jueves, 25 de enero de 2018

El Monumento. 1ª parte.



EL MONUMENTO



     El Monumento era un cubo de unos setenta centímetros de lado, coronado por una losa sin pulir que con el paso del tiempo había adquirido una pátina oscura. Suponía que era una obra de arte y que por algún ignoto motivo había acabado en el medio de una acera de dos metros y medio de anchura, frente a la puerta de la peluquería de Salommé. No había ninguna placa que dijera quién era el artista, ni qué conmemoraba, habría desaparecido a manos de algún enfermo de cleptomanía.

     Mi mujer Siara y yo nos habíamos trasladado a vivir al barrio hacía cinco años y el Monumento ya estaba allí. Al principio me sorprendió ver aquel tarugo en mitad de la acera, pero pasó el tiempo y me acostumbré a esquivarlo como a cualquier otro escollo urbano. Tenía todas sus caras grafitadas, una imagen sobre otra, de modo que era imposible entender aquella algarabía visual; lo peor estaba en la losa superior, servía como posadero de guarrerías inimaginables: llegué a ver una cagada descomunal. De vez en cuando, el de la limpieza barría la losa del Monumento, en otras ocasiones era Salommé la que mandaba a su ayudante, porque decía que su peluquería era un lugar muy limpio y no quería ver suciedad delante de su puerta; tenía razón Siara, acudía allí todas las semanas y podía dar fe de ello.

     Siara trató de averiguar qué era aquella manifestación artística y por qué estaba allí, pero Salommé decía que era mejor no remover el pasado, que antes de la existencia del Monumento regentaba una peluquería con tres ayudantes, y que tras su aparición, empezó a perder clientas y tuvo que despedir a dos de ellas. Quise imaginar a los extraterrestres colocando aquel tarugo allí, pero entonces hubiera sido de un material extraño y a prueba de grafitis y suciedad. Tenía que ser otra cosa, pero nadie quería hablar, sólo decían que era la vergüenza del barrio; un secreto muy bien guardado.

     Continué sin saber qué era, y seguí llamándolo Monumento. Pasaba a su lado cada día, al ir y al volver del trabajo, pero esa mañana no fue como las demás. El Monumento apareció rodeado por unas vallas metálicas que llegaban hasta el borde de la calzada. Había una multitud rodeando el recinto y en su interior dos operarios con vestimenta naranja, con reflectantes, guantes y casco con luz naranja intermitente, ajenos a la expectación levantada. Uno de ellos tenía una carpeta abierta y dentro había un documento de más de tres dedos de grosor; sólo a la administración se le ocurría seguir empleando papel en vez de usar las unidades computerizadas flexibles, que no abultaban más que una hoja de papel.

     Los curiosos se apelotonaban frente a la valla y los transeúntes se veían obligados a transitar apretujados entre la valla y la peluquería. Me puse a la cola y aguardé pacientemente mi turno para poder pasar por el exiguo espacio. El de la carpeta leía el informe y el otro asentía, no parecía que fueran a empezar a hacer algo inmediatamente, así que me quedé sin saber qué iba a ocurrir. Pasé tan comprimido por delante de la peluquería que creí estar de nuevo en aquel concierto de guitarra alitrónica de Blus Printin; desde entonces escuchaba la música en casa.

     Llegué al trabajo y seguía pensando en el Monumento. Alguien me preguntó por el mostrador de disconformidad y estaba tan ausente que le mandé al sótano, donde lo único que había eran muebles viejos que nadie se ocupaba de arreglar ni enviar a reciclado. En cuanto encontró el mostrador, puso una queja contra mí y recibí un apercibimiento; era el primero y por ello no pasó de una reprimenda verbal.

     Estaba nervioso, quería saber qué estaba ocurriendo en el Monumento, si lo iban a limpiar, restaurar o reubicar en un lugar más adecuado. Seguramente la gente del barrio estaba cansada de poner una denuncia tras otra por los inconvenientes que causaba, incluso por la insalubridad, pero en el Ministerio de Sanidad en el cual trabajaba, todavía andaban ocupados resolviendo ese mismo tema en los baños públicos.

