lunes, 18 de diciembre de 2017

El reloj sideral



EL RELOJ SIDERAL

     Inspiré profundamente y contuve la respiración bastante antes de llegar al baño; hacía falta valor para entrar en él. Empujé la puerta. El suelo estaba lleno de pisadas oscuras que formaban veredas que iban hacia los urinarios y la puerta entornada tras la cual prefería no indagar. Seguí una de las veredas hacia el urinario, intentando evitar algunas huellas húmedas y a pesar de contener la respiración, el olor nauseabundo entraba en mi nariz.
     Acababa de estrenar la camisa verde, debía tener cuidado para no sufrir un roce indeseado, así que me arremangué mientras me acercaba al urinario elegido, con tan mala suerte, que el dedo gordo se enganchó en el cierre automático de la correa del reloj y ésta se abrió; mis reflejos no estuvieron a la altura y el reloj se alejó de mi muñeca sin que pudiera evitarlo.
     Ploff, blub. La impresión hizo que el aire escapara de mi boca y acto seguido respirara; de inmediato el inmundo olor invadió las fosas nasales y no se detuvo hasta llegar a la garganta, momento en el que me dio una arcada que casi me hizo vomitar; si no lo hice, fue porque había algo peor que respirar en aquella atmósfera hedionda. Aquello no podía haber sucedido, no podía ser verdad, tenía que estar soñando. Lo estaba viendo, mejor dicho, no lo veía, había desaparecido en aquellas aguas… Era imposible, pero no estaba soñando y poco a poco, la realidad se fue haciendo tangible. Tangible… tampoco, no metería la mano ahí por nada del mundo, pero allí era donde había desaparecido y aún me costaba creerlo: mi reloj sideral, el que me regaló Laurah en nuestro veinticinco aniversario había abandonado mi muñeca para sumergirse en aquellas aguas ponzoñosas. Estaba soñando, era una pesadilla, aún tenía que despertar e ir al trabajo; esa mañana, por si acaso, dejaría el reloj a buen recaudo en casa.
     No parecía un sueño. No lo era. Estaba respirando el aire viciado e insano del baño, era asqueroso y aún así, no me moví un ápice; permanecí mirando al interior del urinario, donde habitaba aquel líquido hediondo. Era espeso y nada transparente, de color marrón y cenagosa orilla verdosa, y acababa de tragarse mi reloj. Los vapores fétidos del lugar aún no habían conseguido que me desmayara, debía ser por la impresión de haber perdido el fabuloso reloj sideral de la Constelación Alfa Centauri, uno igual al que llevara el actor Toño Banderolas en la película Nuevos Mundos. Deseaba tenerlo desde que vimos la película, y Laurah sacrificó nuestros ahorros para comprármelo; de eso hacía poco más de tres meses.
     Qué poco había durado mi dicha, todo por salvaguardar la camisa, más me valía que se hubiera ensuciado aunque hubiera tenido que tirarla a la basura. Podía comprar otra camisa, pero no un reloj sideral como el que estaría desintegrándose en ese líquido cenagoso; no sabía cómo podía soportarlo la bandada de mosquitos que pululaba por allí, debían ser mutantes.
     Mi reloj sideral. Alguien tenía que ser el responsable de que los baños permanecieran limpios, e iba a tener que pagarme un nuevo reloj sideral de la Constelación Alfa Centauri.


...

     —¡Te repito que está ocupado y no puede recibirte!, y ¡haz el favor de apartar eso de mi mesa! —el secretario miraba horrorizado el irreconocible reloj sideral que colgaba del extremo de la regla, tapándose la nariz.
     —O abre esa puerta o no respondo de mis actos —acerqué la regla a su cara—. Esto ha estado sumergido en el urinario, si toca su piel, se le fundirá hasta el hueso.
     —Está bien —se apartó y presionó el botón que abría la puerta que daba acceso al despacho del Ministro.
     El irreconocible reloj sideral colgado de la regla y yo entramos en el despacho. Cerré de un portazo y él dejó el informe que leía sobre la mesa.
