domingo, 29 de noviembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 12.



12

Los sótanos del castillo

   El pequeño llevaba un rato berreando desesperadamente en brazos de la niña. Tenía hambre. Dejó la comida y cogió al pequeño de los brazos de su hija. La dejó al cargo, removiendo el puchero, sólo faltaba que se le pegara la comida. Intentó leer mientras le daba el pecho. No llevaba ni dos líneas cuando la niña se le quejó, su hermano le estaba tirando de la falda. Siempre tenía que estar preparando alguna, no paraba. Le mandó a un rincón, amenazándole con dejarle sin comer, eso siempre funcionaba. Allí se quedó, jugando con una patata que sacó del cesto, por lo menos no molestaría. Volvió a reanudar la lectura. Llevaba una página cuando tuvo que dejarlo, el pequeño volvía a llorar. Dejó el libro en el borde de la mesa y le cambió de pecho. Escuchó un chapoteo y vio a la pequeña, se había despertado, se había salido del canasto y la pilló metiendo la mano en el cubo de agua de fregar que había junto a la mesa, encima estaba sucia. Llamó al niño para que la devolviera al canasto y éste dejó de mala gana su media patata, gastada de frotarla contra el suelo. La devolvió al canasto y ésta empezó a llorar. La niña era la única que le ayudaba, en ese momento la descubrió ocupada hurgando en su nariz y echando su hallazgo a la cazuela. Se levantó con el niño en el pecho y la dio un azote en el culo.
   ­­−Remueve ­−le dijo−, que se va a pegar la comida.
   La niña empezó a llorar y removió de mala gana, salpicando. Volvió a sentarse. Oyó un portazo, vaya, qué fastidio, llegaba pronto. Entró Enrique y preguntó que por qué no estaba la comida en la mesa. Le contestó que cuidara él de los niños. El otro le levantó la mano, pero al final se contuvo y salió dando un portazo.
   ¿De qué se quejaba Enrique, si él por lo menos salía al exterior, donde olía a retama y a brezo, donde el sol daba luz y calor, donde el aire era  seco y limpio? Si al menos se hubiera casado con un campesino no tendría que vivir en los malditos sótanos del castillo. Acarició a su pequeño, éste por lo menos, todavía era un bendito. Escuchó un ruido y levantó la vista. ¡No, no podía ser! El libro había caído de la mesa e iba directo al cubo de agua sucia… y el maldito hijo de su padre medio encaramado a la mesa…

  
   Se levantó de mal humor. Vaya pesadilla, era como lo de Lidia, pero en los insalubres sótanos del castillo y casada con Enrique. Corrió a la cocina, no quería estar más tiempo en la alcoba. Su madre había madrugado más que ella.  
   –Buenos días, madre.
   –Buenos días, hija. Qué seria te veo tan de mañana.
   –No he dormido bien –puso en tensión el cuerpo y lo relajó.
   –No estarás preocupada por algo.
   –Madre, la vida es más complicada de lo que parece.
   –Ya lo sé, Elena. No todo es de color de rosas.
   –Yo creí haber encontrado a alguien con quien hablar de igual a igual, alguien a quien pudiera considerar un amigo.
   –¿Y no ha sido así?
   –¡Yo que sé! Parece que tiene más interés en mí que en los libros.
   La madre cerró los ojos, su rostro reflejaba dulzura.
   –Eso es de lo más normal, Elena. Vamos a sentarnos a desayunar.
   –Sí madre.
   Llevaron los tazones de leche y el pan a la mesa y se sentaron. Fueron migando el pan. Elena estaba seria y su madre le tiró un trozo de pan al tazón. Levantó la cabeza sorprendida y se rió.
   –Ves, eres una buena chica, con un carácter dulce y alegre. Y además muy, pero que muy guapa. 
   –¿Tú crees, madre? –dijo al tiempo que se ruborizaba.
   –Por supuesto, lo digo de verdad. ¿Cómo no va a querer cortejarte el maestro?, porque supongo que hablamos de él.
   –Sí –suspiró–, de quién si no.
   –Vas a visitarle, charláis de libros. Tenéis cosas en común. ¿Qué querías?
   –No, si llevas razón. Pero es que yo no…
   –Tranquila, hija. Todo a su tiempo. Cuando estés preparada, lo sabrás, sea él u otro.
   Empezaron a comer. Su madre hacía todo más fácil. Cómo sabía de la vida. Comió despacio y su madre aguardó a que acabara.
   –Gracias, madre. Creo que ya estoy mejor. ¿Sabes por qué lo siento?
   –Te da miedo decirle que no…
   –No, eso no me resulta tan difícil. Pero me da miedo perder mi único acceso a la lectura, él era el vínculo. Te parecerá egoísta…
   –Todo se andará, no te preocupes. Anda, prepárate para ir a la taberna. También eso te parecía un mundo y mira ahora.


