viernes, 26 de agosto de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 19



19

Van a abrir el castillo



     El árbol contra el que se durmió había desaparecido, ahora estaba apoyado en una piedra y con la espalda dolorida. Sobre sus rodillas aún seguían los dibujos del castillo, la inmensa fortaleza cuya silueta veía a la derecha del bosque y ante él estaba la torre solitaria que iba a dibujar… ¡la torre! ¿Pero qué había ocurrido mientras dormía? Le faltaba una piedra en la base. ¿No sería…? Se volvió. Justo, ¡en la que estaba apoyado! Agachó la cabeza y se puso la mano en la frente. No tenía sentido…

     No tuvo tiempo de abandonarse a la locura, pues ésta descendió de las alturas. En aquel cielo gris, surcado por destellos amarillos pálidos, surgió un murmullo que no era el viento, sino algo más inquietante; un silbido creciente que ponía los pelos de punta. Daba la sensación de ser algo que caía, pero cambió el sonido, como si se alejara y a continuación se fue apagando.

     Disfrutó del silencio unos instantes, antes de que el silbido volviera, ligero, lejano y apenas audible. La inquietud hizo presa en él, pues no tardó en arreciar y volverse estridente. Entonces apareció, y no supo si quedarse donde estaba o echar a correr. Era el dragón blanco, planeando a una velocidad vertiginosa, subiendo y bajando, girando sobre sí mismo; en un vuelo elegante y preciso. A su paso, el cielo se volvía verde y formaba pequeñas esferas que rodaban tras su estela, antes de explotar irradiando un azul luminoso. Permaneció inmóvil, hipnotizado por el espectáculo. Y aún así, su frente se perló de sudor frío, pues en algún momento, el fantástico vuelo y las cambiantes luces de colores, no significarían nada. El dragón descendería sobre él y todo habría acabado.

     No iba a correr, estaba harto. Esperaría. Todo llegaría en su debido momento… y estaba llegando.

     El dragón descendió trazando una espiral, batió las alas y se alzó cuan largo era para posarse suavemente en lo alto de la torre. Sería por la fuerza del viento que había desatado en su aparatoso vuelo, el caso es que destellos turquesas se arremolinaron en torno a la base de la torre. Su intensidad aumentó y el ruido creció. El torbellino empezó a subir, envolviendo la torre, haciéndola desaparecer a sus ojos. No tardó mucho en alcanzar el balcón, las almenas y llegar hasta la cúspide, lamiendo las pezuñas del dragón. Éste no pareció preocupado al verse atrapado en el interior de la vorágine, simplemente abrió las alas y extendió la cabeza hacia las alturas, pero no echó a volar. Destellos de color amarillo compitieron con los azules por ver cual llegaba más alto y esperó que el dragón escupiera una bocanada de fuego cálido que restallara contra ellos, pero no fue así. El torbellino aullaba, girando a una velocidad vertiginosa. El dragón fue desapareciendo en su interior sin que intentara evitarlo. El sonido era desquiciante. Se tapó los oídos y cerró los ojos, no podía soportarlo durante más tiempo.







     No sentía absolutamente nada. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Se destapó los oídos y abrió los ojos. Todo había pasado. La torre había desaparecido y con ella el dragón. Tan sólo quedaban unas ruinas que semejaban una entrada. Un punto brillaba en su interior, como una joya refulgente en la oscuridad. El brillo aumentaba y disminuía, palpitante. La curiosidad le hizo ponerse en camino. A medida que se acercaba, empezó a irradiar una luz azul profunda que se expandía hacia el exterior.

     Era una entrada. ¿No era lo que había buscado? Sólo que ahora no había torre. Y la luz vibraba, aumentaba y disminuía, y sonaba. Como una flauta, interpretando una melodía embriagadora, profunda, azul… y sin dudarlo, entró.







     No tenía por costumbre holgazanear en la cama, pero ni siquiera era capaz de abrir los ojos. Despertaba de un sueño y deseaba volver a él. Aunque se mantuvo relajado, respiró profundamente e intentó evadirse de la realidad, no consiguió dormirse. Lo único que le restaba, era recrearlo. Y pensó en él.