     En Europa se reían de nosotros, no entendían cómo podíamos tener problemas de salubridad en los baños públicos, y más en los del Ministerio de Sanidad. Yo mismo tuve un incidente con la Sugeridora: se empeñó en ayudarme a escurrir la última gota, me puse nervioso cuando intentó agarrármelo y acabé mojando el pantalón y el suelo. Esperaba que mi mujer no llegara a enterarse de lo ocurrido, era muy celosa. Desde entonces usaba el baño de la planta de arriba, donde el Sugeridor era más discreto y hacía las sugerencias de palabra, desde la silla que ocupaba a la entrada del baño y mientras leía en su A-Book.

     Al volver del trabajo, bajé del solarbús ansioso por saber qué era lo que ocurría en el Monumento y me impacienté cuando el paso de peatones me detuvo mostrando su luz roja. En cuanto cambió, casi eché a correr y me sumé al grupo de curiosos, que no eran tantos como esa mañana. En el interior del vallado había varias personas y ninguno llevaba el uniforme fosforescente, aunque sí el casco con la luz intermitente. Me abrí paso hasta la valla y… no podía creerlo, ¡el Monumento había desaparecido!

     Los del casco intermitente discutían de forma apasionada, pero no hablaban del Monumento, sino de baldosas. ¡No podía creerlo!, divagaban sobre cuestiones tangenciales. Continué allí, esperando poder enterarme de algo más, hasta que uno de ellos miró su relophon-i, dijo que su jornada laboral había terminado y que no le pagaban el tiempo extra; fue el fin de la reunión, abrieron la valla y abandonaron el recinto. Después de cerrarlo, quedó únicamente el de la carpeta, que miraba fijamente el lugar que ocupó el Monumento. Era ahora o nunca. Me acerqué a él.

     —Disculpe mi atrevimiento, ¿qué ha pasado con el Monumento?

     Me miró con cara de no comprender. Cerró la carpeta, la puso bajo el brazo y entonces su expresión cambió, casi sonrió.

     —¿Se refiere usted a la lápida que había aquí? Ahí la tiene —señaló el pequeño contenedor que había más allá de la valla, en la calzada. Allí solo había escombros—. Oh, ¿no pensaría usted que era un pequeño mausoleo?

     —Por un momento, sí, he llegado a pensarlo.

     —Pudo serlo, pero afortunadamente, ella se salvó —no sabía si me estaba tomando el pelo o la luz intermitente le había afectado—. ¿De verdad, no sabe qué es?

     —Estaba antes de que viniera a vivir aquí, y nadie quiere hablar de él.

     —No me extraña, es la vergüenza del barrio, representa la incompetencia de la administración y en ese sentido, sí que era un Monumento. ¿De veras quiere saber usted lo que sucedió?

     —En este momento, no hay nada que desee más.

     —Pues venga conmigo, que le voy a presentar a alguien que lo sabe todo sobre el Monumento.



...



     Me encontraba sentado en un coqueto saloncito, orientado hacia la torre de comunicaciones, con sus colores radiactivos, demasiado chillón para mi gusto, pero eran los que había elegido el famoso artista gráfico que había diseñado la nueva bandera de la comunidad y no había nada más que hablar. Había golondrinas en el cielo azul intenso del comienzo de una temprana primavera, pero ninguna en las inmediaciones de la torre; a ellas tampoco les gustaba.

     Tras un largo trayecto en el solarbús A17, me contó que era su madre la que conocía la historia del Monumento y que él era el Ingeniero de Calzadas que dirigía las obras de acondicionamiento de la acera. Tenía una madre muy guapa, cuando me la presentó creí que era su hermana mayor. Él se marchó a su casa y la madre fue a por unos refresh a la cocina, dejándome solo frente a la torre de comunicaciones. Prefería el color cereza de las paredes del salón o el verde oliva del suelo.  