   A medida que avanzaba el día, se encontraba más incómoda. Pensar que tenía que acercarse a ver a Anselmo. Se había imaginado muchas formas de decirle que no sentía nada especial por él, pero no se decidía por ninguna. Al final, hubiera sido más fácil que intentara propasarse y entonces haberle dado una torta. Seguro que lo habría entendido a la perfección.
   Cuando salió de la taberna el colegio aún no había terminado. No le apetecía ir a casa, iba a ser incapaz de concentrarse en la lectura. Así que se fue a dar un paseo. Se cruzó con tres ancianos, vestidos de negro, con la boina calada y caminando con bastón. Había algo extraño en el grupo y cuando los sobrepasó se detuvo curiosa a averiguarlo. Uno de ellos era zurdo y claro, haciendo las cosas al revés, llevaba el paso desacompasado. Esperaba que no le diera mala suerte. Sólo le faltaba que al hablar, en vez de rechazar al maestro le alentara.
   Salió del pueblo por el camino de la chopera. Parecía mentira, ¿se le iba a hacer más difícil hablar con Anselmo, que haberle dado con la sartén a Enrique? La espera la ponía nerviosa, y agradeció escuchar las cinco campanadas en la iglesia. Dio media vuelta y fue a la casa del maestro. Le temblaba la mano cuando llamó a la puerta.
   –Elena, me alegro de verte. Pasa, no te quedes ahí.
   –Preferiría que diésemos una vuelta.
   –Bien. Espera, me pongo los zapatos.
   Anselmo dejó la puerta abierta y se retiró. Ella se alejó hacia la vereda de la chopera. No quería que la vieran esperándole. Cuando salió Anselmo se quedó perplejo y miró a su alrededor. La descubrió y fue hacia ella.
   –Supongo que lo convencional es que te hubiera invitado yo a pasear. Pero a mí no me importa que lo hayas propuesto tú –dijo con aplomo.
   –Es que yo… quería aclarar lo de ayer.
   Él no contestó y se limitó a caminar a su lado.
   Elena observó que Anselmo, aunque intrigado parecía contento. Igual pensaba que las cosas pintaban bien para él. Transcurrió un buen rato antes de que ella se decidiera a hablar, no sin antes asegurarse de que no había nadie por los alrededores. Llegaron a la chopera.
   –Te veo un poco nerviosa.
   –Es que me resulta difícil decírtelo.
   Elena se adentró en la chopera, se acercó a un tronco y lo rodeó con un brazo. Anselmo se quedó a  unos pasos, con expresión de felicidad.
   –Mira Anselmo –al encontrarse con sus ojos, bajó la cabeza. Creo que no eres un desconocido para mí. Me atrevería a decir que somos amigos…
  Él dio un paso hacia delante y entonces ella se escabulló tras el tronco.
   –No, por favor, déjame seguir. Me ha parecido que buscabas algo más. Algo que ahora mismo ni siento, ni estoy dispuesta a dar –ya estaba dicho, no había sido tan difícil.
   Anselmo se sentó en el suelo, con las piernas encogidas. Las rodeó con los brazos y apoyó la barbilla. Se quedó serio y tardó en responder.
   –Cuando llegué al pueblo intenté hacer amigos. Con la gente del campo no coincidía en nada, no teníamos de qué hablar. Anduve con el boticario y el alcalde, parecían personas cultas, pero quitando las partidas de cartas y tomar vinos, no les interesaba otra cosa. Del cura, mejor no hablar. Todo era pecado y si por él fuera estaríamos a confesión, misa y comunión diarios –se tomó un respiro y continuó–. Al principio me hizo gracia que mi antecesor en el cargo, me pidiera que le dejara libros a una antigua alumna suya. Te conocí, una chica guapa pensé. Luego, hablando contigo, me caíste bien. Ahora estoy encantado de que vengas de vez en cuando a charlar conmigo. Aunque me gustaría que fueran más veces, no sólo cuando vienes a por novelas. Eres mi única amiga aquí.
   –Verás –dijo bajito–, te considero un amigo desde hace poco. Y nunca me he atrevido a ir a tu casa si no era a por un libro.
   –Yo quiero ser tu amigo. Pero compréndeme, entre un hombre y una mujer, los sentimientos pueden surgir…
   –Anselmo, es que yo no tengo esos sentimientos…
   –¡Pero yo sí! Estoy enamorado de ti –abrió los brazos.
   –No, Anselmo. ¡Yo no siento nada de eso!
   –Deja al menos que sigamos como hasta ahora. Quizás con el tiempo…
   –No sé… Ahora no sé.
   Ninguno se atrevía a levantar la vista no fuera a encontrarse con la del otro. Elena tenía la respiración alterada. No quería permanecer más tiempo allí. Estaba todo dicho.   
   –Por favor, deja que me vuelva sola. Lo necesito.
   –Está bien. Pero no dejes de ir a por libros.
   –Sí…
   Elena se alejó de la chopera en dirección al pueblo. No sabía si volvería alguna vez a su casa. De momento, sólo quería alejarse. Le daba pena de Anselmo, pero no podía hacer otra cosa.
  

