-10-
Lunes: los
tres finalistas.
El artista creaba su obra y una vez acabada,
dejaba de interesarle, pues su pensamiento estaba inmerso en la siguiente. La
máxima no era del todo cierta, al menos no en mi caso. Mi obra no había hecho
más que comenzar, pero cada capítulo era una pequeña obra de arte y yo adoraba
cada fragmento compuesto, me recreaba en él y me deleitaba viéndolo en
televisión. De hecho, guardaba las grabaciones de todos los programas desde el
comienzo, al igual que mi abuela conservó durante toda su vida la cartas de su
noviazgo con mi abuelo. Me estaba haciendo mayor, debía ser la responsabilidad
de crear y dirigir la Performance.
Ese día me daba igual ver el fragmento de mi
obra, y sin embargo fui hasta al salón y me senté delante del televisor; como
una adicta, incapaz de revelarme, ni siquiera me planteé una alternativa y eso
que había una muy sólida: la reunión con Interlocutor, el acostumbrado
encuentro del lunes para rendirme cuentas de su quehacer. Insistió, pero me negué
en redondo a acudir; cualquiera lo hacía tras el supuesto pálpito de mamá: he soñado con un
joven galante y muy formal que te cortejaba. Sólo faltaba que fuera cierto y
que fuera él.
Cristina apareció por la puerta del salón,
con una bandeja y en pijama. En ese momento, el Ford Fiesta subía el puerto.
–He pensado que podíamos cenar mientras
vemos la Performance –dejó la bandeja sobre la mesa.
No, no me apetecía cenar; en realidad no
sabía lo que quería, pero no le iba a decir que no cuando había preparado un
par de sándwiches y los acompañaba de un bote de aceitunas y un par de latas de
coca cola.
–Bien –fue mi lacónica contestación.
El conductor ponía cara de bobo, debía
disfrutar de la conducción.
–Estoy cansada –Cristina se dejó caer en el
sofá y apoyó la cabeza en mi hombro–. Creo que cuando acabe, me iré a la cama.
–Por mí no hace falta que te quedes –le
dije.
Me empezaba a cansar el anuncio del coche, últimamente
lo ponían antes de que comenzara la Performance. Por mí, se podía despeñar.
–No me perdería tu Performance por nada del
mundo –se inclinó hacia adelante y cogió una aceituna.
A su manera, abusaba de ellas, eso quería
decir que tomaba más de dos. Se había convertido en hábito desde aquella noche
que tomó más de la cuenta y le comenté que le vendría bien coger unos kilitos
para estar estupenda.
–Te va a dar una publicidad tremenda –continuó
Cristina–. Cuando te conozcan, todos querrán que hagas una para ellos. Tendrás
el futuro asegurado en la televisión –cogió otra aceituna.
Cuando me conocieran, cuando me reconocieran.
Respiré hondo. La primera, sería mi madre.
–Sólo quiero el reconocimiento. Después
seguiré con lo mío. Pintura digital, quizás algo de video, pero principalmente
pintura. Me pedirán que exponga en París y Nueva York, entre otros sitios.
Cogió el tarro de las aceitunas y me lo
acercó. Cogí una.
–¿Seguirás con Interlocutor?
–No,
¿por qué?
–Como dices que es tan bueno, seguro que te
buscaba unos contactos inmejorables. Expondrías en Japón, Berlín, Sao Paulo y
por supuesto en Sevilla.
–Mirado así…
–¿Hoy no le has visto? –preguntó Cristina.
–Calla, que me he librado. Le he dicho que
me era imposible.
–Tú te lo pierdes –se echó otra aceituna a
la boca–. Adiós a la exposición en Sevilla. Con lo formal, responsable y
competente que es… –se estaba burlando de mí y le eché una mirada… seguro que
no tan gélida como la de él–. ¡Empieza! – se pegó a mí y me cogió del brazo.
