martes, 24 de abril de 2018

El Jardín de las Delicias.


EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

     Reconocí de inmediato el edificio del Museo del Prado, lo había visto en imágenes, aunque en ellas la fachada no aparecía grafitada. Crucé la calle y me dirigí a la puerta principal, sobre la cual un pequeño cartel indicaba su nombre actual: Espacio de Arte Retrógrado del Paseo del Prado. En su día fue una de las mejores pinacotecas del mundo. Aspiré profundamente y me dije que viera lo que viera, no debía deprimirme.
     La puerta estaba abierta. Entré en un espacio de tamaño discreto. A la derecha había una máquina antigua con un cartel enorme sobre la misma: “Vestigio de un pasado represivo empleado para controlar los enseres personales de los visitantes”. Era una versión antigua de las que seguían empleándose en los transportes y museos de todo el mundo, sin que nadie se sintiera ofendido por ello. Un balón fue a estrellarse contra la máquina. El lanzador había sido un niño situado en una esquina de la sala, en la otra y tras el mostrador de información automatizado, se hallaba sentado un afable hombre de avanzada edad que parecía no haberse enterado de nada. Un par de visitantes atravesaban la estancia y otros dos charlaban tranquilamente en el pasillo que se adentraba en el museo, alguno de ellos tenía que ser el responsable de aquel crío; pero nadie se había inmutado por el balonazo.
     No debía deprimirme, nada debía afectarme; así que seguí mi camino y pasé a la primera sala, un pasillo inmenso dedicado en su mayor parte al grafiti italiano. Dos personas mayores contemplaban un desnudo femenino, uno de ellos levantó el bastón, que quedó a escasos centímetros de la tela.
     —Esos pechos no están bien grafitados, lo sé porque mi mujer nunca los tuvo tan altos —desplazó el bastón hacia el otro pecho, y está vez presionó contra el pezón.
     No debería afectarme, pero sufrí por la obra de arte maltratada, hasta el punto de pensar en quitarle el bastón; pero sabía que en este país, no debía intervenir. A la derecha comenzaba el grafiti flamenco, que continuó en una sala de tamaño más contenido que se abría a mano izquierda. Había muy poco público, porque el Arte Retrógrado no interesaba más que a unos pocos estudiosos, en su mayoría de edad avanzada; yo era la excepción: joven, recién salido del Centro Superior de Conocimientos de Audioimagen y especializado en Arte Retrógrado. Estaba realizando el MasterProyecto y lo había enfocado en la obra del artista Hieronymus van Aken, más conocido como El Bosco, un grafitero del Renacimiento, aunque en aquella época se le llamaba pintor y a su obra pintura, no grafiti; y había venido para encontrarme con algunas de sus mejores obras.
     Llegué a la sala en la que se exponía su obra y me dirigí al asiento que había en el centro de la misma para tener una visión general, antes de decidir cuál sería la primera pintura que iba a estudiar. En el centro del banco había restos de comida, así que me dirigí a un extremo. Allí estaban “La extracción de la piedra de la locura”, “El carro de Heno”, “Las tentaciones de San Antonio Abad”, y justo detrás de mí, “El Jardín de las Delicias”. No lo dudé, esa sería la primera obra que iba a estudiar.
     Era un tríptico enorme, sereno y atractivo, al menos lo eran las tablas izquierda y central, la derecha perdía unidad con respecto a las otras dos, porque representaba el Infierno y en éste los bellos colores no tenían cabida. Tras la primera impresión, la obra pedía que me acercara a contemplar la multitud de escenas que en ella se desarrollaban.
     Me puse en pie para dirigirme al panel izquierdo, en el que daba comienzo la historia; representaba el estadio ideal del hombre según la visión de los antiguos cristianos, el Paraíso, donde el hombre disfrutaba de la vida sin necesidad de laborar, y en contacto con el mismísimo Creador. Había una fuente extraña, que algunos denominaban surrealista aunque éste fuera un estilo del siglo veinte, y que no habría existido ni por asomo en la época del artista. Las extravagantes colinas, de connotaciones alquímicas según los eruditos, me recordaban a la arquitectura orgánica futurista. Multitud de animales poblaban las praderas, algunos de ellos bastante extravagantes; monstruos propios de los códices medievales.
     Permanecí mucho tiempo delante de la tabla del Paraíso estudiando cada grupo, figura y detalle,  algo que habría parecido exagerado a cualquiera ajeno a la materia; es decir, prácticamente a todo el mundo. Volví al banco para tomar nota de algunos de los descubrimientos que había hecho, como la sutileza de la perspectiva atmosférica que iba azuleando los detalles de los términos conforme se alejaban, algo que sólo era posible apreciar en toda su magnitud en el original. Para un grafitero actual era fácil conseguir ese degradado con el spray, pero en el siglo XVI grafitaban con pincel, y en el cielo no había ninguna marca que lo delatara. Era una tarea difícil la de fundir la pincelada y no conocía a nadie que supiera hacerlo en la actualidad.
