jueves, 23 de junio de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 9.



9
Alejandro visita a Elena

     La flauta lo había dicho: espera, todo llegará a su debido tiempo. Y las cosas habían empezado a cambiar en la taberna. Se acabó la soledad de las mañanas y el trabajo atropellado en el bullicio del mediodía. Su ausencia había servido al menos para provocar el cambio. Ahora tenía a Vicenta, que además de ayudarla, le hacía compañía. Acabó de limpiar el mostrador y se apoyó en él. Ahí estaba, como todas las mañanas, tomándose el reconstituyente que ella le preparaba. Lo disfrutaba con calma, paladeándolo, mientras sus ojos escudriñaban plácidamente la calle. ¿Qué pensaría en esos momentos? Su vida también había sufrido un cambio a mejor, había dejado de sentirse enferma y cansada. Salir de casa le había hecho bien. Cogió el trapo y la jofaina y se fue hacia las mesas. Al sentirla, Vicenta se volvió. Seguía pensativa.
     —¿Sabes una cosa? —dijo Vicenta, dejando vagar su mirada en el infinito—. El otro día Enrique me dijo que el vino bueno había dado un bajón.
     —¿Y qué le dijiste?
     —Me entró la risa. Intenté ponerme seria, pero no fui capaz. Le dije que me había dado por beber, y que siendo dueña del negocio, no iba a tomar vino del malo. Si vieras la cara que puso… —se empezó a reír sin poder contenerse.
     Elena terminó de limpiar una mesa y se apoyó en ella.
     —A mí no me ha comentado nada.
     —Al rato se puso muy serio y dijo que una mujer no debería beber. Le contesté que si algunos hombres  bebían hasta perder el sentido y la noción de lo que está bien y lo que está mal, por qué no había yo de poder echar unos tragos.
     —¿Te atreviste?
     —Ya lo pensé después. Menos mal que no se atravesó. Me sorprendió que se quedara callado y… —Vicenta se calló y miró hacia la puerta.
     Acababa de abrirse y unos pasos resonaron en la taberna.
     —Buenos días, caballero —saludó Vicenta.
     —Buenos días tengan ustedes —reconoció la voz y se volvió. No podía creer que estuviera allí.
   Él se detuvo y sonrió. Ella fue incapaz de moverse, pero le devolvió la sonrisa. Creyó estar soñando.
     —Hola, Elena. Me alegro de verla —avanzó hacia ella despacio.
     —Hola Alejandro… —le salió un hilo de voz— ¿Cómo usted por aquí?
     —Por mi trabajo. He venido a dibujar.
     —¿Quiere tomar algo? —intervino Vicenta.
     —La verdad… es que no sé qué tomar… —parecía estar tan nervioso como ella.
     —Prepárale un carajillo, Elena. Pero siéntese usted, no se quede ahí de pie.
     Elena fue tras el mostrador. Así estaría ocupada un rato, mientras se reponía de la sorpresa. Todavía no se podía creer que estuviera allí. Lo de dibujar era una excusa. Seguro que había venido  a verla.
     —No es usted de por aquí.
     —No, vengo de Segovia.
     —¿Y qué ha venido a dibujar? —intervino Elena, que no se perdía detalle.
     —Quiero ir a dibujar a un bosque que me han dicho que hay cerca de este pueblo —y mirando a Vicenta— soy pintor, ¿sabe usted?
     —Y se viene hasta estas tierras perdidas… ¿No hay bosques donde vive usted?
     —Sí que los hay, pinares. Pero me han hablado de uno que hay por aquí donde hay una gran variedad de árboles.
     —¿No será el bosque encantado? —se alarmó Vicenta.
     —De eso no sé nada. A mí me han hablado de un bosque enorme, de vegetación espesa y cerrada… No sé si estaremos hablando del mismo. Según me dijeron, está situado hacia el este o el noreste, no lo sabían con exactitud.
     —Sí, tiene que ser ese. Los otros dos son pequeños y bastante abiertos y están uno por el oeste y el otro hacia el sur.