Estaba más cariñosa que de costumbre, desde que salía con el Capitán.
La
pantalla se volvió azul, un azul más pálido y agrisado que el usado
anteriormente. Entrábamos en una nueva fase y el enfoque pretendía ser más
actual: las imágenes eran más sencillas y los colores más planos; pero aún
guardaba lo mejor para el final.
La
hembra de cisne emprendió un majestuoso descenso, tan lento que parecía flotar
en el aire y tan preciso que se posó en el agua produciendo apenas una onda a
su alrededor. Los machos dejaron de trabajar en sus nidos y se volvieron. Ella
nadó sin prisas hacia el más cercano y dio una vuelta alrededor. El macho permaneció
con la cabeza gacha, y no se atrevió a levantarla hasta que la vio sentarse en
él, momento en que se alborotó.
Se levantó y nadó hasta el siguiente nido,
echó un vistazo y pasó de largo, estaba mal construido. Su constructor se alejó
compungido, mientras el primero no cabía en sí de gozo viendo fracasar a la
competencia.
Llegó al tercero, se sentó ante la mirada
expectante de su hacedor y se levantó rápidamente, no debió resultarle cómodo.
El cisne, avergonzado, ocultó la cabeza bajo el ala. El primero batió las alas,
sabiéndose el ganador y sin embargo, la hembra, levantó el vuelo, dejándole
desconcertado. Aún no había llegado el momento.
–¡Qué bonito! –Cristina aplaudió.
Apareció una silueta azulada, la de la
artista que todavía no se daba a conocer. Piero había dicho que tensáramos un
poco más la espera, para no robar protagonismo a los tres seleccionados. Un día
más, pero al próximo, mi madre, que aún seguía en la inopia, se caería del
guindo. Ella había descubierto mis ojos y el tío Julián mi figura, aunque aún
no pudieran creer que fuera yo. Un programa más y se les caería la venda de los
ojos. Sospecharlo, descubrirlo poco a poco, puede que lo hiciera menos
traumático para ellos. Y para mí.
–Hay muchos artistas entre vosotros y la
elección ha sido muy difícil –la aún desconocida hizo una pausa–. Aquí está nuestro
primer seleccionado –un gesto de su mano dio paso a la imagen del aspirante
posando junto a su obra–. Alfredo Benito Cotos, de Santander.
–El Guapo.
–Me gusta –Cristina cogió las latas de coca
cola y me pasó una–. ¿Ya le has puesto apodo? –abrió la suya y dio un trago–. Eres
incorregible.
–Qué le voy a hacer –dije cogiendo el
sándwich y dándole un mordisco.
La
cámara enfocó el rostro de Guapo. Preciosos ojos oscuros enmarcados por unas
pestañas larguísimas, nariz ligeramente aguileña que le daba un toque especial y
barba de un par de días que le sentaba bien; su presencia era avasalladora, era
un bombón. Eso sí, se habían empeñado en maquillarle, por las cámaras dijeron,
pero se notaba. En la imagen aparecía posando junto a su escultura, una
abstracción ondulante.
–Os
presento al segundo. Pedro Galván Galván, de Madrid.
En la imagen aparecía junto a la pizarra,
que no había usado para dibujar, sino para escribir. ¿Era un rebelde? Todavía
no lo tenía claro. Había escrito un poema dedicado a la maternidad. ¿Un
oportunista? La cámara lo enfocó para que pudiéramos leerlo.
–Quiere ganar. ¿Cómo llamas a éste?
–Todavía no le he bautizado. Bien parecido,
musculado, presumido, mira cómo destaca sus bíceps y pectorales en la foto. No acabo
de encasillarlo.
– A falta de algo mejor… Indefinido –dijo
Cristina.
–Eso no es un apodo…
–El tercer y último seleccionado. Carlos
Gallego Ortiz.
El Artista, posaba junto a su edificio
futurista.
