EL JARDÍN DE LAS
DELICIAS
Reconocí de inmediato el edificio del
Museo del Prado, lo había visto en imágenes, aunque en ellas la fachada no
aparecía grafitada. Crucé la calle y me dirigí a la puerta principal, sobre la cual
un pequeño cartel indicaba su nombre actual: Espacio de Arte Retrógrado del
Paseo del Prado. En su día fue una de las mejores pinacotecas del mundo. Aspiré
profundamente y me dije que viera lo que viera, no debía deprimirme.
La puerta estaba abierta. Entré en un
espacio de tamaño discreto. A la derecha había una máquina antigua con un
cartel enorme sobre la misma: “Vestigio de un pasado represivo empleado para
controlar los enseres personales de los visitantes”. Era una versión antigua de las que seguían empleándose en los transportes
y museos de todo el mundo, sin que nadie se sintiera ofendido por ello. Un balón
fue a estrellarse contra la máquina. El lanzador había sido un niño situado en
una esquina de la sala, en la otra y tras el mostrador de información
automatizado, se hallaba sentado un afable hombre de avanzada edad que parecía
no haberse enterado de nada. Un par de visitantes atravesaban la estancia y otros
dos charlaban tranquilamente en el pasillo que se adentraba en el museo, alguno
de ellos tenía que ser el responsable de aquel crío; pero nadie se había
inmutado por el balonazo.
No debía deprimirme, nada debía afectarme;
así que seguí mi camino y pasé a la primera sala, un pasillo inmenso dedicado en
su mayor parte al grafiti italiano. Dos personas mayores contemplaban un
desnudo femenino, uno de ellos levantó el bastón, que quedó a escasos
centímetros de la tela.
—Esos pechos no están bien grafitados, lo
sé porque mi mujer nunca los tuvo tan altos —desplazó el bastón hacia el otro
pecho, y está vez presionó contra el pezón.
No debería afectarme, pero sufrí por la
obra de arte maltratada, hasta el punto de pensar en quitarle el bastón; pero
sabía que en este país, no debía intervenir. A la derecha comenzaba el grafiti
flamenco, que continuó en una sala de tamaño más contenido que se abría a mano
izquierda. Había muy poco público, porque el Arte Retrógrado no interesaba más
que a unos pocos estudiosos, en su mayoría de edad avanzada; yo era la
excepción: joven, recién salido del Centro Superior de Conocimientos de
Audioimagen y especializado en Arte Retrógrado. Estaba realizando el MasterProyecto
y lo había enfocado en la obra del artista Hieronymus van Aken, más conocido
como El Bosco, un grafitero del Renacimiento, aunque en aquella época se le llamaba
pintor y a su obra pintura, no grafiti; y había venido para encontrarme con
algunas de sus mejores obras.
Llegué a la sala en la que se exponía su
obra y me dirigí al asiento que había en el centro de la misma para tener una visión
general, antes de decidir cuál sería la primera pintura que iba a estudiar. En
el centro del banco había restos de comida, así que me dirigí a un extremo. Allí
estaban “La extracción de la piedra de la locura”, “El carro de Heno”, “Las
tentaciones de San Antonio Abad”, y justo detrás de mí, “El Jardín de las
Delicias”. No lo dudé, esa sería la primera
obra que iba a estudiar.
Era un tríptico enorme, sereno y
atractivo, al menos lo eran las tablas izquierda y central, la derecha perdía
unidad con respecto a las otras dos, porque representaba el Infierno y en éste
los bellos colores no tenían cabida. Tras la primera impresión, la obra pedía
que me acercara a contemplar la multitud de escenas que en ella se
desarrollaban.
