viernes, 28 de noviembre de 2014

LA PERFORMANCE. Primera parte. Capítulo 8



-8-
La firma del contrato.

   No pasó una noche en la que no me encomendara a la Virgen de la Estrella para pedirle que la performance saliera adelante. Nunca le había mostrado tanto fervor. Fue un mes de incertidumbres, en el que no tuve ninguna visión, pero no dejé de pensar en ellas; llegué a la conclusión de que la de mi madre no podía estar relacionada conmigo, no debió interpretarla bien. Y por fin, un día, recibí en el móvil la llamada que tanto esperaba. Interlocutor creía tener buenas noticias para mí. ¿Creía? Ese individuo tan aséptico y formal me sacaba de quicio. Si no llamaba para decirme que no, sería que lo había conseguido.
   El tiempo de incertidumbre tocaba a su fin. Y allí estaba otra vez, vestida de violeta, en el anticuado ascensor subiendo al quinto, camino al triunfo. Otros artistas lo habían intentado antes que yo y algunos no lo consiguieron, como Van Gogh, que se revolvería en su tumba si supiera que la subasta de “los girasoles”, le convirtió durante un breve período en el mejor pintor del mundo. En el colegio nos enseñaron que el mejor era Velázquez, sevillano, como yo. Años después, descubriría que habías muchos pintores que eran el mejor de todos, demasiados y que variaban de un país a otro. Todo era muy subjetivo, pero lo cierto era que mi tierra daba artistas notables. Estaba Julio Romero de Torres, el cordobés que cayó en gracia pintando a la mujer morena y del que Cristina me decía que yo hubiera podido ser una de sus musas. Y Picasso, el malagueño, el más grande de todos. Después de curtirse en el clasicismo, se fue a París decidido a triunfar y vaya si lo consiguió. Todo fue un invento meditado, una manera de darse a conocer creando controversia, “las señoritas de Aviñón”. Qué audaz le consideraron en su momento: pintó un grupo de prostitutas y las presentó desde varios puntos de vista fundidos en uno solo. Cómo le criticaron, vaya desfachatez el Cubismo que inventó, y se convirtió en un clásico.
   El ascensor se detuvo. Abrí las puertas y salí. Llegaba Violeta, la última de una estirpe de artistas andaluces, dispuesta a triunfar con la performance más controvertida de todas para subir al Olimpo del Arte. La puerta de la casa, como la vez anterior, hizo clic. Abrí dispuesta a sentarme y esperar, pero la segunda puerta se abrió y entonces pasé al despacho. Todo estaba igual que la primera vez, el mismo decorado y el mismo Interlocutor embutido en su aséptico traje gris observándome a través de sus ojos de acero. Bueno, todo no, un montón de carpetas de piel color marrón claro se apilaban en un extremo de la mesa ovalada. Deposité el informe sobre la misma y me di cuenta de que desentonaba sobre la superficie de madera de raíz. Debería haber comprado una carpeta acorde con el decorado, había que cuidar los detalles. 
   –Soy fértil –solté sin saludar. Fui tan escueta como lo era él.
   Posó sus dedos sobre el papel y se lo acercó para leerlo. No recordaba que sus dedos fueran tan largos. Tenía manos de señorito, como dirían en mi tierra. En la facultad había muchos compañeros que las tenían largas y estilizadas y ocurría lo mismo con algunos músicos, en realidad eran manos de artista.
   –Su performance es factible –levantó los ojos del papel y los clavó en mí–. Hay una cadena de televisión interesada y dada su naturaleza, hay que cuidar una serie de detalles –cogió la primera carpeta del montón y extrajo un documento de varias hojas en el que aparecía mi nombre.
   Asentí con la cabeza y fui incapaz de articular palabra. Lo sabía, sabía que lo conseguiría. Mis visiones habían sido acertadas. Sentí que me encendía y ganas me dieron de levantarme y ponerme a bailar, pero no era apropiado, no ante el Interlocutor de Arte. Gracias, Virgen de la Estrella, muchas gracias.
   –Encargué un informe sobre usted y necesito que me aclare algunas cuestiones –me dejó de piedra. No sólo lo hacía, sino que tenía la desfachatez de contármelo. Cómo se atrevía, sin mi permiso–. Tiene novio, un tal Ernesto Vázquez.
   ¿Ernesto? No conocía a ningún… ah, sí, Cachas. Seguía llamándole así, le gustaba y él me decía Princesa.
   –No es mi novio, sólo tengo una aventura con él –mi voz apenas fue audible.
   –Cambia de pareja con frecuencia.
   –En Sevilla tuve varios novios, pero desde que vivo en Madrid sólo he tenido uno y bueno, alguna que otra aventurilla como la de… Ernesto –casi se me escapó Cachas.
   –De escándalos, alcohol o drogas no aparece nada. ¿Hay algo que debiera saber?
   –Estoy limpia.
