jueves, 31 de diciembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 17



17

Inconsciencia

   Dos niños jugaban a bandoleros, correteando por las laderas del castillo. Con un trozo de madera en la mano, se disparaban. Uno atacaba, el otro huía y de pronto algo les hizo callar. Se agacharon y miraron en dirección a la puerta del castillo. Había una persona junto a la puerta, una mujer. Reclinada y con las manos en el regazo, pálida, muerta. Ellos no la habían disparado. Salieron corriendo, asustados, a avisar a sus mayores. 


miércoles, 23 de diciembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 16



16



El castillo



   Un par de lágrimas surcaban sus mejillas, estaba emocionada. Quería verlo más de cerca, sentir que era real. El castillo, ¿cuándo había decidido ir hacia él? No fue esa su intención, pero allí estaba. No sabía cuántas horas llevaba caminando. Llegaría hasta el bosquecillo que atravesaba el camino y después, volvería a casa. Echó a andar hasta alcanzarlo y se detuvo junto a un árbol.

   Ante ella se extendía toda una gama de verdes, salpicados aquí y allá por tonalidades violáceas y terrosas. La distrajo el trino de un pájaro, posado en el árbol. La flauta depositó unas levísimas notas. Dialogaron animadamente entre ellos, hasta que surgió la voz grave del órgano. El pajarillo se asustó y levantó el vuelo. Le siguió con la mirada, saltando de un color a otro. De las plantas iluminadas al oscuro bosque, de un muro de piedra a las montañas nevadas, hasta que le perdió. Entonces la flauta la guió por la montaña, una franja de azules y rosas agrisados. Y el tambor la empujó suavemente, hacia una silueta de grises azulados y violáceos. E irrumpió el órgano, escandaloso y alegre, cuando distinguió el majestuoso castillo. Quedó cautivada por la imagen, mientras la música continuaba sonando para ella.

   Podría haberse quedado allí todo el día, observando con avidez cómo la luz cambiante iba modelando sus volúmenes, el atardecer volvía sus contornos imprecisos y borrosos y llegaba la noche para hacerlo desaparecer. La idea resultaba seductora, pero sentía la necesidad de seguir adelante. Caminó y en algún momento desapareció la música. El tiempo, simplemente no existió. El camino, no lo recordaba. Sólo supo que habían aparecido las primeras casas.

   El tambor sonó leve cuando se internó por las callejuelas, impaciente hasta que se detuvo y jubiloso cuando alzó la mirada por encima de los tejados. El cielo, de un sorprendente color turquesa, se deshacía y transformaba en pálidos amarillos que rodeaban la mágica figura del castillo. Su cuerpo tembló. ¡Era igual que en sus sueños! Allí estaba el balcón, entre las dos torres. Y detrás surgía la espadaña, la de la iglesia del castillo. Cerró los ojos y contuvo la respiración. No podía creerlo, igual que en sus sueños. Los abrió y miró al cielo. Criaturas grises planeando ociosas, trazando círculos sobre el castillo.

   El ruido del agua al estrellarse contra el suelo apagó la música. Se giró y observó el reguero que avanzaba hacia ella y la ventana abierta. Continuó su camino, descendiendo por callejones de trazado irregular, hasta llegar a la plaza. Fue hasta el centro. Era inmensa, un rectángulo muy largo, rodeado de casas con soportales. Cerró los ojos y los recuerdos acudieron a su mente. Empezó una música extremadamente lenta y apenas audible. Se meció suavemente cuando la flauta habló en murmullos. Alzó los brazos y movió las caderas al ritmo del tambor. Giró a un lado y a otro, se balanceó adelante y atrás acompañada por el órgano. Se sintió feliz, recordando aquella otra vez, en el mismo lugar. Los instrumentos aceleraron su ritmo y ella bailó más y más deprisa, en un baile frenético al son de una música estridente. Y cuando se sintió desfallecer, cesó la música. Se vio a sí misma, diminuta, en la soledad de la amplia plaza fría y sombría, mirando la calle que surgía frente a ella soleada y cálida, invitándola a subir hacia el castillo.  