     —Lo siento —la madre regresó con una bandeja—, solo me queda colaranja. Si quieres otra cosa, bajo un momento al refreshbar de la esquina —puso la bandeja sobre la mesa.

     —No es necesario, me gusta la colaranja.

     —Estupendo —sonrió mientras llenaba los vasos hasta arriba, y la expresión la hizo todavía más hermosa. Se sentó en la butaca que había al otro lado de la mesa. Tomó su vaso con delicadeza, dio un sorbo y lo volvió a dejar—. La baldosa… hace tanto tiempo… Entonces era incapaz de contarlo sin emocionarme. Aún no sé cómo te llamas —tenía la voz aterciopelada, como un susurro provocado por la brisa.

     —Sergio —apenas me salió la voz. Di un trago para remediarlo.

     —Soy Selena. Ya no me importa recordar aquellos momentos oscuros, sucedió hace casi diez años, se cumplirán dentro de dos meses. Aún vivía en aquel barrio y recuerdo que aquella mañana se me había hecho tarde e iba a perder el solarbús. Eché a correr y olvidé el agujero que había en la acera, justo delante de la peluquería de Salommé. Hacía tiempo que la baldosa había desaparecido, junto con el cemento que debía sujetarla, y sucedió; sin darme cuenta metí el pie, tropecé y caí. Al principio no sentí nada y sólo se me ocurrió pensar que iba a perder el solarbús. Intenté levantarme y entonces sentí el dolor y todo se volvió confuso.

     Suspiró. Bebió y se volvió hacia la ventana. No me había dado cuenta hasta ese momento, tenía un perfil precioso. Al volverse me pilló observándola embobado, pero al parecer no le molestó, porque sonrió.

     —¿Perdiste la consciencia?

     —No. Me había roto la pierna, la tibia, y me dolía como si fuera a morir. La gente se había empezado a arremolinar en torno a mí, sólo había voces y gestos, creo que cerré los ojos; quería desaparecer. Mucho después, cuando reconstruyeron los hechos en el juicio, empecé a entender lo que ocurrió.

     —¿Pasaron más cosas?

     —Alguien tuvo la buena idea de llamar a un abogado, él y sus ayudantes llegaron enseguida y se encargaron de organizarlo todo: tomaron los datos de los testigos, marcaron el lugar del accidente —di un respingo y ella lo notó—… Sí, como cuando hay un cadáver, yo también lo encontré un poco macabro. Grabaron todo en su cámara tridimensional, con un Servidor de la Ley y el Orden por testigo, mientras el abogado llamaba a Sanidad. Agradecí la llegada del auxilio-móvil, porque me tendieron en la camilla y me sacaron de allí —dio un trago de colaranja.

     —Debiste pasarlo francamente mal, ¿por eso te hicieron el Monumento?

     Rió con ganas y entonces me pareció la más bella de las mujeres que hubiera conocido, casi tan hermosa como la legendaria Marilyn.

     —Vi cómo lo levantaban desde la ventana, vivía en la acera de enfrente, dos portales más al Sur. Con la venda de carbono y el calzado especial no resultaba muy cómodo andar y estaba la mayor parte del día sentada. Tuvo que pasar un mes para que tuvieran listo el informe para poder comenzar las obras, entonces rodearon el agujero con una valla metálica y un cartel de prohibido el paso. Te aseguro que lo hicieron por la denuncia que puso el abogado que me rescató, de no ser así, aquel agujero seguiría al descubierto para que otras personas pudieran sufrir accidentes similares. No hicieron nada más, al parecer el lugar era la prueba principal para el juicio y tuve que ver aquella valla durante dos años, durante los cuales fui incapaz de caminar por esa acera, así que tuve que cambiar de peluquería —se pasó una mano por la melena ondulada—. A lo que iba, por fin se celebró el juicio y los testigos contaron lo que me sucedió aquel fatídico día; cuando comenzaron a hablar de cómo me había afectado aquello, me permitieron ausentarme de la sala.