   Después de eso se limitó a pasar las hojas del informe sin apenas detenerse. No sabía que se pudiera escribir tanto sobre mí. Algún detective había seguido mis pasos. No se interesó por el lujoso piso de mi tío en el que vivía, tan sólo por lo personal. ¿A quién habría entrevistado? ¿A los vecinos, compañeros y profesores de la facultad, a Cachas y a Felipe? ¿O habría ido más lejos, a Cristina? No, ella me lo habría dicho. ¿Habría llegado hasta Sevilla? Cerró el informe, lo metió en su carpeta y tan serio como siempre, dijo:
   –Va a ser usted una figura pública. No puede permitirse ningún desliz. Tiene que dejar a su amigo, ya –guardó el informe en un cajón.
   –No se preocupe, no habrá ningún tipo de desliz.
   Se acabaron las aventuras, me aguardaba un año de fidelidad absoluta al compañero que eligiera para la performance.
   El Interlocutor cogió la siguiente carpeta del montón y la abrió.
   –Cadena 13. Supongo que la conoce. Quiere financiar y producir su trabajo.
   Me podía imaginar que alguna empresa, banco o fundación que necesitara justificar o desgravar una importante cantidad de dinero, invirtiera en mí performance. Lo de la televisión me había sorprendido y empezaba a sonarme a reality show.
   –La conozco. Veo algunos de los documentales de arte que emiten, son bastante buenos.
   Cogió el contenido de la carpeta y me lo pasó. Era un informe de bastantes páginas. En la portada había un logotipo: una C fina envolviendo al número 13, en caracteres anchos, para que se viera bien. El número de la mala suerte, menos mal que no era supersticiosa.
   –Cadena 13. No sigue ninguna tendencia política. La programación se compone principalmente de informativos, emisiones culturales y películas, y apenas emite publicidad. Lo tiene especificado en las cuatro primeras páginas. Creada hace diez meses por Piero Versari, un empresario que ha triunfado en todos los negocios que ha levantado. En el informe tiene su historial. Página cinco.
   Abrí por la página cinco y allí estaba, se lo sabía de memoria. Le había investigado, como a mí.
   De adolescente se le daba bien escribir. Inventaba historias muy exageradas y aparentemente verídicas que luego vendía por el barrio. Su profesor de lengua le animaba a escribir en serio y presentarse a certámenes literarios pero él prefirió continuar vendiendo cualquier cosa que le reportara beneficios…
   Dejé de leer, ya lo haría después. Ya éramos dos los investigados, el único que se había librado era el Interlocutor.
   –Los índices de audiencia indican que Cadena 13 es seguida por un doce por ciento de la población española. Según un sondeo, casi todos son intelectuales. Todavía no ha obtenido beneficios, ni ha recuperado la inversión.
   Se tomó un respiro. No entendía dónde encajaba mi performance en una cadena tan ideal y que por lo que decía, podía irse al traste.
   –Necesita aumentar la audiencia –continuó– y quiere introducir en su programación algo que atraiga al público, pero cito palabras textuales del señor Versari: me niego a convertir mi cadena en telebasura. Ahí es donde entra su performance –presionó el dedo índice sobre la mesa: es transgresora y a la vez es arte. ¿Le interesa?
   Cómo no iba a querer, si era para lo que había estado trabajando.
   –Sí, siempre que no quieran transformar la performance en un reality show –probablemente la Cadena 13 fuera la única de la que me podría fiar.
   –El señor Versari permitirá que usted tenga el control sobre la performance siempre que le deje supervisar su trabajo.
   –Estoy de acuerdo –dije un poco más alto de la cuenta.
   Abrió la siguiente carpeta.
   –Este es el contrato que va a firmar con él. Le aseguro que las condiciones son buenas. Léalo –me lo pasó.
   Empecé a leer: Violeta Vera… En definitiva se me reconocía como artífice y creadora de la performance. Debía comprometerme a llevar una vida sin tacha, fiel a la pareja elegida para tener el hijo artista. Piero Versari pondría los medios de la Cadena 13 a mi disposición y él supervisaría personalmente el trabajo para asegurarse de que era artístico. Me parecía bien. A mí tampoco me gustaría hacer un reality show. Estaba tan emocionada que casi pasé por alto que iba a tener un sueldo. De vivir como una estudiante aunque lo hiciera en un piso del barrio de Salamanca a cobrar cinco mil euros, no estaba nada mal.
   Dejé el contrato sobre la mesa. Flotaba en una nebulosa de felicidad. Todavía no podía creer lo que me estaba pasando, por más que hubiera trabajado duro para conseguirlo. Mi performance producida en televisión. ¿Cuántos habíamos seguido la performance del Espacio de Arte Experimental, que se suponía que era buenísima? ¿Unos cientos? Yo tendría miles, millones de espectadores. Tropecé con la mirada glacial de Interlocutor.
   –¿Está conforme?
