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Alrededores de la Plaza Mayor
Resultaba extraño que se hubieran fijado en
mí. En mí o en el arco que dibujaba. Todo el mundo sabía que los artistas se
instalaban en la Plaza Mayor. Yo no era digna de acercarme a ese enclave y me
quedaba por los alrededores. Ese día amenazaba lluvia y había elegido los
soportales de la calle Toledo.
–Me gusta lo que haces –dijo la señora–. ¿Podrías
hacerme un retrato?
–No dibujo muy bien, pero si usted quiere…
–era la segunda vez que alguien me lo pedía.
–Estoy
segura de que será un buen retrato.
Sólo tenía el caballete y un taburete
plegable. Me levanté y lo puse delante de ella para que se sentara. Yo lo haría
en el suelo.
–De ninguna manera. No lo permitiré –señaló
la terraza de una taberna–. Vamos allí si te parece bien.
–Como desee.
Piero me había hecho lo mismo, no me dejó
cederle el taburete y se sentó en el suelo. Recogí los lápices, los metí en la
caja y agarré el caballete.
–Cógele el asiento, Susana –le dijo a la niña que la acompañaba.
–No, no… –pero la niña ya lo había cogido y
seguía a su abuela hacia la terraza.
Fui tras ellas.
–¿Dónde
quieres que me siente? –me preguntó la señora.
–Oh, estará bien donde quiera usted, pero la
luz llegará mejor si se sienta ahí.
Se sentó donde le sugerí. La niña dejó el taburete
a mi lado y fue a sentarse junto a su abuela. Coloqué el caballete, me senté y
abrí el cuaderno. En ese momento llegó un camarero.
–¿Qué desean tomar?
–¿Puedo tomar un helado de chocolate? –era
una criatura preciosa, de ojos verdes y enormes rizos. No tendría más de cinco
años.
–Está bien. Pero recuerda que hoy no habrá
más.
–¡Sí, sí! –dijo emocionada–. ¡Un helado de
chocolate!
–Para mí un Martini rojo.
–Muy bien, ¿y usted, señora? –se dirigía a
mí.
–Yo no quiero nada.
–¿Cómo no vas a tomar nada? –dijo la mujer–.
Venga, déjame invitarte.
Si ella lo quería…, no iba a desairarla.
–Tomaré una coca cola.
Aquello complació a la mujer, que me dirigió
una espléndida sonrisa, la sonrisa de alguien que sabía lo que era la felicidad.
–Así está muy bien para dibujarla –dije.
–Oh. De acuerdo –se quedó en esa posición.
La observé antes de empezar. Debía tener unos
cincuenta años. Una elegancia innata y una vida plena asomaban a sus ojos. No
sería capaz de reflejarlo en el dibujo. Se lo había avisado, pero no me hizo
caso. Yo no sabía hacer retratos, pero me lo pidió y no podía decirle que no.
Era culpable y tenía que pagar por los pecados cometidos. Había sido una ilusa
al pretender sortear mis visiones.
Cuando abandoné el hospital, mamá y el tío
me llevaron a casa. La Virgen de la Estrella había permitido que saliera de ese
purgatorio de oscuridad y durante días, acudí a su capilla a rezarle y comprendí
lo que tenía que hacer: volver a la ciudad en la que pretendí ser más que nadie
a redimir mis pecados llevando una vida opuesta a la que disipé.
El camarero llegó con las consumiciones y
las dejó sobre la mesa. La niña se volvió loca de alegría con el helado y
empezó a desenvolverlo, la señora probó su Martini y yo dejé mi bebida para
cuando me la hubiera ganado.
El óvalo de la cara logré esbozarlo más o
menos correctamente y la corta melena ondulada iba tomando forma. Me daba miedo
enfrentarme al rostro, estropear el dibujo y disgustar a la señora, pero no
podía esperar más. Tendría que colocar los ojos en su sitio. Esos ojos con
vida, no como los míos. A veces pensaba que hubiera sido mejor seguir en ese
infierno gélido en el que quizás un día hubiera podido olvidar las luces
lejanas y los sonidos sin sentido, pero la Virgen de la Estrella quiso que un
día distinguiera mi nombre en boca de Jaime. Podían haber sido mamá, Julián,
Carlos, Ben, Piero o cualquier otro, pero Ella quiso que escuchara la suya.
Desde entonces, venía a verme todas las noches y se quedaba a cenar con mamá,
con Cristina y conmigo. A veces venían Ben, Carlos y José; ya sabía su nombre, era
el del Drakkar, él venía a ver a Cristina.
–Abuela –dijo relamiéndose, con su bendita
cara manchada de chocolate–, ¿por qué está triste la señora?
La tristeza era mi estado natural. Cómo iba
a ser de otra manera. Tristeza infinita, de la mañana a la noche, para volver a
despertar igual.