     Se tomó un descanso. Dio un trago y miró por la ventana, su mirada debió seguir el vuelo de alguna golondrina. Tenía los ojos brillantes por la humedad.

     —Siento haberte hecho recordar.

     —No pasa nada —entornó los ojos—. Sufrí un trauma psicológico derivado del fatal accidente que me impidió, como te he dicho, volver a usar esa acera. Ese trastorno fue en aumento, y tuve que mudarme de barrio; eso fue lo que dictaminó el psicólogo. El ayuntamiento tuvo que indemnizarme por daños y perjuicios, incluidos los psicológicos, por lo que tuvieron que comprarme este piso.

     —Faltaría más.

     —Les costó reconocer su culpabilidad, el abogado del ayuntamiento alegó que pude ser yo quien quitó la baldosa para simular el accidente; naturalmente, no pudieron probar semejante estupidez. A veces pienso que quisieron conservar todo tal y como estaba para ver si algún día encontraban el modo de echarme la culpa para que devolviera todo lo que había conseguido a raíz del juicio. Encerraron el agujero en un cajón metálico, lo forraron con ladrillos y pusieron una losa de hormigón encima. Hace tres años prescribió el plazo para cualquier posible alegación, así que parece que por fin van a reponer la baldosa. Brindemos por ello.

     Se levantó para rellenar los vasos, levantó el suyo, cogí el mío y los chocamos.

     —¿Y es tu hijo el que se encarga de ello?

     —Acababa de sacar su título de Ingeniero de Calzadas, y se enteró de lo que iban a hacer, así que se presentó para el trabajo y le escogieron. No creo que sepan que es mi hijo, o no se lo habrían concedido.

     —Esta mañana han retirado el Monumento. Tiene la zona rodeada por una valla.

     —Espero que mi hijo consiga que coloquen la baldosa.

     —No habrá problema, él es el jefe.

     —El problema es que por encima de un ingeniero están los políticos.

     El sol empezaba a bajar, anaranjado, queriendo competir con los colores radiactivos de la estilizada torre, pero ni siquiera él tenía la fuerza suficiente. Era tarde y Siara estaría preguntándose qué estaba haciendo. Le había llamado para decirle que el ingeniero me iba a contar lo del Monumento, y no iba a darle detalles; era celosa y Selena estaba de muy buen ver. Sería mejor que Siara no se enterara.

     —Esperemos que lo consiga. Eh… se hace tarde, debería marcharme.

     —Por mí no lo hagas, puedes quedarte a cenar si quieres.

     —Mi mujer se impacientará —me levanté. Ella también lo hizo. Tenía una figura deliciosa.

    —Te voy a pedir un favor. Me gustaría saber cómo avanza la obra y prefiero no ir por allí hasta que esa acera vuelva a ser normal —me quedé estupefacto—…, lo sé, mi hijo podría contármelo, pero viene poco por aquí y no es de mucho hablar. ¿Me harías el favor? 


