lunes, 26 de septiembre de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 23.



23



Hacia la torre



   Salieron de la iglesia, camino de la torre de la biblioteca. Allí fuera había gente repartida en pequeños grupos, charlando animadamente. 

   –¿Han acabado ya los oficios? –oyó decir a sus espaldas.

   Dejó que la pregunta cayera en el olvido. Él estaba muy lejos, siguiendo a una melodía tranquila que dejaba tras de sí una estela azulada. Una melodía que les conducía hacia la torre del homenaje. Y una vez dentro, irían hasta la torre de la biblioteca. Elena conocía el camino.

   Sintió el aire en la nuca, una ligera corriente que les empujaba hacia su destino, y una ligera bruma que les fue envolviendo. Tomó la mano de Elena, aquello no le gustaba nada. Sólo esperaba tener tiempo de alcanzar la entrada antes de que todo desapareciera engullido en la niebla. Sus pensamientos fueron frustrados por una ráfaga de viento que acabó de traer consigo la fatídica niebla, tan densa, que las escaleras y la torre se esfumaron ante ellos como si nunca hubieran existido.

   Estaban muy cerca, unos pocos pasos más y llegarían a los escalones. Podían subirlos a tientas, pegándose a la pared. El trayecto se le hizo eterno, hacía rato que tenían que haber tropezado con ellos. Debían haber errado la dirección. Tropezarían con la muralla, así que extendió el brazo a la espera de toparse con ella, pero tampoco llegaron allí.

   Ninguno de los dos había dicho nada hasta entonces y lo único que hubo fue un apretón de manos cuando distinguieron el destello azulado delante de ellos. La estela de la flauta volvía a ser visible, mostrándoles el camino a seguir. El suelo se volvió blando por momentos y la luminosidad aumentó. Al poco, distinguieron ante ellos el fantasmal esquinazo de un muro.

   Era como en sus sueños, y en ellos, ¿qué camino había tomado para llegar a la torre? No lo recordaba, el dragón había decidido por él. Y no hizo falta que lo intentara, porque la melodía que dio comienzo en el interior de la iglesia, les atrajo hacia la derecha. La ondulante cinta azul, tan pronto a ras de suelo, como pegada a una pared, o flotando por encima de sus cabezas, les llevó a través de calles de altos muros que se difuminaban en la niebla. Ningún otro sonido se escuchaba, aparte del de la música. Y esperaba no oír el silbido del dragón. No quería que Elena se asustara.

   La niebla fue aligerando y tan pronto se veían envueltos en una nube, como la veían alejarse. Poco a poco desapareció y con ella, se desvanecieron los muros. Hierba, música y un cielo repleto de nubes que filtraban los rayos de sol. Se encontraban en una amplia pradera, surcada de finos senderos, apenas visibles. A lo lejos había dos enormes árboles, muy cerca el uno del otro, de un verde muy oscuro; detrás asomaba una colina y más allá estaba el bosque. Sintió la presencia de la torre, aunque no la viera.

   La melodía les animó a continuar y antes de hacerlo, se giraron, cruzaron sus miradas y unieron sus manos. Elena, la mujer con la que quería pasar el resto de su vida. Sí, ella también lo deseaba; sus ojos, sus manos, toda ella se lo decía.

   Cogidos de la mano, avanzaron por el mullido manto verde. Pasaron entre los dos árboles, unos impresionantes tejos centenarios. Más allá, a ambos lados de su camino, surgían dos enormes rocas, piedras rosadas apenas desbastadas, cual columnas enraizadas, que les doblaban en altura y apuntaban al cielo. Pasaron entre ellas, hacia la colina en cuya base era visible una entrada; dos enormes moles pétreas como las anteriores, soportando esta vez un dintel desmesurado. Tenía la sensación de estar llegando al lugar que ocupara la torre, al hueco que quedó tras su desaparición, el túnel desde el que Elena le llamó.