     Había venido por ella, no había duda. Se sintió feliz. Cogió la taza y la llevó a la mesa. Cogió una silla y se sentó al lado de Alejandro.
     —Sé a cual se refiere. Pero no sabía nada de que estuviera encantado —intervino Elena.
     —Un sitio extraño. Dicen que la gente desaparece en su interior. Ahora nadie se atreve a internarse en él, ni siquiera los leñadores. Al último que taló un árbol, y eso fue en el límite exterior, le cayó encima y lo mató. No era un novato, conocía su trabajo.
     —Es justo lo que busco, un lugar extraño y mágico. Por eso he venido hasta aquí —agarró la taza y bebió.
     —Vaya con cuidado —dijo Vicenta.
     —No se preocupe… lo dibujaré desde lejos.
     —¿Se va a quedar mucho tiempo por aquí?
     —Ya me gustaría, pero el trabajo me reclama. Mañana mismo tengo que estar en Segovia. Estoy haciendo unos retratos.
     —Pues debería darse prisa. El bosque queda lejos de aquí —después de decirlo se arrepintió. A ver si pensaba que le estaba echando.
     —¿Sabe ir hasta allí? —preguntó Vicenta.
     —Pues no… Si me hicieran el favor de indicarme…
     —Elena, ya que sabes dónde está, podías acompañarle.
     —De acuerdo —contestó emocionada. Vicenta se olía algo. Había visto cómo se quedó cuando entró. Pero no había preguntado de qué se conocían. Sabía ser discreta, una cualidad extraña en el pueblo.
     Vicenta, que había acabado su cordial, se puso en pie.
     —Hay que darse prisa. Elena, vamos a preparar unas viandas y le llevas hasta allí, no se vaya a perder. Hoy me hago cargo de esto.
     —Gracias, Vicenta.
     —Gracias —repitió Alejandro.
     —Ya podéis tener cuidado con el bosque, no entréis en él.
     —No se preocupe, no quiero que me caiga un árbol encima —dijo Alejandro muy serio.


     No sabía que el bosque estuviera encantado. ¡Menuda tontería! Sus padres nunca le dijeron nada al respecto, además lo hubiera notado, ella que había vivido lo del castillo. ¡Eso sí que era sobrenatural! Caminaba deprisa, como solía hacer cuando salía a pasear. Ella con la cesta de la comida y Alejandro con su carpeta, y esta vez no iban a refugiarse de la lluvia. Fue ella la primera en romper el silencio.
     —El otro día en el bosque… con la lluvia, preocupado porque se mojaran sus dibujos, ¿fue capaz de encontrar algo que llamara su atención?
     —La luz… con la tormenta y los relámpagos… la poca luz que lograba filtrarse…
     —Pues hoy luce el sol. La sensación será totalmente diferente —era cierto, había venido por ella. Lo del bosque era una disculpa.
     —El follaje sigue siendo denso, a la luz le costará llegar al suelo —él seguía intentando justificarse.
     —Le puedo llevar adonde prefiera. Hay zonas donde ni en un día como hoy entra la luz, otras donde se abren claros y surgen pequeñas praderas, sitios donde el matorral lo cubre todo y los pájaros campan a sus anchas.
     —Lo conoce bien al parecer.
     —Vengo a menudo.
     —¿No vendrá sola? —se detuvo.
     —Sí, sola. ¿De verdad no creerá esas historias?
     —No es buena idea. Lo dijo la tabernera.
     —Vicenta.
     —Que era un lugar extraño, y hablaba de desapariciones.
     Elena se detuvo. ¡No se lo podía creer!
     —¿Más extraño que lo del castillo y la música?
     —No…, hemos vivido algo inexplicable —agachó la cabeza y siguieron caminando.
     Que le preocupara que fuera al bosque después de haber permanecido en él bajo una tormenta, casi sin luz, en un lugar que hacía las veces de madriguera… Tenía que averiguarlo de una vez.
     —¿No hay bosques en Segovia?
     —Sí. Pinares, son demasiado… homogéneos. Aburridos, nada pictóricos. El otro día me sorprendió éste.