jueves, 18 de enero de 2018

Comunicación



COMUNICACIÓN

     Mi hijo Jahavier era idiota. ¡No sabía por qué teníamos que irnos de vacaciones! Con lo caro que era el viaje, podía haberle dado su parte para que comprara una máquina de juegos multidimensional y sensorial. En el momento en que lo dijo, me hubiera gustado volverme violento. ¿Qué habíamos hecho mal? Le había mandado al mejor centro educativo y nosotros lo habíamos hecho lo mejor que sabíamos, habíamos dialogado con él tantas veces como fue necesario y cuando la situación nos desbordaba, Leanor y yo acudíamos a una sesión con el psicólogo para que nos aconsejara.
     La luz cenital verde era relajante y ayudaba a llevar mejor la espera; habíamos llegado los últimos al embarque por culpa de Jahavier, que a última hora seguía jugando y el único equipaje que había cogido era la estúpida toi-pad y algunos juegos que llevaba en el bolsillo, como si del resto tuviéramos que ocuparnos sus padres. Bienvenidos al Titanius, decían las letras luminosas suspendidas sobre el pasillo, le deseamos el mejor de los viajes; esperaba que así lo decidiera nuestro hijo.
     Menos mal que teníamos a Asitela, la pequeña era un encanto, entendía todo lo que le decíamos y no sentía la necesidad de replicar ni volverse violenta como su hermano; aún le faltaban un par de años para entrar en la edad fatídica, pero, estaba seguro de que con ella todo iría suave como la seda, o como se decía ahora, tan fluido como una carga por inducción.
     Jahavier, absorto en el juego, acababa de salirse de la fila. Se lo había avisado, no quería que cometiera ninguna incorrección, a la menor le denunciaba y pasaría sus vacaciones en un internado de reeducación, aunque hubiera pagado su pasaje. Debíamos aguardar entre las líneas blancas marcadas en el suelo de fibra azul hasta que llegara nuestro turno y la azafata nos acompañara a nuestra suite-cabina.
     Hubiera resultado tan fácil agarrarle del cuello de la camisa y tirar suavemente de él… Ni siquiera le estaría tocando, pero la violencia no estaba tolerada en la sociedad actual; a veces me habría gustado vivir en el siglo veinte, antes de que prohibieran dar bofetones a los hijos. En este momento, tendría que conformarme con el razonamiento, bonita expresión. Pulsé el botón inferior del phonoreloj-i, había creado en él un acceso para avisar a mi hijo en las situaciones desagradables; su toi-pad lanzó un destello rojo. Movió la cabeza con fastidio, pero al menos regresó al lado correcto de la línea. Leanor me dirigió una mirada de resignación.
     Fue una verdadera lástima que viniera a buscarnos el azafato espigado, con lo guapa que era y el buen tipo que tenía la que acompañó a los que estaban delante de nosotros; sin embargo a Leanor le brillaron los ojos y no los apartó del estilizado jovencito de uniforme blanco nacarado que nos precedió hasta nuestra suite-cabina. Una vez en el interior nos dio las explicaciones pertinentes, que más o menos atendimos Asitela y yo, mientras Jahavier se sentaba en la butaca para seguir ausente; si de algo no nos hubiéramos enterado, bastaría con preguntar a Leanor, que permaneció atentísima a cada una de sus explicaciones y preguntó en varias ocasiones antes de acompañarle a la puerta y despedirle. En cuanto cerró, su rostro radiante se agrió.
     —Jahavier, tenemos que hablar —fue a sentarse a su lado. Él hizo una filigrana extraña con la cabeza sin dejar de mirar su toi-pad—. Reflexiona hijo, tu comportamiento durante la espera no ha sido el adecuado.
     —No he hecho nada malo.
     —¿Acaso no viste el destello rojo en tu cacharro? Déjalo y mírame cuando te hablo.
     —Te entiendo de maravilla, mamá —siguió con el juego que se trajera entre manos.
     Asitela suspiró y se abrazó a mí. Estas cosas le hacían sufrir.
     —Está bien, a nuestro regreso te enviaré a clases de saber estar los sábados de seis a nueve.
     —¡Es injusto, sabes que a esas horas estoy con mis amigos! —levantó la voz, pero dejó de lado la maquinita—. Además son unas clases carísimas.
     —Entonces tendremos que reducir tus gastos personales: la asignación semanal, la suscripción a esos juegos que tanto te gustan…
     —Se lo diré al psicólogo.
     —Y yo al mío, tal vez nos venga bien una separación temporal —Leanor me dirigió una mirada cómplice—. Te asignarán unos tutores… seguramente estarás mejor con ellos.
     Jahavier hizo uno de esos gestos desagradables tan propios en él y apagó la maquinita. Acto seguido, se levantó, fue hacia uno de los espacios de sueño y se encerró. Asitela, que no me había soltado, corrió a sentarse con su madre.
     —No sufras, cielo —Leanor acarició su cabeza—. Algún día entrará en razón.
     —¿Y si no lo hace? —una lágrima resbaló por su mejilla.



