9
Alejandro visita a Elena
La flauta lo había dicho: espera, todo
llegará a su debido tiempo. Y las cosas habían empezado a cambiar en la
taberna. Se acabó la soledad de las mañanas y el trabajo atropellado en el
bullicio del mediodía. Su ausencia había servido al menos para provocar el
cambio. Ahora tenía a Vicenta, que además de ayudarla, le hacía compañía. Acabó
de limpiar el mostrador y se apoyó en él. Ahí estaba, como todas las mañanas,
tomándose el reconstituyente que ella le preparaba. Lo disfrutaba con calma,
paladeándolo, mientras sus ojos escudriñaban plácidamente la calle. ¿Qué
pensaría en esos momentos? Su vida también había sufrido un cambio a mejor,
había dejado de sentirse enferma y cansada. Salir de casa le había hecho bien. Cogió
el trapo y la jofaina y se fue hacia las mesas. Al sentirla, Vicenta se volvió.
Seguía pensativa.
—¿Sabes una cosa? —dijo Vicenta, dejando
vagar su mirada en el infinito—. El otro día Enrique me dijo que el vino bueno
había dado un bajón.
—¿Y
qué le dijiste?
—Me entró la risa. Intenté ponerme seria,
pero no fui capaz. Le dije que me había dado por beber, y que siendo dueña del
negocio, no iba a tomar vino del malo. Si vieras la cara que puso… —se empezó a
reír sin poder contenerse.
Elena
terminó de limpiar una mesa y se apoyó en ella.
—A mí no me ha comentado nada.
—Al rato se puso muy serio y dijo que una
mujer no debería beber. Le contesté que si algunos hombres bebían hasta perder el sentido y la noción de
lo que está bien y lo que está mal, por qué no había yo de poder echar unos
tragos.
—¿Te atreviste?
—Ya lo pensé después. Menos mal que no se
atravesó. Me sorprendió que se quedara callado y… —Vicenta se calló y miró
hacia la puerta.
Acababa de abrirse y unos pasos resonaron en
la taberna.
—Buenos días, caballero —saludó Vicenta.
—Buenos días tengan ustedes —reconoció la voz
y se volvió. No podía creer que estuviera allí.
Él se
detuvo y sonrió. Ella fue incapaz de moverse, pero le devolvió la sonrisa.
Creyó estar soñando.
—Hola, Elena. Me alegro de verla —avanzó
hacia ella despacio.
—Hola
Alejandro… —le salió un hilo de voz— ¿Cómo usted por aquí?
—Por mi trabajo. He venido a dibujar.
—¿Quiere tomar algo? —intervino Vicenta.
—La verdad… es que no sé qué tomar… —parecía
estar tan nervioso como ella.
—Prepárale un carajillo, Elena. Pero siéntese
usted, no se quede ahí de pie.
Elena fue tras el mostrador. Así estaría
ocupada un rato, mientras se reponía de la sorpresa. Todavía no se podía creer
que estuviera allí. Lo de dibujar era una excusa. Seguro que había venido a verla.
—No es usted de por aquí.
—No,
vengo de Segovia.
—¿Y qué ha venido a dibujar? —intervino
Elena, que no se perdía detalle.
—Quiero ir a dibujar a un bosque que me han
dicho que hay cerca de este pueblo —y mirando a Vicenta— soy pintor, ¿sabe
usted?
—Y se
viene hasta estas tierras perdidas… ¿No hay bosques donde vive usted?
—Sí que los hay, pinares. Pero me han hablado
de uno que hay por aquí donde hay una gran variedad de árboles.
—¿No será el bosque encantado? —se alarmó
Vicenta.
—De
eso no sé nada. A mí me han hablado de un bosque enorme, de vegetación espesa y
cerrada… No sé si estaremos hablando del mismo. Según me dijeron, está situado
hacia el este o el noreste, no lo sabían con exactitud.
—Sí, tiene que ser ese. Los otros dos son
pequeños y bastante abiertos y están uno por el oeste y el otro hacia el sur.
Había venido por ella, no había duda. Se
sintió feliz. Cogió la taza y la llevó a la mesa. Cogió una silla y se sentó al
lado de Alejandro.
—Sé a cual se refiere. Pero no sabía nada de
que estuviera encantado —intervino Elena.