     —¿Qué… —no pudo seguir, le dio una arcada cuando dejé el reloj con la regla sobre el informe, que no era tal, sino una revista en cuya portada pude leer “Paraísos fiscales en los que interesa invertir”.
     —Siento interrumpirle, señor ministro, pero alguien tendrá que pagarme esto.
     —¿Se ha vuelto usted loco? ¡Quién va a querer pagar por esa mierda! ¡Retírela de inmediato.
     —Se equivoca usted, señor ministro. Esa mierda, es mi reloj sideral, un regalo de mi mujer Laurah en nuestro veinticinco aniversario. Era mi bien más preciado, antes del accidente que lo dejó en ese estado. Por cierto, cuesta una fortuna.
     —Está usted loco, voy a llamar a seguridad.
     —Ni lo intente —agarré la regla de cuyo extremo pendía el que fue mi reloj sideral—, o se lo echo a la cara. Quedará como el reloj, irreconocible, y no creo que tenga solución ni con cirugía —el olor desde luego era nauseabundo y la revista había empezado a perder el color donde lo había posado.
     —Está bien —echó hacia atrás el sillón—, dialoguemos. Podemos llegar a un acuerdo, pero aparte eso —volví a dejar el reloj sobre la revista, pero sin soltar la regla—. Cuénteme usted, ¿qué es lo que desea exactamente?
     —Llevo trabajando aquí desde que saqué las oposiciones de administrativo, y eso fue antes de casarme; he visto pasar por aquí… usted es el duodécimo ministro que conozco. En el pasado jamás tuve problemas para entrar al baño a hacer mis necesidades, pero desde hace unos años nadie pulsa el botón del urinario ni tira de la cadena, por no hablar de los grifos de los lavabos que se dejaban abiertos y de los cuales ahora no sale agua. Los baños están asquerosos y los de la limpieza se niegan a entrar…
     —¡Hay que solucionar el problema! —me interrumpió—. ¿No ha podido mear? —no podía creer lo que estaba oyendo. Sabía que los políticos siempre se iban por la tangente, pero esto era el colmo—. Entre en mi baño… eh, un momento.
     El Ministro de Sanidad se levantó para dirigirse a la puerta que había a su izquierda, entró y cerró. Esperaba que fuera el baño y que no estuviera huyendo. A pesar de llevar un rato con el que fuera mi reloj sideral, aún resultaba repulsivo el olor que desprendía. La puerta se abrió y escuché el ruido de la cisterna cargándose. Él tampoco tiraba de la cadena.
     —Ya puede usted pasar.
     Lo cierto era que me estaba meando, había ido al baño precisamente para eso y con el accidente y el disgusto… lo había olvidado. Me levanté.
     —¿No se irá a marchar? —le señalé con el dedo, olvidando quién era el jefe allí, pero no estaba para tonterías. Mi reloj sideral destruido, la cosa no iba a quedar así—. Si lo hace, iré a por usted, donde quiera que se encuentre, cargado con ese líquido denso y asqueroso que se acumula en los urinarios y le aseguro que debe ser más corrosivo que el escupitajo de un Alien.
     —Le espero aquí, si quiere se puede llevar su…
     —Es la prueba de lo sucedido —me llevé el reloj al baño.
     —No se preocupe, me ocuparé personalmente de que la próxima empresa que obtenga una contrata del Ministerio de Sanidad le compre un reloj…
     —Sideral, de la Constelación Alfa Centauri.
     Entré en el baño y escuché su voz antes de cerrar la puerta.
     —Por favor, no se lo haga fuera y tire de la cadena, es el baño de los VIP.


...

     Sonó el teléfono, cosa rara, desde el accidente no me habían dado nada de trabajo. Para entretenerme había descargado en el ordenador la película Nuevos Mundos y la estaba viendo; Banderolas estaba impresionante, consultando su reloj sideral que acababa de detectar al animal que acechaba entre la maleza. Pulsé la pausa.
     —¿Eres el del reloj sideral?
     —Sí…
     —Soy el secretario del Ministro. Creo que deberías venir rápidamente a mi despacho, y por favor, no se lo comentes a nadie.
