martes, 24 de abril de 2018

El Jardín de las Delicias.


EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

     Reconocí de inmediato el edificio del Museo del Prado, lo había visto en imágenes, aunque en ellas la fachada no aparecía grafitada. Crucé la calle y me dirigí a la puerta principal, sobre la cual un pequeño cartel indicaba su nombre actual: Espacio de Arte Retrógrado del Paseo del Prado. En su día fue una de las mejores pinacotecas del mundo. Aspiré profundamente y me dije que viera lo que viera, no debía deprimirme.
     La puerta estaba abierta. Entré en un espacio de tamaño discreto. A la derecha había una máquina antigua con un cartel enorme sobre la misma: “Vestigio de un pasado represivo empleado para controlar los enseres personales de los visitantes”. Era una versión antigua de las que seguían empleándose en los transportes y museos de todo el mundo, sin que nadie se sintiera ofendido por ello. Un balón fue a estrellarse contra la máquina. El lanzador había sido un niño situado en una esquina de la sala, en la otra y tras el mostrador de información automatizado, se hallaba sentado un afable hombre de avanzada edad que parecía no haberse enterado de nada. Un par de visitantes atravesaban la estancia y otros dos charlaban tranquilamente en el pasillo que se adentraba en el museo, alguno de ellos tenía que ser el responsable de aquel crío; pero nadie se había inmutado por el balonazo.
     No debía deprimirme, nada debía afectarme; así que seguí mi camino y pasé a la primera sala, un pasillo inmenso dedicado en su mayor parte al grafiti italiano. Dos personas mayores contemplaban un desnudo femenino, uno de ellos levantó el bastón, que quedó a escasos centímetros de la tela.
     —Esos pechos no están bien grafitados, lo sé porque mi mujer nunca los tuvo tan altos —desplazó el bastón hacia el otro pecho, y está vez presionó contra el pezón.
     No debería afectarme, pero sufrí por la obra de arte maltratada, hasta el punto de pensar en quitarle el bastón; pero sabía que en este país, no debía intervenir. A la derecha comenzaba el grafiti flamenco, que continuó en una sala de tamaño más contenido que se abría a mano izquierda. Había muy poco público, porque el Arte Retrógrado no interesaba más que a unos pocos estudiosos, en su mayoría de edad avanzada; yo era la excepción: joven, recién salido del Centro Superior de Conocimientos de Audioimagen y especializado en Arte Retrógrado. Estaba realizando el MasterProyecto y lo había enfocado en la obra del artista Hieronymus van Aken, más conocido como El Bosco, un grafitero del Renacimiento, aunque en aquella época se le llamaba pintor y a su obra pintura, no grafiti; y había venido para encontrarme con algunas de sus mejores obras.
     Llegué a la sala en la que se exponía su obra y me dirigí al asiento que había en el centro de la misma para tener una visión general, antes de decidir cuál sería la primera pintura que iba a estudiar. En el centro del banco había restos de comida, así que me dirigí a un extremo. Allí estaban “La extracción de la piedra de la locura”, “El carro de Heno”, “Las tentaciones de San Antonio Abad”, y justo detrás de mí, “El Jardín de las Delicias”. No lo dudé, esa sería la primera obra que iba a estudiar.
     Era un tríptico enorme, sereno y atractivo, al menos lo eran las tablas izquierda y central, la derecha perdía unidad con respecto a las otras dos, porque representaba el Infierno y en éste los bellos colores no tenían cabida. Tras la primera impresión, la obra pedía que me acercara a contemplar la multitud de escenas que en ella se desarrollaban.