Ojos azules y pelo claro, casi rubio. Me gustaban más los morenos, pero bajo la
piel de ese artista, y aunque no fuera un Adonis, había descubierto a un joven que
me subyugaba…
–Este es más normalito.
–Sí, pero mira su escultura. ¿No te parece
fabulosa?
–Es… una arquitectura.
–No es una arquitectura cualquiera, mira
esos volúmenes. Son escultóricos. La he visto al natural y créeme, es fantástica.
–Supongo que tienes razón.
–Uno a uno, cada uno de ellos –de nuevo me veía
en la pantalla–, tendrá
un encuentro conmigo. Tendremos tiempo de conocernos… –esa sonrisa la conocía
mi madre–, pero no adelantemos acontecimientos –guiñó un ojo.
Un encuentro con cada uno de ellos y elegiría
a mi pareja. Un escalofrío de placer recorrió mi cuerpo de la cabeza a los
pies.
–¿Tienes frío?
Negué con la cabeza. Esperaba que fuera tan
fácil como lo fue seleccionar a estos tres entre veinticinco. Los había
estudiado a conciencia, encerrada en la soledad de mi despacho, del que tuve
que echar al Loquero, empeñado en que debía aconsejarme. Le odiaba. El programa
acababa, había aparecido el logotipo.
–¿Con cuál
te quedarás? –Cristina se giró hacia mí.
–El
que más me gusta es el último, Artista, pero todavía no lo sé.
–A mí me gusta más el primero. Me lo pido
–levantó el dedo.
–Mírala, el Guapo. Si tú ya tienes al
Capitán –se puso colorada como un tomate–. Sé que sales con él, no lo niegues.
–No sé
si salgo… Quedamos de vez en cuando… –sonó mi móvil y Cristina se calló.
Su sonido me recordó lo que se me avecinaba
y me puso de mal humor. Mi familia disgustada, la prensa acosándome. Sólo el
pensar que ocuparía mi lugar en el mundo del Arte lograba calmarme. Debía
repetírmelo cada poco. El teléfono seguía sonando.
Hice un esfuerzo y lo cogí. Era ella. Aún lo
miré un rato antes de presionar la tecla.
–Hola hija –escuché–. Está emocionante, cada
vez mejor. Tengo unas ganas de que elija pareja…
–Hola mamá. Sí, hoy me ha ido muy bien en la
facultad. Y no lo he visto –al instante me arrepentí de haberle hablado así.
–Pero hija, ¿qué te pasa?
–Nada, mamá. Quería recordarte que tienes
una hija artista.
–Qué cosas me dices –no había logrado que
pareciera una broma–. Ya sé que vas a ser la mejor artista de Sevilla y de toda
España –¿habría tenido un pálpito?–. Y por eso mismo deberías ver un programa
de Arte Moderno como éste.
–Ya que no lo hecho, cuéntame qué ha pasado.
La oí respirar.
–Salió la presentadora, esa que se te
parece. Debo estar obsesionándome, pero es que hasta sus gestos me parecen los
tuyos. Se ha reído igual que cuando tú hacías alguna picia.
–Sí. Se parece mucho a mí –tanteé el
terreno.
–Ya somos tres, tu tío también opina lo
mismo… –era la oportunidad que estaba esperando, poder decirle: mamá, soy yo…
pero la garganta se negaba a pronunciar las palabras adecuadas.
–Bueno, y qué más –es lo único que se me
ocurrió, desviar la conversación.
Era una cobarde, no me había atrevido,
acababa de perder una oportunidad preciosa. Y ella, empezó a describirme a los
seleccionados, con una emoción creciente, como si también se hubiera alejado
del terreno resbaladizo.
–…ha sido una pena lo del coplero –acabó.
–Demasiado
folclórico.
–Una pena. Y no deberías perdértelo de ahora
en adelante. El último, el que hizo el edificio raro, me parece un sol. Si le
eligiera… ¡Ay, qué bonito sería!