     Resultaba extraño tanto secretismo. No me fiaba de él. Le había amenazado para que me dejara acceder al despacho del Ministro, pero no importaba, llevaría el reloj y lo sacaría si fuera necesario. Lo llevaba guardado en la bolsa que no me descolgaba en ningún momento. Apagué el monitor y me dirigí hacia su despacho. Habían pasado dos semanas desde el terrible suceso, el Ministro no me había comprado el reloj y los baños seguían igual. Llegué al despacho y entré. En cuanto me vio, me indicó el asiento frente a su mesa.
     —Tienes que escuchar esto —estaba excitado. La voz del Ministro surgía del teléfono, que estaba en modo manos libres. Se escuchó un golpe, como cuando un superior te arrojaba una carpeta repleta de papeles sobre la mesa para que le hicieras el trabajo de una semana en un par de horas.
     —El Ministro me ha pedido que llamara a sus allegados —me aclaró el secretario—. Una vez me equivoqué al marcar un número y descubrí que pulsando cualquier extensión, podía escuchar lo que allí se hablara, aunque no tuvieran el teléfono en uso; debe ser cosa del servicio secreto. Él no puede oírnos, lo he comprobado. Por cierto, está muy enfadado con el tema del reloj.
     —Lo del baño —una segunda voz, profunda, surgió del teléfono—. Menuda estupidez, lo negaremos todo, no tiene pruebas.
     —La tiene —era el Ministro—, la presentó en la comisaría cuando me denunció. Se supone que es un reloj de ciencia ficción de no sé qué galaxia, el que dejó caer al urinario. 
     —¡Hiciste bien en denunciarle! —me dijo el secretario.
     —No sólo se negó a comprarme un reloj —apunté—, me amenazó con echarme del trabajo, pero no puede hacerlo, soy funcionario.
     —En efecto, no puede.
     —Está chalado —dijo la segunda voz—, que no lo hubiera dejado caer.
     —Después de cursar la denuncia acudió a la prensa, y contra toda lógica, no sólo le hicieron caso; se atrevieron a entrar en el Ministerio y estuvieron haciendo fotos de los baños. Mirad la página siete.
     —¿Esto es un reloj? —dijo una tercera voz, más aguda—. Más bien parece una escultura tosca de un reloj, hecha de mierda. Ese administrativo es un cerdo, deberíamos echarlo a la calle.
     —Se acercan las elecciones, no podemos permitirnos un escándalo como éste precisamente en el Ministerio de Sanidad —la cuarta voz hablaba con mesura.
     —Pues habría que reeducar a los ciudadanos, no pueden ir dejando los baños como los dejan —era la segunda voz.
     —No puedes recordarles que son unos guarros —era la cuarta voz—, se acercan las elecciones.
     —La oposición podría usarlo en contra nuestra —aclaró el Ministro.
     —¿No podría alguien limpiar los baños? —intervino la tercera voz.
     —Recuerda —intervino la segunda voz—, que privatizamos la limpieza del Ministerio. Antes había cinco limpiadoras, ahora tenemos un limpiador. No da abasto y el año pasado se negó a entrar a limpiar los baños, alegando no sé qué de una alergia. Traía papeles del médico.
     —Contratemos a otra empresa —dijo la cuarta voz.
     —No hay dinero para ello —le recordó dos—, ¿se te han olvidado los recortes?
     —¿Alguna sugerencia? —el Ministro sonaba exasperado.
     El tiempo pasaba y nadie respondía. Temí que la comunicación se hubiera cortado, o peor aún, que se hubieran enterado que había alguien escuchando.
     —¿Aún conservas ese reloj? —el secretario aprovechó el silencio de la reunión para interesarse por él.
     —Lo llevo siempre conmigo. Tal y como están las cosas, temería perder la prueba —abrí el bolso, extraje la bolsa transparente con cierre hermético en la que lo guardaba y la deposité en la mesa—. No se te ocurra abrirla, sigue oliendo tan mal como el primer día y debe ser venenoso.
     —Es —el secretario parecía fascinado—… parece una escultura, es casi abstracto; cuesta reconocer que fue un reloj. El color es asqueroso, podría estar en expuesto en una feria de arte, lo podías llevar a ARCO, igual te dan una fortuna por él.