—Un sitio extraño. Dicen que la gente
desaparece en su interior. Ahora nadie se atreve a internarse en él, ni
siquiera los leñadores. Al último que taló un árbol, y eso fue en el límite
exterior, le cayó encima y lo mató. No era un novato, conocía su trabajo.
—Es justo lo que busco, un lugar extraño y mágico.
Por eso he venido hasta aquí —agarró la taza y bebió.
—Vaya con cuidado —dijo Vicenta.
—No se preocupe… lo dibujaré desde lejos.
—¿Se va a quedar mucho tiempo por aquí?
—Ya me gustaría, pero el trabajo me reclama.
Mañana mismo tengo que estar en Segovia. Estoy haciendo unos retratos.
—Pues debería darse prisa. El bosque queda
lejos de aquí —después de decirlo se arrepintió. A ver si pensaba que le estaba
echando.
—¿Sabe ir hasta allí? —preguntó Vicenta.
—Pues no… Si me hicieran el favor de
indicarme…
—Elena, ya que sabes dónde está, podías
acompañarle.
—De acuerdo —contestó emocionada. Vicenta se
olía algo. Había visto cómo se quedó cuando entró. Pero no había preguntado de
qué se conocían. Sabía ser discreta, una cualidad extraña en el pueblo.
Vicenta, que había acabado su cordial, se
puso en pie.
—Hay que darse prisa. Elena, vamos a preparar
unas viandas y le llevas hasta allí, no se vaya a perder. Hoy me hago cargo de
esto.
—Gracias, Vicenta.
—Gracias —repitió Alejandro.
—Ya podéis tener cuidado con el bosque, no
entréis en él.
—No se preocupe, no quiero que me caiga un
árbol encima —dijo Alejandro muy serio.
No sabía
que el bosque estuviera encantado. ¡Menuda tontería! Sus padres nunca le
dijeron nada al respecto, además lo hubiera notado, ella que había vivido lo
del castillo. ¡Eso sí que era sobrenatural! Caminaba deprisa, como solía hacer
cuando salía a pasear. Ella con la cesta de la comida y Alejandro con su
carpeta, y esta vez no iban a refugiarse de la lluvia. Fue ella la primera en
romper el silencio.
—El otro día en el bosque… con la lluvia,
preocupado porque se mojaran sus dibujos, ¿fue capaz de encontrar algo que
llamara su atención?
—La luz… con la tormenta y los relámpagos… la
poca luz que lograba filtrarse…
—Pues hoy luce el sol. La sensación será
totalmente diferente —era cierto, había venido por ella. Lo del bosque era una
disculpa.
—El follaje sigue siendo denso, a la luz le costará
llegar al suelo —él seguía intentando justificarse.
—Le puedo llevar adonde prefiera. Hay zonas
donde ni en un día como hoy entra la luz, otras donde se abren claros y surgen
pequeñas praderas, sitios donde el matorral lo cubre todo y los pájaros campan
a sus anchas.
—Lo conoce bien al parecer.
—Vengo
a menudo.
—¿No vendrá sola? —se detuvo.
—Sí, sola. ¿De verdad no creerá esas
historias?
—No es buena idea. Lo dijo la tabernera.
—Vicenta.
—Que
era un lugar extraño, y hablaba de desapariciones.
Elena se detuvo. ¡No se lo podía creer!
—¿Más extraño que lo del castillo y la
música?
—No…, hemos vivido algo inexplicable —agachó
la cabeza y siguieron caminando.
Que le preocupara que fuera al bosque después
de haber permanecido en él bajo una tormenta, casi sin luz, en un lugar que
hacía las veces de madriguera… Tenía que averiguarlo de una vez.
—¿No hay bosques en Segovia?
—Sí.
Pinares, son demasiado… homogéneos. Aburridos, nada pictóricos. El otro día me
sorprendió éste.
No había manera, seguía sospechando que no
había venido precisamente a ver el bosque. ¿Por qué si no había ido a la
taberna? A verla a ella, claro.
Llegados al bosque se internaron en él. Le
fue hablando de plantas, rocas y árboles curiosos. Él atendía a sus
explicaciones y le hacía preguntas. Pero le daba la impresión de que no estaba
buscando algo que quisiera dibujar.