     No había manera, seguía sospechando que no había venido precisamente a ver el bosque. ¿Por qué si no había ido a la taberna? A verla a ella, claro.
     Llegados al bosque se internaron en él. Le fue hablando de plantas, rocas y árboles curiosos. Él atendía a sus explicaciones y le hacía preguntas. Pero le daba la impresión de que no estaba buscando algo que quisiera dibujar.
     —Alejandro, deme alguna pista, ¿qué es exactamente lo que quiere ver?
     —De momento, un sitio donde sentarnos.
     —Bien. Venga por aquí —contestó un tanto descolocada con la respuesta. ¿Estaría cansado ya?
     Llegaron a la bifurcación y tomaron la senda que iba hacia el oeste y llegaron a un árbol caído.
     —¿Le parece bien aquí?
     Alejandro no contestó. Dejó la carpeta en el tronco y la abrió. Sacó un pequeño paquete de color marrón y se lo enseñó.
     —Elena, me he permitido traerle esto.
     —¿Para mí? —se sorprendió—. No tenía por qué…
     Se acercó a cogerlo. Le encantaba que hubiera tenido un detalle con ella. Se imaginó que serían unas galletas. A lo mejor eran bombones. Lo abrió con cuidado y se quedó estupefacta. Eso sí que no se lo esperaba. Le envolvió con la mirada.
     —¡Un libro! —le miró entusiasmada—. ¿Cómo supo…?
     —Quería  traerle algo y no sabía qué. Hasta que recordé que pidió un libro cuando guardaba cama.
     —“El paraíso perdido”, John Milton. Es usted un cielo —y espontáneamente le abrazó—. Gracias, Alejandro. No sabe lo feliz que me hace.
     —No se merecen.
     Le había dado donde le dolía. Y pensar que rechazó el libro de Anselmo, que había dicho que no volvería a leer… Sintiendo su proximidad y su calor, se puso nerviosa. Pensaría que era una fresca. Se separó de él.
     —No piense que… yo nunca me porto así —notó que le subían los colores.
     Se sentaron en el tronco, a una distancia prudencial. Con el libro en las manos, se quedó contemplando la portada.
     —Debería dibujar… —Alejandro sacó papel y lápiz de la carpeta.
     —Entonces leeré un poco —le miró sonriente y feliz.
     Abrió el libro, pero no empezó a leer. Nunca había visto a un pintor trabajando. ¿Qué iría a dibujar? Empezó a mover el lápiz sobre el papel mientras miraba en su dirección. Miró a su izquierda. Un árbol, claro. Bueno, a lo suyo. El paraíso perdido, sonaba interesante. Pasó la hoja, capítulo primero. No acabó de leer la primera línea, quería ver lo que hacía. Intentó mirar disimuladamente, pero se sintió observada y bajó los ojos. Volvió al libro, pero no podía reprimir la curiosidad y… se encontró con sus ojos.
     —No me estará…
     —Siga leyendo un rato más, por favor.
     —Está bien —accedió. Ahora que estaba inmerso en su trabajo, se le veía más seguro. Aprovecharía para que se lo confirmara, quería oírselo decir a él.
     —Alejandro, todavía no me ha dicho qué ha venido a buscar al bosque.
     —¿Aún no se ha dado cuenta? —dijo sin levantar la cabeza.
     —Lo sospecho… —ella tampoco se atrevía a mirarle.
     —He venido a verla a usted.
     —Me siento halagada… —sus miradas se encontraron y ella la desvió avergonzada.
     —No me mire, por favor. Siga con el libro.
     —He de confesar… que me he acordado de usted. Miraba el dibujo que me regaló…
     —Yo… hacía lo mismo, miraba su retrato…
     —¿Mi retrato?
     —Sí. Quizás obré mal, pero aquel día mientras dormía... la retraté.
     —¡Ah! —se sorprendió—. ¿Hace dibujos de la gente sin su permiso? —aquello sirvió para amortiguar la tensión del momento.
     —La vi tan hermosa…
     —¿Se lo parezco? —se atrevió a mirarle.
     —Bellísima —Alejandro enrojeció ligeramente.