Me puse en pie para dirigirme al panel
izquierdo, en el que daba comienzo la historia; representaba el estadio ideal
del hombre según la visión de los antiguos cristianos, el Paraíso, donde el
hombre disfrutaba de la vida sin necesidad de laborar, y en contacto con el
mismísimo Creador. Había una fuente extraña, que algunos denominaban
surrealista aunque éste fuera un estilo del siglo veinte, y que no habría
existido ni por asomo en la época del artista. Las extravagantes colinas, de
connotaciones alquímicas según los eruditos, me recordaban a la arquitectura
orgánica futurista. Multitud de animales poblaban las praderas, algunos de
ellos bastante extravagantes; monstruos propios de los códices medievales.
Permanecí mucho tiempo delante de la tabla
del Paraíso estudiando cada grupo, figura y detalle, algo que habría parecido exagerado a
cualquiera ajeno a la materia; es decir, prácticamente a todo el mundo. Volví
al banco para tomar nota de algunos de los descubrimientos que había hecho, como
la sutileza de la perspectiva atmosférica que iba azuleando los detalles de los
términos conforme se alejaban, algo que sólo era posible apreciar en toda su
magnitud en el original. Para un grafitero actual era fácil conseguir ese degradado
con el spray, pero en el siglo XVI grafitaban con pincel, y en el cielo no
había ninguna marca que lo delatara. Era una tarea difícil la de fundir la
pincelada y no conocía a nadie que supiera hacerlo en la actualidad.
Tenía compañía y no me había enterado,
había una mujer sentada con su phonoreloj-i desplegado. No estaba consultando
nada sobre El Bosco, acababa de abrir una imagen de fullgoal; nada que ver con
el Arte. Me senté al otro extremo y extendí mi Unidad Computerizada Virtual.
¡Había pasado casi una hora delante de la primera tabla! Pulsé sobre la imagen
del Paraíso y fui marcando las zonas objeto de mi atención antes de introducir
los comentarios.
Volví al tríptico, dispuesto a sumergirme
en ese Jardín de las Delicias que era el mundo de los mortales. Después de que
tuvieran que abandonar el Paraíso por abusar de la confianza del Creador, los
humanos disfrutaban de los placeres considerados pecaminosos; como si en vez de
un castigo hubieran recibido ese Jardín como premio. La tabla central seguía
poblada por el mismo tipo de arquitecturas que había en el Paraíso. En el lago
descansaban las mujeres, esperando que la comitiva masculina que lo
circunvalaba desmontara de sus cabalgaduras e iniciara el galanteo. Allá donde
posara la vista había grupos de humanos disfrutando de una gran celebración, la
que la vida les ofrecía. Me acerqué cuanto pude a la tabla, permaneciendo
detrás de la leve línea marcada en el suelo.
Estudiaba al grupo ubicado bajo la
arboleda de la zona de la derecha, un inocente grupo nutriéndose de los frutos
de los árboles sin necesidad de realizar mayor esfuerzo que alcanzarla, como si
aún estuvieran en el Paraíso. Sentí que ahí había algo más, pero no era capaz
de descubrirlo, hasta que de pronto distinguí un gusano sobre la fresa gigante
que tenía entre las manos. Entonces, aparecieron los demás: uno sobre la nariz
del que estaba a la derecha cogiendo un fruto más pequeño y toda una hilera a
lo largo de la pierna de la mujer vuelta hacia el de la fresa gigante. No
recordaba haberlos visto en la reproducción. Volví al asiento y desplegué la
Unidad Computerizada Virtual. Entonces, la mujer se levantó y salió de la sala
sin haberse dignado mirar una sola de las obras de arte allí expuestas.
Expandí la tabla central y fui ampliando la arboleda, para descubrir que
esos gusanos, sencillamente, no existían. Un hormigueo me recorrió el rostro. Dejé
la unidad sobre el asiento y me acerqué a la tabla, tenía que descubrir qué
hacían allí. Eran simples líneas de poco grosor, trazadas seguramente con un microaerógrafo.