     Entró a la luminosa gruta, respirando azul, pensando azul y absorbiendo azul por todos sus poros. Avanzó sobre el ondulado y sólido azul cobalto, algunas de cuyas vetas subían por las paredes, mientras a intervalos regulares aparecían manchas circulares de azul monastral, como dispuestas para indicar el camino; posó su mano sobre la fresca y pulida superficie curva de la pared, de un azul ultramar tan vivo, que parecía tallada en lapislázuli, apareciendo a distintas alturas inclusiones de azul celeste, cual plácidas lagunas que se aclaraban en sus orillas; allá donde su mano no alcanzaba, donde la curva de la pared se convertía en techo, reinaba un radiante azul de Prusia, donde flotaban ligeras nubecillas de energía pulsátil, aportando un toque de azul índigo… Deliciosa combinación de colores, puros y mezclados, de bordes suaves o esfumados, bandeados y concéntricos, emergentes y profundos… Colores y formas, sensaciones placenteras que le transportaron a su mundo de arte, donde se vio elaborando composiciones, una detrás de otra, sin descanso, en un alarde creativo sin precedentes, en las que el azul era el protagonista.

     Tenía que dibujarlas antes de que se desvanecieran. Eso y sólo eso fue lo que consiguió levantarle de la cama. Se dirigió a la ventana, abrió y dejó que entrara el relente de la noche. La luna llena declinaba en el incipiente cielo azul. Estornudó y acto seguido cerró. Apenas había luz, aún así acercó la silla a la ventana, cogió lápiz y papel y empezó a dibujar. Trazó líneas curvas, ensortijadas, deshaciéndose en una cascada de azules a cada cual más luminoso que se hundían en una superficie líquida. Tenía la forma, pero faltaba el color. Cogió las pinturas.

     Sus colores no eran nada luminosos y en consecuencia, el resultado fue penoso. De todos los bocetos que hizo, ninguno valía la pena. La realidad estaba a miles de kilómetros de distancia de sus sueños, como si la belleza elaborada en su mente se enturbiara al salir al exterior y por el camino perdiera su esencia. Ya los miraría en otro momento, quizás los viera con otros ojos. 

     Fue como si apagara una luz azul y despertara a la realidad. Estaba en el mesón y había llegado el día anterior. Se había encontrado con Elena, como en un sueño, bajo la magia de la torre. Después estuvieron sentados, contemplándola durante largo tiempo. La torre, aún seguía cerrada, pero por poco tiempo. Luego bajaron al mesón y comieron con sus amigos. León se deshizo en disculpas por no haberles avisado. Dijo que se acababa de enterar esa misma mañana. Si él supiera por qué habían ido allí… Estaba tan apurado que ni siquiera les preguntó cómo lo habían sabido. Pensaba contar que se había enterado por un conocido que tenía en la catedral. Cómo le iba a contar que sus respectivos sueños les habían hecho coincidir allí. A María, daba la impresión de que todo aquello le pareciera de lo más natural.

     Estaban en Turégano, esperando a que abrieran el castillo. Y esta vez, sabían que iba a ocurrir. Entrarían, llegarían a la torre y… el resto, aún pertenecía al mundo de los sueños.



sábado, 20 de agosto de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap 18.