     —Le perdono. Pero debió habérmelo enseñado.
     —No me atreví, no fuera a parecerle mal.
     Nadie se lo había dicho. Bueno, sí, su madre. Pero ella no contaba, a todas las madres sus hijas les parecían hermosas. Ella se consideraba normalita, y aquí estaba Alejandro, mirándola con buenos ojos. Era una sensación nueva para ella. Trató de seguir leyendo mientras posaba para él, pero el sentirse observada, dejando que atrapara su… ¿belleza? Por enésima vez, su mirada se perdió entre las letras, que se le descolocaron y fue incapaz de volver a ordenar. Traspasó la hoja, llegó a la siguiente y luego a la otra, hasta que desapareció el libro y quedó sumergida en la fronda. Miles de puntos de luz que se colaban a través del follaje, la alcanzaban y embellecían, para que el pintor pudiera dibujarla. A ella, la bella Elena.
     Regresó del limbo al sentir la cercana presencia de Alejandro, de pie junto a ella, que sin hablar le mostraba el dibujo. Tuvo que cerrar los ojos antes de poder enfocarlos en el papel. Se quedó extasiada: ella y el bosque, ella mimetizada en el bosque, un elemento más en la vida del bosque, su bosque…
     —Estoy dentro del bosque, el bosque está en mí…
     —Entre la vegetación, parece tan feliz aquí que he dejado que las trepadoras se enreden en sus cabellos, la luz se pose sobre usted y su reflejo salpique la vegetación.
     —Alejandro, si alguien me hubiera dicho que sobre un pedazo de papel se pueden hacer tales cosas, no le hubiera creído. Cosas así, se pueden escribir, la palabra tiene el don y el poder de hacer imaginar cosas, pero cuando las tiene que colocar ahí… me parece tan difícil… es como si hiciera magia.
     Alejandro se emocionó. Luego se quedó pensativo y finalmente, con un atisbo de sonrisa arrancó a hablar. 
     —Fue en Francia, donde a finales del siglo pasado nació un estilo de pintura que llamaron impresionismo. Los artistas querían captar la luz y trabajaron el paisaje de una manera nueva. No sigo esa tendencia ni pretendo imitarles, pero a lo mejor he reflejado de otra manera lo que ellos quisieron expresar… De todas maneras, le ha dedicado unas palabras a mi obra, que dudo que vuelva a escuchar semejantes halagos en mucho tiempo.
     —Yo nunca había visto a nadie dibujando así —se encogió de hombros—. En realidad, sólo he visto los dibujos que hacíamos en el colegio y los cuadros de santos de la Iglesia. Pero nada como esto.
     Alejandro sacó un reloj del bolsillo y lo consultó. Pareció contrariado.
     —Deberíamos volver —dijo con una triste sonrisa prendida en su rostro—. Tengo que coger el coche de la tarde.
     Se encogió de hombros y no dijo nada. Era una lástima que tuvieran que volver tan pronto. Alejandro guardó sus cosas en la carpeta. Ella cogió el libro, lo envolvió y lo puso con cuidado sobre la cesta de la comida. No había probado bocado, ni siquiera había sentido hambre y él tampoco pareció acordarse. Como se enterara Vicenta, después de haberlo estado preparando…
     Emprendieron el camino de regreso. Qué agradables habían resultado esas horas en su compañía. El tiempo se acababa y había algo que ninguno de ellos había mencionado, como si no se atrevieran a nombrarlo, o peor aún, quisieran olvidarlo. Y ella no quería que así fuese.
     —Alejandro, ¿recuerda la última noche en Turégano, cuando subimos a pasear alrededor del castillo?
     —Claro, cómo la iba a olvidar.
     —No me he atrevido a contárselo a nadie. Me tomarían por loca.
     —Yo tampoco lo he hecho.
     —Por eso quería hablarlo con usted.
     —Dígame…
     —Esta historia comenzó tiempo atrás… —y le contó cómo empezaron sus sueños y cómo en ellos fue tomando forma el castillo.