   Y con ella, se adentró en la penumbra azulada.



lunes, 19 de septiembre de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap 22.



22

En la iglesia del castillo

   Estaba oscuro, y la luz de las velas era insuficiente. Cuando se hicieron a la penumbra, Alejandro y ella se miraron sorprendidos.
   −Pero… ¿qué es esto? –preguntó Alejandro en voz baja.
   −No lo entiendo…
  Conocía el castillo por sus sueños y puede que estos no fueran totalmente fieles a la realidad. Esperaba entrar en el castillo, atravesar un par de salas, subir las escaleras, seguir el pasillo y llegar a la capilla. No se le había ocurrido que habiendo invitado a todo el pueblo, era más probable que celebraran la misa en el gran salón, donde ella fue nombrada guardiana de la biblioteca. Era el espacio más grande del castillo, y estaba en el piso superior,  no en la entrada.
   −Alejandro, vamos a sentarnos –le susurró.
   Sólo tenían que esperar, todo llegaría a su debido tiempo.
   La iglesia estaba llena. ¿Dónde estarían sentados María y León? En aquella penumbra era difícil distinguir los rostros. Igual no había sitio, se veía todo muy lleno. Alejandro señaló hacia la parte de atrás. León había ocupado, él solo, el extremo del banco. Se dirigieron hacia allí. Sus pasos sonaron extraños, reverberando en la sala. Al sentir a alguien junto a él, León miró con mala cara, pero se tranquilizó al ver que eran ellos. Se arrimó a María y les dejó sitio.
   −Creí que no veníais –les dijo en voz baja.
   −Hemos estado curioseando por el exterior −se quedó con ganas de preguntarle por la extraña ubicación de la iglesia, pero ya lo haría en otro momento.
   Había un murmullo general muy festivo. La mayoría de los presentes debían acudir allí un año tras otro. Y como era costumbre, hombres y mujeres se sentaban separados. Menos mal que la norma se relajaba en la parte de atrás.
   Un cura salió de la puerta de la derecha, justo antes del ábside, cruzó a la del lado opuesto y desapareció. La animación se hizo notar, el público estaba impaciente. No era una celebración cualquiera.
   La iglesia, de una sola nave, era románica, al igual que los arcos. Sin embargo el techo le pareció gótico. La tracería de las bóvedas era como la del gran salón, aunque de un estilo más pobre y no descendía para formar grandes ventanales. Allí apenas entraba luz por los ventanucos que había en las alturas. Si no hubiera sido por las velas…
   La cabecera de la iglesia tenía un ábside semicircular, más elevado que la nave y había que subir tres escalones que iban de un extremo a otro. La bóveda estaba pintada, pero era imposible distinguir nada. El retablo parecía renacentista, aunque por las volutas de la parte superior, quizás fuera barroco. En su centro había un arco hueco y detrás una ventana. La escultura que había allí, quedaba a contraluz. Debía ser algún santo. Con el ropaje ondulante y las piernas separadas, parecía correr. Llevaba el brazo en alto y sujetaba un objeto largo y fino. Al igual que las pinturas del retablo, no se distinguía bien. Las otras dos ventanas de la cabecera, a los lados del retablo, estaban cegadas.
   Las campanas dejaron de sonar, lo cual fue un alivio, pues resultaban cargantes incluso allí dentro, donde el sonido llegaba amortiguado. Las conversaciones cesaron al punto, ante el comienzo inminente de la misa. La calma que esperaba disfrutar no fue tal, pues el silencio resultaba opresivo en ese ambiente de penumbras, incluso rodeada de una multitud. Menos mal que un fuerte soplido sobre sus cabezas vino a alterar la silenciosa espera. La gente se volvió para averiguar qué ocurría. Ellos estaban debajo de la barandilla del coro y no vieron nada. Sonaba como un fuelle cogiendo aire. Instantes después, empezó a sonar un órgano. Solemne y pausado. Las notas se derramaron desde las alturas y se esparcieron por el recinto. Surgieron nuevas notas y fueron a caer sobre las anteriores. El organista recorrió las escalas y ganó velocidad. Estallaron los acordes…
…agarró la mano de Alejandro…
…y resonaron en la bóveda…
…ellos no habían venido por la misa…
…y descendieron por las paredes, extendiéndose por la nave…
…pero se habían tropezado con la iglesia en su camino hacia la torre…
…el último acorde sonó más profundo y se prolongó durante un tiempo…
…debían encontrar un lugar donde esconderse y cuando no quedara nadie…
…unas notas ligeras fueron empujadas hacia la bóveda…
…conocía al dedillo el intríngulis para llegar hasta allí…
…y descendieron como gotas de lluvia…
…pero ésta no era la melodía que la llevaría hasta la torre…