   Se fue pronto a la cama, pero no se dormía. No hacía más que darle vueltas, ¿habría hecho bien en rechazar al maestro? Ya tenía diecisiete años. Nunca había tenido novio. Se convertiría en una solterona, aunque eso nunca le había preocupado. Seguramente era el mejor partido que podía encontrar en el pueblo y le había rechazado. Pero él le había dejado una puerta abierta. ¿Sería capaz de enamorarse de él? La incertidumbre la reconcomía. ¿Cómo sería su vida con el maestro? Porque ella había imaginado fines de semana de biblioteca, tener muchos libros y poder leer todos los días. Pero no se imaginaba lo que querría Anselmo. Era maestro, le encantaría tener sus propios niños, quizás media docena. Había visto a su amiga Lidia, todo el día colgada de ellos, atenta a sus necesidades y travesuras. Y luego cuidar del marido, como si no supiera hacer nada. Ella veía a su padre, también hacía cosas en casa y nunca recriminó a su madre si volvía antes y no estaba aún la comida.
   ¿Cómo sería? En realidad no le conocía bien. El miedo la atenazó. Su vida era un drama. Después de volver de la chopera, había sido incapaz de leer, no se concentraba.
   Finalmente el sueño vino a rescatarla.


sábado, 21 de noviembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 11.



11



Desesperación



   Dos caballos, retenidos por sus jinetes, relinchaban nerviosos, impacientes por entrar en acción. La tensión se palpaba en el ambiente denso y acre del reducido espacio entre las murallas y el castillo. La muchedumbre se apretujaba tras la improvisada barrera. Los caballos piafaron impacientes, esperando la señal de un inicio cuya demora se prolongaba dolorosamente. Arriba, en el balcón enmarcado por las dos torrecillas, su padre levantó el cetro muy despacio. Se hizo el silencio y hasta los caballos se calmaron, a la espera de ser espoleados. Y muy a su pesar, lo bajó. El jinete negro y su montura partieron de inmediato al encuentro de su oponente, los vítores y gritos no se hicieron esperar. El contrincante no reaccionó y fue sorprendido por su caballo, que partió al galope sin su consentimiento, provocando un estallido de risas. El pobre bibliotecario, nunca se había visto en otra igual.

   Era doloroso que tuviera que ser así. Estaban enamorados y él vino a pedir su mano. En mala hora, sin una dote que ofrecer. Aún así su padre se la habría concedido. Pero entonces hizo su aparición el capitán, el caballero negro. Aportaba una dote, obtenida en saqueos y pillajes, según decían. Y pidió su mano, quería entrar en la nobleza a toda costa. Dos pretendientes, una contienda, lo dictaba la ley. Su padre no pudo negarse. El pobre bibliotecario, nunca se vio en otra igual, pero por su amor no quiso arredrarse. Era un suicidio.

   El público exaltado gritó al ver al caballero negro a punto de caer sobre su adversario. En el balcón reinaba el silencio. Lanzó su primera estocada y el infeliz paró el golpe como pudo. El público aplaudió entusiasmado. En el balcón, caras lívidas. El capitán siguió atacando, sin mucho ímpetu, jugando con su adversario. Hizo retroceder a su montura, dando un respiro al apabullado y ya agotado contrincante. Levantó la espada y se volvió hacia el público, enardeciéndolo.