–Sí.
–Supongo que se casarán…
–No lo sé. Hoy en día la gente no lo hace.
–Me gustaría. Bueno, Violeta, te voy a
dejar, que tendrás que cenar. Adiós, cuídate mucho.
–Adiós, mamá.
Lo sabía, no lo sabía, intuía, quería que
se lo contara… estaba en un mar de dudas.
-11-
Martes: presentación de Violeta.
“El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde”.
La memoria era caprichosa. Lo leí hace unos cuantos años y había desaparecido
de mis recuerdos hasta el momento en que vi la novela en manos de Nina. Estuvimos
comentándola y los recuerdos de la historia volvieron a mí, aflorando a la
menor ocasión, hasta el punto de que empecé a ver un parecido cada vez más
acusado entre el protagonista y yo. Acabé convencida de que debía padecer un
desdoblamiento parecido, pues de mañana afrontaba los retos con entusiasmo y
energía, y al volver a casa por la noche, me encontraba atenazada por la pereza
y el desánimo.
Esa misma mañana, al salir del portal me topé
con un periodista. Era de esperar que antes o después sucediera y había tenido
la enorme suerte de tener un comienzo suave; sólo era uno, dos si contaba a la
fotógrafa. Fui amable con ellos, aunque aparte de corroborar que era Violeta Vera
y dejarme fotografiar por su compañera, no les di más información. Me habían localizado,
sabían quién era y dónde vivía, ¿qué más querían? Ellos tenían su primicia y yo
salía indemne de la confrontación. Era de suponer que al día siguiente no
tuviera tanta suerte cuando apareciera una jauría de periodistas. Me despedí
amablemente y tomé un taxi con destino a la Cadena 13. En esos momentos, era la
doctora Jekyll.
Pasé el día entregada al trabajo, supervisando
la grabación, asistiendo a una reunión y programando los días venideros; todo ello iba
mermando mis fuerzas. No era extraño que al llegar la noche, estuviera tan
agotada que me convertía en la pesimista, negativa y apagada Señorita Hyde. Así,
la noche anterior, me fui a la cama llena de inquietudes: mi madre a punto de
enterarse de lo que hacía si es que no lo sabía ya, un Interlocutor de Arte con
el que no quería quedar por si lo de mi madre había sido un pálpito, y los mil
y un detalles que debía tener en cuenta en el trabajo.
Violeta Hyde no conseguía dormirse y daba
vueltas en la cama. Pasó mucho tiempo antes de que su imaginación recreara la
imagen de un joven, al que fue colocando sucesivamente los rostros de los tres
finalistas, Artista, Guapo, Ni Fu ni Fa. Llevaba tanto tiempo esperando por uno
de ellos, quedaba tan poco… Una llama de esperanza prendió en su corazón, la
doctora Jekyll tomaba el relevo. Las preocupaciones quedaron atrás y la doctora
se durmió como una adolescente, pensando que al día siguiente había quedado con
el más Guapo, lo que le provocó sueños húmedos. Qué suerte tenía la condenada.
Sí, qué suerte, porque al regresar a casa
por la tarde, la Señorita Hyde había vuelto a tomar posesión de mi cuerpo y atrajo
sobre sí todos los pensamientos negativos: una madre que iba a descubrir a qué
se dedicaba su hija en la capital, que se llevaría el mayor disgusto de su vida
y que probablemente no volvería a hablarla. Supondría la ruptura con la familia,
y a partir de ese momento estaría sola.
Debía intentar pensar en el porvenir, quizás
de ese modo regresara Violeta Jekill. Quedaban catorce horas para la cita y no
sentía nada. Nada, porque estaba colapsaba por el futuro más inmediato. Faltaba
media hora para que empezara el programa y algunos minutos más para que mamá
tuviera la revelación, sufriera un colapso y renegara de su hija.
