EL MONUMENTO
El Monumento era un cubo de unos setenta
centímetros de lado, coronado por una losa sin pulir que con el paso del tiempo
había adquirido una pátina oscura. Suponía que era una obra de arte y que por
algún ignoto motivo había acabado en el medio de una acera de dos metros y
medio de anchura, frente a la puerta de la peluquería de Salommé. No había
ninguna placa que dijera quién era el artista, ni qué conmemoraba, habría
desaparecido a manos de algún enfermo de cleptomanía.
Mi mujer Siara y yo nos habíamos
trasladado a vivir al barrio hacía cinco años y el Monumento ya estaba allí. Al
principio me sorprendió ver aquel tarugo en mitad de la acera, pero pasó el
tiempo y me acostumbré a esquivarlo como a cualquier otro escollo urbano. Tenía
todas sus caras grafitadas, una imagen sobre otra, de modo que era imposible
entender aquella algarabía visual; lo peor estaba en la losa superior, servía
como posadero de guarrerías inimaginables: llegué a ver una cagada descomunal.
De vez en cuando, el de la limpieza barría la losa del Monumento, en otras
ocasiones era Salommé la que mandaba a su ayudante, porque decía que su
peluquería era un lugar muy limpio y no quería ver suciedad delante de su
puerta; tenía razón Siara, acudía allí todas las semanas y podía dar fe de
ello.
Siara trató de averiguar qué era aquella
manifestación artística y por qué estaba allí, pero Salommé decía que era mejor
no remover el pasado, que antes de la existencia del Monumento regentaba una
peluquería con tres ayudantes, y que tras su aparición, empezó a perder
clientas y tuvo que despedir a dos de ellas. Quise imaginar a los extraterrestres
colocando aquel tarugo allí, pero entonces hubiera sido de un material extraño
y a prueba de grafitis y suciedad. Tenía que ser otra cosa, pero nadie quería
hablar, sólo decían que era la vergüenza del barrio; un secreto muy bien
guardado.
Continué sin saber qué era, y seguí
llamándolo Monumento. Pasaba a su lado cada día, al ir y al volver del trabajo,
pero esa mañana no fue como las demás. El Monumento apareció rodeado por unas
vallas metálicas que llegaban hasta el borde de la calzada. Había una multitud rodeando
el recinto y en su interior dos operarios con vestimenta naranja, con
reflectantes, guantes y casco con luz naranja intermitente, ajenos a la
expectación levantada. Uno de ellos tenía una carpeta abierta y dentro había un
documento de más de tres dedos de grosor; sólo a la administración se le
ocurría seguir empleando papel en vez de usar las unidades computerizadas flexibles,
que no abultaban más que una hoja de papel.
Los curiosos se apelotonaban frente a la
valla y los transeúntes se veían obligados a transitar apretujados entre la
valla y la peluquería. Me puse a la cola y aguardé pacientemente mi turno para
poder pasar por el exiguo espacio. El de la carpeta leía el informe y el otro
asentía, no parecía que fueran a empezar a hacer algo inmediatamente, así que
me quedé sin saber qué iba a ocurrir. Pasé tan comprimido por delante de la
peluquería que creí estar de nuevo en aquel concierto de guitarra alitrónica de
Blus Printin; desde entonces escuchaba la música en casa.
Llegué al trabajo y seguía pensando en el
Monumento. Alguien me preguntó por el mostrador de disconformidad y estaba tan
ausente que le mandé al sótano, donde lo único que había eran muebles viejos
que nadie se ocupaba de arreglar ni enviar a reciclado. En cuanto encontró el
mostrador, puso una queja contra mí y recibí un apercibimiento; era el primero
y por ello no pasó de una reprimenda verbal.
Estaba nervioso, quería saber qué estaba
ocurriendo en el Monumento, si lo iban a limpiar, restaurar o reubicar en un
lugar más adecuado. Seguramente la gente del barrio estaba cansada de poner una
denuncia tras otra por los inconvenientes que causaba, incluso por la
insalubridad, pero en el Ministerio de Sanidad en el cual trabajaba, todavía andaban
ocupados resolviendo ese mismo tema en los baños públicos.
En Europa se reían de nosotros, no
entendían cómo podíamos tener problemas de salubridad en los baños públicos, y
más en los del Ministerio de Sanidad. Yo mismo tuve un incidente con la Sugeridora:
se empeñó en ayudarme a escurrir la última gota, me puse nervioso cuando
intentó agarrármelo y acabé mojando el pantalón y el suelo. Esperaba que mi
mujer no llegara a enterarse de lo ocurrido, era muy celosa. Desde entonces
usaba el baño de la planta de arriba, donde el Sugeridor era más discreto y
hacía las sugerencias de palabra, desde la silla que ocupaba a la entrada del
baño y mientras leía en su A-Book.