   Soltó un grito al sentir el acero del bibliotecario en sus carnes. Sorprendido por el ataque, espoleó a su caballo, alejándose de su enemigo y provocando la hilaridad entre el público que veía cómo huía el gran guerrero. En el balcón hubo suspiros de alivio, pero el pesimismo seguía pintado en sus rostros. Miró su brazo, la herida era superficial. Soltó una carcajada y volvió a conseguir la complicidad del público.

   Volvió a atacar, lanzándose contra su oponente y propinando un golpe que el infeliz a duras penas logró parar. Nuevos vítores para el campeón. Se acercó por su izquierda y descargó un golpe contundente sobre el escudo, desestabilizando al bibliotecario. Hizo retroceder a su montura y atacó por el otro flanco, asestando un nuevo golpe contra el escudo. Con saña y sin prisa, fue agotando a su oponente, arrinconándole contra el muro. Alzó el arma y el público empezó a gritar su nombre. Lanzó un grito que se escuchó por encima del vocerío y volvió a atacar. De un brutal golpe le partió el escudo y alcanzó el peto de la armadura, saltaron chispas. La multitud rugía su nombre. Arriba en el balcón, ella se aferró a la barandilla y lanzó un grito. Su madre la agarró, temiendo que pudiera caer.

   A punto de caer del caballo, el bibliotecario se sujetó a las riendas. Su montura se encabritó al sentirse frenada de manera tan brutal. El caballero negro se preparó para dar la estocada final…





    Como si cayera al vacío. Así se despertó, con el corazón latiendo con fuerza, rebotando en sus sienes. Tenía la sensación de haber gritado, pero no estaba segura. Se incorporó en la cama y la imagen del bibliotecario se le vino a la cabeza.

   El sueño, era un drama. Todo lo que la rodeaba parecía convertirse en un drama. Había muy poca luz. Se asomó a la ventana y descubrió que había amanecido nublado, sólo faltaban los rayos y los truenos. Recorrió la pared, deslizando la mano por ella hasta llegar a la repisa. La novela de Dickens, acarició la portada, lo que llevaba leído también era un drama. David Copperfield, era un buen muchacho, pero las cosas se le torcían, como a ella. Un drama más. Su vida era un drama, desde el encontronazo con Enrique. El mundo era cruel, injusto, un drama. ¿Por qué le había sucedido a ella? Primero el tabernero y ahora el maestro. El daño del primero había sido una mala experiencia, pero del maestro, quién lo iba a decir. Se lo había insinuado Lidia y no quiso creerla. ¿Tan metida estaba en el mundo de los libros que no se daba cuenta de la realidad? Anselmo, su daño era más sutil, y no lo había visto venir. Justo cuando se sentía más a gusto con él, cuando tenía a alguien para hablar de igual a igual del mundo de los libros.

   Se sentó en la cama, abatida. Le daban ganas de volverse a acostar y olvidar, pero ¿y si llegaba un mal sueño? Sería mejor ponerse a hacer algo. Se vistió para ir a la cocina.





   Mientras desayunaba siguió dándole vueltas al asunto. Estaba dolida y se sentía como la protagonista de Cumbres Borrascosas, Catherine. Había estado ciega, todo el mundo se lo había dicho, Heathcliff no es bueno para ti, pero ella no quiso verlo; eso sí que fue un drama. Y lo suyo una tontería. Lidia y su madre habían intuido lo del maestro, ella no. Miró a su madre, sentada frente a ella. Se levantó de la mesa y recogió los cacharros. Miró por la ventana y puso cara de fastidio.

   –Bueno, madre, me voy a la taberna.

   –El cielo está plomizo, pero la lluvia podría ser buena para la cosecha y evitar la sequía durante  el verano.

   –Tienes razón, madre. Como siempre.

   –Disfruta del día, Elena –dijo tomando su mano.

   –Adiós, madre –la dio un beso y partió más animada.

   Empezó a llover por el camino, pero ya no le importaba. Intentó olvidar al maestro y al bibliotecario. Empezó una jornada tranquila, en la que sus pensamientos giraron en torno a los libros.

