encantaba contar a todos los compañeros de fatigas la funesta jornada en la que no debimos acudir a laborar. Atrofiao nos había denunciado: a nosotros, a Jard-feis y a la Administración; aunque sus alegatos no tenían ninguna coherencia, por lo que nos acompañaría en nuestras labores sociales durante dos meses.
     Jard-feis, al que no le había pasado nada pese a haber sido electrocutado, no podía haber salido mejor parado. Le correspondió una indemnización de veinte mil eurodólares que nuestra Jefatura desembolsó de mala gana, el jefe dijo que de un modo u otro, nosotros acabaríamos pagándolo. Y por supuesto, continuó conduciendo su cacharro impunemente.