   –Sí –no pude por menos que sonreír, aunque tuviera sus ojos clavados en mí–. Le estoy muy agradecida por lo que ha conseguido para mí.
   Sorprendí un amago de sonrisa en su rostro.
   –Ahora vamos con nuestro contrato. Es un mero trámite.
   Me lo pasó. Sólo tenía dos hojas. Iba a leerlo cuando empezó a hablar.
   –Es el trabajo más difícil que se me ha presentado y creo que también va a serlo para usted. Aparte de la dificultad que entrañe la performance a nivel técnico, tendrá que defender sus ideas cuando haya disparidad de opiniones en la cadena y tropezará con la prensa que no siempre será amable ni objetiva. Tengo una proposición que hacerle.
   –Usted dirá…
   –Podría ser su asesor y representante.
   Me sorprendió su proposición y agaché ligeramente  la cabeza. Necesitaba liberarme de su mirada.
   –Creí que su labor acababa aquí.
   –Tengo un interés especial en este trabajo.
   Abrió la última carpeta y me tendió un documento casi tan extenso como el primero.
   –Este contrato la permitirá dedicarse únicamente a su trabajo. Eso sí, me llevaré un  porcentaje importante de sus ingresos.
   –Ya –no sabía qué decir. Estaba sucediendo tan rápido.
   –No lo decida ahora. Estúdielo tranquilamente. Puede llevárselo a un abogado.
   –Deme un momento para leerlo.
   Me pareció que todo era correcto. Yo me dedicaba a mi trabajo y él de los trapos sucios y a cambio se llevaba el cincuenta por ciento. A mí me seguía quedando un sueldazo. Sí, me había dado buena espina el Interlocutor, pese a la mirada que me clavaba cada vez que hablaba. Acepté su propuesta y firmamos nuestro contrato, que sólo tendría validez si el del tal Piero se firmaba también. Mi futuro acababa de empezar.
   –Sólo queda llamar al señor Versari, quiere conocerla antes de firmar el contrato.
   Sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y lo abrió. Era gris oscuro, no podía ser de otro color.
   –¿Señor Versari? Acepta. A las cuatro. Allí estaremos –cerró el teléfono.
   Ni siquiera me preguntó, pero claro que podía acudir a la cita más importante de mi vida, cómo no iba a poder.



   El taxi me dejó delante de una pared curva de hormigón, sin más adorno que el enorme logotipo naranja y rojo de la Cadena 13. Un diminuto cartel al borde de la acera indicaba que la entrada quedaba hacia el lado derecho. Seguí la fachada ciega durante un trecho hasta que ésta se cerró bruscamente y apareció la entrada, una zona de cristal ondulado convexo-cóncavo-convexo, con las puertas en la zona cóncava. Agarré el tirador, que era el logotipo y accedí al hall, en el que todo eran transparencias azules y naranjas. Me dirigí al discreto mostrador azul que había a la derecha.
   –¿Es usted la señorita Vera? –dijo la conserje, con marcado acento extranjero.
   –Sí, soy yo.
   –Acompáñeme, por favor –salió de detrás del mostrador.
   Tenía unos bonitos ojos verdes y el uniforme le sentaba de maravilla. Era un vestido corto, ajustado y escotado de color azul cobalto, con el logo de Cadena 13 en naranja y rojo estampado por delante y por detrás. Los zapatos azules eran abiertos y con algo de tacón ancho en naranja. Me acompañó hasta el extremo izquierdo de la entrada, donde tras la cristalera había una sala de espera en la que estaba sentado Interlocutor. Abrió la puerta.
   –Puede esperar aquí. Él es Jaime Campoamor…
   –Nos conocemos –dije.
   –Estupendo. En cuanto llegue Piero le digo que están aquí. Arrivederci, señorita Vera –me hizo un gracioso gesto de despedida con la mano y se volvió.
   –Hola –saludé a Interlocutor y me senté al otro extremo del banco de metacrilato naranja.
   –Buenas tardes.
   Era inútil intentar hablar con él, ya había dicho lo que tenía  que decir. Esperaríamos a que apareciera el magnate de la televisión. Y mientras nosotros permanecíamos en silencio viendo nuestro reflejo en el cristal azulado, la conserje hablaba por teléfono sin dejar de gesticular con la mano. Poco después entró un hombre un tanto peculiar, vestido con cazadora y pantalones medio arrugados de color beige, como si fuera de expedición a la selva, y unas zapatillas azules de deporte muy llamativas que lo desmentían. Completaba el atuendo con unas gafas de sol azuladas.
   –Es él –dijo Interlocutor.
   Vestido de aquella manera, parecía cualquier cosa menos el jefe. Se fue hacia el mostrador, apoyó los codos y se quedó mirando a la conserje. Ella sonrió, acabó su conversación tranquilamente y después de colgar se puso a hablar con él. Daba la impresión de que él la estuviera cortejando y ella le correspondiera. Después de un rato, él le lanzó un beso y vino a grandes zancadas hacia nosotros. Al entrar, nos miró y abrió teatralmente los brazos. Resultaba cómico escondido tras sus gafas redonditas y azules, con sus largos pelos acaracolados y esa naricilla corta y ancha.