     Me puse en pie para dirigirme al panel izquierdo, en el que daba comienzo la historia; representaba el estadio ideal del hombre según la visión de los antiguos cristianos, el Paraíso, donde el hombre disfrutaba de la vida sin necesidad de laborar, y en contacto con el mismísimo Creador. Había una fuente extraña, que algunos denominaban surrealista aunque éste fuera un estilo del siglo veinte, y que no habría existido ni por asomo en la época del artista. Las extravagantes colinas, de connotaciones alquímicas según los eruditos, me recordaban a la arquitectura orgánica futurista. Multitud de animales poblaban las praderas, algunos de ellos bastante extravagantes; monstruos propios de los códices medievales.
     Permanecí mucho tiempo delante de la tabla del Paraíso estudiando cada grupo, figura y detalle,  algo que habría parecido exagerado a cualquiera ajeno a la materia; es decir, prácticamente a todo el mundo. Volví al banco para tomar nota de algunos de los descubrimientos que había hecho, como la sutileza de la perspectiva atmosférica que iba azuleando los detalles de los términos conforme se alejaban, algo que sólo era posible apreciar en toda su magnitud en el original. Para un grafitero actual era fácil conseguir ese degradado con el spray, pero en el siglo XVI grafitaban con pincel, y en el cielo no había ninguna marca que lo delatara. Era una tarea difícil la de fundir la pincelada y no conocía a nadie que supiera hacerlo en la actualidad.
     Tenía compañía y no me había enterado, había una mujer sentada con su phonoreloj-i desplegado. No estaba consultando nada sobre El Bosco, acababa de abrir una imagen de fullgoal; nada que ver con el Arte. Me senté al otro extremo y extendí mi Unidad Computerizada Virtual. ¡Había pasado casi una hora delante de la primera tabla! Pulsé sobre la imagen del Paraíso y fui marcando las zonas objeto de mi atención antes de introducir los comentarios.
     Volví al tríptico, dispuesto a sumergirme en ese Jardín de las Delicias que era el mundo de los mortales. Después de que tuvieran que abandonar el Paraíso por abusar de la confianza del Creador, los humanos disfrutaban de los placeres considerados pecaminosos; como si en vez de un castigo hubieran recibido ese Jardín como premio. La tabla central seguía poblada por el mismo tipo de arquitecturas que había en el Paraíso. En el lago descansaban las mujeres, esperando que la comitiva masculina que lo circunvalaba desmontara de sus cabalgaduras e iniciara el galanteo. Allá donde posara la vista había grupos de humanos disfrutando de una gran celebración, la que la vida les ofrecía. Me acerqué cuanto pude a la tabla, permaneciendo detrás de la leve línea marcada en el suelo.
     Estudiaba al grupo ubicado bajo la arboleda de la zona de la derecha, un inocente grupo nutriéndose de los frutos de los árboles sin necesidad de realizar mayor esfuerzo que alcanzarla, como si aún estuvieran en el Paraíso. Sentí que ahí había algo más, pero no era capaz de descubrirlo, hasta que de pronto distinguí un gusano sobre la fresa gigante que tenía entre las manos. Entonces, aparecieron los demás: uno sobre la nariz del que estaba a la derecha cogiendo un fruto más pequeño y toda una hilera a lo largo de la pierna de la mujer vuelta hacia el de la fresa gigante. No recordaba haberlos visto en la reproducción. Volví al asiento y desplegué la Unidad Computerizada Virtual. Entonces, la mujer se levantó y salió de la sala sin haberse dignado mirar una sola de las obras de arte allí expuestas.