     Al principio le pareció que él no prestaba la debida atención. Pero conforme avanzaba la narración se mostraba más serio. Cuando acabó de contárselo, Alejandro comenzó a relatarle una historia no muy diferente a la suya, de sueños que empezaron en el Alcázar y lo transformaron en el castillo de Turégano. Compartían una extraña e increíble historia.
     Llegó la hora de despedirse. Se dieron la mano. Y en el último momento, Alejandro musitó algo que le costó entender. ¡Sí!, le dijo que sí. Alejandro le había preguntado si podía volver a verla. ¡Y le dijo que sí! El próximo domingo volverían a verse.


jueves, 16 de junio de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 8.



8
Las cosas van mejor

     No era posible que el tiempo cambiara tan rápido. Afuera había amainado y el cielo estaba turquesa. La puerta se cerró tras él y ahora estaba rodeado de niebla, jirones de bruma húmeda y pegajosa que le empapaban el pelo y le perlaban la cara. No entendía nada. Avanzó y sus pies se hundieron en el mullido suelo herboso. Miró hacia atrás y no vio la puerta. Antes o después tendría que toparse con el edificio, entraría y se olvidaría de todos los desmanes e irregularidades del tiempo. Así que siguió caminando y después de un rato le pareció distinguir un muro. Unos pasos más y apareció la esquina de un edificio. Tan irreal, que necesitó palpar la fría piedra y recorrer su áspera superficie. Continuó por el lado izquierdo, pegado al muro para no perderse, pero allí no había ni puertas ni ventanas, sólo una pared repleta de musgos verdes y líquenes blanquecinos.
     Volvió sobre sus pasos, suponiendo que la entrada estaría en el otro lado. Dobló la esquina, y siguió adelante. El suelo seguía blando, sus pies se ocultaban a cada paso bajo la hierba. Recibió un golpe en la frente y asustado, se echó hacia atrás. ¡Una higuera! Se había dado con una higuera, enraizada en el muro, descolgando sus ramas hacia el suelo. Todo aparecía de repente, como surgido de la nada. No debía despistarse. ¡Dichosa niebla! Esquivó las ramas y siguió adelante. Antes o después tendría que aparecer alguna entrada.
     La caprichosa niebla le permitió ver otro muro a su derecha, a poca distancia. Se atrevió a lanzarse hacia él en medio de la traicionera bruma y lo alcanzó sin ningún contratiempo. Al avanzar  le pareció que discurría paralelo al otro, o eso creía. Pero no encontró el más leve resquicio en su superficie. Le empezaba a inquietar la falta de resultados y decidió volver a lo conocido. Si todo salía mal podría volver a la primera esquina y desde allí intentar alcanzar la puerta por la que entró al castillo. Así que se aventuró a cruzar otra vez hacia el primer muro, que suponía enfrente y seguramente a pocos metros.
     Se adentró en la nada, rodeado por aquella vaga luminosidad de un color indefinido, densa, espesa y por momentos fluida. La distancia entre los dos edificios se volvió incierta, no sabía cuánto llevaba andado en busca del pétreo muro. Resultaba inquietante. En algún momento llegó a su pared, la palpó y sentó con la espalda contra ella. Respiró aliviado, se sintió optimista y seguro al contacto con la piedra, aferrado a algo tangible en medio de aquel ambiente irreal.
     Abrió los ojos y le pareció distinguir el muro frente a él, a poca distancia. Tenía frío, le dolía la espalda y estaba cansado. Debía de haberse dormido. Abrió y cerró los ojos repetidamente, y ahí seguía la pared. De allí acababa de volver y estaba más cerca de lo que parecía. La niebla debía estar levantando. Eso le animó. Sería más fácil buscar la entrada. Entonces se levantó y decidió seguir adelante. Caminó por el medio de la calle, si así se podía llamar a la superficie herbosa entre los dos edificios. Daba gusto tener algo de visibilidad, alegraba el alma. Y apareció un nuevo edificio al frente, y el camino se abrió en torno a él. ¿Hacia dónde ir? Se detuvo a meditarlo.
