Óleo del autor, 100x81cm. Vendido.
martes, 28 de octubre de 2014
La Performance. Primera parte. Capítulo 5.
-5-
Gredos.
El verde esmeralda era un color poco habitual
en un coche. Felipe asomaba tras él, con los brazos apoyados en el techo. Les
sentaba bien el color, al coche y a él, con su pelo rubio teñido.
–¡Violeta! –salió de detrás del coche y avanzó
hacia mí.
–Felipe –nos encontramos en medio de la
calle.
Me abracé a él con todas mis fuerzas y al
instante nos besábamos apasionadamente. Ay, cómo le quería. ¿Cómo había podido
pasar toda una semana sin verle? Cuando nuestras ansias se apaciguaron y sin
llegar a soltarle, miré el coche.
–Bonito juguete te han dejado.
–Sí –contestó emocionado–. Es un Lotus
Elisse –su cara reflejaba algo más, era como un niño a punto de cometer una
travesura–. Ven a verlo –nos acercamos a
él y puso la mano encima–. Ahí donde lo tienes, pequeño y bajito, es un pura
sangre capaz de medirse con deportivos que le duplican la potencia. ¿Y sabes
por qué? –negué con la cabeza–. Porque es muy ligero, y eso hace que con un
motor discreto, acelere como un Ferrari.
–Estoy deseando probarlo –le dije.
–Un auténtico deportivo –continuó como si no
me hubiera oído–, algo que muchos fabricantes de renombre parecen haber
olvidado. Parece que sólo Lotus se atreve a construirlos –sentenció y tras
darse un respiro, señaló tras la puerta–. Mira esa entrada de aire, es para el
motor.
Me llevó de la mano hasta la parte de atrás.
–Aquí debajo está el motor.
–Anda, como en el Seat de mi tío Julián.
Todavía conserva el ochocientos cincuenta cupé.
–No exactamente, ese era un motor trasero.
Este está colocado en posición central, para equilibrar el reparto de masas.
Nunca le había visto tan interesado en algo,
parecía un auténtico experto. Me lo comería a besos, pero no quería
interrumpirle. Sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura del
capó.
–¿No tiene mando a distancia?
–Hasta en eso han ahorrado peso –giró la
llave.
–Cristina dice que desayuno en exceso, así
que ahora mismo, debo pesar un montón. A lo mejor te estropeo la aceleración.
¿Estás seguro de querer llevarme?
–No me provoques… –levantó el capó–. Aquí está
la fiera.
Estaba todo muy nuevo y reluciente, pero yo
no entendía de motores y lo que me llamó la atención fue el hueco que había detrás.
Había una bolsa de deportes.
–Este pequeño hueco –señalé–, ¿no será el
maletero?
–Así es.
–¿No se me manchará la bolsa de porquería
del motor?
–Qué cosas tienes. La tapa ajusta
perfectamente, mira la goma del capó.
–Con razón no querías que trajera mucho
equipaje –metí mi bolsa junto a la suya–. Menos mal que no he tenido que traer
la caja de tampones, creo que no habrían cabido.
–Qué quieres, es un deportivo.
–Dile a tu amigo que compre un remolque para
el equipaje. Y que sea ligero.
Bajó la tapa y cerró sin decir nada. Le eché
la mano al cuello y lo atraje hacia mí. Qué ganas tenía de llegar, dondequiera que
fuéramos. Cuando le solté, fue hacia la puerta y me abrió. Nunca antes había
tenido esa galantería conmigo.
–Debes
meter primero una pierna –me explicó–, luego te deslizas en el asiento y entonces
metes la otra.
–Oye, que aunque no haya montado nunca en un
Lotus, no soy tan torpe.
–Si tú lo dices…
No tardé en comprender mi error. Me resultó
fácil meter la pierna sin rozar el asiento con el zapato, pero tuve que
agarrarme al techo para deslizarme al interior y entonces caí sobre el asiento.
–¡Uauh! –su grito me asustó más que la caída–.
¡Venía soñando con esto desde que lo he cogido!
La
falda se me había subido en el descenso, dejando los muslos al aire.
–Eres malo –fingí ofenderme.
Bajé
la falda todo lo que pude, teniendo en cuenta que todavía tenía una pierna
fuera del coche y a continuación intenté meter la pierna derecha de forma
decorosa. Se estaba divirtiendo a mi costa. No era tarea fácil y al final,
encogí la pierna del todo y la metí sin prisa en el coche.
