lunes, 20 de noviembre de 2017

UNA NUEVA VIDA



UNA NUEVA VIDA

     Dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig —por primera vez no me molestó el sonido—, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig —era más, sonaba a música celestial—, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig —dejé que el desperezador continuara sonando, sin molestarme en apagarlo.
     —¡Lo he conseguido! —saqué los brazos de debajo del cobertor y los estiré.
     Dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig. Todavía no terminaba de creérmelo. Me incorporé en la tabla de reposo con renovado brío juvenil y sentí el pinchazo en la espalda. No era nada, se me pasaría, no volvería a molestar nunca más.
     Dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig. Mi mano fue a desconectarlo y tuve que retenerla. ¡Que sonara lo que quisiera! Me levanté, fui hacia la ventana y la abrí. El cielo lucía un maravilloso azul pálido.
     —Diipi-dig, diiipi-digui —canturreé––, hoy es un gran día… aaatchiiís —al estornudar me vinieron las ganas de mear.
     No era el momento de coger un virus y enfermar, así que cerré la ventana. Abandoné la sala de reposo y me dirigí hacia la de aseo personal.
     —Diipi-dig, diipi-digui, digui-digui —canturreé por el pasillo.
     Dip-Dig se apagaba en la distancia, cual recuerdo de una vida anterior. La que perdía, afortunadamente. Abrí la puerta y me dirigí al evacuador. Me extrañaba que no hubiera tenido que levantarme en toda la noche. Empezaba a sentarme bien la nueva vida.
     —¡Deepii-diig! ¡Un momento! ––di media vuelta antes de haberlo usado.
     Había sido un buen ciudadano durante mucho tiempo, demasiado, iba siendo hora de permitirme ciertas libertades. Me despojé de la ropa de descanso, entré en la cabina de higiene integral, cerré y pulsé el botón de vapor tenue.
     ––¡Deeeppiii-di… nauu!
     Ciertas libertades podían ser más de una. Pulsé vapor intenso, una y otra, y otra vez, hasta que estuve envuelto en nube caliente y entonces… me dejé ir. El potente chorro perforó la niebla, creando una catarata de naturaleza tóxica a cuyo contacto el vapor de agua fenecía. Mi manantial continuó soltando el contaminante amarillo, que tras una caída de noventa centímetros, zigzagueó por la planicie rugosa hasta desembocar en el orificio de depuración.
     —Di-di-di-di-diau, di-di-di, di-di-di, ¡que se fastidien!
     Había pagado mucho para sostener una sociedad que decía preocuparse por mí. Si les salía más cara la depuración de mis residuos, que se fastidiaran, porque yo no iba a correr con los gastos. Era más, no iba a correr con ningún gasto.
     ––Siboney, dip-dig-diiiiiig, deee mis sueeeños, dip-dig dig…
     En mi mente seguía sonando el dip-dig del desperezador, aunque lo hacía de un modo distinto, rítmico; convertido en una canción de Connie Francies, un recuerdo de aquellos tiempos en los que aún no había empezado a laborar.
     Hacía tanto tiempo de aquello, que parecía que no hubiera sucedido nunca, y es que empecé a laborar muy joven, me acordaba como si fuera ayer, exactamente a los treinta y cinco años y dos meses. Hasta entonces estuve estudiando: dos carreras superiores, una técnica, once cursos maestros y cinco básicos. Mis estudios en aquel momento estaban por debajo de la media nacional, pero a mi padre le debían un favor y no iba a desperdiciar una oportunidad como aquella. Sin pensarlo dos veces, dejé los estudios y me puse a laborar.
     —¡Di-di-deep-diau! ¡Se acabó! ––presioné el botón de secado––. ¡Deeepi-deepi-diauu! ¡Hoy me jubilo!
     Había sobrevivido a los cuarenta años reglamentarios de labor. No todos lo conseguían.
  


     Durante casi dos décadas, había pasado cerca del poste color bronce mate sin prestarle atención, y esta vez, algo me retuvo. Pudo ser el contraste con el seto oscuro del fondo el causante de que me detuviera en la parada de transporte individual. No sabía por qué había una en mi calle, pues sólo lo usaban los de alto nivel. Era cierto que alguna vez había visto a alguien bajar, o incluso subir…, ¡como el caradura de mi vecino! Sólo pensar en él me ponía de mal humor. Ese que ni estudiaba ni trabajaba, que a sus más de cincuenta años todavía vivía con los padres. Pertenecía a la tribu de los Ninis, que se habían puesto de moda hacía un par de décadas, e iban camino de convertirse en una plaga.