     Sintió un escalofrío cuando la ráfaga de niebla espesa le alcanzó. El corazón le dio un vuelco al sentirse desprotegido, sin un muro junto a él. Espesos jirones de color indefinido se le enredaron, enfriándole. Fue como si le clavaran agujas heladas. A su alrededor desaparecieron los muros, se esfumó la hierba. La envoltura le cubrió por completo, fría, intangible, girando sobre él. Y de pronto, cuando se creía irremediablemente perdido en la nada, el remolino liberó primero sus pies, más tarde sus piernas. Lo supo porque dejó de sentir frío. El calor subió hasta la cintura, ascendió por el pecho, el cuello, la cara y finalmente fue liberado. Se encontró de nuevo en la mullida hierba, entre los muros.  Pudo ver cómo el remolino ascendía y se acercaba al muro. No lo perdió de vista, no fuera a volver, su camino lo llevó hacia las alturas y se atascó allá arriba, girando sobre sí mismo. Luego, sin más, siguió elevándose, dejando al descubierto las almenas, una cola, unas garras… y al final pudo distinguir una estatua blanca erigida sobre las almenas.
     Era la fantástica figura de un dragón, esculpido en mármol blanco. En posición erguida, las alas a punto de desplegarse, los músculos de las patas traseras en tensión, listos para saltar y emprender el vuelo. Su apariencia era tan real… parecía… no, no parecía. Acababa de girar la cabeza y le miraba con aquellos ojos de color azul pálido. ¡No era una estatua! Echó a correr aterrorizado y se perdió por callejones de paredes ciegas, hundiéndose en el suelo herboso y mullido.



     ¡Había niebla! Cerró los ojos y parpadeó varias veces. Sí, había niebla. Se asomó a ver si veía al dragón pero no estaba, le había dado esquinazo. Suspiró aliviado. Sintió el aire frío y húmedo mojarle la cara. Eso ya le había ocurrido. Entonces, ¿seguía soñando o estaba despierto? No iba a haber niebla en los dos sitios… ¿o sí?
     Tardó un poco en darse cuenta de que estaba en la realidad, en la ventana de su habitación, y lo único que vería cuando levantara la niebla, serían los tejados de enfrente. No había dragones.
     No había comenzado el día con buen pie, pero lo que se le avecinaba era peor. Tenía cita con la comandanta. El día anterior había venido su criada, para comunicar la hora a la que acudiría su ama. A ver en qué acababa todo, porque él no soltaba el retrato sin cobrar. Permaneció asomado a la ventana, dejando que la humedad y el frío se adueñasen de él. Era tal la sensación de irrealidad, que pese a estar plenamente convencido de estar despierto, no le hubiera extrañado ver aparecer al dragón. Dejó pasar el tiempo y lo único que apareció entre el espeso manto neblinoso, fueron los tejados cercanos.
     Llegó la hora fatídica y muy a su pesar, bajó a la sala a enfrentarse con la fiera. Allí estaba, toda emperifollada y con cara de malas pulgas. Y también doña Adela, poniendo al mal tiempo buena cara.
     —Buenos días, Alejandro —le sonrió su casera.
     —Buenos días, doña Adela —después se dirigió a la fiera—. Buenos días.
     —Vengo por mi retrato —fue su respuesta.
     —Traerá usted mi dinero… —contestó imaginando que no sería así.
     —¡Bastante me ha hecho esperar! —levantó la voz.
     —Señorita Manuela —intervino doña Adela intentando apaciguar los ánimos—. Creo que el señor Alejandro ha actuado en todo momento de buena fe.
     —¡Pues bien que me ha hecho esperar! Va a tener que hacerme un buen descuento.
     ¡Era el colmo de la desfachatez! Aunque por lo menos, parecía que ya olía a dinero…
     —Si no recuerdo mal, fui diligente con su retrato. Sin embargo, usted ha tardado, digamos… un poco más en venir a pagar, porque supongo, que a eso viene. ¿No? —dijo con sarcasmo.