     Habíamos encontrado sitio en una de las salas de relax. Las paredes eran de metal mate de última generación, capaz de proporcionar una sedosa luz indirecta. Había una pantalla panorámica que parecía un ventanal, mostraba el espacio que atravesábamos. Habíamos decidido regalarnos unos días en la recién terraformada Titán. Sería fascinante contemplar las espectaculares tormentas de metano que alimentaban sus ríos y lagos, mucho más que observar las constelaciones de colores difuminados y acuosos que mostraba la pantalla. Estaba deseando ver aquella vegetación violeta creada en el laboratorio del doctor Martel, capaz de sobrevivir en el ambiente adverso de Titán.
     Había tenido suerte en la vida, eran pocos los que podían permitirse unas vacaciones como estas. Un Coeficiente Intelectual de 191-B y las ganas de estudiar me habían permitido acceder a la ingeniería y especializarme en Tensión en las Estructuras Tridimensionales Fotocopistadas. Allí conocí a Leanor, ella derivó hacia la faceta comercial, no sabía cómo le podía gustar pasarse el día haciendo cálculos para abaratar costes de la materia prima, producción, promoción y distribución. Nada más sentarnos, había desplegado su unidad computerizada de pantalla virtual Isus Profesional-3, lo último de lo último. Podía llevarlo en el bolsillo, su unidad física abultaba poco más que mi phonoreloj-i.
     Un meteorito cruzó la pantalla de izquierda a derecha. El Universo era realmente hermoso, matemáticamente fascinante, infinitamente más complejo que los cálculos de estructuras para los materiales que crecían en la fotocopiadora tridimensional. En cuanto aparté la mirada de la pantalla, Asitela cruzó una mirada de satisfacción conmigo. También ella había estado contemplando las imágenes, aunque tuviera entre sus manos el lector digital; le había regalado un A-Book-7, el mejor, porque siempre estaba leyendo y se lo merecía.
     Era hermoso, la familia entera sentada en las butacas azuladas, camino de Titán. Leanor seguía absorbida por su pantalla virtual, a buen seguro seguía haciendo cálculos para la empresa. Asitela había vuelto a la lectura y Jahavier había decidido sentarse al otro lado de la sala. Acababa de conectarse a las gafas estereoscópicas con altavoces y micrófono integrados, estaría enfrascado en alguno de esos complejos juegos carentes de sentido. Leanor sabía tratar con él cuando se negaba a razonar, llegaba al límite sin traspasarlo; el inminente recorte presupuestario había sido muy bueno. Bah, no merecía la pena pensar en el niño.
     Abrí mi unidad computerizada, no iba a pasar la tarde mirando la pantalla de la nave. No estaba a la última, aún conservaba mi fósil, como lo llamaban mis compañeros de trabajo, una vieja unidad Isus de primera generación con pantalla y teclado físicos, que aún me permitía realizar los cálculos complejos en él; aún no sabía qué iba a hacer, desde luego trabajar, no, estaba de vacaciones. Quedaban casi seis horas hasta que tuviéramos un sueño inducido y algo había que hacer. Podía volver al entorno de Saturno, tal vez al mismo Titán… pero no, prefería verlo en vivo, tal vez otras lunas más lejanas y exóticas que la que íbamos a visitar. 
     Dirigí una última mirada a Leanor antes de comenzar a ver el documental, no me vio, siempre estaba trabajando; sin embargo Asitela levantó los ojos del A-Book y me sonrió, aunque luego frunciera el ceño; no podía haber sido yo la causa de su disgusto, así que miré a la izquierda. Jahavier, claro. Se escurría sobre el sofá, hasta que sólo la cabeza permaneció en el respaldo. No eran maneras de estar en público, no era lo que le habíamos enseñado, ni algo que le fueran a permitir en el centro educativo.
