12
En Turégano
Una brisa fría
aleteaba en la umbría plaza. Era como si la conociera y eso le inquietaba,
porque nunca había estado allí. Nadie a la vista. Echó a andar y sus pasos
sonaron exagerados. Se dirigió hacia el sur, la carpeta bajo el brazo,
tiritando de frío. La vista desde allí no aportaba ninguna novedad. Cambió el
rumbo, hacia el oeste, dejando el pueblo atrás. Empezó a entrar en calor. De
cuando en cuando se volvía en busca de una vista interesante. La encontró en un
lugar alejado, junto a un bosquecillo.
Un primer término
arbóreo, la villa al fondo y el castillo asomando en la loma. Sacó el cuaderno
e hizo un dibujo. La composición era mejor que las del día anterior, pero el castillo
era un detalle minúsculo. Sacó las acuarelas y lo pintó. Después regresó por
donde había venido. El castillo dejaba de ser un detalle insignificante, hizo
un alto.
Encontró una roca y
se sentó, no quería pasarse el día de pie. Sacó el cuaderno y trazó unas líneas
para situar la masa del pueblo. Dibujó el castillo, con detalle. Después miró
el trabajo anterior y copió el bosquecillo. Ahora estaba mejor. Sacó las
acuarelas. Pintó el cielo y dio unos colores de fondo sobre el pueblo y el castillo.
Después volvió sobre ellos, dando los tonos más vivos y trabajando los detalles.
El sol estaba alto y las sombras desaparecían, cuando dio por concluida la
acuarela. Recogió y volvió a la villa.
Era otra plaza
distinta. Sus pasos habían enmudecido ahora, perdidos entre las voces de los
vendedores y la algarabía de los animales. Llegó al mesón y se fue directo a la
mesa junto a la ventana. El mesonero salió de la cocina.
–Hola. ¿Desea usted
comer?
–Sí, si no es
demasiado pronto.
–Es buena hora –se
acercó a la mesa–. No pasa usted inadvertido en el pueblo.
–¿Por qué lo dice?
–pensó en su temprana salida, en sus pasos resonando en la plaza.
–Dicen que anda
usted pintando por todo el pueblo –dijo bajando la voz.
–Pues sí señor. Me
dedico a ello –contestó en el mismo tono, apoyando la mejilla en la mano.
–Menudo revuelo se
ha armado –dijo sacudiendo la mano.
–No creo que sea
para tanto –dijo extrañado, apoyándose en la otra mano.
El mesonero cogió
una silla y se sentó frente a él.
–Intentan averiguar
por qué hace usted dibujos de todo lo que ve –siguió hablando en voz baja.
–Es mi oficio
–siguió en el mismo tono–. Simplemente busco un tema para pintar. No veo nada
raro en ello –contestó con expresión divertida.
–Ya… –se quedó
mirando al techo.
–En este caso el
tema es el castillo, pero la gente ya lo sabe. Ayer noté cómo se arrimaban
discretamente, para ver qué hacía.
–Pues aún hay más…
–bajó la voz hasta el susurro, acercándose más a Alejandro.
–¿Más? –la sorpresa
se reflejaba en su cara.
–Dicen que en sus
dibujos –hizo un pequeño alto–, cambia las casas de sitio. Figúrese. Tienen
miedo de que sea cosa de brujería y luego ocurra de verdad.
–No pensé que se
armaría tanto revuelo –se sonrío. La gente tiene demasiada imaginación, ¿no
cree usted?
–Cierto, cierto.
Fíjese, a la Atanasia le ha faltado tiempo para tejer una historia. Dijo que
esta noche escuchó un ruido tremendo, salvaje, que la dejó medio sorda; bueno
todos sabemos que ya lo estaba. En fin, que se asomó a la ventana y el aire la
echó para atrás. Se tuvo que agarrar bien, y ¿sabe usted lo que vio?
–No, ni idea –puso
cara de asombro, aunque le entraba la risa.
–A una extraña
criatura, volando. Negra como la noche, tan grande, tan grande, que ocultó la
luna…
–Sólo le faltó
decir que se fue a posar en la torre del castillo –intentaba permanecer serio.
–Pues sí que lo
dijo –se sorprendió–. ¿También se ha enterado usted?
–Puestos a decir
barbaridades, se me ha ocurrido esa… –rió. Seguro que era un dragón.
–Ah, ¡tiene usted
sentido del humor! –le palmeó en el hombro, soltando una carcajada.
–Al final me buscan
temas para pintar, un dragón. ¡Qué interesante! –siguió riéndose.
–¡Y que lo diga! De
ésta, todavía resucitan a la Santa Inquisición y le veo a usted saliendo por
patas –dijo muerto de risa.
–Dios nos libre –no
podía parar de reír.
El mesonero juntó
las manos, en actitud piadosa, poniendo cara de santurrón. Lo cual sirvió de
excusa para que las carcajadas de ambos prosiguieran durante un rato.
–Pero usted había
venido a comer y le estoy entreteniendo. Es que aquí, con los parroquianos se
entera uno de todo.
–Le agradezco a
usted la conversación, ha sido muy entretenida. Divertida. Es interesante saber
que anda toda la villa pendiente de mí.
–Le voy a traer un
cocido que está de rechupete. Aunque si lo prefiere, mi mujer puede prepararle
otra cosa.
–El cocido está
bien.
–Un cocido para el
caballero, ahora mismo viene.