¡Alguien había cometido un acto de vandalismo contra el Jardín de las Delicias y eso, no podía, no debía haber sucedido! Intenté
mantenerme calmado y olvidarme de los gusanos; pero una y otra vez acudían a mi
mente y creía verlos en el cielo, donde unos seres que no deberían tener alas
volaban con toda naturalidad, después los busqué en las cabalgaduras de los que
rodeaban el lago y más tarde en las arquitecturas. Cerré los ojos, porque allá
donde mirara empezaba a buscarlos y no había más gusanos.
Había venido a estudiar la obra de El
Bosco antes de que se perdiera, lo demás no me incumbía, así que pasé al
Infierno. Lo llamaban el Infierno Musical, por los instrumentos en él
representados; aunque tampoco eran tantos. Destacaba más el hombre árbol y el
gran insecto que comía y defecaba humanos. Disfrutar en el Jardín estaba
penado, les habían engañado, se habían condenado a ese Infierno… y entonces
descubrí en la esquina inferior derecha otra intervención del vandálico grafitero,
¡unas bragas azules!, sobre el cerdo con tocado de monja.
Tenían
que haberlo visto por las cámaras de seguridad, y aún así le dejaron continuar
con la profanación… Escuché los pasos de un niño. Se acercó, agarró el marco y…
¡se colgó del Paraíso! Sabía que no debía inmiscuirme, pero no podía ver cómo
maltrataba El Jardín de las Delicias, me afectaba personalmente y no quería
deprimirme más.
—Niño, bájate de ahí.
—Aramoño —no conocía esa palabra, pero me
sonó a insulto. Nunca fui violento, pero fui hacia él, le agarré y como no
quería bajarse, le retorcí una oreja.
—¡Aaaaaaahhhh! —se dejó caer al suelo y le
solté. Echó a correr—. ¡Aramoño capado!
Desapareció de mi vista. Tanto vandalismo
sobrepasaba mi comprensión. Volví al Infierno con el corazón latiendo a toda
prisa y lo primero que vi fueron las bragas azules. ¿Ocurriría lo mismo cada
día? Una cosa era que en Europa, aunque tampoco fuera un ejemplo a seguir, se
hablara de la degradación extrema de este país y otra muy distinta comprobarlo
in situ. Una obra del año mil quinientos que había aguantado el devenir del
tiempo y su paso por distintas colecciones, acababa en el museo en condiciones
perfectas y era mimada por los restauradores; no tenía sentido que fuera
destruida en menos de una década. No debería deprimirme, pero era difícil
evitarlo; sabiendo que si no era ese mismo día sería al siguiente o una semana
después cuando algún energúmeno colaboraría en la degradación de la obra.
—Ha sido el magachuflo ese —era la voz del
niño. Volvía con su madre, y un vigilante del museo.
—Hay que llamar a la policía —dijo la
madre.
—Sí, porque su hijo se ha columpiado sobre
esta obra —estaba indignado por su atrevimiento—. Ha tenido que escuchar el
chirrido de la bisagra desde donde quiera que estuviese.
—Mi hijo no ha podido hacer nada malo —me
fulminó con la mirada—, pero usted sí que le ha maltratado.
—Su hijo estaba maltratando la obra, ¡y no
iba a dejar que se la cargara! —no debía inmiscuirme, me advirtió mi profesor,
que había venido varias veces a este país y al museo, pero era tarde para
remediarlo—. Sólo le he hecho soltar la tabla sobre la que se columpiaba.
—Mire, señora —intervino el empleado del
museo—, el museo tiene un protocolo para estos casos. Si usted quiere, me
encargo de que sea entregado a los S.L.O. y como autoridad del museo,
testificaré contra él.
Él no había visto nada. ¿Cómo iba a
denunciarme?
—No soy el agresor…
—Calle o le dejo inconsciente —echó mano
al bolsillo de su camisa y agarró lo que parecía un puntero de una unidad
computerizada.
—No sabe cómo le agradezco que me ahorre
este mal trago —se puso la mano en la frente como si estuviera sufriendo enormemente—.
Vamos hijo, ¿qué quieres que te compre para almorzar? —me lanzó una mirada de
desprecio antes de dar media vuelta.