–Una señorita no se comporta así –comentó
visiblemente alterado.
–Un señorito como Dios manda, se habría dado
la vuelta.
–Vámonos
ya, que quiero disfrutar cuanto antes de lo que acabo de ver –me cerró la
puerta.
Al pasar por delante del coche me guiñó el
ojo y llegado a su puerta, abrió y se hundió en su asiento como si lo hubiera
hecho toda la vida.
–Felipe, ni que hubieras estado practicando.
–Desde que me lo entregaron –otra vez
apareció esa expresión de pillo en su cara.
–¡Te
lo has comprado!
–Sí –contestó sonriente.
–Ya te veía yo muy emocionado.
Metió la llave en el contacto y arrancó como lo
haría cualquier otro coche. Pero en cuanto nos pusimos en marcha, el sonido de
su motor retumbó en la calle vacía, perturbando el silencio de una mañana de
sábado. Llegamos plácidamente a la Puerta de Alcalá, donde un semáforo nos
detuvo. Daba gusto ver a Felipe, con las manos sobre el volante, parecía un
niño con zapatos nuevos. El semáforo cambió a verde. Metió primera y aceleró, cambió
a segunda y volvió a acelerar; el coche parecía una prolongación de sí mismo. Así
pasamos la Cibeles y subimos la Gran Vía, él mimetizado con su Lotus y yo observando
cómo conducía.
Una frenada contundente me hizo mirar al
frente. Un joven con el pelo a lo rastafari pasó corriendo por delante del
coche, dirigiéndonos una mirada reprobatoria.
–Lo siento –dijo Felipe–, no ha sido culpa
mía.
En ese momento, el semáforo se puso ámbar.
–Lo sé.
Cambió a rojo y los peatones empezaron a cruzar.
Una pamela asomó entre las cabezas de los transeúntes y de algún modo atrajo mi
atención, tal vez por lo inusual de la prenda, quizás por su blancura. Cubría
un rostro níveo de mejillas cubiertas por el rubor. Intenté componer su imagen
mientras se alejaba, pero envuelta en la muchedumbre, adivinaba más que veía:
retazos de vestido y esquirlas de un bolso, tan blancos como la pamela. Desaparecía
en el gentío y al instante descubría un mechón de cabello castaño y liso. No
podía apartar la vista de la desconocida, que ajena a las prisas de los demás transeúntes,
alcanzó la acera en último lugar. ¿Qué era lo que veía en aquella mujer? Felipe
arrancó y en ese último y trascendental instante, me reveló su secreto: su
enorme barriga.
–¡Eso sí que dura!
–¿Qué dices?
–No. Nada. Pensaba en voz alta.
Su imagen permaneció viva en mi retina,
blanca, cálida y luminosa, rodeada de un universo amarillo fluctuante; luego
fue anaranjado, ella fui yo, con un vestido de lunares, y una barriga como la
suya.
Apenas recordaba nada desde el frenazo, debió
suceder a la entrada de la plaza de España. Felipe se acercó al coche que nos
precedía e inició el adelantamiento. Un niño nos saludó desde el asiento
trasero. Sólo veía niños. Niños cruzando los semáforos, niños de la mano de sus
madres, niños en los coches, y me decía eso no, eso no. Porque lo que había
visto duraba nueve meses, porque buscaba la idea para una performance larga,
porque había asociado ambas ideas, porque odiaba la idea que me había asaltado.
No pensaría más en ello. Era nuestro fin de
semana, mío y de Felipe.
Felipe. No habíamos vuelto a hablar desde el
frenazo. A Felipe le encantaban los coches y estaba emocionado con su Lotus
nuevo, por eso no hablaba. Los hombres no podían atender dos cosas al mismo
tiempo y él estaba conduciendo. Que disfrutara ahora del coche, ya disfrutaría
luego conmigo. Llevábamos toda la semana sin vernos y cuando me llamó pidiéndome
que nos fuéramos el fin de semana, le dije que sí. Necesitaba alejarme de lo
ocurrido, el galerista, el gimnasio; aunque no todo había sido malo, también
estuvo Cachas. Sentí la incertidumbre de ser culpable. Una semana antes me había
llevado a la cama a Nacho, al que conocí en el pub, ya me recriminó Cristina la
aventurilla. Habría claudicado ante el galerista, si me hubiera asegurado una
exposición. Y el último fue Cachas, apareció en el momento que lo necesitaba. Sólo
eran aventuras, sin mayor trascendencia; los chicos también las tenían y a
nadie le parecía mal.
