lunes, 28 de marzo de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap 13.



13



 El nuevo retrato



   Tenía la pared llena de dibujos y le faltaba sitio para colocar los del castillo. Empezó a quitar los más antiguos, pero aún necesitaba más espacio. Los de Irene ya no le hacían falta, dejó el que más le gustaba y retiró el resto. Clavó los nuevos dibujos y acuarelas y se sentó a observarlos. No estaba seguro de haber encontrado la composición idónea. Tenía que estudiarlos con tranquilidad. Entonces llamaron a la puerta.

   –Adelante.

   Nuevos golpes. Le tocó levantarse a abrir. Era su casero.

   –Buenas tardes, don Felipe.

   –Buenas tardes, don Alejandro. Perdone que le interrumpa, pero es que ha venido la dama, para lo del retrato.

   –Es verdad, me lo dijo ayer su mujer. ¿No le ha dicho que suba?

   –Mi mujer, que se ha empeñado en preparar un chocolate. Dice que baje usted, que los negocios así tratados, salen mejor.

   –Doña Adela es un sol. Bajo con usted.

   Salieron al rellano y continuaron la conversación, camino de las escaleras.

   –Ya sabe usted cómo son las mujeres, cuando se les mete una cosa en la cabeza… –se detuvo–. Oiga, que ésta es una mujer de pecunia.

   –Le veo a usted informado.

   –Verá usted –dijo en un susurro–, cuando fue a la droguería a informarse de lo del retrato, iba con su criada. Pues resulta que la criada, es prima segunda de mi mujer. Y por ella nos hemos enterado que es hija de un comandante. Aproveche usted a cobrarle.

   –No puedo. Tengo que cobrarle lo que es justo.

   –Es usted muy honrado –Alejandro se encogió de hombros.

   Llegaron a la planta baja. Se dirigían al comedor, pero Felipe le tiró de la manga y le obligó a entrar en la cocina. Cuando Alejandro iba a protestar, le hizo un gesto de que guardara silencio.

   –Oiga usted, Alejandro –le habló casi al oído–. Yo quería hablarle de otro asuntillo.

   –Usted dirá –contestó intrigado.

   –Pues es por el retrato de Irene. Que había pensado, cuando lo quite usted de la droguería… –se le notaba nervioso.

   –Dígame usted, don Felipe.

   –Me gustaría saber cuánto pide por él. Si pudiera comprarlo… Quizás tarde un año o más en ahorrar el dinero, pero si usted puede esperar…

   –Don Felipe, entre usted y yo –acababa de darle una alegría–. Irene me hizo un gran favor posando. Parece que hoy me va a salir un encargo gracias a su retrato. Normalmente pediría veinte pesetas, pero a usted se lo dejo en la mitad. 

   –Creí que serían bastante más de veinte. Podré comprárselo. Gracias, es usted una buena persona –se le notaba más relajado.

   –Y por el pago no se preocupe. Usted se queda el cuadro y me lo va pagando como y cuando quiera. ¿Le parece bien?

   –Muy bien. No tardaré muchos meses.

   –¿Trato hecho? –dijo tendiendo su mano.

   –Trato hecho –le estrechó la mano–. Vamos al comedor, que se impacientará mi mujer.





   La reunión resultó algo tensa. La señorita Manuela, con su actitud, dejó claro que su posición social estaba muy por encima de la de los demás. Consiguió el encargo, si bien ella intentó iniciar un regateo, al cual Alejandro se negó. Quiso que fuera a su casa y entonces le pidió tres pesetas más, por el tiempo invertido en ir y venir. Se enfadó y a punto estuvo de levantarse de la mesa y marcharse. Después preguntó por su estudio, si reunía las condiciones necesarias. Al enterarse que era a la vez estudio y alojamiento, puso el grito en el cielo: ella era una persona decente. Intervino doña Adela, que pese a estar siempre atareada, se ofreció para estar presente mientras posara. Al final, vendría por las mañanas, acompañada por su criada. Por si acaso, le pidió un anticipo de dos pesetas. Para los primeros gastos, le dijo. Se las dio, pero le obligó a firmarle que las había recibido.

   Don Felipe dijo que había demostrado mucho valor al poner a la comandanta en su sitio.




martes, 22 de marzo de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 12.