…que se deshicieron en el aire antes de alcanzarles…
 …ese no era el sonido de su órgano…
…y no hubo más…
…soltó la mano de Alejandro…
   No estaba bien, no allí dentro. Dos monaguillos salieron por la puerta de la derecha y se dirigieron cada uno a un  extremo del altar. Uno de ellos agitó una campanilla y el otro replicó. En respuesta a su llamada y por la misma puerta, desfiló un grupo de clérigos que subió los escalones para alinearse frente a la congregación. Los monaguillos se miraron e hicieron sonar sus campanillas al tiempo.
   De la puerta de la izquierda, llegó un golpeteo metálico violento y nada musical. Salió un clérigo, al que seguía el obispo; atacaba el pavimento con su báculo, como si quisiera atravesar las piedras. Cerraba la comitiva otro clérigo. Subieron al ábside y el obispo se situó en el centro; una simetría de casullas perfecta, con la mitra del obispo sobresaliendo por encima de las cabezas descubiertas de los demás.
   Nunca había acudido a una misa solemne, y menos con tal cantidad de religiosos. Otro toque de campanillas y fueron a sentarse en los sitiales dispuestos a ambos lados. Todos menos uno, que abandonó el ábside y avanzó por el lateral de la nave, llegó hasta el púlpito y subió las escaleras con decisión. Una vez arriba, se aferró con ambas manos a la barandilla. Esperaba oírle hablar, pero en su lugar escuchó de nuevo el fuelle, y un poco más tarde, el sonido del órgano se dispersó lánguidamente por la bóveda. 
   –Nos hemos reunido aquí para la celebrar la festividad de San Miguel… –las palabras del orador se confundieron con la melodía–…
…recordar al arcángel que permaneció fiel a nuestro señor…
…¿dónde podían esconderse? En el coro estaba el organista…
…tiempos en los que el traidor Lucifer se rebeló contra Nuestro Señor…
…como no fuera tras la pila bautismal. No se le ocurría otro lugar…
…e hizo germinar la semilla del mal entre algunos de los ángeles…
…una vez solos, buscarían la entrada al castillo…
…San Miguel se aprestó a defender a nuestro señor…
…como el acceso estuviese en la torre del homenaje…
 …lucharon contra Lucifer y lo derrotaron –cada vez gritaba más–…
…tendrían que subir, bajar al patio, volver a entrar al fondo y subir de nuevo…
…es por eso que conmemoramos la fiesta de San Miguel…
…un trazado laberíntico, un sin sentido…
…haciéndola coincidir con –su voz menguó–…
 …pero en sus sueños nunca aparecía la iglesia, quizás Alejandro…
…así, cada cien años –era muy difícil entenderle–…
…pero si la entrada estaba en el exterior…
…se ve alterada por –el órgano trepidó con violencia–… 
…de nada les valdría quedarse en la iglesia…
…y así ha de ser –escuchó cuando el órgano se tranquilizó–…
…debían salir de allí…
   El orador descendió del púlpito y volvió al ábside. El organista dejó que sus pasos resonaran en la nave, cuando antes había ahogado sus palabras; como si no quisiera que se supiese por qué habían adelantado la celebración. Ella agradecía que hubieran abierto el castillo antes de tiempo; el porqué, le daba igual. Ahora sólo quedaba esperar tranquilamente, sin forzar la situación, para acceder a la torre.
   La música desapareció. Los religiosos se levantaron y mirando hacia el altar, dieron la espalda a los asistentes. En esos momentos daba comienzo la celebración. El obispo se acercó hasta el altar, que estaba pegado al retablo, así que quedó justo a los pies de la estatua de San Miguel. Los clérigos estaban unos pasos por detrás, ocupando todo el ancho del ábside y los monaguillos, desplazados hasta el primer escalón, eran los únicos que miraban hacia los asistentes. El obispo elevó los brazos, los clérigos le imitaron y acto seguido empezó a recitar en latín. De vez en cuando, ellos repetían alguna de sus frases y le dejaban continuar en solitario.
   Hasta ese momento no había reparado en ello, pero los escalones estaban combados, como un tablón con mucho peso encima. Y no sólo los escalones, todo el ábside. Y el pasillo, en realidad toda la nave. El suelo entero de la iglesia estaba cedido, como si de un  momento a otro se fuera a hundir. Puede que estuvieran encima del sótano.
   Dos religiosos avanzaron hasta el obispo y recitaron con él. Al poco, éste se retiró a su sitial y un tercer cura avanzó para ocupar su lugar. Seguía sin entender una palabra, no sabía latín y llevaba demasiado tiempo escuchando. Llegó un momento en que las voces ininteligibles se mezclaron con la música, y a sus oídos llegó una maraña de sonidos sin sentido. En medio de la penumbra reinante, fue cediendo al sopor y acabó cerrando los párpados.