     —¡Yo pago cuando quiero! ¡Soy hija del comandante! —se sulfuró. La fiera parecía a punto de saltar…
     —Pues, ¿sabe lo que le digo? —se tomó un respiro para darle más énfasis a lo que estaba a punto de soltar—. Que empieza a estorbarme su retrato y si ahora mismo no me lo paga, lo echo al fuego —se sintió ligero como la brisa, sumergiéndose en un mar de niebla infinita, zambulléndose en la nada, alegre en el olvido…
     Fueron unos instantes maravillosos antes de reencontrarse con la realidad. Doña Adela parecía a punto de desternillarse, pero se contenía. Y la comandanta tenía los labios contraídos y una profunda arruga surcaba su entrecejo. Sus labios se entreabrieron al tiempo que un destello maligno cruzó sus pupilas. Si el pensamiento matara…, le entraron ganas de reírse.
     —¡Está bien, traiga el cuadro!
     —Pues será mejor que vaya poniendo el dinero sobre la mesa. Lo contaremos y después lo guardará doña Adela, que es persona de fiar, de las de verdad. Si a usted no le importa —se dirigió a su casera.
     —No, claro que no —le sonrió.
     La comandanta se puso de todos los colores. Sólo le faltó echar fuego por la boca. Sin mediar palabra abrió su bolso, entornó los ojos y contrajo la boca. Le costó un triunfo sacar la faltriquera y abrirla. La tarea de sacar monedas y ponerlas sobre la mesa la hizo sudar. Las últimas le debieron resultar sumamente pesadas por el tiempo que tardó en depositarlas en el montón. Debían ser las del descuento que pensaba hacerse.
     —¡Ahí tiene! —dijo con rabia, abriendo sus fauces y mostrando unos colmillos amarillentos. La fiera se mostraba tal como era.
     Aquello le estaba empezando a gustar.
     —Doña Adela, si me hace el favor…
     Su casera retiró el dinero y lo guardó en su mano.
     —Voy por el retrato.
     Subió tranquilamente a su estudio y bajó con más calma con el lienzo. No se entretuvo más porque estaba doña Adela, que si no… Se asomó con prudencia a la sala. Todo seguía igual.   
     —Aquí tiene lo suyo —apoyó el lienzo en la pared, dejándolo bocabajo.
     —No pensará que lo lleve yo… —se puso lívida.
     Era el colmo de la desfachatez. Todavía se atrevía… ¡qué se había creído!
     —En circunstancias normales, hubiera accedido. Suelo ser una buena persona. Pero en estos momentos, lo que más deseo, es perderla a usted de vista.
     Doña Adela, tan correcta ella, no pudo reprimir una sonrisa.
     —Pero yo… no puedo…
     —Yo tampoco. Además ha dejado de ser mi problema. Mande a alguien a recogerlo —cómo estaba disfrutando—. Quizás cuando venga, siga ahí, si no le ha estorbado a nadie.
     No hizo falta decir más. Tras dirigirle una mirada asesina, se levantó, cogió su retrato metiendo los dedos entre la tela y el bastidor y salió de allí sin decir una palabra. Iba a abombar la tela y a ver quién lo arreglaba luego. Él, desde luego que no. Había dejado de ser su problema.
     —Ha sido usted un poco duro con ella —sonrió su casera—, aunque se lo tenía bien merecido. ¡Ha hecho usted pero que muy bien!
     —Por fin hemos finiquitado el asunto —su felicidad era infinita.
     —Tenga el dinero —doña Adela lo puso en su mano.
     —Ahora le puedo pagar este mes. Con bastante retraso, por cierto —contó el dinero y se lo dio.
     —No tiene la menor importancia. No todos somos como ella, ¿verdad? Usted es de fiar.
     —Gracias por la confianza. Y por su ayuda en este entuerto.
     —No hay por qué darlas. ¿Se toma un cafetito conmigo? Creo que nos lo hemos ganado.
     —Claro que sí, doña Adela, claro que sí.




     Tras el cafetito, subió al estudio pletórico. Había lidiado con la comandanta, y la había vencido. Ahora tenía dinero y además contaba con el que llegaría con el nuevo encargo. En realidad, dos. Había empezado sendos retratos de los hijos de unos señores de alta alcurnia, que vivían en un palacio a la salida de la plaza Mayor. Se podría permitir empezar a trabajar en el proyecto del castillo, estaba cubierto por una temporada.