12

En Turégano

   Una brisa fría aleteaba en la umbría plaza. Era como si la conociera y eso le inquietaba, porque nunca había estado allí. Nadie a la vista. Echó a andar y sus pasos sonaron exagerados. Se dirigió hacia el sur, la carpeta bajo el brazo, tiritando de frío. La vista desde allí no aportaba ninguna novedad. Cambió el rumbo, hacia el oeste, dejando el pueblo atrás. Empezó a entrar en calor. De cuando en cuando se volvía en busca de una vista interesante. La encontró en un lugar alejado, junto a un bosquecillo.
   Un primer término arbóreo, la villa al fondo y el castillo asomando en la loma. Sacó el cuaderno e hizo un dibujo. La composición era mejor que las del día anterior, pero el castillo era un detalle minúsculo. Sacó las acuarelas y lo pintó. Después regresó por donde había venido. El castillo dejaba de ser un detalle insignificante, hizo un alto.
   Encontró una roca y se sentó, no quería pasarse el día de pie. Sacó el cuaderno y trazó unas líneas para situar la masa del pueblo. Dibujó el castillo, con detalle. Después miró el trabajo anterior y copió el bosquecillo. Ahora estaba mejor. Sacó las acuarelas. Pintó el cielo y dio unos colores de fondo sobre el pueblo y el castillo. Después volvió sobre ellos, dando los tonos más vivos y trabajando los detalles. El sol estaba alto y las sombras desaparecían, cuando dio por concluida la acuarela. Recogió y volvió a la villa.
   Era otra plaza distinta. Sus pasos habían enmudecido ahora, perdidos entre las voces de los vendedores y la algarabía de los animales. Llegó al mesón y se fue directo a la mesa junto a la ventana. El mesonero salió de la cocina.
   –Hola. ¿Desea usted comer?
   –Sí, si no es demasiado pronto.
   –Es buena hora –se acercó a la mesa–. No pasa usted inadvertido en el pueblo.
   –¿Por qué lo dice? –pensó en su temprana salida, en sus pasos resonando en la plaza.
   –Dicen que anda usted pintando por todo el pueblo –dijo bajando la voz.
   –Pues sí señor. Me dedico a ello –contestó en el mismo tono, apoyando la mejilla en la mano.
   –Menudo revuelo se ha armado –dijo sacudiendo la mano.
   –No creo que sea para tanto –dijo extrañado, apoyándose en la otra mano.
   El mesonero cogió una silla y se sentó frente a él.
   –Intentan averiguar por qué hace usted dibujos de todo lo que ve –siguió hablando en voz baja.
   –Es mi oficio –siguió en el mismo tono–. Simplemente busco un tema para pintar. No veo nada raro en ello –contestó con expresión divertida.
   –Ya… –se quedó mirando al techo.
   –En este caso el tema es el castillo, pero la gente ya lo sabe. Ayer noté cómo se arrimaban discretamente, para ver qué hacía.
   –Pues aún hay más… –bajó la voz hasta el susurro, acercándose más a Alejandro.
   –¿Más? –la sorpresa se reflejaba en su cara.
   –Dicen que en sus dibujos –hizo un pequeño alto–, cambia las casas de sitio. Figúrese. Tienen miedo de que sea cosa de brujería y luego ocurra de verdad.
   –No pensé que se armaría tanto revuelo –se sonrío. La gente tiene demasiada imaginación, ¿no cree usted?
   –Cierto, cierto. Fíjese, a la Atanasia le ha faltado tiempo para tejer una historia. Dijo que esta noche escuchó un ruido tremendo, salvaje, que la dejó medio sorda; bueno todos sabemos que ya lo estaba. En fin, que se asomó a la ventana y el aire la echó para atrás. Se tuvo que agarrar bien, y ¿sabe usted lo que vio?
   –No, ni idea –puso cara de asombro, aunque le entraba la risa.
   –A una extraña criatura, volando. Negra como la noche, tan grande, tan grande, que ocultó la luna…
   –Sólo le faltó decir que se fue a posar en la torre del castillo –intentaba permanecer serio.
   –Pues sí que lo dijo –se sorprendió–. ¿También se ha enterado usted?
   –Puestos a decir barbaridades, se me ha ocurrido esa… –rió. Seguro que era un dragón.
   –Ah, ¡tiene usted sentido del humor! –le palmeó en el hombro, soltando una carcajada.
   –Al final me buscan temas para pintar, un dragón. ¡Qué interesante! –siguió riéndose.
   –¡Y que lo diga! De ésta, todavía resucitan a la Santa Inquisición y le veo a usted saliendo por patas –dijo muerto de risa.
   –Dios nos libre –no podía parar de reír.
   El mesonero juntó las manos, en actitud piadosa, poniendo cara de santurrón. Lo cual sirvió de excusa para que las carcajadas de ambos prosiguieran durante un rato.
   –Pero usted había venido a comer y le estoy entreteniendo. Es que aquí, con los parroquianos se entera uno de todo.
   –Le agradezco a usted la conversación, ha sido muy entretenida. Divertida. Es interesante saber que anda toda la villa pendiente de mí.
   –Le voy a traer un cocido que está de rechupete. Aunque si lo prefiere, mi mujer puede prepararle otra cosa.
   –El cocido está bien.
   –Un cocido para el caballero, ahora mismo viene.
   Dicho esto se levantó y desapareció en la cocina. Al instante apareció con una bandeja. Dejó la jarra de vino sobre la mesa, el plato y la cuchara y empezó a servirle del pote. En esos momentos empezó a entrar gente en el mesón.
   –Si no desea nada más… llega la hora del jaleo.
   –Nada más, gracias.
   El lugar comenzó a animarse y se llenaron las pocas mesas que había. Pero parece que nadie se atrevió a compartir mesa con él, porque había uno tomándose el cocido sobre el mostrador. Despachó su comida. Observaba a la concurrencia, intentando imaginar qué pensarían de él.
   –¡Maríaaa, sal a la barra! –tronó la voz del mesonero.
   –¡Pesado, voooooy! –contestó la mujer desde la cocina–. ¡No puedo estar en todas partes!
   El mesonero se acercó a la mesa.
   –¿Quiere un poco más, quizás alguna otra cosa?
   –Estaba muy bueno, pero no quiero nada más. Gracias.
   –¿Puedo sentarme? –y sin esperar respuesta lo hizo.
   –Está usted en su casa…
   –Verá, no es que sea de esos que andan contando chismes y cotilleando por ahí… –había bajado la voz.
   –Lo sé, lo sé… –volvían al tono confidencial.
   –Pero es que me paso el día aquí dentro y aunque me entero de todos los chismes, voy a ser el único que no vea sus dibujos –respiró ruidosamente–. ¿Le importaría…
   –Eso lo vamos a solucionar ahora mismo –se agachó a coger su carpeta.
    La abrió y sacó el cuaderno. Puso cuidado en saltarse la primera hoja, el dibujo que tenía un dragón. El mesonero arrimó su silla.
   –Estos son los dibujos de ayer –fue pasando las hojas a medida que se lo pedía el mesonero–. Como puede ver, en unos aparece el castillo. Otros son detalles, puede que aparezcan en la pintura definitiva –el mesonero observaba asombrado los dibujos.
   –Es usted capaz de hacer que parezcan reales. Si pintara en color…
   –Un momento. Cerró el cuaderno y sacó dos papeles de la carpeta. Esto lo he pintado hoy –le mostró las acuarelas. El mesonero abrió la boca, asombrado.
   –Si es tan bueno como los cuadros de la iglesia…
   –Eso quiere decir que le gusta…
   –Mucho. Oiga, me gustaría tener uno de estos. Pero en el que saliera mi negocio. Y el castillo, que lo deja usted muy bien. ¿Costaría mucho?
   –Bastante. Entre el trabajo y los materiales, que son bastante caros… Se lo podría dejar en tres pesetas.
   –Tres pesetas… –se quedó pensativo–. Oiga… quizás podríamos llegar a un acuerdo.
   –Usted dirá…
   –Yo no le cobro el alojamiento…
   –Ni la comida…
   –Está bien, la comida tampoco. Pero si hubiera algún extra…
   –Lo pago. Tendrá usted una buena acuarela. ¿Ve usted éstas?
   –Sí.
   –Pues será mucho mejor. Hoy mismo me pongo manos a la obra.
   –¿La tendré esta noche? –preguntó emocionado.
   –Mañana lo más tardar.
   –De acuerdo –le tendió la mano, Alejandro se la estrechó–. Trato hecho. Por cierto, me llamo León.
   –Y yo Alejandro. Encantado.