Dicho esto se
levantó y desapareció en la cocina. Al instante apareció con una bandeja. Dejó
la jarra de vino sobre la mesa, el plato y la cuchara y empezó a servirle del
pote. En esos momentos empezó a entrar gente en el mesón.
–Si no desea nada
más… llega la hora del jaleo.
–Nada más, gracias.
El lugar comenzó a
animarse y se llenaron las pocas mesas que había. Pero parece que nadie se
atrevió a compartir mesa con él, porque había uno tomándose el cocido sobre el
mostrador. Despachó su comida. Observaba a la concurrencia, intentando imaginar
qué pensarían de él.
–¡Maríaaa, sal a la
barra! –tronó la voz del mesonero.
–¡Pesado, voooooy!
–contestó la mujer desde la cocina–. ¡No puedo estar en todas partes!
El mesonero se
acercó a la mesa.
–¿Quiere un poco
más, quizás alguna otra cosa?
–Estaba muy bueno,
pero no quiero nada más. Gracias.
–¿Puedo sentarme?
–y sin esperar respuesta lo hizo.
–Está usted en su
casa…
–Verá, no es que
sea de esos que andan contando chismes y cotilleando por ahí… –había bajado la
voz.
–Lo sé, lo sé…
–volvían al tono confidencial.
–Pero es que me paso
el día aquí dentro y aunque me entero de todos los chismes, voy a ser el único
que no vea sus dibujos –respiró ruidosamente–. ¿Le importaría…
–Eso lo vamos a
solucionar ahora mismo –se agachó a coger su carpeta.
La abrió y sacó el
cuaderno. Puso cuidado en saltarse la primera hoja, el dibujo que tenía un
dragón. El mesonero arrimó su silla.
–Estos son los
dibujos de ayer –fue pasando las hojas a medida que se lo pedía el mesonero–.
Como puede ver, en unos aparece el castillo. Otros son detalles, puede que
aparezcan en la pintura definitiva –el mesonero observaba asombrado los
dibujos.
–Es usted capaz de
hacer que parezcan reales. Si pintara en color…
–Un momento. Cerró
el cuaderno y sacó dos papeles de la carpeta. Esto lo he pintado hoy –le mostró
las acuarelas. El mesonero abrió la boca, asombrado.
–Si es tan bueno
como los cuadros de la iglesia…
–Eso quiere decir
que le gusta…
–Mucho. Oiga, me
gustaría tener uno de estos. Pero en el que saliera mi negocio. Y el castillo,
que lo deja usted muy bien. ¿Costaría mucho?
–Bastante. Entre el
trabajo y los materiales, que son bastante caros… Se lo podría dejar en tres
pesetas.
–Tres pesetas… –se
quedó pensativo–. Oiga… quizás podríamos llegar a un acuerdo.
–Usted dirá…
–Yo no le cobro el
alojamiento…
–Ni la comida…
–Está bien, la
comida tampoco. Pero si hubiera algún extra…
–Lo pago. Tendrá
usted una buena acuarela. ¿Ve usted éstas?
–Sí.
–Pues será mucho
mejor. Hoy mismo me pongo manos a la obra.
–¿La tendré esta
noche? –preguntó emocionado.
–Mañana lo más
tardar.
–De acuerdo –le
tendió la mano, Alejandro se la estrechó–. Trato hecho. Por cierto, me llamo
León.
–Y yo Alejandro.
Encantado.
Dedicaría la tarde
a trabajar en el encargo. Salió a la plaza a buscar una buena vista del mesón y
el castillo. La encontró y volvió al mesón a por una silla. La colocó en el
lugar elegido y comenzó a dibujar. Aparecía parte de la plaza, con sus soportales
de arcos y por supuesto el mesón. El castillo asomaba sobre las casas, con
aquel campanario bajo el cual había un balcón. La gente intentaba mirar sin
acercarse demasiado. Sólo un grupo de pequeñines se atrevió a formar corro a
una prudente distancia. Esperaban pacientemente a ver si aparecía la bestia
negra y peluda en su dibujo y luego en el castillo. En el balcón dibujó a una
mujer, vestida de azul crearía un interesante contraste con la piedra rosada.
La escena sería un atardecer. Empezó a pintar entonces las sombras, dejando las
luces para cuando empezara a bajar la luz. El bullicio tras él crecía. Los
chavales se habían alborotado.
–Ahora aparecerá la
bruja en el castillo –dijo uno de ellos.
Se volvió y le
señaló. Tenía cara de pillo.
–El próximo eres
tú. Te voy a poner allí arriba en el cielo –puso cara de malvado–. No podrás
volver a bajar. A no ser que te estés callado –el muchacho se quedó paralizado
y se hizo el silencio.
La mujer del
balcón. ¿De dónde había sacado la idea? Recordó vagamente haberlo soñado esa
noche. El pillo había desaparecido sigilosamente. El resto tardó poco más en
escabullirse sigilosamente.
Aquella misma tarde
acabó la acuarela y se la entregó al mesonero, que se deshizo en alabanzas y se
empeñó en invitarle a unos vinos. Le comentó que debería enmarcarla protegida
por un cristal, y colgarla donde no le diera el sol. León le aseguró que así
sería. Le contó incluso –ahora que se tuteaban– dónde la iba a poner, para
verla todos los días mientras trabajaba. A Alejandro le pareció que además
quería presumir y que sus parroquianos vieran que el mesonero era alguien
importante. Se podía permitir tener una pintura. Como en la iglesia.