Cerré los ojos y me dejé llevar por las
sensaciones, mi cuerpo balanceándose adelante y atrás, a un lado y a otro, sin
saber lo que vendría a continuación. La incertidumbre formaba parte de la vida.
Así había conocido a Felipe, dejándome llevar.
Fue hace tres años. Cristina y yo acabábamos
de llegar a Madrid. Volvía del gimnasio y vi a un joven sentado en el banco que
había delante de casa. Estaba lívido y tiritaba de frío. Mi intuición me decía
que me acercara a ayudarle. Le pregunté si le ocurría algo y me dijo que no se
encontraba muy bien. Le dije que si quería tomar algo en la cafetería de la
esquina y me respondió que era mejor que nos alejáramos de allí. Bajamos hasta
Colón sin mediar palabra y cruzamos a Génova, donde entramos en una cervecería.
Allí se desahogó conmigo, una desconocida. Su novia se había enfadado con él
cuando se negó a comprarle una moto. Estaba harto de sus caprichos, cada vez
más caros, y del dinero que le pedía, cada vez con mayor frecuencia. Ella le
puso tibio: que era un egoísta, un tacaño y que no le quería. Tras soltarlo, le
dejó plantado en el banco en que le encontré. Continué con él el resto de la
tarde: paseamos, fuimos al cine y él consiguió tranquilizarse. Quedamos para el
día siguiente, luego al otro y empezamos a salir. De vez en cuando nos encontrábamos
con su ex, que vivía en mi portal, pero no nos dirigía la palabra. Y si de algo
podía presumir Felipe, era de ser desprendido y espléndido con su dinero.
Dejamos
la autovía y perdimos de vista los radares. Felipe le había tomado el pulso al
coche y empezó a correr de verdad. Se le veía seguro, confiado y en cuanto
llegamos a las curvas del puerto lo hizo derrapar. Era curioso que ante las
situaciones difíciles o comprometidas, Felipe se pusiera nervioso y se bloqueara,
como cuando le dejó su novia; y sin embargo, una conducción decidida y audaz,
con los sentidos alerta, pendiente de mil detalles, le mantuviera relajado.
A mí me relajaba el paisaje, apenas intuido
quedaba atrás, dejando en mi memoria una leve constancia de lo que fue. La
pintura de Zóbel debió surgir de modo parecido. Tomaba apuntes del paisaje en
sus viajes y los iba depurando en su estudio, hasta que desaparecía todo atisbo
de lo que fueron, convirtiéndolos en una mancha de color exquisito. Debería
probar, a mí que me gustaba la abstracción; aunque a estas alturas, puede que
no mereciera la pena.
Cerré los ojos y disfruté del recuerdo del
paisaje, y del sonido embriagador de unos neumáticos llevados al límite.
A la mañana siguiente me asaltó la realidad,
antes incluso de despertar. Soñé que estaba embarazada y lo mostraba a todo el
mundo. Entonces apareció mi madre y me amonestó: ¿Qué has hecho hija? Por lo
menos no te muestres. Es que es un embarazo performántico, le contesté. No supe
si fue un sueño o una visión, el caso es que me desveló antes del amanecer.
En cuanto hubo luz, cogí el pequeño cuaderno
de dibujo y me asomé a la ventana. Felipe continuaba dormido. La tarde anterior
había sido muy… especial, y no salimos de la habitación en toda la tarde. Las
vistas desde la habitación del parador de Gredos eran maravillosas. El bosque
descendía hasta un frondoso valle por el que adivinaba correría un coqueto
arroyo cuyos meandros se hundirían en la pradera. Ahora mismo beberían en él
los corzos, venidos de la zona más agreste y salvaje, de las tupidas montañas
del fondo. Mi estado de ánimo me impidió dibujar nada de todo aquello y empecé
a garabatear en el papel. Las filigranas que tracé, se transformaron en espermatozoides
que imaginé amarillos, fluyendo en un mar naranja. Su destino no era otro que un
óvulo violeta. Dibujé el óvulo violeta, era yo. Añadí una enorme barriga en
torno al óvulo y completé la figura de una embarazada, la embarazada del semáforo.
En realidad, ella era yo.
