12
Los
sótanos del castillo
El pequeño llevaba
un rato berreando desesperadamente en brazos de la niña. Tenía hambre. Dejó la
comida y cogió al pequeño de los brazos de su hija. La dejó al cargo,
removiendo el puchero, sólo faltaba que se le pegara la comida. Intentó leer
mientras le daba el pecho. No llevaba ni dos líneas cuando la niña se le quejó,
su hermano le estaba tirando de la falda. Siempre tenía que estar preparando
alguna, no paraba. Le mandó a un rincón, amenazándole con dejarle sin comer,
eso siempre funcionaba. Allí se quedó, jugando con una patata que sacó del
cesto, por lo menos no molestaría. Volvió a reanudar la lectura. Llevaba una
página cuando tuvo que dejarlo, el pequeño volvía a llorar. Dejó el libro en el
borde de la mesa y le cambió de pecho. Escuchó un chapoteo y vio a la pequeña,
se había despertado, se había salido del canasto y la pilló metiendo la mano en
el cubo de agua de fregar que había junto a la mesa, encima estaba sucia. Llamó
al niño para que la devolviera al canasto y éste dejó de mala gana su media
patata, gastada de frotarla contra el suelo. La devolvió al canasto y ésta
empezó a llorar. La niña era la única que le ayudaba, en ese momento la
descubrió ocupada hurgando en su nariz y echando su hallazgo a la cazuela. Se
levantó con el niño en el pecho y la dio un azote en el culo.
−Remueve −le
dijo−, que se va a pegar la comida.
La niña empezó a llorar y removió de mala
gana, salpicando. Volvió a sentarse. Oyó un portazo, vaya, qué fastidio,
llegaba pronto. Entró Enrique y preguntó que por qué no estaba la comida en la
mesa. Le contestó que cuidara él de los niños. El otro le levantó la mano, pero
al final se contuvo y salió dando un portazo.
¿De qué se quejaba
Enrique, si él por lo menos salía al exterior, donde olía a retama y a brezo,
donde el sol daba luz y calor, donde el aire era seco y limpio? Si al menos se hubiera casado
con un campesino no tendría que vivir en los malditos sótanos del castillo.
Acarició a su pequeño, éste por lo menos, todavía era un bendito. Escuchó un
ruido y levantó la vista. ¡No, no podía ser! El libro había caído de la mesa e
iba directo al cubo de agua sucia… y el maldito hijo de su padre medio
encaramado a la mesa…
Se levantó de mal
humor. Vaya pesadilla, era como lo de Lidia, pero en los insalubres sótanos del
castillo y casada con Enrique. Corrió a la cocina, no quería estar más tiempo
en la alcoba. Su madre había madrugado más que ella.
–Buenos días,
madre.
–Buenos días, hija.
Qué seria te veo tan de mañana.
–No he dormido bien
–puso en tensión el cuerpo y lo relajó.
–No estarás
preocupada por algo.
–Madre, la vida es
más complicada de lo que parece.
–Ya lo sé, Elena.
No todo es de color de rosas.
–Yo creí haber
encontrado a alguien con quien hablar de igual a igual, alguien a quien pudiera
considerar un amigo.
–¿Y no ha sido así?
–¡Yo que sé! Parece
que tiene más interés en mí que en los libros.
La madre cerró los
ojos, su rostro reflejaba dulzura.
–Eso es de lo más
normal, Elena. Vamos a sentarnos a desayunar.
–Sí madre.
Llevaron los
tazones de leche y el pan a la mesa y se sentaron. Fueron migando el pan. Elena
estaba seria y su madre le tiró un trozo de pan al tazón. Levantó la cabeza
sorprendida y se rió.
–Ves, eres una
buena chica, con un carácter dulce y alegre. Y además muy, pero que muy
guapa.
–¿Tú crees, madre?
–dijo al tiempo que se ruborizaba.
–Por supuesto, lo
digo de verdad. ¿Cómo no va a querer cortejarte el maestro?, porque supongo que
hablamos de él.
–Sí –suspiró–, de
quién si no.
–Vas a visitarle,
charláis de libros. Tenéis cosas en común. ¿Qué querías?
–No, si llevas
razón. Pero es que yo no…
–Tranquila, hija.
Todo a su tiempo. Cuando estés preparada, lo sabrás, sea él u otro.
Empezaron a comer.
Su madre hacía todo más fácil. Cómo sabía de la vida. Comió despacio y su madre
aguardó a que acabara.
–Gracias, madre.
Creo que ya estoy mejor. ¿Sabes por qué lo siento?
–Te da miedo decirle
que no…
–No, eso no me
resulta tan difícil. Pero me da miedo perder mi único acceso a la lectura, él
era el vínculo. Te parecerá egoísta…
–Todo se andará, no
te preocupes. Anda, prepárate para ir a la taberna. También eso te parecía un
mundo y mira ahora.
A medida que
avanzaba el día, se encontraba más incómoda. Pensar que tenía que acercarse a
ver a Anselmo. Se había imaginado muchas formas de decirle que no sentía nada
especial por él, pero no se decidía por ninguna. Al final, hubiera sido más
fácil que intentara propasarse y entonces haberle dado una torta. Seguro que lo
habría entendido a la perfección.
Cuando salió de la
taberna el colegio aún no había terminado. No le apetecía ir a casa, iba a ser
incapaz de concentrarse en la lectura. Así que se fue a dar un paseo. Se cruzó
con tres ancianos, vestidos de negro, con la boina calada y caminando con
bastón. Había algo extraño en el grupo y cuando los sobrepasó se detuvo curiosa
a averiguarlo. Uno de ellos era zurdo y claro, haciendo las cosas al revés,
llevaba el paso desacompasado. Esperaba que no le diera mala suerte. Sólo le
faltaba que al hablar, en vez de rechazar al maestro le alentara.
