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Van a abrir el castillo
El árbol contra el que se durmió había
desaparecido, ahora estaba apoyado en una piedra y con la espalda dolorida.
Sobre sus rodillas aún seguían los dibujos del castillo, la inmensa fortaleza
cuya silueta veía a la derecha del bosque y ante él estaba la torre solitaria
que iba a dibujar… ¡la torre! ¿Pero qué había ocurrido mientras dormía? Le
faltaba una piedra en la base. ¿No sería…? Se volvió. Justo, ¡en la que estaba
apoyado! Agachó la cabeza y se puso la mano en la frente. No tenía sentido…
No tuvo tiempo de abandonarse a la locura,
pues ésta descendió de las alturas. En aquel cielo gris, surcado por destellos
amarillos pálidos, surgió un murmullo que no era el viento, sino algo más
inquietante; un silbido creciente que ponía los pelos de punta. Daba la
sensación de ser algo que caía, pero cambió el sonido, como si se alejara y a
continuación se fue apagando.
Disfrutó del silencio unos instantes, antes
de que el silbido volviera, ligero, lejano y apenas audible. La inquietud hizo
presa en él, pues no tardó en arreciar y volverse estridente. Entonces
apareció, y no supo si quedarse donde estaba o echar a correr. Era el dragón
blanco, planeando a una velocidad vertiginosa, subiendo y bajando, girando
sobre sí mismo; en un vuelo elegante y preciso. A su paso, el cielo se volvía
verde y formaba pequeñas esferas que rodaban tras su estela, antes de explotar
irradiando un azul luminoso. Permaneció inmóvil, hipnotizado por el
espectáculo. Y aún así, su frente se perló de sudor frío, pues en algún momento,
el fantástico vuelo y las cambiantes luces de colores, no significarían nada.
El dragón descendería sobre él y todo habría acabado.
No iba a correr, estaba harto. Esperaría.
Todo llegaría en su debido momento… y estaba llegando.
El dragón descendió trazando una espiral,
batió las alas y se alzó cuan largo era para posarse suavemente en lo alto de
la torre. Sería por la fuerza del viento que había desatado en su aparatoso
vuelo, el caso es que destellos turquesas se arremolinaron en torno a la base
de la torre. Su intensidad aumentó y el ruido creció. El torbellino empezó a
subir, envolviendo la torre, haciéndola desaparecer a sus ojos. No tardó mucho
en alcanzar el balcón, las almenas y llegar hasta la cúspide, lamiendo las
pezuñas del dragón. Éste no pareció preocupado al verse atrapado en el interior
de la vorágine, simplemente abrió las alas y extendió la cabeza hacia las
alturas, pero no echó a volar. Destellos de color amarillo compitieron con los
azules por ver cual llegaba más alto y esperó que el dragón escupiera una
bocanada de fuego cálido que restallara contra ellos, pero no fue así. El
torbellino aullaba, girando a una velocidad vertiginosa. El dragón fue
desapareciendo en su interior sin que intentara evitarlo. El sonido era desquiciante.
Se tapó los oídos y cerró los ojos, no podía soportarlo durante más tiempo.
No sentía absolutamente nada. ¿Cuánto tiempo
había transcurrido? Se destapó los oídos y abrió los ojos. Todo había pasado.
La torre había desaparecido y con ella el dragón. Tan sólo quedaban unas ruinas
que semejaban una entrada. Un punto brillaba en su interior, como una joya
refulgente en la oscuridad. El brillo aumentaba y disminuía, palpitante. La
curiosidad le hizo ponerse en camino. A medida que se acercaba, empezó a
irradiar una luz azul profunda que se expandía hacia el exterior.
Era una entrada. ¿No era lo que había
buscado? Sólo que ahora no había torre. Y la luz vibraba, aumentaba y
disminuía, y sonaba. Como una flauta, interpretando una melodía embriagadora,
profunda, azul… y sin dudarlo, entró.
No tenía por costumbre holgazanear en la
cama, pero ni siquiera era capaz de abrir los ojos. Despertaba de un sueño y
deseaba volver a él. Aunque se mantuvo relajado, respiró profundamente e
intentó evadirse de la realidad, no consiguió dormirse. Lo único que le
restaba, era recrearlo. Y pensó en él.
Entró
a la luminosa gruta, respirando azul, pensando azul y absorbiendo azul por
todos sus poros. Avanzó sobre el ondulado y sólido azul cobalto, algunas de
cuyas vetas subían por las paredes, mientras a intervalos regulares aparecían
manchas circulares de azul monastral, como dispuestas para indicar el camino;
posó su mano sobre la fresca y pulida superficie curva de la pared, de un azul
ultramar tan vivo, que parecía tallada en lapislázuli, apareciendo a distintas
alturas inclusiones de azul celeste, cual plácidas lagunas que se aclaraban en
sus orillas; allá donde su mano no alcanzaba, donde la curva de la pared se
convertía en techo, reinaba un radiante azul de Prusia, donde flotaban ligeras
nubecillas de energía pulsátil, aportando un toque de azul índigo… Deliciosa
combinación de colores, puros y mezclados, de bordes suaves o esfumados,
bandeados y concéntricos, emergentes y profundos… Colores y formas, sensaciones
placenteras que le transportaron a su mundo de arte, donde se vio elaborando
composiciones, una detrás de otra, sin descanso, en un alarde creativo sin
precedentes, en las que el azul era el protagonista.
Tenía que dibujarlas antes de que se
desvanecieran. Eso y sólo eso fue lo que consiguió levantarle de la cama. Se dirigió
a la ventana, abrió y dejó que entrara el relente de la noche. La luna llena
declinaba en el incipiente cielo azul. Estornudó y acto seguido cerró. Apenas
había luz, aún así acercó la silla a la ventana, cogió lápiz y papel y empezó a
dibujar. Trazó líneas curvas, ensortijadas, deshaciéndose en una cascada de
azules a cada cual más luminoso que se hundían en una superficie líquida. Tenía
la forma, pero faltaba el color. Cogió las pinturas.
Sus
colores no eran nada luminosos y en consecuencia, el resultado fue penoso. De
todos los bocetos que hizo, ninguno valía la pena. La realidad estaba a miles
de kilómetros de distancia de sus sueños, como si la belleza elaborada en su
mente se enturbiara al salir al exterior y por el camino perdiera su esencia.
Ya los miraría en otro momento, quizás los viera con otros ojos.
Fue como si apagara una luz azul y despertara
a la realidad. Estaba en el mesón y había llegado el día anterior. Se había
encontrado con Elena, como en un sueño, bajo la magia de la torre. Después
estuvieron sentados, contemplándola durante largo tiempo. La torre, aún seguía
cerrada, pero por poco tiempo. Luego bajaron al mesón y comieron con sus
amigos. León se deshizo en disculpas por no
haberles avisado. Dijo que se acababa de enterar esa misma mañana. Si él
supiera por qué habían ido allí… Estaba tan apurado que ni siquiera les
preguntó cómo lo habían sabido. Pensaba contar que se había enterado por un
conocido que tenía en la catedral. Cómo le iba a contar que sus respectivos sueños
les habían hecho coincidir allí. A María, daba la impresión de que todo aquello
le pareciera de lo más natural.
Estaban en Turégano, esperando a que
abrieran el castillo. Y esta vez, sabían que iba a ocurrir. Entrarían,
llegarían a la torre y… el resto, aún pertenecía al mundo de los sueños.