     Tenía compañía y no me había enterado, había una mujer sentada con su phonoreloj-i desplegado. No estaba consultando nada sobre El Bosco, acababa de abrir una imagen de fullgoal; nada que ver con el Arte. Me senté al otro extremo y extendí mi Unidad Computerizada Virtual. ¡Había pasado casi una hora delante de la primera tabla! Pulsé sobre la imagen del Paraíso y fui marcando las zonas objeto de mi atención antes de introducir los comentarios.
     Volví al tríptico, dispuesto a sumergirme en ese Jardín de las Delicias que era el mundo de los mortales. Después de que tuvieran que abandonar el Paraíso por abusar de la confianza del Creador, los humanos disfrutaban de los placeres considerados pecaminosos; como si en vez de un castigo hubieran recibido ese Jardín como premio. La tabla central seguía poblada por el mismo tipo de arquitecturas que había en el Paraíso. En el lago descansaban las mujeres, esperando que la comitiva masculina que lo circunvalaba desmontara de sus cabalgaduras e iniciara el galanteo. Allá donde posara la vista había grupos de humanos disfrutando de una gran celebración, la que la vida les ofrecía. Me acerqué cuanto pude a la tabla, permaneciendo detrás de la leve línea marcada en el suelo.
     Estudiaba al grupo ubicado bajo la arboleda de la zona de la derecha, un inocente grupo nutriéndose de los frutos de los árboles sin necesidad de realizar mayor esfuerzo que alcanzarla, como si aún estuvieran en el Paraíso. Sentí que ahí había algo más, pero no era capaz de descubrirlo, hasta que de pronto distinguí un gusano sobre la fresa gigante que tenía entre las manos. Entonces, aparecieron los demás: uno sobre la nariz del que estaba a la derecha cogiendo un fruto más pequeño y toda una hilera a lo largo de la pierna de la mujer vuelta hacia el de la fresa gigante. No recordaba haberlos visto en la reproducción. Volví al asiento y desplegué la Unidad Computerizada Virtual. Entonces, la mujer se levantó y salió de la sala sin haberse dignado mirar una sola de las obras de arte allí expuestas.
     Expandí la tabla central y fui ampliando la arboleda, para descubrir que esos gusanos, sencillamente, no existían. Un hormigueo me recorrió el rostro. Dejé la unidad sobre el asiento y me acerqué a la tabla, tenía que descubrir qué hacían allí. Eran simples líneas de poco grosor, trazadas seguramente con un microaerógrafo. ¡Alguien había cometido un acto de vandalismo contra el Jardín de las Delicias y eso, no podía, no debía haber sucedido! Intenté mantenerme calmado y olvidarme de los gusanos; pero una y otra vez acudían a mi mente y creía verlos en el cielo, donde unos seres que no deberían tener alas volaban con toda naturalidad, después los busqué en las cabalgaduras de los que rodeaban el lago y más tarde en las arquitecturas. Cerré los ojos, porque allá donde mirara empezaba a buscarlos y no había más gusanos.
     Había venido a estudiar la obra de El Bosco antes de que se perdiera, lo demás no me incumbía, así que pasé al Infierno. Lo llamaban el Infierno Musical, por los instrumentos en él representados; aunque tampoco eran tantos. Destacaba más el hombre árbol y el gran insecto que comía y defecaba humanos. Disfrutar en el Jardín estaba penado, les habían engañado, se habían condenado a ese Infierno… y entonces descubrí en la esquina inferior derecha otra intervención del vandálico grafitero, ¡unas bragas azules!, sobre el cerdo con tocado de monja.
     Tenían que haberlo visto por las cámaras de seguridad, y aún así le dejaron continuar con la profanación… Escuché los pasos de un niño. Se acercó, agarró el marco y… ¡se colgó del Paraíso! Sabía que no debía inmiscuirme, pero no podía ver cómo maltrataba El Jardín de las Delicias, me afectaba personalmente y no quería deprimirme más.
     —Niño, bájate de ahí.
     —Aramoño —no conocía esa palabra, pero me sonó a insulto. Nunca fui violento, pero fui hacia él, le agarré y como no quería bajarse, le retorcí una oreja.
     —¡Aaaaaaahhhh! —se dejó caer al suelo y le solté. Echó a correr—. ¡Aramoño capado!
     Desapareció de mi vista. Tanto vandalismo sobrepasaba mi comprensión. Volví al Infierno con el corazón latiendo a toda prisa y lo primero que vi fueron las bragas azules. ¿Ocurriría lo mismo cada día? Una cosa era que en Europa, aunque tampoco fuera un ejemplo a seguir, se hablara de la degradación extrema de este país y otra muy distinta comprobarlo in situ. Una obra del año mil quinientos que había aguantado el devenir del tiempo y su paso por distintas colecciones, acababa en el museo en condiciones perfectas y era mimada por los restauradores; no tenía sentido que fuera destruida en menos de una década. No debería deprimirme, pero era difícil evitarlo; sabiendo que si no era ese mismo día sería al siguiente o una semana después cuando algún energúmeno colaboraría en la degradación de la obra.
     —Ha sido el magachuflo ese —era la voz del niño. Volvía con su madre, y un vigilante del museo.
     —Hay que llamar a la policía —dijo la madre.