   Llegó a la última casa del pueblo. Ante ella, restos de antiguos muros, marrones y grises, pulverizados por el tiempo; detrás la muralla con sus torres, de piedras ocres y doradas; y dentro el castillo, de un color más vivo, bastante rosado. Se detuvo. Ahí estaba su balcón, custodiado por las dos torres. Se imaginó allí arriba, con un vestido del color del cielo y los cabellos alborotados por la brisa; una brisa suave que vino del bosque, danzó en los campos de colores, acarició los tejados, retozó por la plaza y llegó hasta ella en forma de música dulce y tranquila.

   El órgano inició una rápida sucesión de acordes ascendentes. Inspiró y empezó a subir deprisa. Los acordes dieron paso a una fuga, que llevó la melodía hasta extremos insospechados. Su respiración se aceleró y el corazón latió con violencia, no podría mantener aquel ritmo durante mucho tiempo. Entonces, el teclado cedió su protagonismo al sonido dulce y comedido de la flauta. La melodía se relajó y ella lo agradeció. El tambor empezó a retumbar, lento y lejano, mientras la flauta dejaba resbalar las notas hasta desaparecer. Quedó la percusión, distanciándose en el tiempo; su caminar se volvió cansino, desesperante. Esperaba el siguiente sonido, para poder dar un paso más. El tiempo se dilataba. Se vio a sí misma intentando subir, seguida por su sombra, proyectada en el vetusto muro. La acabaría alcanzando, la dejaría atrás. Quería llegar al castillo, pero parecía imposible. Interminables horas, en las que el sol seguía su ascenso en el firmamento turquesa.

   Y en algún momento llegó a la puerta, agotada. Se sintió feliz, alargó la mano y acarició la madera. La flauta sonó deliciosa, mientras contemplaba la vieja puerta bajo el arco, un escudo bajo el matacán y dos poderosas torres flanqueando la puerta. Caliza rosada con toques grises, musgos y líquenes adueñándose de las viejas piedras, yedras intentando escalar los muros. La luz había vuelto la escena mágica e irreal. Se sentó en el escalón, apoyó la espalda contra la puerta, reclinó la cabeza y puso las manos en el regazo. La flauta dejó de sonar y cerró los ojos. Descansó bajo aquella atmósfera turquesa, entre los tonos amarillentos que irradiaba el suelo contra la piedra rosada y el gris verdoso de la puerta.

   Volvió a sonar la flauta y la meció suavemente. Un golpe de tambor y sintió que se elevaba. La melodía la llevó a descubrir una puerta tapiada en la muralla, una torrecilla abovedada adosada a un esquinazo, multitud de saeteras bajo las pequeñas ventanas enmarcadas en gris y un escudo sobre la torre. Un redoble de tambor seguido de una rápida escala de la flauta y subió más aún. Un leve toque de tambor y osciló hacia el oeste, la torre de la esquina estaba agrietada hasta la base. Faltaba la reja en una ventana. La ventana de la torre, la torre de la biblioteca… ¡la biblioteca! Allí estaban los libros. La flauta reanudó sus esfuerzos y ascendió hacia el norte, se distinguían las partes más antiguas del castillo, en ellas la caliza era gris. Quería volver a la biblioteca. Pero la música la hacía subir y subir. Veía el castillo, que era una iglesia rodeada de murallas, pero en realidad debía ser un castillo. No… sabía. Subió y subió. Quería volver. Vio el castillo, el pueblo, los campos y los bosques. Y el órgano sonó grave, empujándola más y más alto. El castillo quedó reducido a una mota gris rosada, sólo gris y desapareció.

   Amarillo, verde, turquesa…

                       … no te preocupes…

                                …espera…

                                       …todo llegará…

                                            …a su debido tiempo.      


viernes, 11 de diciembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 15.



