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La copla
Metí la llave en la cerradura y abrí. La
casa estaba en silencio, Cristina no había llegado aún. Fui directa al
dormitorio a cambiarme y me eché en la cama cuan larga era, necesitaba descansar.
Había empezado la mañana con mucha energía y
al llegar la tarde no me quedaba ninguna, se había esfumado como por arte de
magia. Por primera vez desde que empezara la Performance, me encontraba cansada
y si lo pensaba bien, no era de extrañar. Acudía a las grabaciones a primera
hora de la mañana, por la tarde al montaje, al volver a casa veía mi programa de
nuevo y después de cenar me ponía con el trabajo de la facultad. Cristina decía
que no sabía cómo aguantaba ese ritmo y que a este paso iba a perder el curso.
Yo le aseguraba que podría con todo y que lo de faltar a clases sería algo
pasajero. Sí, estaba claro que era una labor inmensa, pero era joven y el ánimo
me había acompañado, hasta esa misma mañana. No tenía sentido, por un aspirante.
Algún día me tendría que tomar la mañana
libre, pero si tenía que montar por la tarde, ¿cuándo visionaba el material
grabado? Mira que me lo decía Piero, que aunque yo fuera la artífice de la
idea, éramos un equipo. Yo sólo tenía que supervisar. Podía pedir a primera
hora de la tarde un informe, pero yo necesitaba verlo, me ayudaba a preparar el
montaje. Así ocurrió la primera semana y mira qué bien me había venido. De momento
seguiría igual, ya vería más adelante.
El caso es que esa mañana no había sido
exactamente igual: en vez de ir a Cadena 13, fui al Espacio de Arte Experimental
a ver mi Performance en directo y desde el único sitio que podía hacerlo sin interferir,
el pasillo superior, zona en la que operaban un par de cámaras. Al llegar, recorrí
el pasillo en el que fui encerrada una vez y entré en el espacio en el que se
desarrolló la performance que abriría las puertas de mi futuro. El decorado era
muy diferente al de aquella vez. Plantas acuáticas mecidas por silenciosos
chorros de aire rodeaban la sala ocultando las paredes, en el centro había un
nido de juncos, y sobre el suelo se proyectaban imágenes de agua rizada.
La sesión dio comienzo con uno de los
bailarines profesionales, que con vestimenta ceñida de color similar al de la
vegetación, cruzó el espacio en lentos y elegantes giros al son de una música
oriental europeizada y desapareció por una puerta oculta entre las plantas. A
continuación surgieron otros dos desde extremos opuestos, se fueron acercando
al centro en lentas evoluciones y giraron el uno en torno al otro, como soles
gemelos. Me hubiera gustado bajar allí y danzar con ellos.
Llegaron los concursantes, pero no estaban a
la altura de las circunstancias. En mi libreta sólo había números, ninguna
referencia personal de ninguno de ellos. Las pruebas de selección estaban
resultando aburridas y lo malo es que no se me ocurría cómo enmendarlas. Ahí
empecé a desanimarme. Anoté al número quince, que entró en la sala y se detuvo
al ver a los bailarines, que danzaban alrededor de los regalos dispuestos sobre
el nido de juncos. Otro que no sabía qué hacer y que no pasaría a la siguiente
fase, pero me equivocaba; se dirigió hacia los bailarines, se colocó a su lado
y empezó a imitarles bastante bien para no conocer la danza.
Un pequeño golpe de suerte, por fin aparecía
un concursante con alma de artista. En un momento dado, dejó de imitarles y pasó
a ejecutar su propia danza, que recordaba vagamente a la jota. Los bailarines
se acomodaron a su ritmo y le siguieron en su avance hacia el nido. Una vez
allí empezó a oscilar, cada vez más cerca del suelo, hasta que se hincó de
rodillas. Postrado y con la cabeza gacha, llevó la mano a su bolsillo derecho,
sacó un paquetito y lo depositó en el nido.