   –Siento haberles hecho esperar, pero la comida estaba tan deliciosa, que no he podido resistirme a probar el postre, un tiramisú delicioso.
   Parecía una broma que un personaje tan estrambótico fuera a producir la performance, pero estaba avalado por Interlocutor. Se acercó y me levanté.
   –Señorita Violeta –acercó su mano y tendí la mía para estrechársela. Él la cogió, se la llevó a los labios y la besó–. Encantado de conocerla.
   –¿Señor Piero Versari? –no acababa de creer que fuera él.
   –¡Mamma mía!, veo que además de tener una cabeza brillante es usted bellísima –me miró de arriba a abajo con el descaro del que sabe que se lo puede permitir–. Bien, ahora que estamos todos, podemos empezar.
   Le seguimos hasta la puerta del fondo, que era de cristal opaco y llevaba impreso el logotipo. Abrió, nos dejó pasar y se volvió para despedirse con la mano de la conserje. Me imaginaba cómo había conseguido ella el trabajo y empezaba a sospechar que el mío no saldría adelante sin pasar por sus garras. Nadie regalaba nada.
   Una vez al otro lado, todo atisbo de transparencias desapareció. La Garra-Versari no dejó de hablar mientras nos conducía a través de pasillos de paredes azules, nos abría puertas que daban acceso a pequeños despachos, salsa de sonido o montaje y otras que no se molestó en comentar, que quizás ni él mismo supiera para qué servían. Hablaba y hablaba, bromeaba, tuteándome a mí y tratando de usted a Interlocutor. Creo que él lo aguantaba porque no había más remedio, mientras que a mí se me iba pasando la mala impresión que me había causado. Era imposible que no me cayera bien este personaje tan extravagante y simpático pese a su actuación con la recepcionista. Igual estaban saliendo.
   Pasamos por el plató donde grababan los telediarios, nos asomamos a una ventana para ver el programa de ciencia que rodaban en ese momento y finalmente y con gran misterio, se detuvo ante una puerta en cuyo exterior no había ningún rótulo.
   –Acabamos de reacondicionar esta sala –abrió la puerta y entramos. Era enorme–. Espero que te guste.
   –Para el rodaje de la performance –intervino Interlocutor, por primera vez desde que salimos de la sala de espera.
   –Hemos tirado unos cuantos tabiques y de momento la hemos pintado de blanco, pero está a la espera de tus necesidades.
   Blanco, odiaba el exceso de blanco desde que estuvimos en el Espacio de Arte Experimental, pero ya cambiaríamos eso. La sala estaría bien para mi performance. Eso quería decir que estaba todo decidido aunque…
   –Está muy bien, pero… señor Versari, aún no hemos firmado.
   –¡Ah, tonto de mí!, se me había olvidado. Claro, aunque me parece que eso no va a suponer ningún problema, ¿no es así, mi pequeña Violeta?
   Vi a Interlocutor fruncir el ceño y volví a sentir la garra. Salimos de mi futura sala y fuimos hasta el ascensor para descender a la planta baja.
   –Todos necesitamos un pequeño descanso en medio del trabajo y como no había nada en los alrededores, pusimos nuestro propio bar. Vamos a tomar algo mientras hablamos de nuestro pequeño negocio, ¿Os parece bien?
   –De acuerdo –dije.
   –Como desee –dijo Interlocutor.
   Llegamos al bar, en el que curiosamente, el mobiliario era de madera. Nos sentamos y nuestro anfitrión hizo una seña a la camarera, que no se hizo esperar. Era muy llamativa. Vestía el uniforme de la casa, aunque le quedaba algo apretado.
   –Nina, para mí un cortado y para mis amigos… ¿qué queréis?
   –Una coca-cola –dije.
   –Un agua del tiempo –pidió Interlocutor.
   Se acomodó en la silla y se quitó las gafas, dejándolas sobre la mesa. Por fin veía sus ojos: pequeños, vivaces, castaños. Se le veía feliz y relajado y por primera vez desde que nos conociéramos, callado. Interlocutor se mantenía serio, como siempre. Y yo simplemente esperaba, confiada. Estaba a punto de comenzar mi performance.
   Volvíamos a estar en zona de cristal y sobre una de las paredes, casi opaca, había fotografías bastante espectaculares que mostraban el edificio. Había una tomada desde arriba y sorpresa, el edificio ovalado resultó tener la formas del logotipo. Ahora entendía la extraña forma de la entrada, por el lado derecho del número tres. Nina nos trajo las bebidas y a Piero se le fue la mirada al provocador escote. Ella se dio cuenta y le sonrió. Debía ser un mujeriego de cuidado.