     —No se me había ocurrido. Con lo que me den podría comprarme otro reloj sideral nuevo —me interrumpí, la voz volvió al teléfono y no había entendido lo primero que dijo.
     —…poner un ambientador en el baño —reconocí la tercera voz, la del que no parecía muy espabilado.
     —No digas tonterías —estaba claro, cuatro sabía que era un poco corto—, la próxima vez podría tirar un anillo y decir que tenía un diamante de veinte quilates y se disolvió.
     —Será mejor clausurar los baños. Que hagan sus necesidades en el bar cuando salgan a tomar un café —era la segunda voz.
     —¿Clausurar los baños? —el Ministro levantó la voz—. ¿He de recordaros que estamos en vísperas de elecciones?
     Se produjo otro silencio. Si esos eran los que dirigían el Ministerio de Sanidad, no me extrañaría que sufriéramos una nueva Gripe, la F y que surgiera de los mismos baños del Ministerio. El secretario aprovechó para darle la vuelta a la bolsa. Aunque hubiera menguado, el reloj seguía cubierto por una gruesa capa de mierda solidificada completamente opaca.
     —¿Se habrán dormido? —el secretario me devolvió la bolsa con el reloj y lo guardé.
     Estuvimos aburridos durante un buen rato, antes de que una voz desconocida, la número cinco, hablara. 
     —Puede que haya una solución.
     —¿Siiií? —el Ministro parecía interesado.
     —He pensado —cinco parecía indeciso—… que podríamos emplear… un Sugeridor.
     —¿Qué es eso? —preguntó tres.
     —¿Uno de esos que te invita a entrar en las tiendas? —cuatro acababa de aclarárselo a tres, definitivamente no era tonto, era retrasado—. Eso es ilegal, está penado con prisión y no te libra nadie.
     —Espera —intervino el Ministro—, déjale que acabe de exponer su idea. Me interesa —igual el Ministro estaba un poco tocado, no me extrañaría.
     —Yo —comenzó a decir cinco—… pienso que si hay un Sugeridor en el baño y te insinúa amablemente que apuntes bien y que después presiones el botón que hace que salga el agua que se lleva la meada…
     —Y si lo hace —dos soltó una carcajada—, le regala un pin del Ministerio de Sanidad.
     —Nadie aguantaría ahí dentro, necesitaría una máscara… ¡Qué digo!, un equipo de buzo con la bombona de oxígeno —soltó cuatro.
     —Ponle la máscara y lo que quieras —dijo dos—, aunque logre convencer a los usuarios del baño para que lo hagan dentro y le den al botón, seguirá siendo ilegal.
     —Si con eso no se ensuciara más, algo ganaríamos. Puede que los inodoros y las tazas se fueran limpiando poco a poco —tres se superaba a sí mismo. Debía haber entrado a dedo en el Ministerio, sería familia del Ministro o alguno de sus allegados.
     —¿Qué le parece mi idea, señor Ministro? —dijo cinco.
     La respuesta no llegó. Si hubiera sabido que iba a escuchar esta conversación, habría traído una grabadora, aunque las escuchas fueran ilegales. Podría meter la grabación en un sobre y mandarla a la prensa, menudo revuelo se armaría. El secretario había comenzado a dibujar un monigote meando. El urinario estaba lejos y el chorro caí fuera.
     —Ante la manifiesta falta de ideas del equipo asesor —el Ministro intervino cuando el secretario dio por acabado su dibujo—, acogeremos la sugerencia de emplear un Sugeridor.
     —¿No podríamos obligar a la empresa de limpieza a limpiar los baños? —era la primera vez que tres decía algo con sentido.
     —Se negaron en redondo, se negó su trabajador. Tendríamos que pagarles lo suficiente para que emplearan más personal y eso, en estos momentos de crisis, es inviable. Propongo amenazarles con rescindir el contrato por incumplimiento y entonces les insinuamos que si quieren seguir trabajando para nosotros, deberán emplear un Sugeridor. Nosotros no hemos dicho nada y ellos corren con el riesgo, como el momento no está como para rechazar el trabajo, no se podrán negar.
     —¡Buena idea, señor Ministro —además de retrasado, tres era un pelota. Estaba claro que era de su familia. Tendría un sueldo de infarto.