     ––¡Malditos Ninis! ––di un manotazo al poste.
      Odiaba a mi vecino desde el día que le vi tomar un vehículo en este mismo poste y odiaba a toda su tribu desde el día que recibí el aviso de la Seguridad Social. “Las necesidades actuales obligan a que su futura pensión jubilar se vea reducida en un treinta por ciento. Si desea la pensión máxima, póngase en contacto con su delegación.” Lo hice y mantuve mi pensión, pero a costa de que me subieran la cotización hasta el cincuenta por ciento de mi sueldo. A los Ninis también les afectó la medida: vieron incrementada la ayuda social hasta los quinientos eurodólares mensuales.
     Esa era buena, mi vecino podía viajar en transporte personal y yo no. Claro, vivía con sus padres y la ayuda social era para sus vicios. ¡Maldito Nini! Pasé la mano por el poste que me estaba vedado y aunque el tacto fuera frío la mantuve. El botón de su testa resultaba sensual, tan azul y tan curvo y hundido en su centro… Mi dedo índice lo acarició. Nunca había cogido uno, pues estaba fuera del alcance de mis posibilidades… y sin embargo, mi odiado vecino con su ayuda social lo hizo, lo vi con mis propios ojos.
     Seguía acariciando el botón. ¿Por qué no? Era un día especial, hasta el cielo azul intenso me acompañaba. Me daría el capricho, tenía trescientos ochenta en mi tarjeta personal, con eso me llegaría. Mi dedo se hundió en el botón. Me podía permitir el dispendio. Aguardé la llegada de mi vehículo con la mano aferrada a la superficie broncínea. No había pasado ni medio minuto, cuando apareció a lo lejos la forma ovalada, de un azul intenso. ¡Qué bonito! Al acercarse, se hizo visible la franja lateral del color del poste. Se detuvo y abrió la puerta. El interior consistía únicamente en una única butaca y un panel frontal, ambos de azul pálido con destellos metálicos. Entré y la butaca se amoldó a mí, era realmente un vehículo acogedor, nada que ver con el transporte público. La puerta se cerró.
     ––Inserte la tarjeta de crédito e indique el destino ––dijo una voz suave.
     ––Al Ministerio de Jubilación y Turismo, por favor ––introduje la tarjeta en la ranura del panel frontal.
     ––Ciento setenta eurodólares están siendo transferidos desde su tarjeta —menos mal que tenía suficiente. Qué vergüenza si me hubiera tenido que bajar.
     El vehículo se puso en movimiento y al poco tiempo habíamos dejado atrás mi barrio. Cómodo, rápido, elegante y olía, cómo decirlo… ¿a limpio? Desde su interior, el mundo se veía diferente, ya no había nada por lo que debiera preocuparme. Era un día especial, por fin cobraría sin dar nada a cambio. Atrás quedarían los temidos augurios de una nueva crisis, pues de nuevo se rumoreaba que el gobierno no podría pagar las pensiones. Afortunadamente, había conseguido trabajar los tres últimos años de un tirón, sin tomarme un solo periodo de descanso y lo más importante, sin sufrir ninguna enfermedad. Si llegaba la temida crisis, ya no me pillaría.
     Enfilábamos la Avenida de los Jardines y el vehículo se adentró en el parque que el transporte público tenía que rodear. El olor había cambiado, ¿a cereza tal vez? Nada que ver con el olor a humanidad, eso sí que me ponía malo. Y yo no pensaba volver a ponerme malo, aunque no pudiera volver a coger transportes tan maravillosos como éste.
     ––Diipi-dig-salud, diipi-dig-salud ––canturré.
     ––¿Decía algo, señor? ––dijo la voz del vehículo.
     ––Sí, decía que no pienso volver a enfermar. Estoy sanísimo.
     La penumbra se adueñó del vehículo cuando entramos en el bosque de los prunos.
     ––Claro, señor. Me alegro por usted.
     La conversación acabó más rápido de lo previsto, por lo visto el cerebro del vehículo no estaba programado para ello. Aunque el vehículo fuera una unidad computerizada básica, no me hubiera importado mantener una larga charla con él. Me apetecía hablar, le hubiera contado mi historial médico completo, que mis enfermedades pertenecían al pasado, a la época laboral y que por ello estaba convencido que no iba a volver a padecer ninguna en el periplo más importante de mi vida.