   Una melodía suave y lejana la sacó lentamente de su sopor. Acababa de caer dormida… o a lo mejor llevaba un rato. Estaba… en la iglesia y por detrás de la encantadora melodía le parecía percibir un zumbido. El sonido de la flauta se fue acercando a ella, revoloteó a un lado y a otro y ella ladeó la cabeza siguiendo las notas; aleteó arriba y abajo y hasta le pareció ver la estela azulada de la flauta. Movió el cuello y subió los hombros, había conseguido espabilarla. El galimatías del fondo había desaparecido.
   El trino que acababa de rescatarla de los brazos de Morfeo, era la flauta que ella conocía. Te he esperado pacientemente, intentó decirle. La flauta se alegró, meciéndose delante de ella. Es el momento, has de venir, continuó con su melodía. Buscó la mano de Alejandro y la encontró posándose sobre la suya. Al mirarle supo que él también estaba escuchando. La flauta dio vueltas a su alrededor. Seguidme.
   Se levantó y miró a los taberneros. María asintió con expresión de felicidad, como si supiera, ¿pero cómo iba ella a saber? Salieron al pasillo y la melodía revoloteó animada en él, alejándose y volviendo hacia ellos, dirigiéndoles hacia la puerta. No le importaba lo más mínimo lo que pudieran pensar al verles abandonar la iglesia en plena ceremonia. Ya no tenía sentido para ellos.
   Siguieron la estela de la flauta y envueltos en su sonido, alcanzaron la puerta. Agarró el tirador y abrió.



sábado, 10 de septiembre de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 21.