  
   Dedicaría la tarde a trabajar en el encargo. Salió a la plaza a buscar una buena vista del mesón y el castillo. La encontró y volvió al mesón a por una silla. La colocó en el lugar elegido y comenzó a dibujar. Aparecía parte de la plaza, con sus soportales de arcos y por supuesto el mesón. El castillo asomaba sobre las casas, con aquel campanario bajo el cual había un balcón. La gente intentaba mirar sin acercarse demasiado. Sólo un grupo de pequeñines se atrevió a formar corro a una prudente distancia. Esperaban pacientemente a ver si aparecía la bestia negra y peluda en su dibujo y luego en el castillo. En el balcón dibujó a una mujer, vestida de azul crearía un interesante contraste con la piedra rosada. La escena sería un atardecer. Empezó a pintar entonces las sombras, dejando las luces para cuando empezara a bajar la luz. El bullicio tras él crecía. Los chavales se habían alborotado.
   –Ahora aparecerá la bruja en el castillo –dijo uno de ellos.
   Se volvió y le señaló. Tenía cara de pillo.
   –El próximo eres tú. Te voy a poner allí arriba en el cielo –puso cara de malvado–. No podrás volver a bajar. A no ser que te estés callado –el muchacho se quedó paralizado y se hizo el silencio.
   La mujer del balcón. ¿De dónde había sacado la idea? Recordó vagamente haberlo soñado esa noche. El pillo había desaparecido sigilosamente. El resto tardó poco más en escabullirse sigilosamente.
   Aquella misma tarde acabó la acuarela y se la entregó al mesonero, que se deshizo en alabanzas y se empeñó en invitarle a unos vinos. Le comentó que debería enmarcarla protegida por un cristal, y colgarla donde no le diera el sol. León le aseguró que así sería. Le contó incluso –ahora que se tuteaban– dónde la iba a poner, para verla todos los días mientras trabajaba. A Alejandro le pareció que además quería presumir y que sus parroquianos vieran que el mesonero era alguien importante. Se podía permitir tener una pintura. Como en la iglesia.


