UNA NUEVA VIDA
Dip-dig,
dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig —por primera vez no me molestó el sonido—,
dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig —era más, sonaba a música
celestial—, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig —dejé que el
desperezador continuara sonando, sin molestarme en apagarlo.
—¡Lo he conseguido! —saqué los brazos de
debajo del cobertor y los estiré.
Dip-dig, dip-dig,
dip-dig, dip-dig, dip-dig. Todavía no terminaba de creérmelo. Me incorporé en
la tabla de reposo con renovado brío juvenil y sentí el pinchazo en la espalda.
No era nada, se me pasaría, no volvería a molestar nunca más.
Dip-dig,
dip-dig, dip-dig, dip-dig, dip-dig. Mi mano fue a desconectarlo y tuve que
retenerla. ¡Que sonara lo que quisiera! Me levanté, fui hacia la ventana y la
abrí. El cielo lucía un maravilloso azul pálido.
—Diipi-dig, diiipi-digui —canturreé––, hoy
es un gran día… aaatchiiís —al estornudar me vinieron las ganas de mear.
No era el momento de coger un virus y
enfermar, así que cerré la ventana. Abandoné la sala de reposo y me dirigí
hacia la de aseo personal.
—Diipi-dig, diipi-digui, digui-digui
—canturreé por el pasillo.
Dip-Dig se apagaba en la distancia, cual
recuerdo de una vida anterior. La que perdía, afortunadamente. Abrí la puerta y
me dirigí al evacuador. Me extrañaba que no hubiera tenido que levantarme en
toda la noche. Empezaba a sentarme bien la nueva vida.
—¡Deepii-diig! ¡Un momento! ––di media
vuelta antes de haberlo usado.
Había
sido un buen ciudadano durante mucho tiempo, demasiado, iba siendo hora de
permitirme ciertas libertades. Me despojé de la ropa de descanso, entré en la
cabina de higiene integral, cerré y pulsé el botón de vapor tenue.
––¡Deeeppiii-di… nauu!
Ciertas libertades podían ser más de una.
Pulsé vapor intenso, una y otra, y otra vez, hasta que estuve envuelto en nube
caliente y entonces… me dejé ir. El potente chorro perforó la niebla, creando
una catarata de naturaleza tóxica a cuyo contacto el vapor de agua fenecía. Mi
manantial continuó soltando el contaminante amarillo, que tras una caída de
noventa centímetros, zigzagueó por la planicie rugosa hasta desembocar en el
orificio de depuración.
—Di-di-di-di-diau, di-di-di, di-di-di,
¡que se fastidien!
Había pagado mucho para sostener una
sociedad que decía preocuparse por mí. Si les salía más cara la depuración de
mis residuos, que se fastidiaran, porque yo no iba a correr con los gastos. Era
más, no iba a correr con ningún gasto.
––Siboney, dip-dig-diiiiiig, deee mis
sueeeños, dip-dig dig…
En mi mente seguía sonando el dip-dig del
desperezador, aunque lo hacía de un modo distinto, rítmico; convertido en una
canción de Connie Francies, un recuerdo de aquellos tiempos en los que aún no
había empezado a laborar.
Hacía tanto tiempo de aquello, que parecía
que no hubiera sucedido nunca, y es que empecé a laborar muy joven, me acordaba
como si fuera ayer, exactamente a los treinta y cinco años y dos meses. Hasta
entonces estuve estudiando: dos carreras superiores, una técnica, once cursos
maestros y cinco básicos. Mis estudios en aquel momento estaban por debajo de
la media nacional, pero a mi padre le debían un favor y no iba a desperdiciar
una oportunidad como aquella. Sin pensarlo dos veces, dejé los estudios y me
puse a laborar.
—¡Di-di-deep-diau! ¡Se acabó! ––presioné
el botón de secado––. ¡Deeepi-deepi-diauu! ¡Hoy me jubilo!
Había sobrevivido a los cuarenta años
reglamentarios de labor. No todos lo conseguían.
Durante casi dos décadas, había pasado cerca
del poste color bronce mate sin prestarle atención, y esta vez, algo me retuvo.
Pudo ser el contraste con el seto oscuro del fondo el causante de que me detuviera
en la parada de transporte individual. No sabía por qué había una en mi calle,
pues sólo lo usaban los de alto nivel. Era cierto que alguna vez había visto a
alguien bajar, o incluso subir…, ¡como el caradura de mi vecino! Sólo pensar en
él me ponía de mal humor. Ese que ni estudiaba ni trabajaba, que a sus más de
cincuenta años todavía vivía con los padres. Pertenecía a la tribu de los
Ninis, que se habían puesto de moda hacía un par de décadas, e iban camino de
convertirse en una plaga.
––¡Malditos Ninis! ––di un manotazo al
poste.
Odiaba
a mi vecino desde el día que le vi tomar un vehículo en este mismo poste y
odiaba a toda su tribu desde el día que recibí el aviso de la Seguridad Social.
“Las necesidades actuales obligan a que su futura pensión jubilar se vea
reducida en un treinta por ciento. Si desea la pensión máxima, póngase en
contacto con su delegación.” Lo hice y mantuve mi pensión, pero a costa de que
me subieran la cotización hasta el cincuenta por ciento de mi sueldo. A los
Ninis también les afectó la medida: vieron incrementada la ayuda social hasta
los quinientos eurodólares mensuales.