     Expandí la tabla central y fui ampliando la arboleda, para descubrir que esos gusanos, sencillamente, no existían. Un hormigueo me recorrió el rostro. Dejé la unidad sobre el asiento y me acerqué a la tabla, tenía que descubrir qué hacían allí. Eran simples líneas de poco grosor, trazadas seguramente con un microaerógrafo. ¡Alguien había cometido un acto de vandalismo contra el Jardín de las Delicias y eso, no podía, no debía haber sucedido! Intenté mantenerme calmado y olvidarme de los gusanos; pero una y otra vez acudían a mi mente y creía verlos en el cielo, donde unos seres que no deberían tener alas volaban con toda naturalidad, después los busqué en las cabalgaduras de los que rodeaban el lago y más tarde en las arquitecturas. Cerré los ojos, porque allá donde mirara empezaba a buscarlos y no había más gusanos.
     Había venido a estudiar la obra de El Bosco antes de que se perdiera, lo demás no me incumbía, así que pasé al Infierno. Lo llamaban el Infierno Musical, por los instrumentos en él representados; aunque tampoco eran tantos. Destacaba más el hombre árbol y el gran insecto que comía y defecaba humanos. Disfrutar en el Jardín estaba penado, les habían engañado, se habían condenado a ese Infierno… y entonces descubrí en la esquina inferior derecha otra intervención del vandálico grafitero, ¡unas bragas azules!, sobre el cerdo con tocado de monja.
     Tenían que haberlo visto por las cámaras de seguridad, y aún así le dejaron continuar con la profanación… Escuché los pasos de un niño. Se acercó, agarró el marco y… ¡se colgó del Paraíso! Sabía que no debía inmiscuirme, pero no podía ver cómo maltrataba El Jardín de las Delicias, me afectaba personalmente y no quería deprimirme más.
     —Niño, bájate de ahí.
     —Aramoño —no conocía esa palabra, pero me sonó a insulto. Nunca fui violento, pero fui hacia él, le agarré y como no quería bajarse, le retorcí una oreja.
     —¡Aaaaaaahhhh! —se dejó caer al suelo y le solté. Echó a correr—. ¡Aramoño capado!
     Desapareció de mi vista. Tanto vandalismo sobrepasaba mi comprensión. Volví al Infierno con el corazón latiendo a toda prisa y lo primero que vi fueron las bragas azules. ¿Ocurriría lo mismo cada día? Una cosa era que en Europa, aunque tampoco fuera un ejemplo a seguir, se hablara de la degradación extrema de este país y otra muy distinta comprobarlo in situ. Una obra del año mil quinientos que había aguantado el devenir del tiempo y su paso por distintas colecciones, acababa en el museo en condiciones perfectas y era mimada por los restauradores; no tenía sentido que fuera destruida en menos de una década. No debería deprimirme, pero era difícil evitarlo; sabiendo que si no era ese mismo día sería al siguiente o una semana después cuando algún energúmeno colaboraría en la degradación de la obra.
     —Ha sido el magachuflo ese —era la voz del niño. Volvía con su madre, y un vigilante del museo.
     —Hay que llamar a la policía —dijo la madre.
     —Sí, porque su hijo se ha columpiado sobre esta obra —estaba indignado por su atrevimiento—. Ha tenido que escuchar el chirrido de la bisagra desde donde quiera que estuviese.
     —Mi hijo no ha podido hacer nada malo —me fulminó con la mirada—, pero usted sí que le ha maltratado.
     —Su hijo estaba maltratando la obra, ¡y no iba a dejar que se la cargara! —no debía inmiscuirme, me advirtió mi profesor, que había venido varias veces a este país y al museo, pero era tarde para remediarlo—. Sólo le he hecho soltar la tabla sobre la que se columpiaba.
     —Mire, señora —intervino el empleado del museo—, el museo tiene un protocolo para estos casos. Si usted quiere, me encargo de que sea entregado a los S.L.O. y como autoridad del museo, testificaré contra él.
     Él no había visto nada. ¿Cómo iba a denunciarme?
     —No soy el agresor…
     —Calle o le dejo inconsciente —echó mano al bolsillo de su camisa y agarró lo que parecía un puntero de una unidad computerizada.