     —¿Quién va a querer ejercer de Sugeridor dentro de un Ministerio? Es como pedir que te ingresen en prisión —cuatro parecía el más lógico del grupo.
     —¿Es que todo lo tengo que resolver yo? —aunque hubiera levantado la voz, el Ministro no estaba enfadado, más bien parecía eufórico—. Me encargaré personalmente de buscar al Sugeridor que sugeriré que emplee la contrata de limpieza.
     —Si funciona —intervino cuatro—, exportaremos la idea al resto de los Ministerios y Administraciones Públicas, claro que nos tendrán que devolver el favor en forma de jugosos dividendos. Las empresas de limpieza habrán de tener en su plantilla tantos Sugeridores como baños en los lugares que limpien.
     —De momento nos interesa solucionar nuestro problema. Doy por concluida esta reunión, que nunca ha tenido lugar.
     —¿Y la prensa y el que nos ha denunciado? —casi no reconocí a cinco, había soltado un gallo.
     —Construiremos para ellos un baño nuevo, que por supuesto nadie podrá usar; tendremos que cerrarlo con llave. Respecto al denunciante —el Ministro rió—, voy a encargarme de él.
     Escuchamos las sillas, las pisadas y la puerta que se abría. Sentí un escalofrío mientras el secretario cortaba la comunicación. Sólo faltaba que el Ministro me encontrara en el despacho de su secretario.


...

     Tuve suerte. El Ministro llamó al despacho de su secretario para pedir que me localizara. Esperé un rato antes de acudir a su despacho, se suponía que estaba en mi puesto de trabajo, viendo Nuevos Mundos.
     —Buena suerte —me dijo el secretario, presionando el botón que abría la puerta que daba acceso al despacho del mandamás del Ministerio.
     Entré amedrentado, el Ministro prefería que hubiera un trabajador ilegal a contratar más trabajadores para limpiar; me esperaba un nuevo destino en algunas de esas capitales de provincias que decían que no existían.
     —¿Cómo se le ocurrió llamar a la prensa? —soltó nada más verme, sin invitarme siquiera a sentarme; de todos modos lo hice, no quería que me diera un vahído cuando me dijera cuál era el nuevo destino.
     —Mis derechos como usuario del baño en el lugar de trabajo han sido vulnerados —saqué la bolsa que contenía el reloj—. Tienen derecho a saber lo que ocurre, máxime cuando no he sido resarcido por el accidente que ha sufrido mi reloj.
     —Está usted despedido.
     —No puede hacerlo, tengo mis derechos como funcionario —no lo dije muy convencido.
     —Puedo hacerlo y lo haré. Es más, me ocuparé de que no tenga derecho al paro ni a ninguna otra contraprestación social.
     —Le llevaré a los tribunales.
     —Sólo tengo que hacer una llamada y usted habrá perdido el juicio de antemano.
     Se me cayó el alma a los pies. Era peor de lo que creía, peor que la defunción del reloj sumergido en la nociva mierda del baño. A mi edad, no volvería a trabajar y lo peor de todo, el sueño de tener un reloj sideral de la Constelación Alfa Centauri, había durado muy poco.
     —Es usted —… iba a decir peor que la mierda del baño, pero me contuve. Me mandaría matar, aunque… daba igual.
     —Ahí se equivoca, amigo. Soy mejor que usted, que me ha denunciado, y se lo voy a demostrar —el Ministro se arrellanó en su butacón—. Está usted muy interesado en la limpieza de los baños. Si quiere volver a trabajar, puedo ofrecerle… mejor dicho, puedo recomendarle a cierta empresa privada; ellos se ocuparán de proporcionarle el trabajo. ¿Quiere saber de qué se trata?
     Lo tenía todo perdido. No volvería a tener un reloj sideral, tendría que colocar en la vitrina el que tenía, como recuerdo de lo que fue. Mi mujer había perdido el trabajo cuando cerró su empresa y yo no podía permitirme perder el mío, aunque una empresa privada no me aseguraba trabajo hasta la jubilación; aún así, asentí con la cabeza.