     Asitela dejó el A-Book sobre su regazo y tecleó en su phonoreloj. Debía estar llamándole, porque miraba hacia él, pero no ocurrió nada. Me dirigió una mirada triste al tiempo que se encogía de hombros. Pasó una pareja y viendo a mi hijo, con la cabeza colgada del respaldo, el culo al borde del sofá y realizando unos leves contoneos extraños, buscaron asiento al otro lado de la sala. ¿Algún juego de baile? No era la mejor postura para bailar, se podía haber quedado en la suite-cabina, suerte tendría si no daban aviso a seguridad.
     Accedí al relophon-i y le envié una advertencia seria, como antes hiciera su madre; la luz roja inundó su aparato, pero no hizo caso, puede que las gafas estuvieran programadas para no recibir los mensajes paternos; de buena gana me levantaba para ir a arrancárselas. Mi hijo hacía que aflorara lo peor que había en mí, no en vano lo había heredado de mi padre. Calma me dije, deja que intervenga Leanor.
     Seguía absorta en su trabajo, si la molestaba se molestaría. Abrí el correo y escribí un mensaje.
     -Mira a tu hijo. No ha respondido a la llamada de atención. ¿Te ocupas de ello? —di a enviar. Tuvo que haberlo visto, pero no dio prueba de ello. Escribí otro.
     -Leanor, tu hijo nos va a traer problemas —esta vez la vi mover la cabeza, no quería que la molestaran.
     -
     -
     -
     Mandé un mensaje vacío tras otro, hasta que Leanor se puso tensa. Pasaron unos instantes y entonces levantó la cabeza de su pantalla virtual, no estaba muy contenta y su cara se agrió cuando vio a nuestro adolescente.
     Ni música ni nada, éste estaba viendo otra cosa. Leanor tecleó en pantalla virtual. Eso no había funcionado y los movimientos pélvicos de su hijo aunque fueran relativamente discretos, no dejaban lugar a dudas. Me miró, y en vez de hablarme, bajó la cabeza y empezó a teclear; recibí un mensaje.
     -¿Es que no me vais a dejar trabajar? Deberías ser tú el que hablara con él y le hicieras ver que el exhibicionismo no es algo que esté bien visto en nuestra cultura.
     El problema era que pensaba arrancarle las gafas antes de entablar la conversación constructiva que nos había enseñado a usar el psicólogo, y después desprendería la máquina de sus manos y le daría con ella en la cabeza; sentía esa necesidad y eso me recordó lo sucedido cuando yo era un adolescente. Mi padre entró en mi habitación sin llamar, dice que lo hizo, pero estaba tan absorto en la pantalla de la unidad computerizada, viendo a aquellas muchachas tan provocativas… El muy bestia tiró del cable y lo desconectó, aunque le había dado motivos sobrados para hacerlo. Intenté enchufarlo de nuevo y entonces su mano se estampó contra mi cara. Todavía recuerdo el ruido, el dolor y la marca que me dejó; me dolió hasta psicológicamente y eso no se lo podía consentir ni a mi padre. Llamé a la policía y le detuvieron, mi cara no dejaba lugar a dudas, pasó un mes sin sueldo realizando trabajos sociales: estuvo en el monte plantando árboles. Después de eso, mi madre me castigó a su modo y ya no me atreví a poner una denuncia, sabía que me quedaría solo. Afortunadamente había aprendido.
     No podía dejar que saliera mi vena violenta, tenía que ser tan fino como mi madre. Entonces, sin mirar ni a uno ni a otra, volví a escribir un mensaje a Leanor.