—Un bollo grande de chocolate —dio un
manotazo al marco del Paraíso—, y otro de Tronan el Destroyer, y, y…
—Todo lo que tú quieras, bonito.
Respiré hondo. No debí inmiscuirme, pero…
¿realmente me iba a detener, con ese puntero?
—Sé que no debí hacerlo.
—No es usted de por aquí.
—De Copenhague.
—Ha podido meterse en un buen lío —supe
que no iba a suceder nada, era una buena persona.
—Es una gran obra de arte, no podía
permitir que desvencijara la tabla y terminara en el suelo rajada y con desconchones.
—¡Qué me va usted a contar! Los individuos
a los que no interesa el arte no suelen entrar, pero ha empezado a llover y
aquí no se mojan.
—Ah, es por eso.
—Aaaauuuuuh —sonó como un ladrido dentro
del museo.
—Es lo que parece, un dogo tamaño caballo.
Mea todos los días en la misma esquina. Intentamos evitarlo echando un producto
químico, pero fue peor, porque meó La Maja Vestida.
—Hablando de agresiones, esta obra ha sido
grafitada —señalé los lugares.
—Es
una pena, pero no hay modo de hacer nada. Las cámaras de vigilancia se inutilizaron,
porque había que hacer firmar a los visitantes que iban a ser grabados y muchos
de ellos se negaban amparándose en su derecho a la intimidad; lo peor fue la
orden del juez dictaminando que tenían razón y no debían ser grabados.
—Obras que han perdurado a través de los
siglos, arruinadas por la estupidez humana. ¿Por qué?
—Si tiene un rato se lo cuento —se sentó
sin esperar mi respuesta.
—Sucedió
durante la legislatura de gobierno de izquierdas más radical que hemos padecido,
estropearon todo lo que tocaron, y fue mucho; suerte que sólo duraron tres años
en el poder. Le sucedió una derecha moderada que no hizo nada, con lo cual todo
permaneció igual. Resumiendo, los ciudadanos tienen todos los derechos, pero
ninguna responsabilidad; cada cual puede hacer lo que le venga en gana.
—Así
que nadie vulnera la ley.
—Muy cierto. Si a eso le añade que no
aprecian el Arte, entenderá usted por qué no les importa degradarlo. Cada vez
que cogíamos a alguien atentando contra una obra, estábamos atentando contra su
libertad como visitante y pasábamos de denunciantes a denunciados; algunos
llegamos a estar suspendidos de empleo y sueldo. También desconectamos las
alarmas, porque no dejaban de sonar. Cualquiera podría llevarse una obra y no
pasaría nada; menos mal que no les interesan.
—Entonces no pueden hacer su trabajo.
—Miramos hacia otro lado. Desaparecemos.
—Qué triste.
—Tanto como su intento de preservar esta
magnífica obra —se quedó ensimismado contemplando “El Jardín de las Delicias”—.
Me queda un año para la jubilación y qué quiere que le diga, procuro sufrir lo
menos posible. Hago mi trabajo, lo que me está permitido hacer sin ser
sancionado, que es sentarme en una esquina y entretenerme con el phonoreloj-i.
—“El Jardín de las Delicias” es la mejor obra
de El Bosco, no se puede perder. Deberían llevarlo al Espacio de Restauración, allí
estaría a salvo.
—En Restauración no dan abasto. Pidieron
más personal y les respondieron que hasta ese momento no lo habían necesitado y
que siguieran laborando. Sinceramente —bajó la voz—, lo mejor que podría
sucederle a “El Jardín de las Delicias”, es que algún amante del Arte Retrógrado
se la llevara a su casa. No hay vigilancia y cada cual puede entrar y salir de
aquí portando lo que quiera.
—Es… ¿la única manera? —formulé la
pregunta sabiendo que hablaba en serio, pero necesitaba convencerme a mí mismo.
—La única y esta obra, merece ser salvada.