Me explayé en la libreta con el número
quince. Cuando se levantó, los bailarines le acompañaron hacia la salida, como
si fueran su séquito, debían estar emocionados de que alguien al fin
respondiera. Este aspirante compensaba los fracasos anteriores, pero fue un
caso aislado. El patoso que vino después fue directo a depositar su regalo y
tropezó con el bailarín; el siguiente huyó sin dejar su presente, a saber qué
se le pasó por la cabeza.
No estaba siendo una buena mañana, sólo había
uno digno y a ese ritmo, no iba a haber candidatos para las siguientes fases. A-65:
pasado de rosca tocado con sombrero negro, apunté. El sombrero parecía andaluz.
Si por lo menos pudiéramos sacarle algún provecho para el montaje… Quedaban
pocos candidatos para completar los cien citados en el día.
Estuvo detenido a la entrada de la sala más
de un minuto, siguiendo las evoluciones de los bailarines. Después, se arrancó
con paso lento y seguro, se dirigió hacia los juncos e hizo un quiebro al que se
le acercó. Llegó al nido, se quitó el sombrero y comenzó a cantar. No había
duda, era paisano mío y estaba entonando una copla, “…mujer que caminas sola, yo
marcharé a tu vera si así lo deseas”. Los bailarines permanecieron unos pasos
por detrás moviendo los brazos de forma lánguida.
“Ay, que sola te veo”, me sentí
identificada. Su regalo no había dejado más que una huella sonora, pero era un
regalo muy personal.
En ese momento me sentí cansada, tanto, que
me hubiera ido a casa, y tuve que hacer acopio de fuerzas para aguantar hasta
el final. Y cuando iba a marcharme, me abordó una de las azafatas, quería
comentarme algo sobre uno de los concursantes. Mi paisano, cómo no, estuvo
hablando con ella y se interesó por la “performancera”: qué le había sucedido
para que tuviera que recurrir a tan triste manera de tener un hijo y que si no
quería tener un varón a su lado. La azafata le dijo que no podía darle ninguna
información y le preguntó por qué había venido: había rezado a la Virgen para
que ayudara a esa mujer y estaba dispuesto a casarse con ella.
Iluminado o loco, daba igual, me había
llegado al alma y sentí el cansancio acumulado de tantos días de intenso trabajo,
como si el peso de la performance me aplastara; pero yo era fuerte, no podía tener
ese bajón. No estaba deprimida. Superaría el bache pensando precisamente en la Performance,
y eliminaría cualquier atisbo de negatividad.
Bajo mis párpados sentí formarse la
corriente que agitaba las plantas acuáticas y rizaba el agua en torno al nido. Los
bailarines danzaban chapoteando en las aguas poco profundas de la laguna y yo
me limitaba a dejarme seducir. Rechazaba con un gesto de la mano a los que no
me gustaban y éstos se alejaban descorazonados, ellos eran los deprimidos; alentaba
a otros con palabras o gestos y entonces, eufóricos, bailaban con más brío…
Embriagadora
música de flautas y crótalos…, tibias gotas de agua salpicando mi rostro a cada
paso que daba…, dulces momentos de éxtasis… agarrando una mano y soltando
otra…, vuelta sobre mí misma, roces furtivos, roces deseados…, los quería a
todos ellos…, ¿por qué tenía que elegir a uno…?
Un sonido anómalo…, empezó a tomar fuerza…, rechinó
insistente ahogando la música…, se agotaba el tiempo de la danza y debía
decidirme…, no hacía falta destrozar la melodía.
Noooo…, me alejaba de los jóvenes con los
que danzaba…, el infernal aparato…, su sonido insistente y ensordecedor…, estaba
tumbada en mi cama y el móvil estaba sonando, debí haberme quedado dormida.
Mi mano fue hacia la fuente del desagradable
sonido, localizó el bolso y sacó el teléfono. Mi sueño interrumpido por una
maldita llamada. Jóvenes a los que anhelaba, adiós, me aguardaba una larga
temporada de abstinencia. Descolgué.
–Hola Violeta. Creí que no me lo cogías.