Así llevaba mucho tiempo sentada delante del
televisor, como una maruja idiotizada, viendo desfilar imágenes sin sonido, al
tiempo que sentía la cercana presencia del teléfono móvil sobre la mesa y me
predisponía a entregarme a la fatídica llamada que sonaría indefectiblemente
tras el programa de la Performance. Estaba resignada a recibir la mayor
reprimenda de mi vida y mi madre a su vez, también habría de resignarse a que
su hija siguiera adelante con su vida y con su Performance, le gustara o no.
Estaba tan hundida que ni siquiera me
preocupaba que desde el día anterior Interlocutor intentara concertar una
reunión. Decía que era urgente, pero no había nada más urgente que lo de mi
madre, después vendría lo demás. No estaba yo para informes, por nefastos que
fueran y además después del posible pálpito de mi madre, no quería líos con él,
no era mi tipo.
Llegó la hora. El Ford Fiesta emprendía la
subida y su conductor volvía a poner cara de bobo. Cristina entró en el salón y
se acomodó junto a mí sin decir una palabra, sabía cómo me encontraba. Me
encomendé a la Virgen de la Estrella para que me ayudara a seguir adelante. Estaba
muy mal y no quería necesitar un loquero.
La Performance, por fin dio comienzo. El
paisaje resultaba más abstracto que en entregas anteriores. Les había mostrado
algunas obras de Zóbel para que vieran lo que quería. Pelos, se llamaba Ben y
algún día se me iba a escapar el mote, qué bueno era en su trabajo de
animación. Decía que era fácil, porque trabajaba a partir de imágenes reales y
con programas muy avanzados, pero lo cierto es que intenté hacerlo y los
resultados fueron deplorables. Ya quisiera parecerme a la muñequita tierna y
seductora, con ese cuerpecito tan sensual que había creado a partir de mi
imagen.
Todo aparecía vívido y brillante tras la
lluvia y había salido el arco iris. Al fondo asomó un cisne, volando en dirección a la
preciosa cascada de color. La alcanzó y se sumergió en ella, asomando y
volviendo a desaparecer, empapándose de color y dejándose arrastrar. Su plumaje
había dejado de ser blanco, tiñéndose de arco iris. Llegando al suelo usó sus
alas como freno y aterrizó suavemente. Era una hembra y en ese preciso momento,
un rayo de sol la alcanzó. Los colores que la cubrían fueron mezclándose
mientras su cuerpo se transformaba en mi persona.
Un sonido conocido le hizo volver la cabeza,
un batir de alas lejano. Tres cisnes volaban directos hacia ella y corrió a
ocultarse tras los juncos. Aprovecharon el mismo arco iris para aterrizar y como
ella, fueron transformados en humanos. Tras reponerse de la sorpresa, admiraron
sus nuevos cuerpos, probaron el movimiento de sus miembros y echaron a correr
hacia el lugar en que la vieron desaparecer. Uno de ellos se detuvo, la había
visto pasar entre unos juncos y desaparecer, era Guapo y se fue tras sus pasos.
Luego fue ella la que descubrió a ni Fu ni Fa y se ocultó. Desde su escondite
vio pasar a Artista y salió corriendo. Enseguida estuvieron los tres tras ella,
intentando alcanzarla, pero los fue dejando atrás. Se detuvo y se volvió, sus
perseguidores habían desaparecido. Se volvió hacia la cámara:
–Hola,
soy Violeta–, y echó a andar hacia el pedestal que se erguía en medio del prado.
Un pedestal azul ultramar tras el cual se
situó. Su vestido era del mismo color, pero algo más pálido. Sobre un cielo turquesa,
destacaba su melena castaña y su tez morena. Comenzó a hablar.