   A ella le importaban los libros. Bien, pues tendría que luchar por ellos, como todos los héroes de las novelas. Podía emigrar, irse a la ciudad. Trabajaría y su recompensa sería poder acudir por las tardes a la biblioteca. Aunque a lo mejor no era tan sencillo, ¿cuánto tiempo para leer le quedaría? También podría ir al castillo. Entraría a trabajar allí, no le importaba fregar los suelos, acarrear el agua, lo que fuera. Al final del día conseguiría tener acceso a la biblioteca. A partir de ahí intentaría progresar en su trabajo,  pasaría a limpiar los suelos de la biblioteca, el polvo de los libros y quién sabe si algún día acabaría siendo la bibliotecaria.

   –Elena –se dijo a sí misma en voz alta–, vuelve a la realidad, estás soñando un cuento muy bonito. Y se acordó del cuento de la lechera, lo había leído en el colegio.

   La tranquilidad desapareció con la llegada de los parroquianos. Se encontró trabajado sin descanso para poder servirles. Hubo una pequeña pausa y se descubrió a sí misma dichosa y feliz. Se había olvidado de pensar en sus cosas, no le daba tiempo. Luego vino la tranquilidad de la tarde y se dio cuenta que el sosiego le venía con el trabajo físico intenso, no leyendo. Aunque el placer seguía estando en la lectura.

   –Por los libros –alzó la jarra vacía, en un brindis imaginario–. Si mi destino ha de ser, al maestro no rechazaré. Junto a él, la biblioteca a mi alcance tendré. Prometerme ha, tiempo de leer, por el resto de mis días.

   Se sorprendió de oír semejantes palabras saliendo de su boca, ni siquiera lo había pensado. Ya no leía poesía, había dejado de gustarle.  


miércoles, 11 de noviembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 10.



10

El maestro y los libros

   Menuda impresión le había causado la novela. Cumbres Borrascosas, era una extraña historia de amor. En realidad, una pasión salvaje y frustrada, que desembocaba en odio y muerte. Terrible. Su problema con Enrique había sido una tontería. Menos mal que no le clavó el cuchillo. Habría arruinado su vida y hubiera terminado sus días en la cárcel.
   Cumbres borrascosas, lo había leído en el mejor momento posible, había sido proverbial. Hacía dos días que lo había acabado y todavía lo tenía en casa, en la repisa de su alcoba. Quería conservar un recuerdo de ese libro, así que se le ocurrió coger el viejo cuaderno que aún conservaba del colegio y apuntó el título y la autora. A continuación escribió un resumen de la historia. Por fin leía un libro escrito por una mujer, era de una intensidad desconocida. A partir de ahora, tomaría nota de lo que iba leyendo y quedaría archivado en su cuaderno.
   Todavía lo estaba asimilando. Sería bueno poder cambiar impresiones con el maestro, así que iría a devolverle el libro. Sacó la chaqueta gris verdosa que usaba los días de fiesta. Estaba contenta y le apetecía lucirla. Cogió el libro y fue a la sala, donde su madre estaba cosiendo.
   –Madre, me voy a devolver el libro.
   –Ay, el libro. Te voy a dar yo a ti –dijo dejando la labor.
   –¿Qué he hecho?
   –¿Qué le pasó a este calcetín? –le enseñó el agujero
   –Es que… –Elena se sonrojó.
   –Es que nada. Seguro que te aburría y lo dejaste sin hacer –siguió con el zurcido.
   –La verdad es que me llevó tanto tiempo arreglar el primero… No se me da bien. Al final me fui a por este libro –se lo mostró.
   –¿Ya lo has leído? ¿Pero no habías traído otro unos días antes? Poco te duran, a este paso necesitarás una biblioteca para ti sola.
   –El anterior sólo lo tengo empezado, lo voy a leer ahora.
   –Qué cosas más raras haces, hija –movió la cabeza.
   –No pude leerlo, madre. Acuérdate que me pilló en un mal momento. Así que fui a pedirle éste a Anselmo. Es un drama.
   –Entiendo. Pero procura no entretener al maestro, seguro que tiene otras cosas que hacer. Mira que va a decir que eres una pesada.
   –¡Qué va, si está encantado!
   –¿Estás segura?
   –Claro. Siempre charlamos sobre lo que he leído, cambiamos impresiones…
   –Mírala, no lo sabía yo…
   –¿Saber qué?
   –Nada, cosas mías. Vas muy guapa.
   –Me apetecía ponérmela –giró sobre sí misma para que su madre la viera–. Bueno madre, me voy. Adiós.
   –Adiós hija.
   Se marchó intrigada. Cosas suyas, decía. ¿Qué cosas?