Pasadas unas horas me adentré con Felipe en el
majestuoso valle que no fui capaz de dibujar. El paseo entre los árboles, por
la pradera y junto al riachuelo, me hizo olvidar a la embarazada, los óvulos y la
performance y me sentí dichosa junto a él. Nos detuvimos bajo un pino y Felipe alcanzó
un muérdago.
–¿Sabes que llevamos casi tres años
saliendo? –dijo al dármelo.
–Sí, lo sé –me apreté contra él y le di un
beso–. Estaba recién llegada de Sevilla, fue al poco de empezar el curso.
–¿Te casarías conmigo? –soltó con voz
insegura.
No estaba preparada para aquello, fue toda
una sorpresa y así se lo dije:
–Creo que aún no ha llegado el momento.
–¿Es que no me quieres? –se puso colorado.
Era el primer síntoma de su nerviosismo
cuando se enfrentaba a algo serio. Me separé de él y me alejé unos pasos.
–No, no es eso. Me gustaría acabar mis
estudios.
Fue lo primero que se me pasó por la cabeza.
No pensaba hablarle aún de la performance que estaba fraguándose en mi cabeza.
–¡Pero
eso son más de dos años! –caminaba de un lado para otro–. ¡No tendrías que
buscarte la vida de galería en galería! –parecía una fiera enjaulada–. Trabajarías
en la empresa de mi padre –se detuvo ante mí–. ¡Podrías pintar en tus ratos
libres! –su mano buscó la mía…
Fue un contacto frío y áspero, en el que la
imagen del galerista me vino a la mente. Aparté la mano como si quemara. Acababa
de estropear un maravilloso fin de semana.
domingo, 19 de octubre de 2014
LA PERFORMANCE. Primera parte. Capítulo 4.
-4-
La idea.
Una lluvia fina se derramó sobre mi cabeza, enredándose
en el pelo hasta dejarlo empapado. Se desbordó formando regatos que se deslizaron
por mi cuello, alimentando el arroyo que recorrió el surco de la espalda. Deliciosa.
Eché la cabeza hacia atrás y el agua saltó sobre mi rostro. Cerré los ojos y la
sentí deslizarse, silenciosa. Surcó los párpados, se enredó en las pestañas y
goteó sobre los pómulos; recorrió la nariz antes de hacerme cosquillas en los
labios; se detuvo unos instantes en la barbilla, descendió por el cuello y rodó
hacia los senos. Sensual. Extendí el brazo y un reguero de agua se precipitó por
él hasta alcanzar las puntas de los dedos, desde allí se lanzó al vacío
formando una catarata.
Abracé
mi cuerpo. Un hombre junto a mí y la dicha sería completa. En unas pocas horas
mi deseo se cumpliría, estaría con Felipe. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Llevé
las manos a la cabeza, hundí los dedos en el cabello y masajeé suavemente. La
ducha estaba logrando despejarme. No había dormido bien, diría que no había
dormido casi nada.
Y es que quería empezar a forjar mi futuro, había
tenido dos visiones y ambas me empujaban hacia la performance, aunque aún no supiera
qué iba a hacer. La noche anterior me había acostado pensando en ello y me vi
envuelta en sueños de maravillosas performances, pero desperté de madrugada y tristemente,
se desvanecieron. Estiré los brazos y junté las manos, formando una catarata. Me
desvelé y por más que lo intenté, no pude volver a conciliar el sueño. ¿Por qué
no podía volver a soñarlas? La cascada se precipitó por el desagüe. Sus aguas
no volverían a mí, tampoco lo harían los sueños.
Necesitaba
ideas para una performance, la más extensa que hubiera existido. Eran vitales
para mi futuro. ¿Qué podía hacer? ¿Qué tipo de espectáculo debía ofrecer? ¿Y cómo
mantendría la atención del público? Eché la cabeza hacia atrás y una delicada
lluvia aleteó sobre mi rostro. Abrí la boca y las gotas empezaron a deslizarse,
una tras otra, a su interior.
El público era incapaz de mantener la
atención durante mucho tiempo. Había sido testigo de ello, en el cine, multitud
de veces; cuando nada más empezar la película, se ponían a charlar sobre temas
ajenos a ella, manipulaban incansables una ruidosa bolsa de plástico, o contestaban
una llamada en el móvil que no se molestaron en apagar. Cerré la boca antes de
que el agua empezara a deslizarse hacia la garganta. Una película duraba hora y
media o dos y pretendía que mi performance durase mucho más. ¿Cómo iba a
conseguir su atención? Expulsé el agua como si fuera un surtidor.