–Hola, mamá. No me llevo el móvil al baño
–mentí.
–¿Le has visto? ¡No me lo podía creer! Los
demás con regalos normales, a saber qué hay en los sobres y cajas que han
dejado –emocionada, se embalaba–. Qué intensidad, se me saltaban las lágrimas.
El de la copla tiene que llegar a la final, se lo merece.
–Claro, mamá, es bueno –no me apetecía
hablar. Todavía tenía prendida la sensación de humedad tibia de la laguna.
–Pues, hija, ya tenemos dos, el rubio y el
de la copla, ¿A ti cual te gusta más?
Sé que le contesté, que lo hice como si hubiera visto el programa… y la conversación
se me desdibujó cuando comprendí que ella lo había visto. Me incorporé
rápidamente, encendí la luz de la mesilla y miré el despertador. ¡Las nueve y
diez! ¡Se me había
pasado el programa! ¿Cómo
no me había llamado Cristina? Ah, lo había olvidado, no estaba. Se había marchado a hacer unos
recados y luego al Drakkar, tenía que recoger el disco que le había grabado el
Capitán.
Sí, sí; mis afirmaciones eran lo único que
recordaba del resto de la conversación con mi madre. Empecé a dar vueltas por
la habitación. Tenía que ver la grabación. El Pelos se encargaba de hacer una copia
y guardármela, pero eso suponía esperar hasta el día siguiente, porque no tenía
su teléfono ni sabía dónde vivía. No me gustaba nada empezar el día sin tener
las impresiones de cómo había quedado el programa anterior. Tendría que acercarme a la Cadena y… me estaba
entrando un hambre terrible.
Cenaría primero y después llamaría a Cadena
13 para pedir que me tuvieran preparada una copia, cogería un taxi e iría a por
ella. Fui a la cocina. No sabía cuándo llegaría Cristina, y no me apetecía preparar
la cena para mí sola. Pediría que me trajeran una pizza, qué buena estuvo la
que tomamos en el Diablito. Eso era, nada de sucedáneos, cenaría allí y de paso
me despejaba un poco de la improvisada siesta, fuente de placer y de problemas.
Salí de casa con el pensamiento puesto en el
camarero de la pizzería, era muy mono, podría echar una parrafada con él. No era religiosa, pero me
acordé de lo que decía la Biblia: no es bueno que el hombre esté solo, y llegó
Dios y le dio una compañera. Pues igualmente no era bueno que una mujer
estuviera sola. Necesitaba un compañero, y el que eligiera en la Performance,
quedaba muy lejano. De momento me conformaba con el camarero. Si fuera como
Cristina, que no los había catado, puede que aguantara. Ojalá tuviera suerte
con su Capitán.
Diablito, me gustaba el ambiente anaranjado
infernal, y el toque ingenuo de su logotipo: una persona con aspecto de
extraterrestre, un dibujo que me recordaba a las representaciones prehistóricas
de las paredes rocosas del sur de Argelia. Entré. El local estaba casi vacío,
sólo había una pareja en la mesa situada junto a la cristalera. No me gustaban
esos sitios, parecía que te estuvieras exhibiendo. Saludé a la camarera, estaba
entretenida colocando copas detrás de la barra y me fui a sentar al fondo, en
el rincón más discreto.
Tardó
en venir. Tenía aspecto de adolescente con su chaqueta de manga larga y hombros
descubiertos y sus trencitas; aunque ya no cumpliera los treinta. Dejó la carta
y se volvió. Tomaría una pizza y, para rematar, un lujurioso tiramisú. Sonaba
pecaminoso. Elegí la pizza y esperé a que él saliera de la cocina y se
dirigiera a mí, así que cuando volvió ella para tomarme nota, mi decepción hizo
que cambiara de idea: si no había chico, tampoco habría pizza y pedí una
ensalada capresse.