lunes, 14 de marzo de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 11



11

El retrato está acabado

   Se empeñaron en celebrarlo dando una comida, a la que invitaron a los inquilinos y a algunos amigos. El retrato presidía el comedor, colgado en la pared. Irene estaba fuera de sí, y eso que lo había visto progresar día a día. En cuanto estuvo acabado, hizo subir a sus padres. Y de ser por ella, hubieran desfilado por el estudio todas sus amigas y conocidas. Entonces fue cuando a él se le ocurrió que la obra se podía exponer en el comedor. Se cercioró de que nadie pudiera acercarse a tocarla, pues la pintura estaba fresca. Y a ellos se les ocurrió lo de la comida. Su fama en la pensión alcanzó cotas inimaginables, lástima que las economías de los alojados no alcanzaran a situarlos como posibles clientes. El cuadro permaneció expuesto unos cuantos días, periodo en el cual, pasaron por allí todas las amistades de Irene y de sus padres.
   Luego se lo llevó a la droguería, donde quedó expuesto en el escaparate, entre brochas y pinturas. Sus caseros quedaron apenados por la pérdida. A Irene no le importó que su imagen quedara a la vista de todos, es más, estaba encantada. Y los drogueros, ilusionados. Decían que todos saldríamos beneficiados: que a él le saldrían encargos y ellos le quitarían algunos clientes a la droguería de la ciudad vieja. Y así debió de ser, pues empezaron a hacerle descuento en sus compras.
   Pero eso ya pertenecía al pasado. Parecía que tras el Acueducto y el retrato se había cerrado un ciclo, y ahora comenzaba otro, al parecer no tan bueno. En este periodo, fueron frecuentes los sueños del castillo y el dragón, si bien los dibujos que de ellos realizaba no le llevaban a ninguna parte. Desde entonces, ninguna obra nueva había surgido de sus manos. Así llevaba más de una semana.
   Lo único que tenía era aquel castillo que le obsesionaba y empezó a acariciar la idea de ir a visitarlo. Su tío lo había situado en Turégano y como ya le había pagado la pintura, podría permitirse el viaje y pernoctar un par de noches en la villa. Esperaba no toparse con el dragón, hubiera sido el colmo de la mala suerte. Su ocurrencia ni siquiera le pareció graciosa. Estaba decidido. Empezó a preparar la maleta, con el material de dibujo y lo necesario para pasar unos días fuera. Se lo comunicaría a sus caseros a la noche.


   Adormilado por el ronroneo del motor y acunado por las sacudidas del camino, se dirigía hacia el norte, al parecer la fuente de sus sueños. Pese al incómodo asiento de madera, iba claudicando ante el sueño.