   –Amigos míos, mi cadena está a vuestra disposición y ahora, Violeta, me gustaría que me contaras lo que quieres hacer.
   Podía contar lo que quisiera, él ya conocía lo que iba a hacer y el plató era mío. Me apoyé en el respaldo del asiento y comencé a hablar.
   –¿Qué es el Arte? –Interlocutor me miró extrañado–. Llevamos todo un siglo vagando de una vanguardia a otra, intentando decidir cuál es el camino correcto y la incertidumbre nos hace dudar entre lanzarnos al desconocido futuro o aferrarnos al seguro pasado. Entretanto, manejamos el Arte como una mercancía sobre la cual especular para obtener el valor comercial más desorbitado posible.
   –Fantástico –Piero se echó para adelante y me señaló–. Ese podría ser el tema de un documental. Podríamos emitirlo una semana antes de comenzar la performance. Muy interesante.
   Sacó una libreta y un bolígrafo del pantalón y tomó nota. Esperé a que acabara para continuar.
   –Me gustaría pensar que alguien puede encontrar el camino hacia el futuro. Ese alguien sería el hijo de una pareja de artistas y educado como tal desde el mismo momento de su concepción: conocerá el Arte desde sus comienzos en la prehistoria hasta nuestros días, sin ningún tipo de prejuicio cultural. Él nos mostrará el camino y se convertirá en el Artista del siglo XXI. Yo sólo voy a concebirlo.
   –¡Magnífico! Señor Campoamor, esta ragazza es una joya. Le voy a estar eternamente agradecido por presentármela.
   –La señorita Vera tiene las ideas muy claras.
   –Gracias –cogí la coca-cola y bebí. En boca de alguien tan espartano como Interlocutor era el mejor de los cumplidos.
   –Violeta, desde este momento, formas parte de Cadena 13.
   Levantó su taza en un ademán de beber y volvió a dejarla.
   –¡No podemos brindar así! Nina –levantó la voz–, champán y tres copas, súbito –y se dirigió a nosotros–. Voy a pedir que nos traigan el contrato, no podemos dejar que esta artista se nos vaya con sus ideas a otra parte. Te necesitamos aquí.
   –Descuida, no me iré a otra cadena donde transformen mi obra en un reality show.
   –Bien dicho, en ninguna parte vas a estar mejor que aquí.
   Cogió el teléfono y dio la orden. Estaba como una cabra, pero era un hombre encantador, sería un don Juan, pero no era una garra.
   –Enhorabuena, Violeta. El trabajo es suyo –Interlocutor sonreía. No era una sonrisa propiamente dicha, pero en él sí, casi se le habían formado hoyuelos.
   –Gracias.
   Interlocutor, Piero; eran tan distintos… y triunfaría gracias a ellos. Había tenido suerte de conocerlos. Interlocutor era distante, conciso hasta el minimalismo y si tenía sentimientos estaban bien ocultos. Piero era simpático y extrovertido, genuino representante del genio improvisador italiano.
   Nina se presentó con la botella de champán y las copas, Piero abrió la botella y sirvió. Brindamos por la performance antes de que dispusiera los papeles para que firmáramos.
   La Performance había comenzado.

martes, 18 de noviembre de 2014

Puesta de sol en Saint Malo.

Acuarela

LA PERFORMANCE. Primera parte. Capítulo siete.



-7-
La espera

   Jaime Campoamor era una persona bastante extraña, tan rara como su estrambótica especialidad: Interlocutor de Arte. ¿Qué era eso? Seguro que se lo había inventado. No, no pegaba con su forma de ser, seguro que existía esa categoría, porque era serio hasta la médula, serio y distante. Ni siquiera llegó a darme la mano. En cambio, clavaba su mirada glacial al escuchar y la alejaba hasta el infinito cuando era él quien hablaba, lo imprescindible, escatimando las palabras; menudo Interlocutor. Si era insulso hasta en el vestir, con ese gris neutro, si hasta su despacho era más alegre que él. Y pese a todo, daba tal impresión de aplomo y seguridad, que estaba convencida de que conseguiría que la performance saliera adelante.
   Rodé sobre la cama hasta quedar bocabajo y dejé el informe que me había pedido sobre la mesilla, decía que era fértil y a pesar de ello, me encontraba un tanto alicaída. El trabajo de historia del Arte logró mantenerme entretenida, pero lo había acabado y volví a pensar en el informe. Si hubiera sido estéril como la tía Elocadia, habría elegido una madre de alquiler y me limitaría a dirigir la performance. Incongruentemente, era una artista tendente al minimalismo intentando hacer una performance que sería todo lo contrario. Podía haber buscado algo realmente impactante que hubiera durado un par de minutos, pero mis visiones me llevaron por otros derroteros. Después de un mes de arduo trabajo tenía el guión y cuando empezara la performance, no sabía lo que me esperaba. Tenía que recordar la zarpa del galerista para darme ánimos.