Todavía tenía la esperanza de que apareciera de un momento a otro y me
sirviera él mismo la ensalada, para poder decirle cualquier banalidad que
sirviera para iniciar una conversación. Entonces volvería a ser diabólica, me
tomaría el lujurioso tiramisú y
aprovechando que tenían poco trabajo, le invitaría a un café y a lo que
se terciara. Pero fue ella la que me trajo la fuente de ensalada, la delicada
camarera de los hombros descubiertos, que con su tierna voz me dijo: buen
provecho. Estaba visto que el infierno, ese día, no era para mí. El ambiente estaba
tan frío como mi ensalada. La aderecé y di un bocado. Estaba buena, pero
hubiera sabido mejor si me la hubiera servido él; le faltaba el componente
emocional.
Había tenido mala suerte: puede que fuera su
día libre, se hubiera tomado unas vacaciones, hubiera cambiado de trabajo o le
hubieran despedido. Hubiera, hubiera, hubiera, remota posibilidad, no había
acertado el euromillones. Las texturas de la ensalada y sus colores, me
entretuvieron durante un breve lapso de tiempo, pero fue ver a los de la mesa junto
al ventanal darse un beso y volví a pensar en él. Sabía que me acabaría
pasando, pero no esperaba que me diera tan pronto, que me diera tan fuerte. No
era capaz de vivir sin un hombre a mi lado. Hundí el tenedor entre las hojas de
lechugas varias. Si al menos Cristina hubiera estado conmigo…
Me dejé llevar a aquel tiempo en que
empezaron a
gustarme los chicos. El primer amor, fue cosa de críos, ya no recordaba ni su
nombre, sólo que le llamaba Virtuoso y a él le gustaba. Un amor inocente y puro,
era monaguillo. Nos agarrábamos de la mano y nos besábamos en la mejilla. Decía
que en los labios era pecado antes de que el cura nos bendijera, lo había visto
en las películas.
Sabía que era hermosa y que tenía un cuerpo
bonito, y empecé a ser consciente de la admiración que provocaba entre los
jóvenes y no tan jóvenes. Aprendí a coquetear, engatusar y atraer a los chicos.
Aún así, mi segundo amor no llegó hasta un año después, recién cumplidos los
dieciséis. Aquel compañero que iba a un curso superior, Pedro, despertó algo en
mi interior. Empecé a frecuentar los lugares a los que él acudía, me hice la
encontradiza y acabamos saliendo. Yo buscaba algo más que una inocente aventura
y no hubo nada de nada. ¿Qué hacía para ir a fijarme en los más mojigatos?
Justo entonces apareció Juan, un conocido de
Pedro que debió intuir que algo no marchaba entre nosotros y de la noche a la
mañana me vi envuelta en dos relaciones: una espiritual con Pedro y otra física
con Juan. Tuve una de mis visiones: colores púrpuras, púrpuras oscuros que se
rasgaban; no auguraban nada bueno, me asusté. Estaba confusa y no sabía a quién
dejar: de uno tenía el cariño, el otro me daba placer y entre los dos tenía
todo lo que una mujer podía desear. Un mes duró aquello, hasta que Pedro se
enteró, precisamente por Juan. Me llamó puta. Fue el primer disgusto serio
desde la muerte de papá. Me dije a mí misma que nunca volvería a desoír las
visiones y de momento, me olvidé de los chicos, aunque poco me duró el celibato.
El siguiente… ¿por qué me torturaba?
Bastante envidia me daba la pareja acaramelada del ventanal para encima ponerme
a recordar. El camarero no estaba y no tenía a nadie. ¿Por qué no llamaba a
Cachas? No, había roto con todos, con Cachas, con Felipe, ¿qué sería de él, en
brazos de quién habría caído? A lo mejor él…, no y no. ¿Por qué no alquilaba un
boy?
¡Oh, estaba desvariando! ¿Sería capaz de
echar a perder mi futuro por un rato de placer? ¿Tan desesperada estaba?
Sin darme cuenta, había acabado mi ensalada.
La razón se impuso y antes de pedir un postre y seguir desvariando, pedí la
cuenta. Me iría a casa a dormir como una niña buena. Ni Cadena 13 ni nada, así
evitaba las tentaciones.