–Calla Susana –dio un sorbo a su bebida
aprovechando la interrupción–. No está triste. Está concentrada en su trabajo.
–Sí está triste. Como papá cuando mamá le
regaña por no tirar de la cadena después de mear.
La mujer soltó una carcajada espontánea, que
yo no conocía ni conocería.
–No lo está, pero lo estará si tú no te
callas y la distraes, porque entonces el retrato le saldrá mal. Es un trabajo
muy difícil, ¿sabes? –la niña se quedó seria.
Era la segunda vez que me tocaba hacer uno.
Un día, como salido de la nada, apareció Piero. Me vio dibujar y se detuvo a
hablar conmigo. Al poco, se empeñó en que le hiciera una caricatura y le dije
que no sabía. Entonces me pidió un retrato, dijo que eso sí sabía hacerlo.
Pobre de él, lo hacía por lástima. No pude negarme, era una manera de
redimirme, y más con él, al que había arruinado con mi errado proceder. Le hice
cargar con una Performance que al final sólo le trajo quebraderos de cabeza.
Por lo menos, logró salvar Cadena 13. Me tenía afecto, si no, no se podía
entender que me pidiera que acabáramos la Performance, y dijera que algún día podríamos proyectarla íntegra; y que por
supuesto, el embarazo sería ficticio. Ben también quería montar una productora
de animación conmigo y Jaime, que era el que más insistía, decía que con sus
contactos volvería a trabajar. Ya les dije que no podía ser, no podía volver a
traer a todos a mi purgatorio personal. Debían ser libres, ellos que aún
estaban a tiempo.
Ricitos acabó su helado. No debería haber pensado
eso, se llamaba Susana y era una niña encantadora. Se movía inquieta en su
silla y acabó bajándose para venir a ver lo que hacía. Aunque fuera pequeña, se
daría cuenta de que mi trabajo no era bueno. Era muy difícil y no era más que
una pobre artesana que sabía manejar los lápices y poco más.
–¡Abuela! ¡Qué guapa! –señaló el dibujo–. Eres
tú.
Si ella pensaba que era bueno…, debería
sufrirlo con paciencia, formaba parte de mi expiación.
Acabé el retrato. Sólo entonces me permití
dar un trago a mi bebida. No me había dado cuenta que tenía sed. Nunca bebía
hasta que volvía a casa. A la casa que no me merecía, porque lo poco que ganaba
con los dibujos, no llegaba para pagar ni la comida. Firmé V. Vera y se lo
tendí a la señora.
–Tenga.
–Cuánta razón tiene mi nieta. Es muy lista. Me
has sacado más guapa de lo que soy.
–No, los ojos no han quedado muy bien.
–Qué dices, están perfectos. Dime cuánto es.
–Ya me ha invitado usted.
–Has estado casi una hora con él.
Abrió su bolso, sacó la cartera y me tendió
un billete de veinte euros.
–Es demasiado, debería darme mucho menos…
–Te lo has ganado.
–Si es su voluntad… –no debía llevarle la
contraria. A veces, la Virgen me ponía a prueba.
Nos despedimos y volví a mi rincón bajo el
soportal, a seguir con el dibujo del arco de enfrente que había empezado esa
mañana y que pensaba reproducir tal cual era, con todas las heridas producidas
por el paso del tiempo. Debía tener cuidado, los trazos debían ser lo más
impersonales posible. El estilo quedaba para los artistas y yo estaba
aprendiendo. Cuando tuviera un cierto nivel, podría volver a la facultad. No
creía que pudiera ser el próximo curso.
Llegaba la hora de marcharme y aún no lo
había terminado. Me faltaba el cartel con el nombre de la calle, y eso llevaba
un buen rato. Debería acabarlo, la luz podía ser distinta al día siguiente. La
señora me había pagado muy bien el retrato, así que podía permitirme un
bocadillo y una botella de agua. Llamaría a casa para decir que no me esperaran
a comer.
Había conseguido que se pareciera un poco.
Lo guardé en la carpeta antes de que empezara a creer que me había quedado bien.
La Plaza Mayor todavía quedaba lejos para mí. Ya que me había quedado, podía
practicar un poco más. Miré a mi alrededor. Aquel balcón lleno de plantas era
bonito, pero sería muy pretenciosa si creyera que podía dibujarlo. Tal vez en
un futuro. Recogí las cosas y me fui a buscar otro escenario.
Quería hacer algo que fuera tan triste como
yo. Lo encontré a un par de manzanas. Era una vieja casa abandonada, con la
pared desconchada. Abrí el caballete, coloqué el taburete y me senté a
estudiarla. Era una fachada anodina que no tenía más que los huecos de las
ventanas y la puerta, y lucía los colores agrisados por la contaminación de las
varias capas de pintura que la habían recubierto. Capas frías y capas cálidas,
descamadas y revueltas. Cogí el cuaderno, lo puse sobre el caballete y comencé
a dibujar un trocito de aquella pared.