     -Ocúpate tú, no creo que pueda responder de mí mismo.
     Le cambió la cara y volvió a teclear en su pantalla.
     -¿No ves que tengo trabajo?
     -Te recuerdo que estamos de vacaciones.
     -Está bien.
     Esta vez me miró, seria, antes de dirigir una mirada a nuestro hijo. ¿Por qué no podía ser como su hermana?
     Leanor volvió a su pantalla, apenas visible desde donde estaba, así que no podía saber si ya se estaba ocupando del problema. Mientras tanto los movimientos de Jahavier se habían vuelto menos discretos. Asitela se sentó a mi lado y acercó su boca a mi oído.
     —Papá—susurró—, Jahavier tiene el pantalón abultado. ¿Está haciendo eso que hacéis los mayores para tener hijos?
     —Me temo que sí —hasta ella se había dado cuenta. Leanor seguía ocupada en su pantalla.
     —Pero está solo… ¡Lo está haciendo con la de la pantalla! ¡Qué asco! Yo no pienso tener hijos —cruzó los brazos enfurruñada. Me dio pena de ella.
     Pasó una mujer y miró hacia otro lado. Si le denunciaba a la tripulación se nos caería el pelo, éramos los responsables. Diría que estaba enfrascado en la unidad computerizada y no había visto nada. Empezaba a querer que llegara el momento de caer en el sueño inducido para el salto hasta el entorno de Saturno. Leanor movía rápidamente los dedos sobre la pantalla virtual, podía ver los bordes anaranjados recortados nítidamente contra el fondo azul de la butaca. ¿Qué estaba haciendo? El color era intensísimo, rojo, intermitente, eso debía consumir mucha batería. Estuve tentado de mandarle un mensaje y preguntarle, pero me abstuve. En vez de eso, me levanté, dejé la unidad computerizada sobre el asiento y fui a sentarme a su lado. Inmediatamente Asitela se acercó.
     Lo que vi en su unidad computerizada me dejó helado y no pude por menos que abrazar a mi hija, de modo que no pudiera ver lo que estaba ocurriendo. Leanor había ingresado de algún modo en el toi-Pad de Jahavier. Él, nuestro hijo estaba tumbado y tenía encima a una mujer neumática de esas que quitaban el hipo. Habían mejorado mucho en las casi tres décadas que habían pasado desde que yo… La luz pulsante roja derivó hacia un rojo violáceo cuando la cama sobre la que reposaba Jahavier desapareció, y en su lugar apareció un hombre peludo y fornido. Estaba desnudo, se acercaba a él por detrás y su miembro había empezado a crecer de forma alarmante. Tuvo que ser Leanor, yo no habría sido capaz de entrar en el sistema y realizar ese cambio.
     —¡Aaaaaahaaarrggggggggggggg! —tras el grito, Jahavier cayó al suelo. Como por arte de magia, la erección había desaparecido. No había asomo de tendencia homosexual.
     Se arrancó las gafas y salió de la sala, ni siquiera nos vio. Era mejor así, no vería la cara de satisfacción que habíamos puesto su madre y yo; hacía mucho que no nos mirábamos así.
     —Esto no ha acabado aún —susurró ella—. Voy a borrar todo rastro de lo ocurrido.   
     —¿Qué vamos a decir?
     —Que el chico se quedó dormido, de repente pegó un grito y salió corriendo. Ha tenido una pesadilla, no creo que quiera contradecirnos. Podría mandar un correo a la azafata mientras arreglas eso.
     —Qué bien se te dan estas cosas, eres más efectiva que un psicólogo.
     Asitela se deshizo de mi abrazo y se levantó.
     —Voy a buscar al azafato para decírselo.
     —Ve, hija —dijo su madre sin dejar de trabajar en su pantalla—. Ya sabes lo que tienes que decir.
     Asitela se alejó con paso decidido. Era una muchacha resuelta, que aún se atrevía a dar los mensajes personalmente.