   –Elena –se sorprendió al abrir–, no te esperaba tan pronto.
   –Hola –le enseñó el libro y entró.
   Pasó a la sala y se quedó de pie con el libro entre las manos. Anselmo entró y se la quedó mirando.
   –Te veo muy guapa.
   –Gracias –dijo risueña–. Una historia fascinante –dijo mirando el libro–. Justo lo que me apetecía leer. Ahora ya puedo seguir con el de Dickens.
   –Pero no nos quedemos de pie. Siéntate –le indicó con la mano.
   Elena dio dos pasos hacia él y le tendió el libro. 
    –Toma –tuvo un ligero sobresalto cuando sus dedos se rozaron.
   Anselmo se quedó observándola, pensativo, mientras ella retrocedía y se acomodaba en el asiento. Colocó el libro en la estantería.
   –Estaba tomando un anís. ¿Te apetece?
   –No bebo. Gracias –se fijó entonces en la botella y la copa sobre la mesa.
   Anselmo se sentó y cruzó los brazos.   
   –Así que te ha gustado, me alegro. Pero cuéntame algo más de Cumbres Borrascosas.
   –Es un drama terrible. Empieza como una historia de amor, una pasión salvaje. Pero es socialmente inaceptable y no tiene porvenir. Y lo que un día fue amor, se transforma en odio y finalmente en venganza. Escalofriante, es como si lo vivieras –se emocionaba al contarlo–. Cuesta tener que cerrar el libro y dejarlo para el día siguiente. Eso debe significar que es muy bueno –hizo un pequeño alto y respiró profundamente–. Otra cosa que me ha gustado es descubrir cómo escribe una mujer.
   –¿Encuentras alguna diferencia? –alcanzó la copa y dio un sorbo sin dejar de mirarla.
   –Sí, en los sentimientos. Les da más importancia… –se detuvo a pensar–. Los describe de una manera especial, muy real.
   Anselmo se inclinó hacia delante para dejar la copa en la mesa y se quedó en esa posición.
   –He notado un cambio en ti –ella se miró la chaqueta y sonrió– Aparte de que estés tan guapa –Elena se ruborizó–. No es lo mismo elegir entre un par de novelas que te ofrezca a que digas me apetece un drama. Y veo que empiezas a extraer la esencia de lo que has leído. Eso está bien –apoyó la barbilla en la mano y asintió con la cabeza.
   –No he sido consciente de ello.
   –Dejemos de lado a Emily Brontë y hablemos de literatura en general –cogió su copa.– A partir de ahora, deberías –dio un sorbo a la bebida–, decidir el tipo de lectura. Si quieres un drama, o prefieres el género de aventuras, la novela romántica… Yo te confecciono una lista de libros y te los comento. Tú eliges después.
   –Me parece bien –acercó la mano a la mejilla–, sólo que…
   –¿Sí?
   –No sé si seré capaz de decidirme por un tema concreto. Puede que cada vez me apetezca una cosa –dijo seria.
   –Yo creo que sí –contestó a media voz, mirándola con intensidad.
   Elena movió la mano sobre su falda, llevó la izquierda hacia el cuello de la chaqueta y lo cogió. Se giró hacia la ventana y respiró profundamente. Anselmo cogió su copa y dio un trago largo.
   –¿Sabes una cosa? –dijo mirando la copa.
   –No, dime –volvió la cabeza, mirándose las manos.
   –Estaría bien que pudieras ir a la biblioteca –dejó la copa sobre la mesa.
   –Nada me gustaría más –puso una mano sobre otra.
   –Hay tantos libros allí, te entusiasmará –seguía mirando la copa.
   –Libros para toda la vida… –cerró los ojos.
   –Ni te lo imaginas. Las paredes llenas de estanterías repletas de libros, hasta el techo… –se frotó las manos.
   –Como en el castillo… –susurró.
   –Tendrías que hacer una lista inmensa con lo que quisieras leer –continuó–. Yo te los iría trayendo… –entrecruzó las manos.
   –Sí –deslizó un sonido suave a través de los labios entreabiertos.
   Se imaginó la biblioteca del castillo, con aquella mágica luz derramándose sobre el lugar, ella estaba en el mostrador y de una estantería a su izquierda, él iba sacando libros y se los traía. Un sonido la distrajo y abrió los ojos. Anselmo estaba echando anís en la copa. Y seguía hablando. Sus miradas se cruzaron y ella la apartó.