     —No sabe cómo le agradezco que me ahorre este mal trago —se puso la mano en la frente como si estuviera sufriendo enormemente—. Vamos hijo, ¿qué quieres que te compre para almorzar? —me lanzó una mirada de desprecio antes de dar media vuelta.
     —Un bollo grande de chocolate —dio un manotazo al marco del Paraíso—, y otro de Tronan el Destroyer, y, y…
     —Todo lo que tú quieras, bonito.
     Respiré hondo. No debí inmiscuirme, pero… ¿realmente me iba a detener, con ese puntero?
     —Sé que no debí hacerlo.
     —No es usted de por aquí.
     —De Copenhague.
     —Ha podido meterse en un buen lío —supe que no iba a suceder nada, era una buena persona.
     —Es una gran obra de arte, no podía permitir que desvencijara la tabla y terminara en el suelo rajada y con desconchones.
     —¡Qué me va usted a contar! Los individuos a los que no interesa el arte no suelen entrar, pero ha empezado a llover y aquí no se mojan.
     —Ah, es por eso.
     —Aaaauuuuuh —sonó como un ladrido dentro del museo.
     —Es lo que parece, un dogo tamaño caballo. Mea todos los días en la misma esquina. Intentamos evitarlo echando un producto químico, pero fue peor, porque meó La Maja Vestida.
     —Hablando de agresiones, esta obra ha sido grafitada —señalé los lugares.
     —Es una pena, pero no hay modo de hacer nada. Las cámaras de vigilancia se inutilizaron, porque había que hacer firmar a los visitantes que iban a ser grabados y muchos de ellos se negaban amparándose en su derecho a la intimidad; lo peor fue la orden del juez dictaminando que tenían razón y no debían ser grabados.  
     —Obras que han perdurado a través de los siglos, arruinadas por la estupidez humana. ¿Por qué?
     —Si tiene un rato se lo cuento —se sentó sin esperar mi respuesta.
     —Sucedió durante la legislatura de gobierno de izquierdas más radical que hemos padecido, estropearon todo lo que tocaron, y fue mucho; suerte que sólo duraron tres años en el poder. Le sucedió una derecha moderada que no hizo nada, con lo cual todo permaneció igual. Resumiendo, los ciudadanos tienen todos los derechos, pero ninguna responsabilidad; cada cual puede hacer lo que le venga en gana.
     —Así que nadie vulnera la ley.
     —Muy cierto. Si a eso le añade que no aprecian el Arte, entenderá usted por qué no les importa degradarlo. Cada vez que cogíamos a alguien atentando contra una obra, estábamos atentando contra su libertad como visitante y pasábamos de denunciantes a denunciados; algunos llegamos a estar suspendidos de empleo y sueldo. También desconectamos las alarmas, porque no dejaban de sonar. Cualquiera podría llevarse una obra y no pasaría nada; menos mal que no les interesan.
     —Entonces no pueden hacer su trabajo.
     —Miramos hacia otro lado. Desaparecemos.
     —Qué triste.
     —Tanto como su intento de preservar esta magnífica obra —se quedó ensimismado contemplando “El Jardín de las Delicias”—. Me queda un año para la jubilación y qué quiere que le diga, procuro sufrir lo menos posible. Hago mi trabajo, lo que me está permitido hacer sin ser sancionado, que es sentarme en una esquina y entretenerme con el phonoreloj-i.
     —“El Jardín de las Delicias” es la mejor obra de El Bosco, no se puede perder. Deberían llevarlo al Espacio de Restauración, allí estaría a salvo.
     —En Restauración no dan abasto. Pidieron más personal y les respondieron que hasta ese momento no lo habían necesitado y que siguieran laborando. Sinceramente —bajó la voz—, lo mejor que podría sucederle a “El Jardín de las Delicias”, es que algún amante del Arte Retrógrado se la llevara a su casa. No hay vigilancia y cada cual puede entrar y salir de aquí portando lo que quiera.
     —Es… ¿la única manera? —formulé la pregunta sabiendo que hablaba en serio, pero necesitaba convencerme a mí mismo.
     —La única y esta obra, merece ser salvada.