     —Sí, porque su hijo se ha columpiado sobre esta obra —estaba indignado por su atrevimiento—. Ha tenido que escuchar el chirrido de la bisagra desde donde quiera que estuviese.
     —Mi hijo no ha podido hacer nada malo —me fulminó con la mirada—, pero usted sí que le ha maltratado.
     —Su hijo estaba maltratando la obra, ¡y no iba a dejar que se la cargara! —no debía inmiscuirme, me advirtió mi profesor, que había venido varias veces a este país y al museo, pero era tarde para remediarlo—. Sólo le he hecho soltar la tabla sobre la que se columpiaba.
     —Mire, señora —intervino el empleado del museo—, el museo tiene un protocolo para estos casos. Si usted quiere, me encargo de que sea entregado a los S.L.O. y como autoridad del museo, testificaré contra él.
     Él no había visto nada. ¿Cómo iba a denunciarme?
     —No soy el agresor…
     —Calle o le dejo inconsciente —echó mano al bolsillo de su camisa y agarró lo que parecía un puntero de una unidad computerizada.
     —No sabe cómo le agradezco que me ahorre este mal trago —se puso la mano en la frente como si estuviera sufriendo enormemente—. Vamos hijo, ¿qué quieres que te compre para almorzar? —me lanzó una mirada de desprecio antes de dar media vuelta.
     —Un bollo grande de chocolate —dio un manotazo al marco del Paraíso—, y otro de Tronan el Destroyer, y, y…
     —Todo lo que tú quieras, bonito.
     Respiré hondo. No debí inmiscuirme, pero… ¿realmente me iba a detener, con ese puntero?
     —Sé que no debí hacerlo.
     —No es usted de por aquí.
     —De Copenhague.
     —Ha podido meterse en un buen lío —supe que no iba a suceder nada, era una buena persona.
     —Es una gran obra de arte, no podía permitir que desvencijara la tabla y terminara en el suelo rajada y con desconchones.
     —¡Qué me va usted a contar! Los individuos a los que no interesa el arte no suelen entrar, pero ha empezado a llover y aquí no se mojan.
     —Ah, es por eso.
     —Aaaauuuuuh —sonó como un ladrido dentro del museo.
     —Es lo que parece, un dogo tamaño caballo. Mea todos los días en la misma esquina. Intentamos evitarlo echando un producto químico, pero fue peor, porque meó La Maja Vestida.
     —Hablando de agresiones, esta obra ha sido grafitada —señalé los lugares.
     —Es una pena, pero no hay modo de hacer nada. Las cámaras de vigilancia se inutilizaron, porque había que hacer firmar a los visitantes que iban a ser grabados y muchos de ellos se negaban amparándose en su derecho a la intimidad; lo peor fue la orden del juez dictaminando que tenían razón y no debían ser grabados.  
     —Obras que han perdurado a través de los siglos, arruinadas por la estupidez humana. ¿Por qué?
     —Si tiene un rato se lo cuento —se sentó sin esperar mi respuesta.
     —Sucedió durante la legislatura de gobierno de izquierdas más radical que hemos padecido, estropearon todo lo que tocaron, y fue mucho; suerte que sólo duraron tres años en el poder. Le sucedió una derecha moderada que no hizo nada, con lo cual todo permaneció igual. Resumiendo, los ciudadanos tienen todos los derechos, pero ninguna responsabilidad; cada cual puede hacer lo que le venga en gana.
     —Así que nadie vulnera la ley.
     —Muy cierto. Si a eso le añade que no aprecian el Arte, entenderá usted por qué no les importa degradarlo. Cada vez que cogíamos a alguien atentando contra una obra, estábamos atentando contra su libertad como visitante y pasábamos de denunciantes a denunciados; algunos llegamos a estar suspendidos de empleo y sueldo. También desconectamos las alarmas, porque no dejaban de sonar. Cualquiera podría llevarse una obra y no pasaría nada; menos mal que no les interesan.
     —Entonces no pueden hacer su trabajo.
     —Miramos hacia otro lado. Desaparecemos.
     —Qué triste.
     —Tanto como su intento de preservar esta magnífica obra —se quedó ensimismado contemplando “El Jardín de las Delicias”—. Me queda un año para la jubilación y qué quiere que le diga, procuro sufrir lo menos posible. Hago mi trabajo, lo que me está permitido hacer sin ser sancionado, que es sentarme en una esquina y entretenerme con el phonoreloj-i.
     —“El Jardín de las Delicias” es la mejor obra de El Bosco, no se puede perder. Deberían llevarlo al Espacio de Restauración, allí estaría a salvo.
     —En Restauración no dan abasto. Pidieron más personal y les respondieron que hasta ese momento no lo habían necesitado y que siguieran laborando. Sinceramente —bajó la voz—, lo mejor que podría sucederle a “El Jardín de las Delicias”, es que algún amante del Arte Retrógrado se la llevara a su casa. No hay vigilancia y cada cual puede entrar y salir de aquí portando lo que quiera.
     —Es… ¿la única manera? —formulé la pregunta sabiendo que hablaba en serio, pero necesitaba convencerme a mí mismo.
     —La única y esta obra, merece ser salvada.


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