   –…de pequeño fui mucho a la biblioteca… –cogió la copa y dio un trago. Y sus ojos continuaban fijos en ella.
    Bajó la cabeza y miró sus manos, presionando sobre la falda. Alisó las arrugas, mientras escuchaba cómo dejaba la copa sobre la mesa. Él disfrutaba hablando de los libros, pero había algo más. Igual estaba exagerando y eran figuraciones suyas. Sentía ganas de improvisar cualquier excusa y salir de allí, pero no lo iba a hacer, si algo había aprendido era a controlar la situación. Esto era mucho más sencillo que lo de Enrique y una nimiedad al lado del drama de Cumbres Borrascosas. No estaba interesada en él, se lo diría y Santas Pascuas.
   –… Elena, ¿me escuchas?
   –Sí, sí. –se sobresaltó.
   –Parecías ausente…
   –Me estaba imaginando cómo sería la biblioteca y se me ha ido el santo al cielo –acertó a excusarse. Notaba los latidos de su corazón. Esperaba que él no lo notara.
   –Guardo muy buenos recuerdos de mis andanzas por la biblioteca –continuó, con expresión resignada.
   –¿Vivías en la ciudad? –le interrumpió.
   –Sí, nací en Segovia. Ahora voy allí todos los fines de semana, a ver a mis padres.
   A ella le enterneció aquello y sonrió. Notó que él se relajaba, y sonreía. Pero tras un corto silencio la seriedad se fue adueñando de su rostro. Había dejado de mirarla.
   –Se me está ocurriendo –comenzó a decir y tosió–… la biblioteca –parecía nervioso–… que podías venir este fin de semana a Segovia. Te encantaría, disfrutarías entre tanto libro –enrojeció ligeramente. Seguía sin mirarla.
   Elena no podía creer lo que estaba oyendo. La respiración se le aceleró. Tenía que tranquilizarse, era capaz de enfrentarse a la situación.
   Anselmo dio otro trago.
   –Pero, ¿cómo voy a ir allí? En mi casa no hay dinero.
   –No te preocupes –dijo mirando al suelo, todavía con el vaso en la mano–. Yo te pago el coche de línea –dio un sorbo–. Además puedes quedarte a dormir en casa de mis padres. Hay sitio de sobra –fue perdiendo la voz.
   –¿Pero cómo voy a ir a casa de tus padres? –dijo mirando al suelo– ¡Qué pensarían de mí! Si no me conocen –tenía la voz ronca.
   –Les he hablado de ti –dijo en voz baja, mirando su copa–. Saben que te traigo libros.
   –¿Y qué van a decir en mi casa? No, no puede ser –miró hacia la ventana. Se le acababan los argumentos. Pudo ver que Anselmo estaba colorado. Y ella estaba muy nerviosa, intentando manejar el tema con sutileza. No estaba tratando con Enrique.
   –Yo… podría hablar con ellos  –siguió mirando su copa casi vacía.
   –Me parece un tema delicado.
   –Te enseñaría Segovia. El Acueducto, el Alcázar, hay tantas cosa que ver…
   –Anselmo, escucha un momento –se atrevió a mirarle. Él seguía mirando su anís–. Déjame que lo piense tranquilamente. Ya te diré.
   Se quedó callado, levantó la vista y volvió a bajarla. Dejó el vaso sobre la mesa y se quedó mirándolo.
   –Anselmo, se me hace tarde. No me acompañes a la puerta. Adiós.
   Se levantó y salió de la casa. Estaba muy nerviosa. La verdad es que le apetecía muchísimo lo de ir a Segovia, por la biblioteca. Le daba igual lo que pensara la gente. Pero ese interés repentino de Anselmo hacia ella… Ya se lo avisó Lidia y no quiso creerla.


   Ya en su casa, corrió a ayudar a preparar la cena. No hizo más que poner el pie en la cocina cuando su madre le preguntó.
   –¿Has estado hasta ahora con el maestro?
   –Sí madre. Hasta ahora.
   –¿Y todo el tiempo en su casa?
   –Pues sí, charlando de  libros. Como siempre.
   –No sé si será muy correcto. Podíais haber salido a dar una vuelta.
   –Seguramente, pero no se nos ocurrió a ninguno.