jueves, 12 de abril de 2018

Estética Vegetal.


ESTÉTICA VEGETAL



     Lorden levantó la electrisierra y observó el filo a contraluz; una vez satisfecho, volvió a dejarla en su sitio y cogió la siguiente. Todas las mañanas revisaba las herramientas para asegurarse de que se encontraran en perfectas condiciones. Menuda bronca me echó aquella vez que con las prisas por marchar al cumpleaños de mi pareja emocional, dejé la electrisierra sin limpiar.

     —Buenos días, Lorden. La prensa vuelve a hablar de nosotros —dejé el periódico extendido sobre su mesa. Prefería que se enterara por mí y no por otro con quien tuviera menos confianza.

     —Espero que bien —fue hacia el tablón donde colgábamos las labores más urgentes y leyó las tres notas.

     —No tendremos esa suerte. Hoy en día todo el mundo se atreve a criticar, sobre todo si no entiende del tema.

     —Excepto la política, va tan mal que ya nadie le presta atención —se acercó a la mesa. La noticia que nos afectaba aparecía en portada. Lorden frunció el ceño.



QUINTO ANIVERSARIO DE LA DESTRUCCIÓN DEL BOTÁNICO

     En el siglo diecisiete llegó a nuestra ciudad un lord inglés buscando un clima benigno para su reuma. Compró una gran extensión de tierra en lo que entonces eran los límites de la ciudad. En un extremo construyó el palacio y al año siguiente, comenzó a diseñar el jardín sobre una extensión de 200.000 metros cuadrados. Se proyectaron avenidas, caminos y senderos; se decidió qué lugar ocuparían las praderas, las flores, los arbustos y los árboles; se crearon fuentes, estanques y arroyos; y se colocaron esculturas. Como cualquier jardín en sus comienzos, se encontraba demasiado vacío, pero pasó el tiempo y las distintas especies vegetales fueron creciendo y dando entidad al enorme jardín, hasta convertirse en el Gran Jardín Botánico, que su nieto tuvo a bien donar a la ciudad.

     Daba gusto pasear por la gran avenida de los robles, o la de los cedros, llegar al estanque de los sauces y ver asomar tras ellos las gigantescas sequoias. Era un auténtico jardín inglés, con sus avenidas y caminos, zonas de vegetación cuidada y otras que por voluntad de su creador permanecían aparentemente salvajes. Aquí y allá surgían estatuas sobre altos pedestales y los arroyos serpenteaban junto a los setos a lo largo y ancho del parque.

     El Gran Jardín Botánico permaneció tal cual era hasta hace cinco años, momento fatídico en el que una orden aparecida en el boletín concedió la plaza de arquitecto superior vegetal a un tal Lorden Torozor, y otras seis de arquitectos técnicos vegetales, con el fin de cubrir las plazas que hasta entonces habían estado ocupadas por personal interino; hasta entonces el Botánico había sido mantenido con el máximo celo, pero a partir de ese momento comenzó el declive.

     Los nuevos arquitectos-jardineros estudiaron en el Centro Superior de Conocimientos Vegetales y Energía, que adopta una estética minimalista inexistente en la naturaleza, y decidieron aplicar los conocimientos adquiridos en el Gran Jardín Botánico, como si la vegetación fuera un material inerte que un artista pudiera moldear a su capricho. Así sucedió que árboles que habían sobrevivido a generaciones de humanos, a la contaminación de los derivados del petróleo y a la especulación inmobiliaria, sucumbieron a la triste idea de lo que era un jardín moderno. La vegetación fue mutilada sin ninguna consideración, sin salvar siquiera los ejemplares más antiguos.

     Una Araucaria fue podada hasta que sólo quedaron sus ramitas más jóvenes dispuestas radialmente en la zona superior. Los sauces que rodeaban el lago desaparecieron, excepto uno, cuya frondosa melena quedó reducida a una trenza. Los Robles y las Sequoias vieron menguada su altura, alguna ley que desconozco dictaba que no debían superar los cuatro metros de altura. Las zonas frondosas, por supuesto desaparecieron.

     Si querían hacer esa clase de experimentos, podían haber creado un nuevo jardín en cualquier otro lugar y respetar el que nos había sido legado. Hubo muchas protestas, pero los políticos miraron hacia otro lado y dejaron que siguieran destrozando el Botánico, aún cuando la mayoría de los árboles salvajemente podados comenzaron a morir. Argumentaron que debía haber una plaga que nadie fue capaz de encontrar; lo cierto es que la plaga existía, la formaban los especialistas en vegetales que se dedicaban a torturarlos.