–Soy la que esperabais, Violeta Vera, la
artista responsable de la Performance “El artista del siglo XXI”. Tengo veinte
años, estudio Bellas Artes y soy sevillana. Quizás os estéis preguntando por
qué hago esto –miró a un lado y a otro–. Quiero obtener la respuesta a una
pregunta aparentemente muy simple: ¿qué es el Arte? –“El lago de los cisnes”
comenzó a sonar–. Llevamos todo un siglo vagando de una vanguardia a otra,
intentando decidir cuál es el camino correcto y la incertidumbre nos hace dudar
entre lanzarnos al futuro desconocido o aferrarnos al seguro pasado.
Entretanto, manejamos el Arte como una mercancía sobre la cual especular para
obtener el valor comercial más desorbitado posible.
Estaba contando más o menos lo mismo que le
dije en su día a Piero. La muñequita se desplazó por el escenario, enfundada en
un vestido azul ultramar con ribetes de bermellón en las mangas, cuello y
cintura, hecho expreso para la ocasión y que yo esperaba seguir usando. Volvió
al pedestal y se colocó a un lado.
–Me gustaría pensar que alguien puede
encontrar la respuesta. Ese alguien será hijo de artistas y educado como tal
desde el mismo momento de su concepción: conocerá el Arte, desde sus comienzos
hasta nuestros días y estará preparado para comprender, preparado para
mostrarnos el camino –puso la mano sobre el pedestal–. Nos descubrirá cual es
el verdadero Arte y se convertirá en el Artista del siglo XXI –dejó que la
melodía se extinguiera–. Yo voy a concebirlo.
El periodista de esta mañana me había
preguntado si iba en serio. Ahí tenía la respuesta, ésta era la única
entrevista que pensaba conceder por el momento.
Fue entonces cuando la muñequita sufrió una
transformación sutil, que la acercó al mundo real y poco a poco su rostro se pareció
al mío, fue el mío. No había duda, todo aquel que me conociera, sabría que era
yo. Mi madre. Mi madre y mi tío. Mi madre, mi tío y el resto de la familia… y amigos
y compañeros…
El programa terminó.
–Ha estado fenomenal –susurró Cristina.
Me dio una palmada en el brazo y acto
seguido se levantó, dejándome a solas con mi móvil. Apagué el televisor y miré
el teléfono. Podía empezar a sonar en cualquier momento.
Se acercaba el momento en que mi madre
levantaría el auricular para reprenderme. Sus palabras me dolerían, pero yo
también le había infligido daño a ella. A pesar de todo, era mi vida y seguiría
con ella. Dolor y más dolor, habría que aprender a soportarlo. La doctora
Jekyll me ayudaría, no siempre iba a estar poseída por la Señorita Hyde.
Pasaban los minutos y me reconcomía la
angustia de la espera. Todavía estaría llorando, y sería incapaz de coger el
teléfono, por eso tardaba. Si el tío lo había estado viéndolo con ella, ¿habría
salido en mi defensa, habría intentado suavizar las cosas? Igual esta vez no.
Seguí esperando. El teléfono continuaba
mudo. Debía estar tomando aliento para enfrentarse a su díscola hija cuyo
pecado era el más horrible que pudiera cometerse. Cristina asomó para preguntarme
si quería cenar y le contesté que no. Tenía ganas de mear, pero ni por esas me
moví. Seguí con la mirada puesta en el móvil que no sonaba.
Pasaba el tiempo sin que nada sucediera. Nada,
no, mi angustia y mi terror crecían. Alargué el brazo, cogí el teléfono con
cierta aprensión y comprobé que tenía batería. No aguantaba más, me levanté y
me fui al baño con él. Seguía mudo. Allí me entró hambre y lo trasladé a la
cocina, donde me tomé un vaso de agua y un par de galletas mientras lo vigilaba
y él seguía obcecado en no sonar.
Eran las once. No podía soportar la espera y
en mi desesperación, cogí el móvil y lo apagué,
abandonándolo a su suerte en la cocina, mientras yo me retiraba a la cama. Mi
madre me había castigado con algo peor que un sermón, me había ignorado.