     Las sombras desaparecieron. Entrábamos en los jardines florales y el vehículo permitió la entrada de sus aromas. Aspiré. Era cierto, no recordaba haber enfermado mientras estudiaba y sin embargo, en cuanto comencé a laborar, tuve varias bajas traumáticas. De la primera dijeron que fue por no estar acostumbrado, que igual debía continuar mis estudios, a lo cual me negué, con lo que costaba conseguir un trabajo. La segunda fue por el acoso de mi superior, aunque el diagnóstico médico fue que yo no soportaba que el encargado tuviera que supervisar mi labor. La tercera la tuve al volver de las primeras vacaciones, mis primeros ocho días libres, esa vez fue el habitual estrés postvacacional.
     Ya no me sentía triste al recordar, mi futuro era más fuerte que el pasado. Lo cierto es que en los primeros años laborales, apenas disfruté de periodos vacacionales. Con tanta baja, apenas conseguía reunir los once meses laborados para tener derecho a ellas. De hecho, no disfruté de un par de semanas seguidas para descansar hasta pasados los cuarenta. Y cuando volví de esas vacaciones, incubé una enfermedad vírica que me provocó una nueva baja. En fin, no merecía la pena pensar en las desgracias. Había conseguido reunir los cuarenta años laborados y me retiraba de la vida profesional con tan sólo ochenta y dos años, eso era lo que contaba.
     Llegamos al Ministerio. El vehículo se detuvo ante la entrada principal y la puerta se abrió. Me dio pena tener que abandonar tan pronto el transporte personal. DPMJT decía el letrero. Delegación Provincial del Ministerio de Jubilación y Turismo, mi nueva sede. Tenía tantas ganas de que llegara este momento… Caminé hacia la puerta y empujé el tirador. La puerta cedió ligeramente, pero se negó a abrirse más. Tuve que echar el cuerpo sobre ella para que cediera. Desde luego no estaba hecha para personas con problemas de salud. Afortunadamente, yo estaba en buena forma y pensaba disfrutar de mi nueva condición. Tenía tantos planes… Lo primero que haría sería ir a Japón.
     Entré. Las baldosas marrones de similmármol y las paredes grises de cartón rugoso del vestíbulo no conseguirían que me diera una depresión, no enfermaría. Avancé hacia el único mobiliario visible, un mostrador verdigris y saqué mi tarjeta de identificación.
     —Introduzca su tarje… —la metí sin darle tiempo a acabar el mensaje a la voz metálica—. Coloque su mano en… —coloqué la palma sobre la superficie rugosa y sentí el cosquilleo al que nunca acabaría de acostumbrarme.
     —Identidad correcta. Retire su mano y la tarjeta. Diríjase a la tercera planta. Despacho C.
     —Gracias por su atención —respondí, aún sabiendo que la máquina debía ser más primaria que la del transporte personal. Evidentemente no me respondió.
     A la derecha había un ascensor abierto a la espera de que yo lo tomara y a la izquierda unas escaleras. A mi memoria vinieron recuerdos de otras escaleras, las de unos grandes almacenes, que yo subía a toda velocidad hasta la planta de los juguetes para ver las bicicletas mientras mis padres se entretenían buscando cosas menos interesantes. No lo dudé. Fui hacia ellas y comencé a subir los escalones de dos en dos como cuando era un niño. Al poco abandoné la idea, resultaban demasiado altos y además no tenía prisa. No me importaba prolongar la estancia en el edificio, representaba el comienzo de una nueva vida.
     Llegué al segundo piso con el corazón acelerado. No había subido muchas escaleras últimamente. Lo primero que haría, cuando llegara a Tokio, sería ponerme en forma. Subiría al primer rascacielos con el que me topara, hasta la terraza superior. Antes incluso de ir a ver a Raquel, aquella antigua novia que tantas veces me había invitado a visitarla, decía que aquel país me encantaría.
     Por fin llegué a la tercera planta. Me quedé agarrado a la barandilla recuperando el resuello, hasta que vi aparecer a un anciano y me solté.
     —¡Hasta luego! —soltó emocionado, dirigiéndose al ascensor.
     —¡Adiós! —le contesté.
     Esperé un poco más, hasta que mi respiración se normalizó. Era la emoción de alcanzar el nuevo estatus, además de las escaleras. Frente a mí, estaba el despacho A. Seguí hasta el C. La puerta estaba abierta. Había un funcionario ancho sentado tras la mesa y atento a la pantalla. Llamé con los nudillos.