   Y hablando de zarpas, sonaron dos golpes en la puerta.
   –Violeta –era la inocente Cristina−, está sonando tu teléfono.
   –Voy –me incorporé. Lo había dejado cargando en el salón y para cuando llegué, había dejado de sonar. Era el número de mi madre. Qué raro, si habíamos hablado hacía un par de días. Llamé.
   –Hola Violeta. ¿Estás bien?
   –Sí, mamá, ¿por qué lo dices?
   –¿De veras? ¿Va todo bien?
   –Que sí, mamá. Todo va bien.
   –Violeta, he tenido un pálpito y esta vez las luces de colores no eran nada halagüeñas, se mezclaban sin ton ni son y se volvían sucias y oscuras. Siento que algo extraño está a punto de sucederte −¡mi madre intuía que algo iba a suceder! Debía buscar alguna excusa que la tranquilizara–. Violeta, ¿sigues ahí?
   –Sí… –y no se me ocurría nada.
   –Voy a hacer la maleta y salgo para Madrid −era lo último que necesitaba, a mi madre antes de comenzar la performance. Felipe, era la excusa perfecta−. Mamá, estoy pensando en lo que me acabas de decir y creo que sé lo que has visto, voy a dejar a Felipe.
   –Qué pena, hija, con lo que me gustaba ese chico para ti. ¿Habéis reñido?
   –No, mamá, no ha sido nada de eso. Es que tiene una mentalidad un tanto cerrada y no acaba de hacerse a la idea de que soy una artista. Quiere que trabaje en la empresa de su padre y relegue mi arte a un segundo plano. Así que, como ves, no tienes por qué preocuparte. No hace falta que vengas.
   –Lo siento hija. No te apenes. Con lo guapa y salada que tú eres, los pretendientes no te van a faltar. Mañana mismo me acerco a rezarle una novena a la Virgen de la Estrella. ¿No quieres que vaya a pasar unos días contigo?
   –No te preocupes mamá, que tengo a Cristina conmigo –en ese momento levantó la vista de su trabajo y me miró–. Además, pronto iremos a pasar un fin de semana por allí.
   –Qué alegría me das. Espera, sí. Violeta, se pone tu tío Julián, quiere decirte algo. Hasta luego, bonita. Y no estés triste, todo se arreglará. Ya verás como pronto encuentras a otro mejor.
   –Seguro, mamá. Un beso, adiós.
   –Hola, como está mi niña.
   –Hola tío. Bien. Hecha una artista.
   –¿Necesitas alguna cosa?
   –No, tío. Me llega para acabar el mes. No te preocupes, si me hace falta algo te llamo. Gracias, un beso −colgué.
   –No me habías dicho nada de Felipe –Cristina dejó su trabajo y vino a sentarse en la butaca.
   Cerré los ojos. La performance. En algún momento tendría que contárselo a mi madre, pero no antes de estar metida de lleno en ello, quería que viera que era un trabajo serio. Menuda se iba a armar en la familia: ella y el tío, me daba igual lo que pensaran los demás. Toda revolución había de pagar un precio.
   –Cristina, tengo que contarte algo, y no es sobre Felipe –ella sería la primera en saberlo.
   A mí me había costado asimilarlo, cuánto más le supondría a Cristina. Hubiera preferido que se enterara poco a poco, no me gustaba verla sufrir. Me había ayudado con el ingente trabajo teórico y pensé que acabaría atando cabos, pero no lo había hecho, me tocó contárselo de sopetón y ver cómo su rostro mudaba por un cúmulo de emociones encontradas: asombro, decepción y rabia. Al finalizar la historia, estaba lívida.
   –Siempre pensé que se trataba de un trabajo para Movimiento –dijo en un susurro–, ni siquiera sospeché cuando fuiste a ver a ese locutor…
   –Interlocutor de Arte. ¿Y qué pensaste entonces?
   –Tal y como lo habías preparado –tosió para aclararse la voz–, creí que sería un trabajo de animación.
   La performance tenía su lado negativo y estaba empezando a manifestarse demasiado pronto. Las personas a las que más quería, iban a sufrir antes de comprender lo que estaba haciendo. Cristina había sido la primera y tarde o temprano, mi madre, mi tío… “Creí que sería un trabajo de animación”, la frase se repetía en mi cabeza. Sabía que debía ser fuerte y estar preparada para lo que se avecinaba. Las críticas me lloverían por doquier.
   Debió transcurrir un buen rato antes de que Cristina rompiera el incómodo silencio y hablara.
   –Violeta, tú tienes visiones y crees en ellas. ¿No deberías escuchar la de tu madre? Igual tiene que ver con la performance.
   –Ni a mi madre ni a mí nos han fallado jamás las visiones, pero es que yo no he tenido una negativa sobre mí. Es más probable que sea lo que le he dicho sobre Felipe.