Al volver del trabajo, bajé del solarbús ansioso
por saber qué era lo que ocurría en el Monumento y me impacienté cuando el paso
de peatones me detuvo mostrando su luz roja. En cuanto cambió, casi eché a
correr y me sumé al grupo de curiosos, que no eran tantos como esa mañana. En el
interior del vallado había varias personas y ninguno llevaba el uniforme
fosforescente, aunque sí el casco con la luz intermitente. Me abrí paso hasta
la valla y… no podía creerlo, ¡el Monumento había desaparecido!
Los del casco intermitente discutían de
forma apasionada, pero no hablaban del Monumento, sino de baldosas. ¡No podía
creerlo!, divagaban sobre cuestiones tangenciales. Continué allí, esperando
poder enterarme de algo más, hasta que uno de ellos miró su relophon-i, dijo
que su jornada laboral había terminado y que no le pagaban el tiempo extra; fue
el fin de la reunión, abrieron la valla y abandonaron el recinto. Después de
cerrarlo, quedó únicamente el de la carpeta, que miraba fijamente el lugar que
ocupó el Monumento. Era ahora o nunca. Me acerqué a él.
—Disculpe mi atrevimiento, ¿qué ha pasado
con el Monumento?
Me miró con cara de no comprender. Cerró
la carpeta, la puso bajo el brazo y entonces su expresión cambió, casi sonrió.
—¿Se refiere usted a la lápida que había
aquí? Ahí la tiene —señaló el pequeño contenedor que había más allá de la
valla, en la calzada. Allí solo había escombros—. Oh, ¿no pensaría usted que
era un pequeño mausoleo?
—Por un momento, sí, he llegado a
pensarlo.
—Pudo serlo, pero afortunadamente, ella se
salvó —no sabía si me estaba tomando el pelo o la luz intermitente le había
afectado—. ¿De verdad, no sabe qué es?
—Estaba antes de que viniera a vivir aquí,
y nadie quiere hablar de él.
—No me extraña, es la vergüenza del
barrio, representa la incompetencia de la administración y en ese sentido, sí
que era un Monumento. ¿De veras quiere saber usted lo que sucedió?
—En este momento, no hay nada que desee
más.
—Pues venga conmigo, que le voy a presentar a
alguien que lo sabe todo sobre el Monumento.
...
Me
encontraba sentado en un coqueto saloncito, orientado hacia la torre de
comunicaciones, con sus colores radiactivos, demasiado chillón para mi gusto,
pero eran los que había elegido el famoso artista gráfico que había diseñado la
nueva bandera de la comunidad y no había nada más que hablar. Había golondrinas
en el cielo azul intenso del comienzo de una temprana primavera, pero ninguna
en las inmediaciones de la torre; a ellas tampoco les gustaba.
Tras un largo trayecto en el solarbús A17,
me contó que era su madre la que conocía la historia del Monumento y que él era
el Ingeniero de Calzadas que dirigía las obras de acondicionamiento de la
acera. Tenía una madre muy guapa, cuando me la presentó creí que era su hermana
mayor. Él se marchó a su casa y la madre fue a por unos refresh a la cocina,
dejándome solo frente a la torre de comunicaciones. Prefería el color cereza de
las paredes del salón o el verde oliva del suelo.
—Lo siento —la madre regresó con una
bandeja—, solo me queda colaranja. Si quieres otra cosa, bajo un momento al refreshbar
de la esquina —puso la bandeja sobre la mesa.
—No es necesario, me gusta la colaranja.
—Estupendo —sonrió mientras llenaba los
vasos hasta arriba, y la expresión la hizo todavía más hermosa. Se sentó en la
butaca que había al otro lado de la mesa. Tomó su vaso con delicadeza, dio un
sorbo y lo volvió a dejar—. La baldosa… hace tanto tiempo… Entonces era incapaz
de contarlo sin emocionarme. Aún no sé cómo te llamas —tenía la voz
aterciopelada, como un susurro provocado por la brisa.
—Sergio —apenas me salió la voz. Di un
trago para remediarlo.
—Soy Selena. Ya no me importa recordar
aquellos momentos oscuros, sucedió hace casi diez años, se cumplirán dentro de
dos meses. Aún vivía en aquel barrio y recuerdo que aquella mañana se me había
hecho tarde e iba a perder el solarbús. Eché a correr y olvidé el agujero que
había en la acera, justo delante de la peluquería de Salommé. Hacía tiempo que
la baldosa había desaparecido, junto con el cemento que debía sujetarla, y
sucedió; sin darme cuenta metí el pie, tropecé y caí. Al principio no sentí
nada y sólo se me ocurrió pensar que iba a perder el solarbús. Intenté
levantarme y entonces sentí el dolor y todo se volvió confuso.
Suspiró. Bebió y se volvió hacia la
ventana. No me había dado cuenta hasta ese momento, tenía un perfil precioso.
Al volverse me pilló observándola embobado, pero al parecer no le molestó,
porque sonrió.
—¿Perdiste la consciencia?
—No. Me había roto la pierna, la tibia, y me
dolía como si fuera a morir. La gente se había empezado a arremolinar en torno
a mí, sólo había voces y gestos, creo que cerré los ojos; quería desaparecer. Mucho
después, cuando reconstruyeron los hechos en el juicio, empecé a entender lo
que ocurrió.