     —Sugeridor de baño —lo dijo casi riendo—. Se ocupará usted de que apunten bien, se la sacudan dentro y den al botoncito, o ayudarles a hacerlo si fuera necesario. El trabajo tiene sus momentos buenos, imagínese cuando entra alguien a hacer sus necesidades mayores…

lunes, 11 de diciembre de 2017

El Sugeridor



EL SUGERIDOR

      Se detuvo y dejó las bolsas en el suelo. Después sacó un pañuelo del bolso, se lo pasó por la frente y exhaló el aire como si con ello pudiera alejar el calor. Aquella mujer iba a ser mi primera víctima. Nada más decidirlo, una gota de sudor echó a rodar por mi espalda. No podía seguir esperando, eché a andar y la alcancé cuando se agachaba a coger las bolsas.
     —Buenos días. Perdone mi atrevimiento, pero hace mucho calor y va usted muy cargada.
     Se incorporó con una bolsa en cada mano y posó fugazmente sobre mí unos ojos sorprendidos. Mi primera víctima, era una oriental que aún no debía haber cumplido los treinta. Entonces hizo algo que no esperaba, avanzó una mano y me ofreció la bolsa. No podía creer en mi suerte y la cogí antes de que se arrepintiera. Me miró brevemente e inclinó la cabeza un par de veces. Me pareció detectar una sonrisa.
     —El sol pega de lleno y corre usted el peligro de deshidratarse —dejé que la idea fraguara en su mente antes de continuar hablando—. Debe tener sed.
     Asintió sin mirarme. El sol, la pesada bolsa que cargaba, y los nervios de la primera vez, hacían que mi espalda se fuera mojando.
     —Hay un refreshbar ahí mismo —le indiqué.
   Unas pupilas ocultas tras las pestañas escudriñaron mi rostro, y tuvieron que ver la gota que caía por mi frente. Era el momento decisivo y yo estaba como un flan, sin saber qué más hacer o decir.
     —Vamos —habló por primera vez, antes de agachar la cabeza.
     —¡Buena idea! —dije emocionado, mientras echábamos a andar hacia el establecimiento.
     Tanto tiempo preparándome para soltar una frase tan estúpida. Menos mal que era una presa fácil. Quedaban todavía unos metros para llegar al refreshbar y no estaría tranquilo hasta haberlo alcanzado. Lo que estaba haciendo era muy peligroso, si ella llegaba a sospechar…, yo acabaría en la cárcel. Otra gota de sudor surcó mi frente cuando alcanzamos la puerta. Era el momento clave, y mi corazón latía desbocado.
     —Buenos días —dijo el portero al abrir.
     Ella se detuvo, esperando que yo pasara. Necesitaba que entrara, o todo mi esfuerzo habría sido en vano. De algo debían servirme los conocimientos de psicología.
     —Usted primero —incliné la cabeza y extendí la mano libre—, usted primero.
     Inclinó la cabeza un par de veces antes de dar el primer paso. Puso el pie en el escalón de marmolina azul, dio otro paso más y estuvo dentro. Entonces le tendí la bolsa al portero y volví sobre mis pasos.
     ¡Lo había conseguido! Había sido tan fácil, que me daba vergüenza pensar que estaba en el último año de Psicología. No debía ser tan duro conmigo mismo. Tiempo tendría para enfrentarme a casos más complejos. De momento, me conformaría con las presas fáciles.
     La calle estaba tan atiborrada que costaba abrirse paso entre el gentío. Era un buen día para cazar. Volvería a mi puesto de observación en el escalón elevado a la sombra del edificio. Allí estaría fresquito y… Sentí un golpe en el brazo. Me detuve, y a pesar del calor, sentí frío, y el corazón se me desbocó.
     Permanecí quieto, esperando que unas esposas se ciñeran a mis muñecas y que una voz dijera: “queda usted detenido”, pero nada de eso ocurrió. La gente me sorteaba como si fuera una isla en medio de la corriente. Di un paso, otro más…, y nadie me detuvo. Había sido una falsa alarma.