15

Viaje al castillo

   El silencio de la noche se vio truncado por unos ladridos insistentes. El alboroto continuó durante un rato. Chirriaron unos goznes y alguien soltó una maldición. Se oyeron unos pasos, sonó un golpe y unos aullidos lastimeros se perdieron en la distancia. El silencio volvió a reinar en el pueblo.
   Lejos de sentirse molesta por la interrupción, estaba feliz. Todavía se sentía inmersa en el agradable sueño, contemplando un sol blanco que danzaba para ella, desde la ventana de la biblioteca.
   ¿Cuánto tiempo llevaba soñando con el castillo? No lo sabía. Pero sí recordaba cómo empezaron los sueños. Al comienzo, fueron escenas borrosas, indecisas, mágicas. Colores aquí y allá, luces cambiantes, difícil intentar describirlo. Con el tiempo, las imágenes empezaron a ser más nítidas, todavía se diluían y desdibujaban, pero de cuando en cuando se podía intuir un árbol, una nube o un arroyuelo. Pudo empezar a distinguir el paisaje, unas veces los días soleados de la primavera lo inundaba todo, otras la lluvia o el viento estaban presentes y arrastraban todo a su paso; pero siempre eran los mismos lugares y aprendió a quererlos. Un día apareció un detalle a lo lejos, no sabía qué era, no podía distinguirlo; una masa de color sobre el bosque, delante de las montañas. Con el tiempo, sus paseos oníricos le permitieron acercarse un poco más y pudo distinguirlo. Era una construcción y a medida que pasaban los días, la fue conociendo mejor, hasta que pudo contemplar un castillo. Finalmente llegó hasta él, un día entró y empezó a vivir historias, en las que ella era la protagonista.
   El castillo. ¿Por qué? Su madre la hizo recordar, que estuvo una vez en aquel pueblo, el del castillo, hace unos años, cuando todavía era una chiquilla. Las horas que allí pasara, en la plaza, viendo el alegre gentío, correteando entre los puestos de la feria, deteniéndose aquí y allá para sorprenderse con cosas nuevas para ella. Y danzando ensimismada en la plaza, al son de dulzainas y tamboriles. Sin embargo no conseguía recordar que hubiera visto el castillo, aquel que ahora revivía en sus sueños.
   Se levantó. No conseguía dormirse y empezaba a encontrarse incómoda en la cama. Paseó por la alcoba, pero se le quedaba pequeña. Se puso el vestido y se calzó las botas, cogió el abrigo y salió de la casa. A pasear, sin rumbo fijo. Daría una vuelta por el pueblo. Sería mejor alejarse, no empezaran otra vez los ladridos y se despertara todo el pueblo. Tomó el camino del este y dejó atrás las últimas casas. La noche estaba despejada y había luna llena. Se alegraba de haber salido. Se parecía al sol de su sueño y al que vio en el bosque. Un perro aulló a lo lejos.
   Caminó, no supo durante cuánto tiempo. Al comienzo de su paseo, una pequeña musaraña se había cruzado en su camino. Se agachó a verla, y ésta, sintiéndose observada, dio un grito y emprendió veloz huida. Más tarde fue el ulular de una lechuza posada en un árbol, que ignoró a aquella criatura grande que cruzaba sus dominios. Después no hubo nada más. Todo quedó reducido al camino que se extendía ante ella, iluminada por la luna, una luna llena maravillosamente blanca. Y ella lo siguió, perdiendo la noción del tiempo.
   Empezó a sonar música. Un extraño tambor, acariciado suavemente con las yemas de los dedos. Una percusión lenta, envolvente. Una flauta sonó a lo lejos. Los acordes de un órgano recogieron la melodía. Y la pausada y acogedora música lo envolvió todo. Al fondo, una porción de oscuridad se volvía azulada. Ésta fue creciendo y dio paso al verde. Luego amarilleó hasta que fue visible la silueta de unas montañas azules. Los objetos se fueron haciendo reconocibles: un oscuro bosquecillo a su derecha, campos de cultivo verdes y rojizos a ambos lados del camino. La luz crecía al ritmo de la dulce melodía. Al fondo asomó la masa de otro bosque y cuando aclaraban las copas de sus árboles, surgió mimetizada entre ellos una mancha de tonalidades grises y violáceas.
   Se detuvo sin poder creer lo que estaba viendo, una forma borrosa que le recordaba a las de sus primeros sueños. Poco a poco sus contornos se volvieron más nítidos y destacaron sobre el suave azul de las montañas. Emergiendo del bosque, apareció el castillo. Soltó un grito y extendió los brazos hacia él. Permaneció inmóvil cual estatua, contemplando la imagen de sus sueños.



lunes, 7 de diciembre de 2015

LA TORRE. Elena. Cap. 14.