Cuando era pequeña, había un descanso; entonces
nos levantábamos de los incómodos asientos, comprábamos chucherías si la paga
nos alcanzaba para ello o salíamos al baño. Al apagar las luces, estábamos de
nuevo en el sitio y volvíamos a sumergirnos en la historia. Quizás el público
actual necesitara ese descanso. Ahora los intermedios estaban en la televisión,
aunque eran tan largos que hacían perder la paciencia al espectador. Cuantas
veces había dejado de ver una película porque me harté de tener que esperar quince
o veinte minutos.
Eché la cabeza hacia atrás y abrí la boca
otra vez. Mi performance duraría más que una película, se parecería más a una
serie y no agotaría la atención del público, que estaría ansioso por ver el
siguiente capítulo. Había encontrado el camino, me emocioné, y sin quererlo, me
tragué el agua. Qué asco, estaba caliente, sabía peor que el té.
–It could happen to you… –empecé a cantar al
tiempo que iniciaba un baile de hombros y brazos.
Las ideas venían. Cogí la esponja y el gel de
lavanda. Seguí tarareando la canción de Diana Krall mientras embadurnaba mi
cuerpo de violeta. Cualquiera diría que había pasado, como decían por aquí, una
noche toledana; no quedaba ni rastro. Cerré el grifo y abrí para alcanzar la
toalla. No se veía nada, había un ambiente neblinoso de película.
Y en la neblina blanquecina, recordé otro baño
algo más tosco, antiguo y pequeño. De eso, hacía muchos, muchos años. Era una
cría, y estaba enfadada. Esa noche hacía mucho calor, así que me metí en la
ducha antes de acostarme. Abrí los grifos a tope y dejé que el chorro de agua
caliente me golpeara con violencia. Poco a poco fui relajándome, olvidando el
motivo de mi rabieta. Para cuando lo conseguí, el agua empezaba a salir fría, había
vaciado el calentador. Aquella noche, mi madre no pudo ducharse y a mí me cayó
una buena bronca. No solía reñirme y me dolió tanto que lo hiciera, que no volví
a remolonearme en la ducha, no hasta hoy. Ahora no importaba, el gas no se
acababa, a no ser que la compañía cerrara el grifo. Busqué a tientas la manecilla
y abrí la ventana.
Al volver al dormitorio vi la bolsa sobre el
tocador y me detuve. Felipe, cómo le echaba de menos. El día anterior me había
llamado para proponerme que nos fuéramos a la sierra. Había sido una semana muy
extraña en la que no nos habíamos visto un solo día. Le dije que sí, sin dudarlo,
y entonces me pidió que por todo equipaje llevara una bolsa pequeña, sin darme
más explicaciones. Me tenía intrigada. Y eso preparé, a duras fui capaz de
meter la ropa de campo, las zapatillas y lo de aseo; ni siquiera llevaba un
camisón y ni falta que me haría.
Fui hacia el armario y lo abrí. Tenía tiempo
suficiente para arreglarme. Todavía era temprano y habíamos quedado a las diez.
A Felipe no le gustaba madrugar, ni siquiera por mí y eso me daba mucha rabia. Ganas
me daban de ponerme unos vaqueros y una camisa como para ir a la facultad, pero
no iba a ser mala; éramos dos enamorados que hacía días que no se veían,
elegiría un vestido. El rojo no, no íbamos a asistir a ninguna fiesta, que yo supiera;
más bien sería un fin de semana íntimo, algo más tranquilo entonces. El azul
ultramar, me pareció demasiado serio; mejor el azul celeste. Sí, el azul
celeste sería perfecto.
Enfundada en mi vestido primaveral, volví a tararear
el tema de Diana Krall. Era bastante escotado, como a mí me gustaba, pero a
diferencia del resto, era el más corto; me llegaba por las rodillas. Me senté
ante el tocador como si fuera en el coche, e imaginé a Felipe echándome miradas
furtivas. Me subió un cosquilleo. Pronto le vería.
Olvidé mis piernas y cogí el cepillo. Me
peiné como de costumbre, con la raya en medio, dejando que la melena cayera
sobre los hombros ligeramente ondulada. Después cogí el lápiz azul y me pinté
los ojos. No quería que antes o después pudieran reflejar una noche de insomnio,
así que insistí en ellos y remarqué una línea poco discreta. Faltaban los
labios, ya los pintaría después de desayunar. Cogí el carmín y lo dejé sobre la
bolsa de viaje, no se me fuera a olvidar dármelo.