Salió del pueblo
por el camino de la chopera. Parecía mentira, ¿se le iba a hacer más difícil hablar
con Anselmo, que haberle dado con la sartén a Enrique? La espera la ponía
nerviosa, y agradeció escuchar las cinco campanadas en la iglesia. Dio media
vuelta y fue a la casa del maestro. Le temblaba la mano cuando llamó a la
puerta.
–Elena, me alegro
de verte. Pasa, no te quedes ahí.
–Preferiría que
diésemos una vuelta.
–Bien. Espera, me
pongo los zapatos.
Anselmo dejó la
puerta abierta y se retiró. Ella se alejó hacia la vereda de la chopera. No
quería que la vieran esperándole. Cuando salió Anselmo se quedó perplejo y miró
a su alrededor. La descubrió y fue hacia ella.
–Supongo que lo
convencional es que te hubiera invitado yo a pasear. Pero a mí no me importa
que lo hayas propuesto tú –dijo con aplomo.
–Es que yo… quería
aclarar lo de ayer.
Él no contestó y se
limitó a caminar a su lado.
Elena observó que
Anselmo, aunque intrigado parecía contento. Igual pensaba que las cosas
pintaban bien para él. Transcurrió un buen rato antes de que ella se decidiera
a hablar, no sin antes asegurarse de que no había nadie por los alrededores.
Llegaron a la chopera.
–Te veo un poco
nerviosa.
–Es que me resulta
difícil decírtelo.
Elena se adentró en
la chopera, se acercó a un tronco y lo rodeó con un brazo. Anselmo se quedó
a unos pasos, con expresión de
felicidad.
–Mira Anselmo –al
encontrarse con sus ojos, bajó la cabeza. Creo que no eres un desconocido para
mí. Me atrevería a decir que somos amigos…
Él dio un paso hacia
delante y entonces ella se escabulló tras el tronco.
–No, por favor,
déjame seguir. Me ha parecido que buscabas algo más. Algo que ahora mismo ni
siento, ni estoy dispuesta a dar –ya estaba dicho, no había sido tan difícil.
Anselmo se sentó en
el suelo, con las piernas encogidas. Las rodeó con los brazos y apoyó la
barbilla. Se quedó serio y tardó en responder.
–Cuando llegué al
pueblo intenté hacer amigos. Con la gente del campo no coincidía en nada, no
teníamos de qué hablar. Anduve con el boticario y el alcalde, parecían personas
cultas, pero quitando las partidas de cartas y tomar vinos, no les interesaba
otra cosa. Del cura, mejor no hablar. Todo era pecado y si por él fuera
estaríamos a confesión, misa y comunión diarios –se tomó un respiro y
continuó–. Al principio me hizo gracia que mi antecesor en el cargo, me pidiera
que le dejara libros a una antigua alumna suya. Te conocí, una chica guapa
pensé. Luego, hablando contigo, me caíste bien. Ahora estoy encantado de que
vengas de vez en cuando a charlar conmigo. Aunque me gustaría que fueran más
veces, no sólo cuando vienes a por novelas. Eres mi única amiga aquí.
–Verás –dijo
bajito–, te considero un amigo desde hace poco. Y nunca me he atrevido a ir a
tu casa si no era a por un libro.
–Yo quiero ser tu
amigo. Pero compréndeme, entre un hombre y una mujer, los sentimientos pueden
surgir…
–Anselmo, es que yo
no tengo esos sentimientos…
–¡Pero yo sí! Estoy
enamorado de ti –abrió los brazos.
–No, Anselmo. ¡Yo
no siento nada de eso!
–Deja al menos que
sigamos como hasta ahora. Quizás con el tiempo…
–No sé… Ahora no
sé.
Ninguno se atrevía
a levantar la vista no fuera a encontrarse con la del otro. Elena tenía la
respiración alterada. No quería permanecer más tiempo allí. Estaba todo
dicho.
–Por favor, deja
que me vuelva sola. Lo necesito.
–Está bien. Pero no
dejes de ir a por libros.
–Sí…
Elena se alejó de
la chopera en dirección al pueblo. No sabía si volvería alguna vez a su casa.
De momento, sólo quería alejarse. Le daba pena de Anselmo, pero no podía hacer
otra cosa.
Se fue pronto a la
cama, pero no se dormía. No hacía más que darle vueltas, ¿habría hecho bien en
rechazar al maestro? Ya tenía diecisiete años. Nunca había tenido novio. Se
convertiría en una solterona, aunque eso nunca le había preocupado. Seguramente
era el mejor partido que podía encontrar en el pueblo y le había rechazado.
Pero él le había dejado una puerta abierta. ¿Sería capaz de enamorarse de él?
La incertidumbre la reconcomía. ¿Cómo sería su vida con el maestro? Porque ella
había imaginado fines de semana de biblioteca, tener muchos libros y poder leer
todos los días. Pero no se imaginaba lo que querría Anselmo. Era maestro, le
encantaría tener sus propios niños, quizás media docena. Había visto a su amiga
Lidia, todo el día colgada de ellos, atenta a sus necesidades y travesuras. Y
luego cuidar del marido, como si no supiera hacer nada. Ella veía a su padre,
también hacía cosas en casa y nunca recriminó a su madre si volvía antes y no
estaba aún la comida.
¿Cómo sería? En
realidad no le conocía bien. El miedo la atenazó. Su vida era un drama. Después
de volver de la chopera, había sido incapaz de leer, no se concentraba.
Finalmente el sueño
vino a rescatarla.