14

Desolación

   Era incapaz de leer. Por eso salía a pasear después del trabajo. Sola. Sus amigas habían desaparecido, engullidas por el remolino del matrimonio. Caminaba deprisa, como si al hacerlo pudiera quemar su pasado.
   ¿Qué sentido tenía pasarse la vida sirviendo en la taberna? Si trabajara en la ciudad por lo menos tendría un aliciente: ir a la biblioteca y leer, cuanto quisiera, para siempre. A lo mejor no era tan sencillo. Aquí tenía parte de la tarde para ella. Trabajando en la ciudad, igual no disponía de ese tiempo.
   Quizás debería casarse, con alguien de posición, con mucho dinero. Tendría criadas que le harían el trabajo, y todo el tiempo del mundo para leer. Pero qué rico iba a querer casarse con ella, si ni siquiera se atrevía a ir a la ciudad. Allí hacía falta el dinero, se pagaba hasta por comer y dormir. Además no conocía la ciudad ni a nadie de allí. Bueno, sí, a Anselmo.
   Leer. Los libros eran su vida. Había tardado años en llegar a comprenderlo. Y de los pocos caminos que se le ocurrían para llegar a ellos, Anselmo parecía el menos malo.
   Llegó al bosque. Su pueblo estaba en la meseta, rodeado de cultivos, hasta donde alcanzaba la vista. La monotonía del paisaje quedaba rota por la chopera y mucho más lejos, al norte, por la mancha oscura del bosque. Se sentía vulnerable en campo abierto y prefería buscar cobijo en la espesura. Se adentró en él por la sinuosa vereda.
   No era un lugar muy frecuentado, corrían extraños rumores acerca del lugar. Se sobresaltó al escuchar un ruido por encima de su cabeza. No vio nada, pero éste persistía y no sabía quién lo hacía. Se fue moviendo despacio, hasta que lo localizó. Era una ardilla, en una rama alta. Se había delatado ella sola. Pero el ruido continuó, no estaba sola. Descubrió a su amiguita en la rama contigua. Sería su pareja.
   Una pareja. El rumor se había extendido por el pueblo. Parecía ser que los ancianos del bastón estaban al tanto de sus idas y venidas a casa del maestro y lo habían ido pregonando por ahí. ¡Malditos cotillas sin otra cosa mejor que hacer! Seguro que era culpa del zurdo. Las vecinas le dieron la enhorabuena. Su amiga Lidia dijo que hacían buena pareja. Y sus ya olvidadas amigas se fueron haciendo las encontradizas, querían saber y hasta parecían envidiarla. Pero lo más increíble fue que el cura la mandara llamar, para decirle que nada de ir a su casa, que a pasear a la vista de todo el mundo, e insinuarle la necesidad de confesarse. Todos lo daban por hecho, Anselmo y ella, eran pareja. De nada sirvió intentar desmentirlo. Los odiaba, a todos. Malditos.
   El camino se bifurcaba. Le daba igual, tomaría el sendero de la derecha. Sabía orientarse, hacia el este debían estar las tierras de su padre. Padre, seguro que hasta él lo veía con buenos ojos, pero por lo menos no había dicho nada. Sólo su madre la apoyaba, cuando estés preparada, había dicho, lo sabrás, sea él u otro.
   Andaba entre pinos y de vez en cuando aparecía algún enebro. Salió a un claro, allí dominaban las jaras. Cantaban los pájaros, dichosos ellos que podían ser felices. Entró de nuevo en la espesura, ahora también se veían robles. Parecía que había un pájaro carpintero agujereando algún árbol. Y ese otro ruido era… parecían campanadas, ¿las del reloj de la iglesia? ¿Tan lejos se escuchaban? Se detuvo a mirar, a través de las ramas del roble, hacia donde sabía que estaba el pueblo. Allí estaban sus problemas. ¿No había algo que mereciera la pena? Aparte de los libros…
   Si creían que debía ser así… puede que tuvieran algo de razón… ella sola contra todos, no tenía sentido… claudicaría. Iría a ver al maestro, a decirle que sí, que serían… La mención de la palabra se le atragantaba…, novios. Todo fuera por los libros. Si tenía que hacerlo, lo haría. Cuanto antes, mejor. Ya conocía la espera y era desquiciante. Echó a andar, en dirección al pueblo. Abandonó el sendero, atajando para llegar lo antes posible. Avanzaba deprisa, intentando calcinar el presente.