     Continué hasta la atalaya y ocupé mi puesto de vigilancia. Observé a la muchedumbre intentando encontrar otra víctima y el sudor volvió a recorrer mi espalda, esta vez a chorros. Todavía no tenía los nervios templados de un auténtico delincuente. Podría dejarlo y volver otro día, al fin y al cabo, ya había cazado una presa; pero mi orgullo me lo impedía. Además, el trabajo escaseaba. Estábamos en crisis desde que la instauró a comienzos del siglo el entonces presidente de la nación, uno que arreglaba zapatos o algo así, no recordaba su nombre. Era muy difícil encontrar un trabajo aún teniendo un título universitario y mis padres no podían comprármelo, así que me tocaba estudiar duro y sacar asignatura a asignatura. Con un poco de suerte, cuando acabara la carrera y realizara unas pruebas de selección, podría aspirar a un puesto de limpieza, y si era en la superficie, me podía dar por satisfecho.
     Me pareció ver… pero no, parecía una persona altamente agresiva. ¿Es que no iba a encontrar otra víctima? Tenía mis aspiraciones y no pensaba bajar al subsuelo a limpiar la mierda. Un puesto de vendedor en un comercio, viendo la cara del cliente, estudiando sus necesidades, cuánto podría gastarse y cuánto sería capaz de sacarle; eso era un auténtico trabajo…
     ¡Esta vez sí! Acababa de descubrir un rostro perdido entre la multitud. Se había detenido y miraba hacia la cerveshbar. Tenía que actuar rápido, antes de que me lo quitaran. No había visto a ningún Sugeridor en las inmediaciones, pero eso no quería decir que la cerveshbar no los tuviera. Bajé los escalones y avancé en su dirección. Unos metros más y sería mío.
     Parecía fácil de convencer, demasiado fácil… Paré en seco y la frente se me perló de sudor. Había oído hablar de un caso como éste, un tonto al que lograban meter en el mismo establecimiento una y otra vez. Di otro paso hacia él y me detuve. Era sólo una leyenda, no podía ser él. Ahí estaba, delante de mí, como si estuviera esperando a que le atacara. ¿No sería un Servidor de la Ley y el Orden?
     La cárcel era un lugar espantoso del que casi nadie volvía. Por otro lado, ningún S.L.O. tendría esa expresión tan ausente, a no ser que fuera un buen actor, cosa altamente improbable. Rostro perdido estaba inquieto y alguien podía quitármelo. Tenía que aprovechar la oportunidad y atacar ya. Me acerqué a él pausadamente.
     Me miró apaciblemente, esbozando una sonrisa. Era como si me esperara, una presa tan fácil, que volví a dudar.
     —Hola —me dijo, lo cual me puso más tenso.
     No podía ser uno de ellos, mis conocimientos de psicología me decían que me encontraba ante una mente primitiva y sin malicia.
     —Hola. Hace calor —dije limpiando el sudor de mi frente.
     —Un poco —volvió a mirar hacia la cerveshbar.
     Resultaba demasiado evidente lo que quería, tanto como que sabía quién era yo. Por si acaso, emplearía una estrategia que no me involucrara, aunque fuera psicológicamente hablando, demasiado básica.
     —Tengo una sed que me muero —dije mirándole a los ojos—, pero no voy a entrar ahí. Lo hice una vez y créeme, la bebida no estaba nada buena.
     —Lástima —volvió a mirar hacia el local.
     Había sido una buena intervención la mía. No me delataba y además era él quien descubría su necesidad. Estaba listo para el empujón final.
     —Conozco un sitio mejor —señalé hacia el refreshbar—. ¿Viene?
     Se encogió de hombros. Eché a andar, y me siguió. Sí que era tonto, tanto, que había caído en mis redes sin que yo me delatara. Llegamos a la puerta y no había rastro del portero. Y pensar que en el pasado, las puertas de los comercios permanecían abiertas…, era inconcebible. Por fin apareció, agarró la barra, tiró hacia él y la puerta quedó abierta, parecía tan fácil… Mi víctima tomó la iniciativa y entró él solito.