   –No acabo de verlo claro –se levantó y volvió a su mesa de trabajo–. Deberías habérmelo contado desde un principio.
   Me dolieron sus palabras, pero en ellas iba implícito su perdón.
   Un paso más, el camino hacia la performance se allanaba y los problemas se solventarían, como siempre. Igual que cuando decidí venir a estudiar a Madrid porque Sevilla estaba demasiado apegada a la tradición y quería un ámbito contemporáneo. Lo conseguí pese a que mi madre fuera reacia, aunque en última instancia quisiera venirse conmigo. Me salí con la mía y así sería ahora, aunque no hubiera sido fértil, aunque me hubieran tenido que inseminar, aunque hubiera necesitado una madre de alquiler; la performance saldría adelante y me convertiría en la gran artista del siglo veintiuno.
   Cuando llegara el momento, se lo contaría a mi madre. Pero, ¿por qué ella tenía un pálpito negativo?



   Corté el tomate en rodajas finas y piqué el ajo y la cebolla en cuadraditos diminutos, como a ella le gustaba. Fui al armario y saqué un tarro de aceitunas de manzanilla. Lo abrí y eché una buena cantidad. Quería dejar la ensalada a su gusto. Conociéndola, no creo que hubiera logrado concentrarse en su trabajo, estaría dándole vueltas a la performance, intentando asimilar lo que iba a ocurrir. Debía estar pasándolo realmente mal y por eso me había adelantado a preparar la cena.
   Cuando entró en la cocina, acababa de poner los cubiertos. Se sorprendió al ver la cena servida, pero no dijo nada. Se sentó a la mesa, cogió el vaso y bebió. Me senté también.
   –Violeta, he estado pensando –cogió el tenedor, pinchó una aceituna y se la llevó a la boca–. ¿No habría posibilidad de dejarlo en una película de animación diseñada por ordenador?
   Efectivamente, había estado dándole vueltas.
   –No he trabajado tanto para quedarme en eso.
   Pinché una rodaja de tomate y ella cogió otra aceituna.
   –¿No podría ser otra la embarazada? –fue a por la tercera aceituna.
   –Tengo que ser yo.
   Se llevó otra más a la boca. En circunstancias normales se habría comido un par de ellas, porque decía que engordaban. No pensaba probarlas de momento, quería ver cuántas era capaz de comerse.
   –¿Tan claro lo tienes? –cogió otra.
   –Sí. Tengo que dar el paso, con todas las consecuencias.
   Con todas las consecuencias. A veces creía ser impulsiva e irreflexiva, pero luego lo pensaba y me daba cuenta de que en realidad era lanzada e intuitiva. Además contaba con las visiones, nunca me habían fallado. Nuestros tenedores se acercaron al plato, en el que sólo quedaba una aceituna. Me miró con el ceño fruncido y la pinchó. Cristina, ella era la sensata y la juiciosa, aunque ahora intentara disimularlo.
   –Gané –dijo en medio de una sonrisa, masticando con deleite.
   –Enhorabuena –solté el tenedor y aplaudí–. Me has ganado lo menos veinte a cero.
   –¿Qué? –continuó sonriendo.
   –Las aceitunas. Te las has comido todas.
   Su plato estaba lleno de huesos. Miró la evidencia y se sorprendió.
   –Lo siento…
   –No lo sientas. Más bien te van a sentar bien ellas a ti, cuando mañana estés veinte gramos menos flaca.
   Se llevó las manos a la cara y empezó a reírse con ganas. Me levanté a por el tarro de aceitunas y lo puse sobre la mesa. Estaría estupenda con cuatro o cinco kilos más. Como si me leyera el pensamiento, puso las manos en torno al tarro.
   –No, más, no –continuó riendo.
   Por fin se distendía y logró contagiarme. Posé mis manos sobre las suyas y estuvimos riendo un buen rato.
   –Sí, unas pocas más, sí.
   Dejó de reír y me dirigió una mirada cálida.
   –Violeta, tu performance es muy buena y aunque a mí me dé miedo, sé que va a ser un éxito.
   –Gracias, Cristina –apreté sus manos.
   –Cuenta conmigo para lo que necesites.
   –Gracias. Te voy a necesitar.
   Soltó mis manos. A continuación abrió el tarro.
   –Vamos a celebrarlo.
   Volcó el tarro entero sobre la ensalada. Entre risas, empezamos a dar cuenta de ellas, hasta que sonó el timbre y nos miramos.
   –Voy yo –cogió una aceituna–. Ésta para el camino.
   Salió de la cocina y sus pasos se perdieron en el pasillo. Oí la puerta, que saludaba a alguien y cerraba. Luego oí los pasos de dos personas acercándose.
   –Mira quién viene.
   –Felipe –me sorprendí–, ¿cómo tú por aquí?
   –¿Ese es el recibimiento que me das? –se acercó y me dio un beso.