—¿Pasaron más cosas?
—Alguien
tuvo la buena idea de llamar a un abogado, él y sus ayudantes llegaron
enseguida y se encargaron de organizarlo todo: tomaron los datos de los
testigos, marcaron el lugar del accidente —di un respingo y ella lo notó—… Sí,
como cuando hay un cadáver, yo también lo encontré un poco macabro. Grabaron
todo en su cámara tridimensional, con un Servidor de la Ley y el Orden por
testigo, mientras el abogado llamaba a Sanidad. Agradecí la llegada del
auxilio-móvil, porque me tendieron en la camilla y me sacaron de allí —dio un
trago de colaranja.
—Debiste pasarlo francamente mal, ¿por eso
te hicieron el Monumento?
Rió con ganas y entonces me pareció la más
bella de las mujeres que hubiera conocido, casi tan hermosa como la legendaria
Marilyn.
—Vi cómo lo levantaban desde la ventana,
vivía en la acera de enfrente, dos portales más al Sur. Con la venda de carbono
y el calzado especial no resultaba muy cómodo andar y estaba la mayor parte del
día sentada. Tuvo que pasar un mes para que tuvieran listo el informe para poder
comenzar las obras, entonces rodearon el agujero con una valla metálica y un
cartel de prohibido el paso. Te aseguro que lo hicieron por la denuncia que
puso el abogado que me rescató, de no ser así, aquel agujero seguiría al
descubierto para que otras personas pudieran sufrir accidentes similares. No
hicieron nada más, al parecer el lugar era la prueba principal para el juicio y
tuve que ver aquella valla durante dos años, durante los cuales fui incapaz de
caminar por esa acera, así que tuve que cambiar de peluquería —se pasó una mano
por la melena ondulada—. A lo que iba, por fin se celebró el juicio y los
testigos contaron lo que me sucedió aquel fatídico día; cuando comenzaron a
hablar de cómo me había afectado aquello, me permitieron ausentarme de la sala.
Se tomó un descanso. Dio un trago y miró
por la ventana, su mirada debió seguir el vuelo de alguna golondrina. Tenía los
ojos brillantes por la humedad.
—Siento haberte hecho recordar.
—No pasa nada —entornó los ojos—. Sufrí un
trauma psicológico derivado del fatal accidente que me impidió, como te he
dicho, volver a usar esa acera. Ese trastorno fue en aumento, y tuve que
mudarme de barrio; eso fue lo que dictaminó el psicólogo. El ayuntamiento tuvo
que indemnizarme por daños y perjuicios, incluidos los psicológicos, por lo que
tuvieron que comprarme este piso.
—Faltaría más.
—Les costó reconocer su culpabilidad, el
abogado del ayuntamiento alegó que pude ser yo quien quitó la baldosa para
simular el accidente; naturalmente, no pudieron probar semejante estupidez. A
veces pienso que quisieron conservar todo tal y como estaba para ver si algún
día encontraban el modo de echarme la culpa para que devolviera todo lo que
había conseguido a raíz del juicio. Encerraron el agujero en un cajón metálico,
lo forraron con ladrillos y pusieron una losa de hormigón encima. Hace tres
años prescribió el plazo para cualquier posible alegación, así que parece que por
fin van a reponer la baldosa. Brindemos por ello.
Se levantó para rellenar los vasos, levantó
el suyo, cogí el mío y los chocamos.
—¿Y es tu hijo el que se encarga de ello?
—Acababa de sacar su título de Ingeniero
de Calzadas, y se enteró de lo que iban a hacer, así que se presentó para el
trabajo y le escogieron. No creo que sepan que es mi hijo, o no se lo habrían
concedido.
—Esta mañana han retirado el Monumento.
Tiene la zona rodeada por una valla.
—Espero que mi hijo consiga que coloquen
la baldosa.
—No habrá problema, él es el jefe.
—El
problema es que por encima de un ingeniero están los políticos.
El sol empezaba a bajar, anaranjado,
queriendo competir con los colores radiactivos de la estilizada torre, pero ni
siquiera él tenía la fuerza suficiente. Era tarde y Siara estaría preguntándose
qué estaba haciendo. Le había llamado para decirle que el ingeniero me iba a
contar lo del Monumento, y no iba a darle detalles; era celosa y Selena estaba de
muy buen ver. Sería mejor que Siara no se enterara.
—Esperemos que lo consiga. Eh… se hace
tarde, debería marcharme.
—Por mí no lo hagas, puedes quedarte a
cenar si quieres.
—Mi mujer se impacientará —me levanté.
Ella también lo hizo. Tenía una figura deliciosa.
—Te voy a pedir un favor. Me gustaría saber
cómo avanza la obra y prefiero no ir por allí hasta que esa acera vuelva a ser
normal —me quedé estupefacto—…, lo sé, mi hijo podría contármelo, pero viene
poco por aquí y no es de mucho hablar. ¿Me harías el favor?