Tracé la primera línea siguiendo uno de los
desconchones. Fina y tenue, para poder corregir los errores que fuera cometiendo.
Puse algunas líneas más antes de empezar a dar los primeros toques de gris
claro. Desconchón tras desconchón, fui colocando una tras otra las capas que
mostraban las heridas del edificio. Los manchones creaban una composición que
se curvaba sobre sí misma. No lo pretendí, era así, y yo representaba la
realidad tal cual era. Cuando supiera, podría inventar.
Un rayo de luz descendió sobre la fachada.
Levanté la vista hacia las nubes. Se había abierto un pequeño hueco, que bastó
para que la luz escapara por él. Como cuando estuve en el infierno gélido, pero
mucho más intenso, tanto que la pared intentó mostrar su viejo esplendor en
algunas ronchas casi blancas. Cogí la goma y saqué un poco de luz. Después
acentué los bordes de las zonas más oscuras con el lápiz.
Al introducir la luz, las curvas habían ganado,
recordándome una antigua visión. Era pequeña, papá ya no estaba y vivíamos con
el tío Julián. Estaba en el patio y de pronto contemplé un festival de colores
cálidos, danzando ante mis ojos. De vez en cuando, algunos se mezclaban y si el
color que salía no me gustaba, desaparecía. Fue una visión tan bonita que quise
plasmarla sobre el papel y claro, no me salió. Aquello me llevó a dejar las
clases de baile para ir a pintura. Mi tío me habría pagado ambas de mil amores,
pero no quería abusar, todavía tenía un ápice de bondad.
Los ojos se me humedecieron y no hice nada
por detener la lágrima que surcó la mejilla. Ignorar las visiones… ¡Cómo había
podido!… No volvería a ocurrir.
Apoyé el lápiz en el papel, pero no hice
nada. Faltaba algo y no sabía qué era. Las nubes se habían cerrado y la luz
había desaparecido. Estaba como al principio. La fachada seguía triste, como yo,
y el dibujo no lo reflejaba. Lo había estropeado. Tenía tanto que aprender
todavía…
Tristeza. En la casa contigua. Un viejo
farol, sin adornos y oxidado. Solitario. Si estuviera en mi fachada, aportaría
la tristeza que necesitaba. No estaba capacitada para crear, no debía
intentarlo…
Sólo tenía que cambiarlo de fachada. No
inventaría nada, simplemente copiaría el farol sobre la otra fachada. Trasladé
mis cosas al nuevo emplazamiento para verlo de frente y tras estudiar sus
proporciones, empecé a trazar el esquema sobre el desconchado.
Los cielos se abrieron de nuevo y un rayo de
luz descendió hasta el farol, hiriendo su caperuza metálica y proyectando las
sombras del tejadillo, las aristas, el brazo de sujeción y la bombilla sobre la
pared. Me apresuré a captar el violento contraste y antes de que pudiera
terminarlo, escuché un aleteo. Miré hacia arriba y me encontré con una paloma
gris con las alas en alto, descendiendo con gracia, envuelta en la estela de
luz recién aparecida. Al acercarse al farol, ralentizó su caída a base de
golpes lentos y precisos y acabó por posarse sin un titubeo. Cerró las alas y
se quedó muy quieta, como si nunca hubiera volado, uniendo su sombra a la del
farol.
Fue una escena bellísima. Podría haber sido
el Espíritu Santo descendiendo sobre la cabeza de un apóstol, pero era una
simple paloma, que aprovechó uno de los pocos rayos de sol del día para buscar
un posadero donde calentarse.
La
tristeza que encontré en el farol se había esfumado, la paloma había aportado
un toque de calidez. No conseguiría enmendar el dibujo. Tendría que romperlo.
Error tras error. La fachada desconchada. El
farol. Sólo hubiera faltado dibujar la paloma. ¿Por qué no? Puestos a
estropearlo, podía garabatear una paloma sobre el farol. Empecé a dibujarla
sabiendo que estaba perdiendo el tiempo y pese a saber que era un trabajo
inútil, me entretuve más de la cuenta realzando su volumen y reflejando las
irisaciones.
Las nubes se llevaron la luz y devolvieron
la tristeza al escenario. El dibujo no reflejaba esa tristeza. No era el dibujo
que quise hacer, sin embargo había algo en él… Había creado algo diferente a lo
que tenía delante de mí… ¡Creado!, eso era. El corazón se me aceleró. No me
creía capaz, y lo había hecho. Me entraron ganas de reír y no me contuve. Reí
con ganas, como no recordaba haberlo hecho desde hacía mucho tiempo…, desde
antes del infierno gélido. Continué riendo, mientras los ojos se me llenaban de
lágrimas.
No lo rompería, iba a enseñárselo a todos esa
misma noche.