—Alejandro, deme alguna pista, ¿qué es
exactamente lo que quiere ver?
—De momento, un sitio donde sentarnos.
—Bien. Venga por aquí —contestó un tanto
descolocada con la respuesta. ¿Estaría cansado ya?
Llegaron a la bifurcación y tomaron la senda
que iba hacia el oeste y llegaron a un árbol caído.
—¿Le parece bien aquí?
Alejandro no contestó. Dejó la carpeta en el
tronco y la abrió. Sacó un pequeño paquete de color marrón y se lo enseñó.
—Elena, me he permitido traerle esto.
—¿Para mí? —se sorprendió—. No tenía por qué…
Se acercó a cogerlo. Le encantaba que hubiera
tenido un detalle con ella. Se imaginó que serían unas galletas. A lo mejor
eran bombones. Lo abrió con cuidado y se quedó estupefacta. Eso sí que no se lo
esperaba. Le envolvió con la mirada.
—¡Un libro! —le miró entusiasmada—. ¿Cómo
supo…?
—Quería
traerle algo y no sabía qué. Hasta que recordé que pidió un libro cuando
guardaba cama.
—“El paraíso perdido”, John Milton. Es usted
un cielo —y espontáneamente le abrazó—. Gracias, Alejandro. No sabe lo feliz
que me hace.
—No se merecen.
Le había dado donde le dolía. Y pensar que
rechazó el libro de Anselmo, que había dicho que no volvería a leer… Sintiendo
su proximidad y su calor, se puso nerviosa. Pensaría que era una fresca. Se
separó de él.
—No piense que… yo nunca me porto así —notó
que le subían los colores.
Se sentaron en el tronco, a una distancia
prudencial. Con el libro en las manos, se quedó contemplando la portada.
—Debería dibujar… —Alejandro sacó papel y
lápiz de la carpeta.
—Entonces leeré un poco —le miró sonriente y
feliz.
Abrió el libro, pero no empezó a leer. Nunca
había visto a un pintor trabajando. ¿Qué iría a dibujar? Empezó a mover el
lápiz sobre el papel mientras miraba en su dirección. Miró a su izquierda. Un árbol,
claro. Bueno, a lo suyo. El paraíso perdido, sonaba interesante. Pasó la hoja,
capítulo primero. No acabó de leer la primera línea, quería ver lo que hacía.
Intentó mirar disimuladamente, pero se sintió observada y bajó los ojos. Volvió
al libro, pero no podía reprimir la curiosidad y… se encontró con sus ojos.
—No me estará…
—Siga leyendo un rato más, por favor.
—Está bien —accedió. Ahora que estaba inmerso
en su trabajo, se le veía más seguro. Aprovecharía para que se lo confirmara,
quería oírselo decir a él.
—Alejandro, todavía no me ha dicho qué ha
venido a buscar al bosque.
—¿Aún no se ha dado cuenta? —dijo sin
levantar la cabeza.
—Lo sospecho… —ella tampoco se atrevía a
mirarle.
—He venido a verla a usted.
—Me siento halagada… —sus miradas se
encontraron y ella la desvió avergonzada.
—No me mire, por favor. Siga con el libro.
—He de confesar… que me he acordado de usted.
Miraba el dibujo que me regaló…
—Yo… hacía lo mismo, miraba su retrato…
—¿Mi retrato?
—Sí. Quizás obré mal, pero aquel día mientras
dormía... la retraté.
—¡Ah! —se sorprendió—. ¿Hace dibujos de la
gente sin su permiso? —aquello sirvió para amortiguar la tensión del momento.
—La vi tan hermosa…
—¿Se lo parezco? —se atrevió a mirarle.
—Bellísima —Alejandro enrojeció ligeramente.
—Le perdono. Pero debió habérmelo enseñado.
—No me atreví, no fuera a parecerle mal.
Nadie se lo había dicho. Bueno, sí, su madre.
Pero ella no contaba, a todas las madres sus hijas les parecían hermosas. Ella
se consideraba normalita, y aquí estaba Alejandro, mirándola con buenos ojos.