     La vegetación ha tenido en el hombre a un enemigo implacable, que ha talado y quemado bosques enteros sin la menor vacilación. Cuando se supone que hemos aprendido a convivir con ella, porque sabemos que la necesitamos para sobrevivir, continuamos siendo sus enemigos. En el campo, lo son los quemarrastrojos a los que siempre se les van los fuegos de las manos, los laboradores con máquinas eléctricas que de vez en cuando sueltan la chispa que provoca el desastre y los peores de todos son esos enfermos llamados pirómanos que asesinan la vegetación con premeditación y alevosía.

     Lo que había pasado desapercibido hasta hace poco tiempo era que en la ciudad, los enemigos de la vegetación son quienes se suponía que cuidaban de ella, la nueva generación de arquitectos vegetales. Nadie debió destruir el Gran Jardín Botánico, y ninguno debimos consentirlo.



     El artículo me afectaba tanto como a él, nos afectaba a todo el grupo. Era un periódico retrógrado, aunque tenía sus lectores, pero no había más que comparar las dos fotos para ver cuánto había mejorado nuestro Espacio Vegetal. Lorden salió del almacén aparentemente despreocupado y se detuvo frente a la joven palmera que él mismo había podado la jornada anterior para dejarle una sola palma. Salí tras él.

     —¿Cómo pueden seguir con eso? —dijo cuando llegué a su lado—. Presenté mi proyecto al Ministerio de Vegetación y Energía y me dieron el visto bueno. Pudieron decirme que no, pero sabían que estaba haciendo lo correcto, y lo aprobaron.

     Echó a andar y le seguí. Estaba preocupado, aunque no lo demostrara.

     —Lorden, sabes que estoy contigo, fue una labor conjunta, de todo el equipo. Hemos hecho lo que debíamos, aunque algunos no acaben de comprenderlo.

     —Sí, Torsen, hemos hecho lo que debíamos, pero antes de la Reforma este Espacio Vegetal se llenaba los fines de semana a pesar de ser un lugar angosto y claustrofóbico. Ahora que lo hemos convertido en un lugar acogedor, viene menos gente.

     —Hemos recibido críticas negativas y eso influye en los ciudadanos. Algún día se darán cuenta de que les han engañado y volverán. Nuestro Espacio Vegetal volverá a llenarse de admiradores —no nos gustaba llamarles paseantes.

     Lorden tomó el sendero que salía a la derecha. No tenía nada que ver con el antiguo, los trazados actuales eran cuatro veces más anchos; mucho más cómodos para transitar y sin los inconvenientes de tener que esquivar o ceder el paso. Continuamos hasta desembocar en la avenida de los Robles, donde nos sentamos en un banco.

     —Hemos convertido este Espacio Vegetal en una auténtica Obra de Arte —intenté animarle.

     —Tienes toda la razón, mira el último roble que plantamos —lo señaló—, apunta maneras.

     Recordaba aquella tarde de otoño en que abrimos el hueco y echamos los productos de aclimatación. Se acercaba la hora de irnos, pudimos haber tapado el hueco y dejarlo para la siguiente jornada, pero preferimos quedarnos y acabar el trabajo. No había pasado tanto tiempo, pero la primavera había llegado y veíamos el resultado de nuestra dedicación; el árbol estaba precioso con esa única hoja en el extremo del tronco.

     —Es joven y fuerte —continué animándole—, no le afectará la enfermedad —cuando llegara el verano luciría una maravillosa y diminuta copa, nos encargaríamos de que así fuera.

     —Hace unas décadas eran las coníferas las únicas afectadas y nadie quiso averiguar qué les ocurría. El virus, o lo que quiera que les atacara debió mutar y ahora se ensaña con todas las especies —Lorden tenía razón. El jefe era un buen profesional.

      —Para que digan que somos nosotros los que los matamos.

     Tenía gracia, porque la casualidad hacía que pareciéramos culpables. Antes de nuestra intervención, la avenida estaba tupida por treinta y seis robles centenarios que no dejaban pasar la luz del sol. Su altura resultaba demencial, parecían salidos de una era arcaica en la que no dejaba de llover y la vegetación crecía de forma desmesurada invadiéndolo todo. El lugar era angosto y claustrofóbico.