   Un terreno escarpado, cuyas rocas crecieron hasta formar un alto recinto cerrado. Los muros se abombaron en las esquinas, formando torres cilíndricas. En la lontananza, una diminuta mota fue creciendo y se convirtió en un ave. Vino a posarse en un saliente de la roca. El muro captó su atención y se elevó en el aire, yendo hacia él. Dio un picotazo a las piedras, dejando un agujero alto y estrecho. Siguió volando y dando picotazos, y cada vez que lo hacía, crecía. Pero no era un ave, ahora que había aumentado su tamaño se veía perfectamente, era un dragón. Y no picaba las piedras, ¡se las comía! Después de dejar las paredes agujereadas a intervalos, se encaramó a lo alto del muro y se posó. Fue recorriendo el perímetro, devorando piedras, alternas. Cuando hubo dado la vuelta completa, quedó almenado el recinto. Cómo había crecido, de tanto comer. Saltó al exterior y se plantó ante el muro, retumbó el suelo. Soltó una llamarada y dejó la piedra medio derretida. La empujó con la zarpa, entró en el recinto y se encerró. Se convirtió en el dueño y señor del castillo.


   Un bache, su cabeza golpeó contra la ventanilla y surgió del plácido sueño. Abrió los ojos. Las primeras luces le revelaron una amplia llanura que desaparecía en la serranía. Todavía quedaba nieve en las cumbres. Cerró los ojos. Se vio envuelto en el pesimismo de días anteriores, regresaron las preocupaciones. Irene le tenía turbado, desde aquel beso, un beso inocente. Sospechaba que empezaba a sentir algo más que admiración por el pintor y su arte. No es que no le gustara, pero la veía muy joven. Si hubiera tenido un par de años más… Era madura e inteligente, le gustaba el arte… pero él no acababa de verlo claro. Sintió que se escurría y tuvo que agarrarse al asiento de delante. El autobús se había detenido.   
   –Señores pasajeros, estamos en Turégano –dijo el conductor, cantarín.
   El viaje se le había hecho corto. Tomó la maleta y descendió del autobús. Estaba en la plaza, era enorme, muy larga. Y le resultaba familiar.
   Lo descubrió al fondo, sobre las casas. Ahí estaba el castillo, tal y como le dijo su tío. Una impresionante muralla y en su interior, el castillo. Pesadas torres cuadradas a la derecha, cilíndricas y esbeltas a la izquierda y en el medio. Éstas, ligeramente descentradas, con un balcón entre ellas. Y asomando por detrás, la espadaña de un iglesia, pero no una cualquiera: tres alturas de arcos decrecientes. Aunque no todos tenían campana. Y la piedra, era lo mejor: el castillo presentaba tonos rosados. Cómo adoraba aquel tono cálido en la piedra…
   Pues sí que tenía un aire a sus dibujos. No pudo reprimirse, sacó el cuaderno de dibujo. Cogió el lápiz y comenzó a dibujar. Al acabar, garabateó sobre la torre del homenaje un enorme y simpático dragón. Un aldeano curioso se asomó a ver lo que hacía, se fue meneando la cabeza. Debió de pensar que estaba loco. Guardó el cuaderno.
   Lo primero que debía hacer era buscar alojamiento, seguramente habría alguno en la misma plaza. Agarró su maleta y se puso en marcha. Cuando llegó al final de la plaza sin encontrar nada, se acordó de la racha de mala suerte. Entonces se topó con un mesón escondido en la esquina. Entró rápidamente, sin muchas esperanzas y preguntó si daban alojamiento. Hubo suerte, quedaba una habitación, que tendría que compartir si venía alguien más. Dejó la maleta y volvió a salir a dibujar.
   Recorrió todo el pueblo, buscando diferentes vistas del castillo. Aparte de la plaza, la fachada de un palacio y la iglesia no había más edificios interesantes. Así que después de un montón de dibujos, y aunque desde la iglesia no se viera el castillo, acabó haciendo una composición con ambos. Resultaba interesante el contraste de la torre de la iglesia y la espadaña del castillo.
   El anochecer interrumpió su actividad. Recogió y se fue al mesón a cenar. Mientras esperaba que le sirvieran, estuvo revisando los dibujos. Había hecho unos cuantos y en casi todos aparecía el castillo. El mejor era el de la iglesia, pero no le convencía totalmente. Debería alejarse de la villa, quizás hubiera vistas mejores desde el oeste.