21

En el castillo

   A pesar de haber estado allí en anteriores ocasiones, seguía pareciéndole una estampa romántica. El camino de acceso, pisado una vez al año, era apenas distinguible en el verde de la pradera. La discreta entrada en la esquina de la muralla, entre las dos torres y bajo el discreto balconcillo, más dado a que el centinela piropeara a una moza que a ver si era amigo o enemigo el que se acercaba. La piedra rosada erosionada por el paso del tiempo y las inclemencias, con sus recovecos, rendijas y agujeros habitados por una vegetación diminuta y algún que otro insecto. Detrás asomaba el enorme y macizo torreón del homenaje de esquinas redondeadas. Y más allá, el escorzo de la doble espadaña de la iglesia, algo inaudito en un castillo.
   Aquella entrada hubiera merecido un lugar más destacado en la muralla. En la cara sur, centrada con la espadaña y las espigadas torres del balcón señorial, una simetría perfecta; o en la norte, en el lugar de la puerta cegada, donde aún se conservaba el foso.
   Estuvieron en la entrada la tarde anterior, Elena sentada en la puerta y él dibujando. Ahora que estaba abierta, no parecía la misma. Elena miraba a través de ella. Había querido detenerse antes de entrar. Y seguramente estaba muy lejos, en alguno de sus sueños transcurridos en el interior de los muros del castillo. María y León habían seguido adelante para coger sitio en la iglesia.
   Olvidada un año entero. Así había permanecido la puerta de aspecto gris. Hasta que alguien se acordó de ella, introdujo la enorme y oxidada llave empapada en aceite en su cerradura y logró que su mecanismo cediera. Después empujó con todas sus fuerzas y tras unos lastimeros quejidos de la madera consiguió abrirla. Durante unas horas, se convertía así en lugar de paso hacia la iglesia del castillo. Y luego, ese mismo alguien, cerraría, sin piedad ni compasión, el lugar. Para caer en el olvido una vez más. Algún año se les olvidaría y no volverían a abrirla. Había sido un muro infranqueable, un obstáculo a sus anhelos. En estos momentos, era una invitación a adentrarse en lo desconocido.
   −Deberíamos ir entrando –sintió la mano de Elena en su hombro. Él también había estado lejos.
   Avanzaron hacia la entrada, como en un sueño y en el umbral del arco, dudó. La vieja puerta de madera gris estaba abierta para ellos. Su paso quedó en suspenso, o eso le pareció. Pero al instante siguiente tenía el pie al otro lado. Estaban dentro. Miró a Elena y ella le devolvió la mirada. En el castillo… Permanecieron quietos, observando todo aquello que la muralla ocultaba y ellos habían imaginado en sus sueños.
   Continuaba el manto herboso, lamiendo los pies de la construcción de caliza rosada. Pequeños grupos de gente charlaban animadamente, como si el estar allí fuera de lo más natural. Seguramente acudían año tras año.
   –Ahí vivía yo con mis padres –Elena señaló la torre.
   El torreón, el último bastión defendible, la vivienda de los nobles. Tenía una entrada defensiva en el piso alto, desde un acceso retráctil y fácil de defender, eso era lo que él sabía de los castillos. Pero aquella puertecilla bajo el insignificante arco y la escalera maciza adosada a la pared, le defraudaron. Qué menos que una arcada sosteniendo una grácil escalera que diera a un puente levadizo. Miró hacia lo alto. La torre era fuerte y la esquina redondeada la volvía esbelta. El cielo seguía nublado.
   Una vez, logró entrar en el castillo y la puerta se cerró tras él. Se adentró en un mundo diferente en el que no había torres, sólo callejones de paredes ciegas que se desvanecían en la niebla. Qué diferente se veía bajo un cielo nublado y luminoso.
   –Aquí se celebró el torneo –Elena extendió el brazo–, en este espacio tan reducido. 