18
La llamada de la torre

     Acarició con delicadeza las hojas, despidiéndose del bosque. Desde hacía un rato venía oliendo a humedad y a tierra mojada. Debía ser una ilusión, porque el cielo estaba despejado. Se detuvo, cerró los ojos y aspiró profundamente. Su nariz dilatada se llenó de una algarabía de olores frescos, alegres, balsámicos... Se sentía capaz de desmenuzarlos y descubrir su variada procedencia. Sí, todavía le olía a bosque, a coníferas y a humus. Tomillo, no andaba muy lejos. Y había algo más, lejano, que le costaba descubrirlo porque estaba impregnado de humedad. Aspiró de nuevo. Claro, era la jara, junto al lago. Y una humedad intensa que no era la del lago. ¿Se estaría formando una tormenta? Echó a andar hacia su morada.
     Cada vez había más humedad y sólo una ligera bruma blanquecina aparecía en el horizonte, por encima del castillo de sus padres. Hacía tiempo que no iba a verles, pero hoy no era un buen día. Esa humedad… Le preocupaba que se formara una tormenta de improviso.
     El tomillo estaba ahí, junto al camino; había muchos matojos, como si fuera una plantación. Rió pensando en cómo lo había percibido en la distancia. Se agachó a recoger una rama y se la llevó a la nariz. Ese aroma intenso, daba un buen sabor a los guisos. Se pasó la mano por la nariz, la tenía mojada. Miró detenidamente la rama, estaba llena de minúsculas gotitas de agua. Se levantó y aligeró el paso. Algo andaba mal.
     A medida que se acercaba a la torre el ambiente estaba más cargado, como si se avecinara una tormenta, pero el cielo seguía limpio. Tenía la cara mojada y no era de sudor. Y el pelo se le estaba rizando. La humedad se palpaba, enmascarando el débil olor de las jaras.
     Llegó al lago y caminó por la orilla, deteniéndose al llegar a la estrecha lengua de tierra que se adentraba hasta su mismo centro, hasta la torre. Nunca se cansaba de verla desde allí. Las aguas cristalinas, habitualmente de un azul pálido, estaban entreveradas de sinuosas bandas de gris azulado oscuro. No comprendía esos reflejos y esas corrientes, no hacía aire. Era todo muy extraño.
     Su mirada recorrió la vereda jalonada de juncos que llevaba a su morada. Una construcción de tiempos inmemoriales donde los líquenes y los musgos se asentaron hace mucho tiempo. Una silueta cilíndrica y estilizada que se abría hacia las almenas, coronada por un tejado que escapaba afilado hacia el cielo. Firmemente asentada como un árbol, sus cuatro contrafuertes se ensanchaban y hundían en el lago cual raíces. Sobre el delantero ascendía una discreta escalera hasta la entrada, una gruesa puerta de roble. Y el arco de la puerta ascendía, se escindía y abría floreciendo en un balcón al que ella se asomaba a ver el plácido lago.
     Estaba orgullosa de su torre, no sólo porque albergara la biblioteca; era un lugar especial, encantador y mágico. Quién lo iba a decir, allí, en el lugar que ocupaba su torre había existido algo más antiguo, un lugar muy especial.
     Sería la magia del lugar la que creaba esa humedad tan excesiva que además de ondularle los cabellos, la había empapado. Sería la que creaba las bandas cambiantes de tonalidades oscuras sobre la superficie del agua. Sería por eso, por lo que parecía que las pequeñas gotitas a su alrededor se ponían a saltar y se arremolinaban antes de descender y fundirse en la corriente ondulante. Y las gotitas se multiplicaron y ascendieron con más vigor, alto, muy alto; ingrávidos torbellinos danzantes que acabaron envolviendo la torre mientras un crepúsculo turquesa se formaba en torno a la misma.
     No era su imaginación, estaba sucediendo. Siguió viendo danzar el agua en el crepúsculo turquesa, enredándose en la torre. La cortina de agua ascendió la escalinata, se derramó sobre la puerta de recio roble y ésta desapareció absorbida por el agua. Un punto de luz empezó a formarse allí donde había estado la puerta, un azul luminoso brillando bajo el agua danzante. Fue entonces cuando el tambor comenzó a palpitar y el agua saltó más alto y se desparramó por el tejado, descendiendo por las paredes tras la cortina de agua ascendente, mientras el órgano resonaba contra los muros. Torbellinos danzantes que subían y se dejaban deslizar caprichosos, volvían a saltar y se dejaban caer sobre la inquieta superficie del lago. En la melodía cambiante intervino la flauta, encadenando unas notas. El agua fluyó parsimoniosa hacia las alturas y luego descendió sin prisa, en cascadas que se abrían y entrelazaban, abriendo un hueco en el luminoso azul; un pasillo de luz azulada que se adentraba en la torre. De él surgió una figura pálida, le hizo señas animándola a seguirle y luego se volvió para adentro.
     Ella se adentró en el acuoso sendero del lago, hacia la entrada luminosa de la torre envuelta en agua.