   De poco le sirvieron las prisas. La vegetación se volvió opresiva. Tenía que levantar mucho los pies para salvar la maleza, sujetar ramas para evitar los pinchos de los espinos y agacharse para esquivar las ramas secas de los árboles. Tuvo que dar amplios rodeos y aún así, enganchaba la falda en las zarzas y enredaba el pelo en las ramas de los pinos. Acabó desorientada, sin saber de dónde venía o hacia dónde tenía que dirigirse. Se detuvo, agotada de tanta contorsión. Inspiró profundamente y expiró de golpe, hasta que la respiración volvió a la normalidad. Intentó orientarse. Estaba nublado y no había sombras. Imposible ver a través de la espesura. Intentó estudiar los troncos, los líquenes eran más abundantes mirando hacia el norte. Pero en los troncos a su alrededor, no parecían menguar en ninguna dirección. El bosque parecía retenerla. Su madre le había dicho que esperara, que cuando llegara el momento lo sabría. La duda la asaltó.
   Miró a su alrededor, desorientada, en el bosque y en su vida. Tendría que buscar un lugar menos frondoso, quizás entonces averiguara el rumbo a seguir. Empezó a caminar con calma, buscando el paso menos complicado. Deambuló por la espesa maleza, hasta que se hizo menos densa y pudo avanzar con más facilidad. Se detuvo junto a un tronco, por fin se distinguía claramente cuál era el norte. No sabía si alegrarse o no. Volvió a atajar, hacia el sur. Seguía sin haber camino, pero no le importaba, había pocos matorrales. El suelo se volvió arenoso y blando. Caminar se hizo tan pesado como atravesar un terreno recién arado. Acabó con el calzado lleno de tierra. Se paró a quitársela. Encogió la pierna, se sacó un zapato y lo sacudió violentamente. Perdió el equilibrio y cayó al suelo, con él en la mano. Se sintió una inútil. Lo soltó y se quedó allí, con los brazos sobre las rodillas y la cabeza apoyada sobre ellos. Asomó una lágrima. Hasta el bosque se volvía contra ella. Rompió a llorar.
   Una inesperada luminosidad la envolvió, sacándola de su recogimiento. Levantó la cabeza. A través de los huecos de las copas de los árboles, entre las nubes oscuras, el sol asomaba. Y finas cortinas de nubes, cual velos, pasaban por delante de él, modulando la intensidad del blanco. Era un espectáculo sorprendente. Parecía la luna. Era lo más bonito que había visto en su vida. Después de un rato observándolo, empezó a desdoblarse y multiplicarse. Y danzó ante sus ojos, danzó para ella. Blancos, blancos luminosos y blancos azulados. Rodeado de azules, azules agrisados y azules de tormenta. Y en el centro del círculo blanco, surgió una mota naranja. No se movía, no era un pájaro. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Todo seguía igual, salvo la mota naranja, más crecida, con sus torres y almenas. Los cerró de nuevo, no podía ser cierto. Al abrirlos, había desaparecido el castillo y sólo vio los danzantes azules y blancos. Habían sido imaginaciones suyas. Empezó a marease. Escondió la cabeza entre los brazos y estuvo así un rato. Después se puso en pie, se sacó la arena de los zapatos y se limpió la falda. No se atrevía a mirar al cielo. Echó a andar y sintió que la luz menguaba. Las nubes habían vuelto a ocultarlo. Se detuvo pensativa.
   El sol, un sol blanco cual luna había danzado para ella, mostrándole el castillo. Había sido una señal. De pronto lo comprendió. No le necesitaba. No necesitaba a Anselmo. Tenía el castillo. Y en el castillo, una biblioteca. Danzó de alegría. Echó a correr. Corrió hasta encontrar un camino. Corrió por el camino hasta salir del bosque. Divisó el pueblo a lo lejos y siguió corriendo. Cualquier lugar era bueno para entrar, cualquiera menos el entorno de la escuela. Acababa de quemar un futuro muy negro.
   Y esa tarde, volvió a leer, poco es cierto, pero lo hizo. Y lloró de felicidad.