Sólo me faltaba el lunar. Jamás me pondría
una prenda folclórica llena de ellos, pero me encantaba llevar uno, sólo uno.
Abrí el cajón y saqué la cajita de los pines, los tenía de todos los colores.
¿Naranja o ultramar? Coloqué ambos sobre el vestido. El ultramar, hoy sería todo
azul. Recordé la fiesta de carnaval del año pasado en el Círculo de Bellas
Artes. Iba de bruja de la luna y me pinté los labios de azul. Todavía
conservaba la barra que compré para la ocasión. Rebusqué en el cajón de abajo,
donde guardaba los trastos y allí estaba.
...
Empezaba a sentir un hambre atroz, así que
fui a la cocina para preparar el desayuno. Me puse el mandil sobre el vestido
para no mancharme y cuando lo tuve listo, lo llevé en la bandeja al salón. Cristina
estaba sentada delante del caballete, con la paleta en una mano y el pincel en
la otra, trabajando en su pintura.
–Hola, Cristina –saludé–. Seguro que has llegado
antes de que el sol saliera.
Caminé hasta la mesita y dejé la bandeja
encima, coloqué la butaca de modo que me diera el sol y me senté a disfrutar
del desayuno.
–Hola Violeta –tardó en contestar–. Me has pillado
en una pincelada comprometida.
–¿Quieres
tomar algo? –di un mordisco a la pera.
–Ya desayuné –se volvió hacia mí–, antes de
que saliera el sol.
La carne blanca de la pera brilló con intensidad
bajo los cálidos rayos de sol. Era una lástima que sólo pudiéramos disfrutar del
salón durante el fin de semana. Lo de salón era un decir, porque no quedaba más
que el rincón en el que estaba sentada, el resto lo usábamos como estudio. Dejé
el rabo de la pera en el plato.
Cristina había sacado provecho a la performance.
Del dibujo que hizo aquel día, había surgido una ciudad selvática. Tenía la
pared llena de bocetos, meticulosos estudios de lápiz y de acuarela. Su trabajo
en el lienzo no era menos concienzudo. Primero había hecho el dibujo a
carboncillo y lo había repasado con temple. Ahora estaba empezando a realzar
las luces y las sombras, también al temple y después asentaría el color en
finas y pacientes veladuras al óleo. Sí, me gustaba el tinte romántico y fantástico
de la ciudad selvática.
Dio una pincelada, se echó hacia atrás para
ver el efecto y el sol volvió su pelo rubio. A veces me preguntaba cómo logré
convencerla para que nos viniéramos a Madrid, cuando su estilo se hubiera
ajustado más a las tendencias de la facultad de Sevilla. Di un sorbo de café.
Debió pesar bastante nuestra amistad.
–¿No quieres que te prepare nada?
–No, de veras que no, gracias.
Sí. Éramos tan diferentes en nuestro modo de
enfocar el arte, no había más que mirar nuestras respectivas pinturas. Mi
estilo cuadraba mejor con la facultad de Madrid, era más actual, aunque no me
atrevería a llamarlo vanguardista. A mí me bastaba con un par de bocetos a
lápiz, porque el resto del trabajo lo hacía en el ordenador, y lo pasaba al
lienzo porque nos obligaban a entregar el trabajo en un soporte físico.
Cristina dejó los pinceles colocados sobre
la mesa junto al caballete, colocó la paleta al lado y se limpió las manos con
un trapo. Se levantó y vino hacia mí.
–Café, pan con aceite y tomate, galletas y
fruta –señaló–. No sé cómo te puedes comer todo eso y no engordar.
–Lo hago precisamente para no perder mis
curvas –dije cuando acabé de masticar.
–Ya –se sentó a mi lado–, por eso vas al
gimnasio, para bajarlo.
–No te confundas –reí–, al gimnasio voy para
tonificarme, no para mortificarme.
Mi sonrisa
despareció. Anteayer me mortifiqué, fue la única y casi trágica vez. Ay, todo
había sucedido tan rápido: la galería, el gimnasio, el accidente, Cachas
salvándome, Cachas haciéndome el amor, la tertulia y la decisión de hacer una
performance. Cristina puso su mano sobre la mía, había sentido mi dolor y sabía
lo sucedido, se lo había contado, todo.