     —Adelante —me contestó.
     Pese a que el suelo era el mismo que había pisado desde que entrara, las paredes desnudas eran de color crema. Un poco de alegría nunca venía mal. Aparte de su mesa y su sillón, sólo había una silla. Este Ministerio era un poco austero.
     —Buenos días —dije al sentarme.
     —Don Fernando 85.554.223-C, supongo.
     —El mismo.
     —Ha tardado en subir. Creí que le había pasado algo y estaba llamando a Sanidad.
     —He subido andando.
     —Espero que se encuentre bien ––se alarmó.
     ––Mejor que nunca. 
     ––El último que subió andando sufrió un paro cardíaco. Si es tan amable —me indicó la ranura en el tablero de su mesa.
     —Sería mayor ––introduje mi identificación y se encendió una luz verde.
     ––Unos noventa. Ahora su mano ––dijo sin despegar los ojos de la pantalla.
     Coloqué la palma en el autentificador. Sentí el desagradable cosquilleo antes de que se pusiera verde de nuevo.
     —Puede retirarla. Vaya, qué le parece, el monitor se ha ausentado. Hoy está un poco tonto.
     —No tengo ninguna prisa.
     El sí debía tenerla, pues golpeó repetidas veces la mesa con el pulgar. Tenía los dedos anchos, a juego con el cuerpo. Los anchos no solían disfrutar de muchos años de jubilación. Morían mucho antes que los estrechos, por eso yo siempre me cuidé. Fue hace bastantes años, cuando un colectivo de “Personas de Constitución Ancha”, como se hacían llamar, intentó que el gobierno les permitiera jubilarse con tan solo treinta años laborados. Suerte que no prosperó, me hubieran subido más aún la cotización. Que comieran menos.
     —¡Ha vuelto! ––golpeó la mesa de nuevo––. Sí señor, aquí está todo. Cuarenta años laborados,  cuatro años y veintitrés días de enfermedades, tres años y setenta y dos días de vacaciones y no se ha tomado las de los tres últimos años, con lo cual, puede usted jubilarse hoy.
     ––A eso mismo he venido ––dije con orgullo.
     —Las aportaciones mensuales a la jubilación…  ––su dedo índice pulsó varias veces se posó sobre la pantalla––. ¡Por la torre de Las Estrellas!, el cincuenta por ciento, ha cotizado usted el máximo. Le espera un buen porvenir, veamos a cuánto asciende su mensualidad jubilar… —tamborileó con dos dedos, esta vez sobre la pantalla— mil quinientos quince eurodólares. Está bien, pero que muy bien.
     —Ha merecido la pena —con esa cantidad, en pocos meses podría comprar un pasaje para Tokio.
     —Si está de acuerdo, ponga su mano en el autentificador.
     Deslicé mi mano con calma. Era mi primer día de no trabajo, en el que comenzaban mis vacaciones, perennes y además pagadas.
     —¡Oh! ––tamborileó sobre la mesa, y luego sobre la pantalla.
     Se habría vuelto a evadir la pantalla. Era un hombre muy impaciente, entre eso y la anchura, seguro que sufría muchas bajas. En cambio yo, había aguantado tres años sin enfermar. Miré por la ventana. En medio del cielo azul había una nubecilla blanca con forma caprichosa. Llegó un petirrojo y se posó en la ventana. Le iba a decir al funcionario que se volviera para verlo, pero su cara estaba amarilla.
     —¿Le ocurre algo?
     —Es una lástima… ––dijo sin apartar la vista de la pantalla. Esperaba que no enfermara. Me caía bien y no me gustaría tener que continuar los trámites con otro burócrata—. Si hubiera cogido algún día menos de vacaciones… —seguía pálido y había empezado a tamborilear sobre la mesa con los dedos de las dos manos.
     —Eso da igual. He trabajado los cuarenta años establecidos por la ley, usted lo ha visto.
     —Es inaudito —su cara pasó del amarillo al rojo intenso––, pero está aquí.
     —No puede haber ningún error en el cómputo de días laborados… —me alarmé. No me gustaría volver a laborar un día más, además había invitado a los más íntimos a la fiesta jubilar que daría a la noche.
     —¿Ha visto las noticias esta mañana? —sus dedos habían cesado de aporrear la mesa, pero le temblaba la voz. A este paso, el pobre iba a tener que pedir una baja por estrés.
     —Tengo toda una vida por delante y comprenderá que estoy demasiado feliz para preocuparme por las desgracias de este mundo.