     El perro ladraba insistentemente. Esperaba que sonara un golpe y unos aullidos lastimeros se perdieran en la distancia, pero nada de eso ocurrió. Se vistió, se calzó las botas y cogió el abrigo. Dejó una breve nota a sus padres para que no se preocuparan. Lo que estaba por venir, sí que había sucedido antes.
     Salió a la fría noche. En el cielo se mostraba en todo su esplendor la luna llena. Siempre a su lado en esos momentos tan especiales. Caminó por el sendero azulado, sintiéndose segura en su compañía, precedida por su propia sombra. 
     Había soñado con la torre, emergiendo solitaria en el centro del lago. Sabía que era más antigua que el castillo, pero desconocía que hubiera existido el lago. Tras un agradable paseo por el bosque había vuelto a su morada, encontrándola agitada por los elementos y él la llamó desde lo más profundo de la torre. Era Alejandro, lo sabía. Y ella acudía a su encuentro.
     Espera, todo llegará a su debido tiempo. El momento había llegado. Él la había llamado y esta vez, podría acceder a la biblioteca. Se verían en la torre y sería él quien le abriera la puerta. Estaría esperándola para que se colocara tras el mostrador y posara para él, la pintaría rodeada de libros.
     Amanecía y se volvió para despedir a la luna.
     Qué gran pintor era, no daba abasto con todo lo que le pedían. Hasta en su pueblo, donde parecía que no había dinero, había vendido tres dibujos y dos acuarelas. Y le pedían los cuadros del castillo, pero él no quería deshacerse de ellos. Decía que formaban parte de su historia.
     Con las primeras luces se adivinaba el castillo. Su torre, en el medio del lago, él la pintaría para ella. El lago en calma, reflejando las nubes de un atardecer crepuscular. Detrás, el oscuro bosque en tonos azulados y ella caminando hacia la puerta.
     Él la estaría esperando.
     El sol ascendía por encima del horizonte y el castillo adquiría volumen.
     Ya no podía vivir sin él. Sus encuentros se habían convertido en algo maravilloso y el resto del tiempo eran interludios en los que le añoraba.
     Llegó a Turégano, a las primeras casas del pueblo. E igual que la otra vez, se detuvo a ver el castillo y le pareció maravilloso. Notó el cansancio acumulado, pero le quedaba muy poco y debía continuar. Iría más despacio.
     Siguiendo el antiguo itinerario, giró a la izquierda, bordeó el pueblo y llegó hasta la maraña de calles que bajaban hacia la plaza, donde se detuvo. Desde allí iba a pintar Alejandro uno de los cuadros. Intentó imaginarlo. No sabía cómo lo hacía, pero al final sería más bonito que la realidad.
     Buscó la torre de la biblioteca, la segunda empezando por la izquierda. Alejandro la esperaba allí, así que no bajó a la plaza. Siguió bordeando el pueblo y salió a la vereda que rodeaba el castillo por el oeste, tarareando una canción. Se dio cuenta de lo que hacía y se detuvo.
     La música, había sonado en su interior y ella había cantado. Reprimió las ganas de echar a correr y siguió con su pausado caminar, al compás de la melodía que escuchaba en su cabeza.
     Empezó a subir hacia el castillo y la música salió de su cabeza y flotó a su alrededor. Se sintió diferente, su mente abierta y expandida, como cuando soñaba que estaba en la biblioteca, tras el mostrador, en el círculo central.
     La música salió de su reposo cuando el tambor y el órgano canturrearon también. El ambiente se volvió azul a su alrededor. Las ondulaciones de color, variando al son de la música, viraron al verde y al poco se vio rodeada de turquesa. Color turquesa danzando a su alrededor, turquesa retorciéndose suavemente, formando olas que rompían y nubes que se deshacían. Miles de turquesas, llevándola hacia la torre.
     Como a través de un grueso y deformado cristal, así veía la torre. Gris azulada, meciéndose al son de la música. Inquieta, traviesa, feliz.
     Hasta ese momento no se dio cuenta. No, hasta que estuvo muy cerca no fue capaz de distinguir las ondulaciones azuladas. Ni escuchó otra melodía que no fuera la suya. Pero ahí estaban, frente a ella, a punto de chocar y los colores ondulantes se curvaron, doblaron, esquivaron y replegaron. Las ondas vibraron, se esquivaron y superpusieron siguiendo el ritmo de la música. Sin violencia. Y mientras, las melodías dialogaban entre sí, una animada, la otra alborotada. A un órgano bullicioso le contestó una pacífica flauta, un tambor casi inaudible consiguió acaparar la atención del otro e igualaron sus ritmos. Finalmente se fundieron en una sola melodía y entonces las ondas de color se dejaron llevar, mezclándose las verdes y las azules, creando un nuevo flujo común sobre el que los verdes azulados se dispersaron en multitud de tonalidades que abarcaban desde el azul hasta el amarillo y danzaron al son de la nueva melodía.
     A través de las ondulaciones, vio aparecer sus contornos difusos, yendo hacia ella. Y se encontraron bajo la torre, frente a frente, reunidos en un remolino de color. Mirándose a los ojos, juntaron sus manos y giraron lentamente al son de la música, mientras las luces verdes jugaban con las azules...
                                                                                                      