–Es curioso… –en su cara se pintó esa
expresión risueña tan suya. Miraba mi pintura.
–¿El qué? –miré intrigada la ondulaciones de
pintura acrílica sobre el lienzo.
–Que a
las dos nos viniera la inspiración el mismo día. A mí en la performance, a ti
en el Drakkar –me cogió una galleta y se puso a mordisquearla.
De aquellas fotos que le hice, en mi obra sólo
quedaba la esencia, abstracción pura. Vaya sorpresa que se llevó cuando las vio.
Me eché a reír.
– No sé cómo lograste hacerlas sin que me
enterara.
–Fue fácil, no tenías ojos más que para el
capitán –continué riendo.
–No es cierto –se puso colorada como un
tomate.
–Pues no los apartabas de la barra –insistí.
–¡Mentira! –volvió la cara había el balcón.
Su mano tembló sobre la mía.
Lo que le costaba reconocerlo, era muy vergonzosa.
–Perdona,
era una broma.
Sus hombros se movían al compás de una
respiración agitada que no tardó en calmarse. Entonces se volvió hacia mí y me
dio en el brazo.
–Anda, acábate el desayuno –me cogió otra
galleta.
–A este paso, no me dejas nada.
–Exagerada –dijo a punto de morder la
galleta.
Continué
con la tostada que había dejado a medias y apuré el café.
–Ahora a esperar que llegue Felipe –dejé la
taza en la bandeja.
–¿Sabes que tal como te has pintado los ojos
me recuerdas un montón a una actriz?
–¿A quién?
– A esa
de la película que vimos hace poco en la tele, La trampa. ¿Cómo se llamaba
ella?
–Ah, sí. Catherine Zeta Jones.
–Sí, esa. Pues te pareces un montón.
–Vaya. No me lo hubiera imaginado.
–Pues
es guapísima y vaya tipazo tiene –movió la mano–, como tú.
–Gracias –me halagó que me lo dijera.
–Claro, así te salen los admiradores, y eso
que ya tienes novio –sonaba a reproche, pero era más bien algo de envidia.
–Ya me conoces. Necesito a alguien a mi lado,
no soy capaz de estar de otra manera.
Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás.
El sol resultaba de lo más agradable. Cristina también necesitaba alguien a su
lado, pero no había manera con ella.
–Y tú, ¿no tenías una cuenta pendiente con
el capitán? –no quise mirarla, no se fuera a sonrojar de nuevo–. ¿No te iba a
grabar un cedé?
–Esperaba que fuéramos este fin de semana al
Drakkar.
–Oye, que
me vaya con Felipe no quiere decir que no puedas ir.
Pobre
Cristina. Sentía una envidia sana al verme con un chico tan
guapo, que estaba loco por mí y encima tenía dinero. Era una romántica y estaba
con unas ganas locas de tener novio. Algún día iba a tener que
interceder por ella y hacer de alcahueta.
A lo lejos se escuchó un chirrido de ruedas,
seguido del bronco sonido de un vehículo que fue en aumento y se cortó bajo
nuestro balcón. No sería, no podía ser, aún era pronto. Cristina se levantó.
–¡Uau, es Felipe! ¡Mira qué coche trae!
Me levanté de un salto y fui a ver. Había un
pequeño deportivo aparcado en doble fila. Se abrió la puerta y él salió con
cierta dificultad. Ese no era su coche. ¿De dónde lo habría sacado?
–Voy a dejar esto en la cocina.
–Ya lo
llevo yo. No le hagas esperar.
–Está bien. Gracias –corrí a mi dormitorio.
Repasé mis labios de azul y volví con la bolsa. Cristina había salido al
balcón y le saludaba con la mano. Salí y le saludé yo también.
–Siento dejarte sola –la abracé y le di un beso.
–No te preocupes, sobreviviré –sonrió.
–¿Por qué no te acercas esta tarde al Drakkar?
–Anda, olvídame y ve con ese chico tan guapo que te está esperando ahí abajo,
o lo haré yo en tu lugar.
–¿Serías capaz de quitarme el novio?
Se quedó pensativa.
–Mira ese coche. Si no es por él, lo haré por su dinero.
Volvimos a abrazarnos.
–Adiós. No le dejes escapar –susurró–. Es perfecto para ti.
–Adiós. No olvides ir a ver a tu capitán.
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