     —¿Entonces no se ha enterado de la reunión extraordinaria que hubo ayer en el Congreso? ––se estaba poniendo verde, le iba a dar algo.
     —No. Desde hoy dejo de cotizar y ya no quiero saber cómo dilapidan el dinero de los contribuyentes.
     —Yo… ya ve, trabajo aquí… y mi corazón está con ustedes, los jubilados. Me parece muy mal lo que han hecho.
     El hombre parecía buena persona, pero estaba trastornado y necesitaba una baja urgente. Esperaba que por lo menos, pudiera acabar de tramitar mi jubilación. Mientras, el pajarito daba saltitos de un extremo a otro del alféizar, estudiando a los bichos grandes que estábamos encerrados tras el cristal. Estaría intrigado por los cambios de color que sufría el ser ancho.
     —Verá ––prosiguió, mudando al púrpura. Además de vivir menos, la salud de los anchos debía ser bastante precaria––, parece que los recursos del estado están bajo mínimos y aunque la oposición no esté de acuerdo, el presidente ha dicho que hay que preservar a toda costa los derechos de los Ninis. La oposición le pidió que no lo hiciera, que las jubilaciones se verían seriamente afectadas y… —creí que se iba a poner morado y azul, pero volvía al rojo— el caso es que…, el anciano al que ha atendido mi compañero de la A…
     —Le he visto salir. Iba feliz —le interrumpí. ¿Por qué le costaría tanto acabar las frases? El petirrojo aleteó  tras el cristal.
     —Se ha llevado la última jubilación. Ya lo he dicho.
     No reaccioné. Me quedé mirando como el petirrojo daba un picotazo al cristal. No me pareció que atrapara ningún insecto, más bien que hubiera tomado mi jubilación y se pavoneara con un breve aleteo frente a nuestro encierro. Después de eso, dio media vuelta y se alejó. Inspiré profundamente viéndole alejarse en el cielo azul con mi porvenir. Alas arriba y alas abajo, aquel pequeño ser de pechuga rojiza se impulsaba, se dejaba caer suavemente describiendo un amplio arco y volvía a batir las alas. Repeticiones precisas, iguales la una a la otra y cada una de ellas, representaba un mes de mis ingresos. 
     Si pudiera volar y darle alcance, al menos no lo perdería todo, pero me encontraba firmemente anclado al asiento y ni siquiera era capaz de articular palabra. Cada vez más lejos de mí y más cerca de la nube blanca, se convirtió en un punto que finalmente desapareció en ella. La nube, tarde o temprano se desharía en miles de gotas de agua que diseminarían lo que era mío sobre las cabezas de cientos de Ninis. El petirrojo me había arrebatado la pensión jubilar que había ganado con tanto esfuerzo.
     Tenía que ser un sueño. La nube, el petirrojo, mi pensión y hasta el entrañable ser ancho que flotaba delante de mí, todo formaba parte del sueño; por más que la sensación de realidad fuera intensa hasta hacía unos instantes, era un sueño. En cualquier momento sonaría el desperezador y yo despertaría, tomaría una vaporización y poniéndome mis mejores galas, acudiría al Ministerio de Jubilación de la comunidad y algún burócrata ancho tramitaría mi jubilación. Que sonara pronto el desperezador, por favor, no lo soportaba más; tenía que abandonar este sueño absurdo y horrible.
     ––Es un sueño, es un sueño, es un sueño ––me dije, intentando huir de él.
     ––Créame que lo siento, pero no lo es. Es la pura realidad ––me dijo el personaje ancho que había delante de la nube––. Mi compañero acaba de conceder la última jubilación.
     —Es un sueño… —y había otra manera de salir…
   De pequeño, las pesadillas cesaban cuando me caía por el precipicio. Debía dirigir mi propia pesadilla hacia allí, debía caer. Levanté los pies y poniéndolos en el borde de la mesa me impulsé hacia atrás. Caería y caería, atravesaría el cielo azul pegado a la silla, sentiría en el estómago el vértigo y al fin despertaría bañado en sudor… ¡Crasssshhhhh! Sentí un tremendo dolor en la nuca, oleadas de dolor como nunca había sentido y que se extendían por toda la cabeza. No había tenido vértigo, no había sido un sueño, era un dolor insoportable…
     —Puede que sea mejor así. No sé cómo hubiera podido sobrevivir sin la pensión —escuché la voz del ser ancho, perdiéndose a lo lejos…


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