     Sentados en la pradera, con las espaldas apoyadas en los restos de la antigua muralla, miraban plácidamente hacia la torre cuya sombra les envolvía. Alejandro tomó su mano y habló.
     —He soñado con la torre, y tú me llamabas desde ella.
     —Yo también he soñado con ella —hacía rato que no apartaba los ojos de la ventana de la biblioteca—, pero eras tú quien me llamaba.
     —La puerta sigue cerrada —sonó pesimista.
     —Todo llegará, a su debido tiempo. ¿No oyes la música? —tenía esperanzas.
     —Y veo el aura azulada sobre la torre.
     —Es verde —le corrigió. ¿Cómo podía no verlo?
     —Azul Turquesa —insistió Alejandro.
     —Verde Turquesa.
     —¿No sabes que el turquesa es azul? —se volvió sorprendido hacia ella.
     —Para mí es verde —pero había empezado a dudar. Él era el entendido en colores.
     Se miraron y sonrieron. Verde o azul, daba igual.


jueves, 11 de agosto de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 17.



17
Los mesoneros

     Dio un golpe sobre la mesa y las jarras temblaron.
     —¡Esto no se me hace! —bramó furioso León.
     —Ya se lo he dicho. Lo quiere todo el cura. No me he podido negar —se excusó echándose hacia atrás en su banqueta.
     —¿Ni siquiera unas míseras garrafas? —echó las manos a la mesa y acercó su cara a la del vinatero.
     —No insista —reculó alarmado con el taburete—. Dígaselo usted al obispo. Su visita inesperada nos va a traer más de un quebradero de cabeza. No nos conviene indisponernos con el clero. ¿No le parece? —trató de apaciguarle.    
     —Sólo una pregunta —mostró su mejor sonrisa.
     —Dígame —el vinatero se sorprendió ante el cambio de humor.
     —Habrá acordado el precio del vino con el señor cura... —su sonrisa se expandió.
     —Pues no... —su cara reflejó sorpresa.
     —¿Te pagará al contado? —intentó mantenerse serio.
     —No lo sé... —empezó a palidecer.
     —Me lo estoy imaginando —puso cara de no haber roto un plato, llevó los ojos a las altura y juntó las manos—. Hijo mío, era por una buena causa, Dios te lo pagará.
     —¡No fastidie! —por su lividez parecía un muerto.
     —Ya me lo contará —aparentó seriedad, pero estaba disfrutando de lo lindo.
     —Bueno, bueno. Me voy que tengo un poco de prisa.
     —Ale, a hacer reverencias a los curas —dijo entre risas.
     El vinatero salió escopetado y sin despedirse. Ahora la preocupación la tenía él.
     —Con la iglesia teníamos que topar —dijo para sí. Dio un trago a su jarra y se quedó mirándola fijamente.
     Con el jaleo que iba a haber en el pueblo esos días y él con la bodega medio vacía. Y no era de los que aguara el vino para estirarlo. En cuanto se le acabara, los parroquianos se marcharían al otro bebedero del pueblo. Bueno, puede que por un par de días, sobreviviera. Pero, ¿y si no era así y perdía a su parroquia?
     También podía encargar el líquido elemento en otro lugar, aunque lo tuviera que traer del mismo Segovia y le saliera más caro. Pero a ése, no volvía a comprarle.
     Pero no era eso lo que más le preocupaba en esos momentos. De este hombre ya sabía que no se podía fiar, pero de un amigo... eso sí que le daba rabia. Dio otro puñetazo en la mesa, y esta vez la jarra saltó, volcó derramando el vino por la mesa y fue a estrellase en el suelo.
     —¿Qué ocurre ahí? —salió María de la cocina—. Creí que ya se había ido el vinatero.
     —Que no nos sirve ni una gota de vino.
     María se acercó a él y le agarró de la barbilla.
     —Mira que te lo avisé, ve comprando, y tú ni caso.
     Bajó los párpados. Tenía razón, ya le avisó que fuera comprando y él lo fue dejando. Pero cómo iba él a saber... ¿Y ella por qué imaginaba...?
     —A ti te pasa algo más.
     —¡Que no!
     —Anda, suéltalo y quédate tranquilo. Soltó su barbilla y esquivando los pedazos de la jarra, se sentó frente a él.
     Resopló. Antes o después se acabaría enterando.
     —Estaba discutiendo con el vinatero, aquí mismo, cuando he levantado la vista. ¿Y a quién te crees que he visto atravesar la plaza en dirección al castillo?