   –Quédate a cenar –dijo Cristina sentándose–, tenemos aceitunas.
   –Gracias –contestó extrañado mirando el plato de la ensalada cargado de ellas–, me quedo.
   Este chico tenía el don de la oportunidad. En esos momentos, Cristina y yo no necesitábamos a nadie. Hacía más de  una semana que ninguno de los dos hacíamos por vernos y ahora se presentaba sin avisar. La cena transcurrió sin apenas comentarios. Luego, Cristina, la única de las dos que conservaba el buen humor, se puso a fregar. Felipe y yo nos fuimos al salón, pero se puso tan pesado que aunque no me apeteciera mucho, decidí llevármelo al dormitorio. Nuestra relación se había enfriado. No asimilaba que yo quisiera seguir con mi Arte y no acababa de entender que no aceptara el futuro tan prometedor que me ofrecía. Puede que no estuviéramos hechos el uno para el otro. El caso es que aunque no hubiéramos roto oficialmente, había empezado a salir con Cachas, al que no me ligaba ningún lazo afectivo. Lo nuestro era sólo sexo y ambos lo sabíamos. El otro día estuvo aquí. ¡Qué cuerpo! Y tenía ganas de exhibirlo ante cualquier mujer linda que se cruzara en su camino. Un par de años más al ritmo que iba y se echaría a perder como un vulgar culturista.
   –¿Qué te ocurre? –Felipe interrumpió mis pensamientos–. ¿Es que no te apetece?
   –Pues la verdad es que no.
   –Pero, ¿se puede saber qué te pasa?
   –Felipe, por si no te has dado cuenta, lo nuestro no funciona.
   Se puso todo nervioso y se apartó de mí. Ya sabía yo que esto iba a pasar y eso que aún no le había dicho que estaba con otro. Bueno. El día estaba echado. ¿Qué más podía pasar? A grandes rasgos, le conté la performance que iba a hacer. Y en el momento en que lo hice, me arrepentí de ello.
   Empezó a dar vueltas por la habitación, con los brazos ligeramente encogidos y los puños cerrados. Me daba miedo, nunca le había visto así, era como si estuviera a punto de cometer un crimen. Se detuvo mirando hacia el armario y levantó el brazo derecho. Temblaba. No veía su rostro, pero en ese momento sentí miedo. Aunque sabía que era incapaz de matar una mosca, pensé que podía intentar agredirme. Llevé la mano a lo primero que encontré, la lámpara de la mesilla, dispuesta a defenderme. Se giró, abrió el puño y se llevó la mano a la frente. Instintivamente levanté la lámpara. Me dirigió una mirada asesina y dándose la vuelta, se dirigió hacia la puerta. Abrió con brusquedad y se marchó dando un portazo.
   Cómo se había puesto. Nunca me lo hubiera imaginado. Cuando le conocí, acababa de dejarle su novia, que por lo visto era una bicha de cuidado y él estaba hecho unos zorros delante de mi portal. Empecé a pensar que ella quizás no fuera tan mala como me la había pintado. Sería mejor evitarle mientras estuviera fuera de sí y como tenía que volver a por la ropa, me vestí y salí de la habitación.
   El salón estaba a oscuras. A la luz de la farola, distinguí la figura de Cristina, apoyada sobre el marco de la puerta del balcón. Felipe se hallaba cerca de ella mirando al exterior, calmado, como si no hubiera ocurrido nada. Ella vestida y él en calzoncillos. Era raro que ella no hubiera puesto pies en polvorosa.
   –A Violeta le parece retro –dijo Cristina.
   –Pues es un coche precioso –contestó Felipe.
   La situación era surrealista. Estaban tan tranquilos, a ella no parecía importarle su casi desnudez y él parecía haber olvidado que había salido hecho una furia de la habitación. Ni siquiera sabía si se habían percatado de que yo estaba en la entrada del salón. Pasé y me senté en el sofá. Tampoco pareció afectarles.
   –¿Hablando de tu Fiat 500? –intervine.
   –A Cristina le gusta –soltó indiferente, como si lo del dormitorio nunca hubiera ocurrido.
   –¿Por qué no le das una vuelta en él?
   No contestó. Cristina agachó la cabeza y tampoco dijo nada. Tan tímida como siempre. Me sentí espectadora de un teatro de sombras. De perfil su rostro quedaba precioso, siempre me lo había parecido. Separó los labios y permaneció así unos segundos, luego giró la cabeza hacia donde yo estaba y se volvió rápidamente. Con lo despistada que era, a ver si se acababa de enterar que iba en calzoncillos. Aunque no me interesara, le miré, y yo también lo vi: tenía una erección.
   Cristina se marchó sin decir nada y al poco oí la puerta de su dormitorio. Tampoco dije nada y me fui al mío. Cogí su ropa, la tiré al pasillo y cerré la puerta.

Gijón. Foto del autor.