     Fuimos con tiento, para que todos aquellos que rechazaban los cambios se adaptaran. Así, en primavera realizamos la primera poda, en la que dejamos la altura de los árboles en seis metros y eliminamos la mitad de las ramas. El aspecto del lugar mejoró ostensiblemente, y tal y como esperábamos, recibimos muchas quejas. La primavera siguiente eliminamos más ramas y rebajamos la altura de los robles hasta los cuatro metros; justo entonces el virus mutado se cebó con ellos, porque murieron cinco ejemplares y el resto apenas echaron hojas. Un año más tarde desaparecieron quince y al siguiente, otros diez.

     —Si realmente los estuviéramos matando —Lorden no dejaba de observarlos—, no volveríamos a plantarlos, ¿no te parece?

     —Totalmente cierto. Además, los nuevos ejemplares resultan mucho más estéticos que esos troncos rechonchos y llagados por el tiempo y la vejez.

     —Torsen, lo que acabas de decir que quede entre nosotros, alguien podría pensar que los matamos en aras de la estética. Jamás mataríamos un árbol.

     —Lo sé. No se dan cuenta de las jornadas que hemos invertido para tratar de salvarlos.

     Lo habíamos probado todo, a regarlos más, a echarles el agua imprescindible, cambiar de abono, eliminarlo de su dieta, echarle el antiparásitos, el estimulante del crecimiento… Ningún remedio surtía efecto, llegaba la primavera y se negaban a brotar; sólo sobrevivían los ejemplares más jóvenes. Y no eran solo los robles, ocurría lo mismo con los acebos, cedros, sequoias, abetos, sauces, araucarias, chopos, cerezos, palmeras… la lista era interminable.

     Tenía que ser una enfermedad, aunque los epidemiólogos aseguraran que no había ningún hongo, bacteria o virus que afectara a tantas especies. Lorden era muy competente y tenía grandes ideas. Decía que los árboles y plantas crecían de forma descontrolada en la Naturaleza y que no debería ser así. Veinte metros sería la distancia mínima que exigiría entre árbol y árbol y los mandaría podar para que cogieran fuerza de cara a la brotación primaveral. Llegaría lejos, algún día sería alguien importante dentro del Ministerio. Iba a dirigir un documento al Ministro para pedirle que llevara a cabo una investigación que aclarara de una vez por todas cuál era la causa de la muerte de los árboles; tal vez fueran el aire o el suelo los que estuvieran contaminados. De todos modos había demasiados tipos de árboles para un Espacio Vegetal, deberíamos acabar seleccionando las especies que queríamos tener en el nuestro. También iba a sugerirlo, así se conseguirían espacios más homogéneos.

     —Conseguiremos dominar la situación —Torsen consultó su relophon-i—, seguiremos sustituyendo cada árbol que muera y si eso no surte efecto, plantaremos ejemplares artificiales.

     —Vi algunos en la última feria. Auténticas obras de arte, y valen lo que piden por ellos, pero como tengamos que ponerlos, las críticas que hemos recibido hasta ahora parecerán alabanzas comparado con lo que se nos vendrá encima.

     —No lo haría sin el beneplácito del Ministerio, en cuanto supieran que no consumen agua, darían el visto bueno de inmediato. Por cierto Torsen, ¿compraste las tijeras de podar?

     —Las tengo en mi armario.

     —Pues vamos a por ellas y de paso recogemos a Virsen, que se ha ganado el usarlas.

     Virsen había sido tan bueno como cualquiera de nosotros, pero con el tiempo se había vuelto descuidado, como si le diera igual no desempeñar bien su labor. En cuanto llegamos al almacén, Lorden dio las indicaciones pertinentes y efectuó el reparto de las tareas, a todos menos a Virsen, que fue invitado a acompañarnos. Nos dirigimos hacia el estanque. También con ese entorno se metían en el artículo, sin saber que habíamos creado un rincón de lo más armonioso. Lorden se había ocupado personalmente de podar el sauce y tuvo el acierto de dejar un par de delicadas ramas yendo al encuentro del agua; cualquiera de nosotros sólo hubiera dejado una, pero él había dado un toque genial al lugar.