   Siguieron adelante pegados a la muralla, para ver mejor el castillo. Y la decepción de la torre, dio paso a la sorpresa. Era una entrada digna de un palacio. Un par de magníficas torres octogonales enmarcando el acceso, gráciles y esbeltas, de cintura saliente y orlada de pequeñas esferas, como un collar. Por encima, como si el constructor se hubiera arrepentido, pasaban a ser cilíndricas y ascendían hasta otra cintura de esferas bajo las decoradas almenas. Tras ellas, la espadaña gris adosada a la original rosa; qué lástima que la hubieran cubierto.
   –Ese es el balcón desde el que asistí al torneo –señaló Elena–. El pobre bibliotecario, no había cogido un arma en su vida… –su expresión era de dolor al revivir el sueño.  
   –Yo también te vi en ese balcón –recordó el día en que dibujando el castillo, se imaginó a una mujer en el balcón y la dibujó. Resultó ser Elena.
   Visto de cerca era un balcón magnífico. Tras el arco asentado en un par de diminutos capiteles había una bóveda de nervaduras góticas. Y su barandilla era en realidad un matacán almenado. Bajo el balcón había un escudo que descansaba sobre un sol rodeado por un óvalo con leones y otros bichos que no distinguía bien. En él había una flor de lis, cuatro conchas y cinco estrellas. Hubiera querido ponerse a dibujar, pero no era el momento, y ni siquiera traía el material.
   Dejaron atrás la entrada y Elena se volvió hacia él.
   –Alejandro, ¿no te importaría…?
   –Vamos –claro que no le importaba.
   Al doblar la esquina la divisaron. La torre de la biblioteca. No fue ninguna sorpresa descubrir que abajo no había ni puerta ni ventana. El acceso estaba arriba, en el adarve de la muralla. Un sencillo arco ojival y una puerta de madera. Nada de ventanas, sólo las que había a ambos lados de la torre en el lado exterior. La estancia tenía que ser luminosa. Y parecía la zona más protegida del castillo. ¿Dónde estaba el acceso al adarve?
   –Es como la soñaba –dijo Elena–, aunque la creía más ancha.
   –Habrá que buscar la subida a la muralla…
   –Conozco el camino.
   Un gato negro surgió entre las hierbas y fue a sentarse delante de la torre. En ese día nublado era como un manchón, sin volumen ni sombras. En cambio sus ojos…
   –Color turquesa –Elena se lo quitó de la boca–. Ese color no puede traer mala suerte.
   –Desde luego que no. Es el color de los sueños del castillo…
   En ese momento volvieron a sonar las campanas y el gato se volvió por donde había venido y desapareció entre las hierbas.
   –Vamos a la iglesia –Elena se dio la vuelta después de echar un vistazo a las almenas de su torre. 
   Todavía quedaban pequeños grupos charlando animadamente en la pradera del intramuros, a los que poco parecía importarles que la misa fuera a empezar. Había subido mucha gente y la mayoría estarían en la iglesia. Dudaba que León hubiera podido guardarles un sitio.
   Llegaron a la entrada entre las espigadas torres escuchando el tañido monótono de las campanas. Y aunque en estos momentos no viniera a cuento, seguía echando en falta su carpeta. Puede que ésta fuera la última oportunidad de ver las torres. Debería memorizarlas.
   –Espera un  momento, quisiera retener esta vista –retrocedió hasta la muralla–. Sólo será un momento –Elena asintió.
   Recorrió despacio las torres, de arriba a abajo, memorizando cada detalle arquitectónico. El color, después de haber pintado varias veces el castillo no representaba ningún problema. Miró a Elena.
   –Ya está –avanzaron hacia la entrada.
   El arco tendido entre las dos torres era en realidad una bóveda, con su rastrillo para cerrar la entrada. Era curioso que estuviera mejor defendido que la torre del homenaje. Terminaba en un arco románico de piedras labradas con adornos geométricos al que faltaba una de las delgadísimas columnas con su capitel. Y era extraño que estuviera empotrado entre las torres y no se vieran sus extremos, éstas habían sido añadidas con posterioridad.
   Llegaron a la puerta, mucho mayor que la de la entrada al recinto. Cuatro enormes bisagras la recorrían, otras cuatro más pequeñas y colocadas chapuceramente se habían añadido con posteridad. Elena puso la mano en el picaporte y empujó la puerta.