     El sudor cayó por mi frente en forma de gruesas gotas. Qué nervios había pasado, pero lo importante era que lo había conseguido. Volví a mi puesto envalentonado, más seguro que nunca y me dispuse a vigilar. Iría a por el tercero, sin importarme los S.L.O. que hubiera. Cualquier incauto que escogiera, se convertiría en mi víctima. Le obligaría a entrar en el refreshbar aunque no tuviera sed. Podía convertirme en el mayor delincuente de la ciudad, si tenía la suficiente habilidad para no dejarme pillar.
     Toda esa masa de gente, todos ellos podían ser mis víctimas, todo gracias a una extraña ley, después de cuya aplicación, los comerciantes tuvieron que agudizar el ingenio para no tener que cerrar sus negocios por falta de clientes, pues éstos habían perdido la costumbre de abrir la puerta.
     “Las puertas de los establecimientos públicos deberán permanecer cerradas. Artículo 16, párrafo 3º de la Ley de Eficiencia Energética”. Año 2024, 9 de febrero. Ya que iba a delinquir por ella, la había estudiado y me la sabía de memoria.
     —Cuidado, ciudadanos, os enfrentáis al delincuente más peligroso de todos los tiempos —murmuré para mí.
     ¡Qué estaba diciendo! Debía calmarme, o me perdería. Vigilaría la atestada calle en busca de víctimas fáciles, y estaría atento a la presencia de algún S.L.O.
     ¡Oh!, encantadora. Con su cabellera tan oscura meciéndose a cada paso y esos ojos tan profundos. Era preciosa. Y ese contoneo al andar, ¡qué figura! Sería la víctima perfecta, incluso entraría con ella a beber… Una mujer así sabía manejar a los hombres a su antojo, mejor que esperara a tener un poco más de práctica. Unos meses más y tendría mi título universitario de psicólogo, y un buen currículum en mi carrera delictiva. Sería el mejor Sugeridor del barrio, llenaría el refreshbar de clientes, empezaría a delinquir para otros establecimientos…
    ¡Atención! Acababa de ver a otro incauto deteniéndose cerca de mi establecimiento. Era mi día de suerte. Con los sentidos alerta, intentando olfatear a los posibles S.L.O. infiltrados entre la concurrencia, llegué hasta mi víctima y con todo el aplomo que me daba la recién adquirida experiencia, me presenté.
     —Soy Thovbías Cavbuérnigo, el Sugeridor del refreshbar. No podrás encontrar otro lugar mejor para degustar una bebida fría —me sorprendió mi sangre fría, no sólo me había delatado, también le había dicho mi nombre.
     Me miró de arriba abajo y aún así continué sereno, sin sudores ni palpitaciones. Este trabajo iba a ser mucho más fácil de lo que yo había imaginado.
     —Conozco el local —me tendió la mano–. Frankker, me alegro de conocerte. Creí que no iba a poder entrar.
     —Para eso estoy aquí. ¿Me acompañas?
     —Con mucho gusto.
     Nos pusimos en marcha y al llegar a la puerta se adelantó y esperó a que el portero le abriera. Antes de entrar, se volvió hacia mí y me tendió la mano de nuevo.
     —Le deseo suerte, y espero que dure más que sus antecesores.
     —¿Mis antecesores?
     —Seis en un mes. Demasiados nombres para recordar —soltó mi mano y entró en el local.
     —¿Seis? –dije mirando al portero, que se encogió de hombros—. ¿Están todos ellos en la cárcel?
     —Yo no sé nada de nada, ni de ti, ni de nadie —la voz del portero me devolvió a la cruda realidad—. Por cierto, espabila, que el anterior entró a mear y se largó.
     Me alejé de allí sintiéndome el ser más insignificante de toda aquella marabunta con la que iba tropezando. Menudo comienzo había tenido. La segunda víctima, había sido yo, vencido por un tonto. Llegué a mi puesto de vigilancia, me senté y enterré la cabeza entre los hombros.
     Era dura la vida de un delincuente. Debía ser más listo que mis antecesores y conseguir sobrevivir sin que me pillara un S.L.O., al menos tres meses. Ese era el tiempo que me había marcado para conseguir una buena cartera de clientes dispuestos a dejarse entrar habitualmente en el refreshbar. Con esas credenciales y el título de Psicólogo, podría ser admitido en el mismo como portero, o quizás como dependiente. Un trabajo legal… y remunerado.