     Se puso a mirar los dibujos del castillo. Se los sabía de memoria. Los iba a pintar, pero todavía le asaltaban dudas. ¿Era eso lo que quería pintar realmente? ¿Una serie de vistas del castillo? Faltaba algo y creía que su último sueño tenía algo que ver. Seguía soñando con el castillo y con el dragón. ¿Por qué?
     La primera vez que apareció, le ayudó a concebir la composición del Acueducto. Fue una gran obra. Después, simplemente empezó a dibujarlo, pero no encontró sentido a sus representaciones. Puede que debiera prestarle más atención. Quizás le ayudara a convertir las composiciones del castillo en obras maestras.
     Se acercó a la estantería, buscó los dibujos de castillos y dragones y se sorprendió al verlos, porque el parecido era notable. Eran iguales que el dragón del sueño. Movió la cabeza preocupado. Se acercó con uno de los dibujos hasta la pared. ¿Qué quería decirle el dragón? ¿Qué tenía que ver con sus dibujos? Necesitaba saberlo, pronto se encontraría pintando una serie de cuadros sobre el castillo.
     Siguió devanándose los sesos, mirando obsesivamente la serie de dibujos y acuarelas del castillo. Faltaba el del balcón entre las dos torres, pero no le importaba. Se alegraba de habérselo regalado a Elena. ¡Qué hermosa era! Ahí estaba dormida. Recordó cómo la dibujó mientras dormía. Y luego cuando se recuperó y salieron… Estuvo a gusto en su compañía.
     Lástima que viviera tan lejos. Se volvió a la mesa, intentando apartarla de su pensamiento. Necesitaba saber si el dragón tenía algo que decir en las composiciones del castillo. Miraba y remiraba los dibujos, pero las ideas no llegaban. Una y otra vez, volvía al retrato y sus pensamientos se retraían a los momentos que pasó junto a ella.
     Entonces se le ocurrió, tenía dinero, podía ir a verla. Pero ¿y si estaba trabajando? Tomaría algo en la taberna y quizás pudiera disfrutar durante un rato de su compañía. ¿Y si ella no quería saber nada de él? No podía dar por hecho, lo mejor sería escribirle primero una carta. ¿Y adónde se la dirigía?, si no sabía su dirección ni sus apellidos… Podía mandarla a la taberna.
     Cogió papel y pluma y se puso a pensar qué le contaba. Tras un rato intentándolo, abandonó la idea. Lo que no le resultaba cursi, le parecía atrevido. Se presentaría allí y ya estaba. Tenía la excusa perfecta, él era un artista, e iba a pintar. Le gustaban los alrededores del pueblo, el paisaje, el bosque de la tormenta. Eso era, seguro que salía bien. Con Elena había acabado su racha de mala suerte. Había cobrado un retrato y le salían dos más. Había que aprovechar el momento.
     Caminó hacia la ventana. Había levantado la niebla y lucía un sol espléndido. El domingo vería a Elena, lo tenía decidido. Y le llevaría un presente. ¿Unos pendientes, un broche, una sortija? ¿De qué color le gustarían? Con su piel pálida y el pelo castaño, quizás azules o morados… Qué lío, debería asesorarle una mujer. Irene…, no. No quería que supiera nada. Además tenía que romper con ella, cada vez se tomaba más confianzas y no eran novios. ¿O lo eran? Él nunca lo dio por hecho y tampoco se le había declarado ni nada por el estilo. Era complicado entender a las mujeres.
     Se puso a dar vueltas por la habitación. Vaya lío lo del regalo. Pasó la mano por la estantería y volcó un libro. Lo levantó para colocarlo. ¡Eso era! A ella le gustaban los libros. Recordó que le había pedido uno cuando estaba convaleciente. Además, ¿no decía que había ido al castillo pensando en su biblioteca? Era una buena idea. Le compraría un libro, ahora mismo. Sin pensarlo dos veces, cogió dinero y se lanzó escaleras abajo.