     —Creo que estás a punto de decírmelo —sonrió, y al hacerlo, a él le supo todo menos amargo.
     Cerró los ojos antes de decidirse a contestar.
     —He visto a Alejandro, el pintor. Y ha pasado de largo. Creía que éramos amigos.
     María se levantó, fue hacia él y se sentó en su regazo. Él apoyó suavemente la mano sobre su vientre.
     —Ay, León. ¿Cómo se va a haber olvidado de nosotros? Lo que pasa es que tiene lazos muy fuertes con el castillo.
     —¿Con el castillo? —la miró extrañado.
     —¿No lo estaba pintando?
     —No le había costado nada pasar un momento a saludar.
     —Ya verás como viene luego, tonto. Los artistas son así. Seguro que te cuenta que había una fabulosa en el firmamento y tenía que pintarla antes de que desapareciera —él asintió, puede que tuviera razón—. Sólo deberías estar preocupando por la que se nos avecina. ¿No te ha dicho el vinatero que viene toda la curia?
     —Ha dicho que venía el obispo.
     —Vendrá una gran comitiva. Eso atraerá a la gente de los alrededores. Habrá misa mayor en el castillo.
     —¿Tú crees que abrirán el castillo? Si falta mucho para el día señalado.
     —Seguro. Yo que tú iba guardando dos habitaciones para nuestros amigos, antes de que nos quedemos sin ellas.
     —¿Dos habitaciones? —preguntó perplejo. Su mujer le iba a volver loco.
     —¿Es que piensas alojarlos juntos? No te busques problemas con los curas…
     —María, no me vuelves loco, que sólo ha venido él; ¿o es que sabes algo que no me has contado?
     —Ella vendrá, no lo dudes —señaló al suelo—. Y vete recogiendo la jarra que has roto —María se levantó y volvió a la cocina.
     No sabía si dudar de la cordura de María. Si hubiera visto a Elena, se lo habría dicho, nunca le había mentido. Y si no la había visto... En fin. Se agachó a coger los trozos de la jarra.
     La noche anterior le dijo que se había quedado embarazada y que iban a tener una niña. Debía ser el vino, que le había afectado más de la cuenta. Aquellas hierbas aromáticas que le había echado... Estaba tan bueno… a saber si no producía alucinaciones.
     —¡Maldita sea! —dijo para sí. Necesitaba otra jarra.
     Claro que producía alucinaciones. Y si no, que se lo dijeran a él. No se había atrevido a decírselo, no le dijera que dejara de beber, pero aquella noche tan especial que disfrutaron hacía un par de semanas... Movió la cabeza, sin acabar de dar crédito a sus recuerdos. Le pareció que en vez de subir a su alcoba, se fueron paseando por el camino de la pradera, llegaron a la orilla de la laguna y atravesaron el puente de madera hasta la isla. Y una vez allí, entraron en una especie de casa o cueva de piedra, donde una especie de monaguillos les dieron la bienvenida y acompañaron a una confortable estancia. Y una vez solos allí dentro, echados sobre las suaves pieles, habían disfrutado de lo lindo. Sólo con recordarlo se le ponía la carne de gallina. Tenían que repetirlo.
     Debió de echarle algún hongo alucinógeno al vino, porque aquella noche no había bebido más que una jarra durante la cena y además, cuando estaba borracho, la cosa no se empinaba. Tenían que volver a repetirlo.
     Y por si eso no fuera lo bastante extraño, aparecía Alejandro. Había dicho que le avisaría cuando abrieran el castillo y el muy tunante se enteraba antes que él. Qué mal había quedado, no le extrañaba que no quisiera venir a saludarle.
     Se levantó con los trozos de la jarra en una mano. Ya sólo faltaba que apareciera Elena. ¿La habría avisado Alejandro? Fue hasta el cubo y tiró los restos de la jarra. En fin, ¿qué más podía salir mal en ese día? Un fragmento de la jarra cayó fuera y tuvo que agacharse a recogerlo, y se cortó.
     —¡Maldita sea! —se sujetó el dedo para que dejara de sangrar.
     —¿Qué te pasa ahora?
     Entró en la cocina.
     —María, ¿no podríamos tomarnos una jarra de vino con esas hierbas que tú le echas?