Era una sensación nueva para ella. Trató de seguir leyendo mientras posaba para
él, pero el sentirse observada, dejando que atrapara su… ¿belleza? Por enésima
vez, su mirada se perdió entre las letras, que se le descolocaron y fue incapaz
de volver a ordenar. Traspasó la hoja, llegó a la siguiente y luego a la otra,
hasta que desapareció el libro y quedó sumergida en la fronda. Miles de puntos
de luz que se colaban a través del follaje, la alcanzaban y embellecían, para
que el pintor pudiera dibujarla. A ella, la bella Elena.
Regresó del limbo al sentir la cercana
presencia de Alejandro, de pie junto a ella, que sin hablar le mostraba el
dibujo. Tuvo que cerrar los ojos antes de poder enfocarlos en el papel. Se
quedó extasiada: ella y el bosque, ella mimetizada en el bosque, un elemento
más en la vida del bosque, su bosque…
—Estoy dentro del bosque, el bosque está en mí…
—Entre la vegetación, parece tan feliz aquí
que he dejado que las trepadoras se enreden en sus cabellos, la luz se pose
sobre usted y su reflejo salpique la vegetación.
—Alejandro, si alguien me hubiera dicho que
sobre un pedazo de papel se pueden hacer tales cosas, no le hubiera creído.
Cosas así, se pueden escribir, la palabra tiene el don y el poder de hacer
imaginar cosas, pero cuando las tiene que colocar ahí… me parece tan difícil…
es como si hiciera magia.
Alejandro se emocionó. Luego se quedó
pensativo y finalmente, con un atisbo de sonrisa arrancó a hablar.
—Fue en Francia, donde a finales del siglo
pasado nació un estilo de pintura que llamaron impresionismo. Los artistas
querían captar la luz y trabajaron el paisaje de una manera nueva. No sigo esa
tendencia ni pretendo imitarles, pero a lo mejor he reflejado de otra manera lo
que ellos quisieron expresar… De todas maneras, le ha dedicado unas palabras a
mi obra, que dudo que vuelva a escuchar semejantes halagos en mucho tiempo.
—Yo nunca había visto a nadie dibujando así
—se encogió de hombros—. En realidad, sólo he visto los dibujos que hacíamos en
el colegio y los cuadros de santos de la Iglesia. Pero nada como esto.
Alejandro sacó un reloj del bolsillo y lo
consultó. Pareció contrariado.
—Deberíamos volver —dijo con una triste
sonrisa prendida en su rostro—. Tengo que coger el coche de la tarde.
Se encogió de hombros y no dijo nada. Era una
lástima que tuvieran que volver tan pronto. Alejandro guardó sus cosas en la
carpeta. Ella cogió el libro, lo envolvió y lo puso con cuidado sobre la cesta
de la comida. No había probado bocado, ni siquiera había sentido hambre y él
tampoco pareció acordarse. Como se enterara Vicenta, después de haberlo estado
preparando…
Emprendieron el camino de regreso. Qué
agradables habían resultado esas horas en su compañía. El tiempo se acababa y
había algo que ninguno de ellos había mencionado, como si no se atrevieran a
nombrarlo, o peor aún, quisieran olvidarlo. Y ella no quería que así fuese.
—Alejandro, ¿recuerda la última noche en
Turégano, cuando subimos a pasear alrededor del castillo?
—Claro, cómo la iba a olvidar.
—No me he atrevido a contárselo a nadie. Me
tomarían por loca.
—Yo tampoco lo he hecho.
—Por eso quería hablarlo con usted.
—Dígame…
—Esta historia comenzó tiempo atrás… —y le
contó cómo empezaron sus sueños y cómo en ellos fue tomando forma el castillo.
Al principio le pareció que él no prestaba la
debida atención. Pero conforme avanzaba la narración se mostraba más serio.
Cuando acabó de contárselo, Alejandro comenzó a relatarle una historia no muy
diferente a la suya, de sueños que empezaron en el Alcázar y lo transformaron
en el castillo de Turégano. Compartían una extraña e increíble historia.
Llegó la hora de despedirse. Se dieron la
mano. Y en el último momento, Alejandro musitó algo que le costó entender.
¡Sí!, le dijo que sí. Alejandro le había preguntado si podía volver a verla. ¡Y
le dijo que sí! El próximo domingo volverían a verse.