     —Lorden, creo que deberíamos limpiar el estanque otra vez, o empezarán a salir algas y hasta ranas.

     —Hoy ya no es posible, pero mañana mismo lo hacemos.

     Dejamos atrás el estanque y giramos por el sendero de los antiguos setos. Cuando heredamos el Espacio, teníamos la sensación de caminar entre paredes, así que los entresacamos, dejando unos pocos, bajitos y semiesféricos, con lo cual pudimos sembrar un césped que antes no existía. Estaba todo tan ordenado y despejado… ni una hoja sobresalía más que las otras y la hierba estaba cortada a tres centímetros, ni más ni menos. Era uno de los mejores Espacios Vegetales del país, y había visitado unos cuantos en mis días libres. ¿Cómo era posible que los retrógrados creyeran que lo mejor era un jardín prehistórico donde la maleza invadía el Espacio creando espacios umbríos e insalubres? Nosotros habíamos transformado el caos en un auténtico Espacio Vegetal en tan solo cinco años.

     Llegamos al Espacio de los Cedros y nos detuvimos. Habíamos conservado uno de los prunos, creaba un contraste interesante. Pero no era precisamente por el pruno por lo que habíamos venido.

     —Te encargué podar los cedros —Lorden se dirigió a Virsen sin mirarle.

     —Hice lo que me pidió.

     —La altura es la correcta, pero si te fijas bien, no has acabado de rematar tu trabajo.

     —No sé a qué se refiere.

     —En el ejemplar que hay más a la izquierda, a dos tercios de altura por el lado derecho sobresale una ramita y más arriba y al otro lado hay dos más. Si te fijas en el siguiente hay otras tres y no por finas dejan de ser ramas. Mira a cualquiera de ellos, no acabaste tu labor.

     —Esas minucias son difíciles de eliminar con la electrisierra.

     —Lo imaginé, por eso he conseguido una herramienta más eficaz.

     —Torsen…

     Saqué del bolso las tijeras de podar y se las tendí a Virsen, que las tomó sin comprender.

     —¿Para qué me das una herramienta antigua? Debería estar en un museo.

     —Los antiguos Arquitectos Técnicos Vegetales, a los que llamaban jardineros, las empleaban para podar.

     —Ni siquiera es eléctrica. No creo que pueda hacerlo, me destrozará las manos.

     —Quiero que esté acabado al mediodía.

     Virsen respiró hondo y volvió el rostro para que no le viéramos.

     —No me responsabilizo de la muerte de los cedros.

     —¿Qué quieres decir? —preguntó Lorden sin volverse.

     —De sobra lo sabes. Cada árbol que pierde las hojas, muere.

     —Al mediodía —Lorden se alejó.

     —¡No digas tonterías, Virsen! Sabes que el jefe tiene razón. Es la enfermedad y los ejemplares jóvenes son los únicos inmunes.

     —Si tú lo dices —Virsen guardó las tijeras en su bolsa—. Lo siento más por los cedros que por mis manos, al fin y al cabo seguirán vivas aunque tenga que ir esta tarde al Pharmahospital. Voy a por la escalera.

     Me quedé contemplando los cedros e intentando recordar todos los árboles que Virsen había podado mal desde hacía dos años para acá. Muchos de ellos continuaban vivos, salvo los abetos, pero no se encargó de ellos durante la última poda. Viejos árboles mal podados que volvían a brotar…

     No pude evitarlo. Me pasé el resto de la jornada dándole vueltas al asunto. Seguía siendo la misma persona y no había perdido interés por su trabajo, salvo esa manía de no acabar de rematar la poda; era un buen profesional. Entonces, ¿por qué de pronto empezó a podar de forma descuidada?, ¿no estaría experimentando?

     ¿Y si fuera así?

     ¿Y si tenía razón?

     ¿Estábamos matando a los árboles?