Esa era buena, mi vecino podía viajar en
transporte personal y yo no. Claro, vivía con sus padres y la ayuda social era
para sus vicios. ¡Maldito Nini! Pasé la mano por el poste que me estaba vedado
y aunque el tacto fuera frío la mantuve. El botón de su testa resultaba
sensual, tan azul y tan curvo y hundido en su centro… Mi dedo índice lo
acarició. Nunca había cogido uno, pues estaba fuera del alcance de mis
posibilidades… y sin embargo, mi odiado vecino con su ayuda social lo hizo, lo
vi con mis propios ojos.
Seguía acariciando el botón. ¿Por qué no?
Era un día especial, hasta el cielo azul intenso me acompañaba. Me daría el
capricho, tenía trescientos ochenta en mi tarjeta personal, con eso me
llegaría. Mi dedo se hundió en el botón. Me podía permitir el dispendio.
Aguardé la llegada de mi vehículo con la mano aferrada a la superficie
broncínea. No había pasado ni medio minuto, cuando apareció a lo lejos la forma
ovalada, de un azul intenso. ¡Qué bonito! Al acercarse, se hizo visible la
franja lateral del color del poste. Se detuvo y abrió la puerta. El interior
consistía únicamente en una única butaca y un panel frontal, ambos de azul pálido
con destellos metálicos. Entré y la butaca se amoldó a mí, era realmente un
vehículo acogedor, nada que ver con el transporte público. La puerta se cerró.
––Inserte
la tarjeta de crédito e indique el destino ––dijo una voz suave.
––Al
Ministerio de Jubilación y Turismo, por favor ––introduje la tarjeta en la
ranura del panel frontal.
––Ciento
setenta eurodólares están siendo transferidos desde su tarjeta —menos mal que
tenía suficiente. Qué vergüenza si me hubiera tenido que bajar.
El vehículo se puso en movimiento y al poco
tiempo habíamos dejado atrás mi barrio. Cómodo, rápido, elegante y olía, cómo
decirlo… ¿a limpio? Desde su interior, el mundo se veía diferente, ya no había
nada por lo que debiera preocuparme. Era un día especial, por fin cobraría sin
dar nada a cambio. Atrás quedarían los temidos augurios de una nueva crisis,
pues de nuevo se rumoreaba que el gobierno no podría pagar las pensiones.
Afortunadamente, había conseguido trabajar los tres últimos años de un tirón, sin
tomarme un solo periodo de descanso y lo más importante, sin sufrir ninguna
enfermedad. Si llegaba la temida crisis, ya no me pillaría.
Enfilábamos la Avenida de los Jardines y
el vehículo se adentró en el parque que el transporte público tenía que rodear.
El olor había cambiado, ¿a cereza tal vez? Nada que ver con el olor a
humanidad, eso sí que me ponía malo. Y yo no pensaba volver a ponerme malo,
aunque no pudiera volver a coger transportes tan maravillosos como éste.
––Diipi-dig-salud, diipi-dig-salud
––canturré.
––¿Decía algo, señor? ––dijo la voz del
vehículo.
––Sí, decía que no pienso volver a
enfermar. Estoy sanísimo.
La penumbra se adueñó del vehículo cuando
entramos en el bosque de los prunos.
––Claro, señor. Me alegro por usted.
La conversación acabó más rápido de lo
previsto, por lo visto el cerebro del vehículo no estaba programado para ello.
Aunque el vehículo fuera una unidad computerizada básica, no me hubiera
importado mantener una larga charla con él. Me apetecía hablar, le hubiera
contado mi historial médico completo, que mis enfermedades pertenecían al
pasado, a la época laboral y que por ello estaba convencido que no iba a volver
a padecer ninguna en el periplo más importante de mi vida.
Las sombras desaparecieron. Entrábamos en
los jardines florales y el vehículo permitió la entrada de sus aromas. Aspiré.
Era cierto, no recordaba haber enfermado mientras estudiaba y sin embargo, en cuanto
comencé a laborar, tuve varias bajas traumáticas. De la primera dijeron que fue
por no estar acostumbrado, que igual debía continuar mis estudios, a lo cual me
negué, con lo que costaba conseguir un trabajo. La segunda fue por el acoso de
mi superior, aunque el diagnóstico médico fue que yo no soportaba que el
encargado tuviera que supervisar mi labor. La tercera la tuve al volver de las
primeras vacaciones, mis primeros ocho días libres, esa vez fue el habitual
estrés postvacacional.
Ya
no me sentía triste al recordar, mi futuro era más fuerte que el pasado. Lo
cierto es que en los primeros años laborales, apenas disfruté de periodos
vacacionales. Con tanta baja, apenas conseguía reunir los once meses laborados
para tener derecho a ellas. De hecho, no disfruté de un par de semanas seguidas
para descansar hasta pasados los cuarenta. Y cuando volví de esas vacaciones,
incubé una enfermedad vírica que me provocó una nueva baja. En fin, no merecía
la pena pensar en las desgracias. Había conseguido reunir los cuarenta años laborados
y me retiraba de la vida profesional con tan sólo ochenta y dos años, eso era
lo que contaba.
Llegamos al Ministerio. El vehículo se
detuvo ante la entrada principal y la puerta se abrió. Me dio pena tener que
abandonar tan pronto el transporte personal. DPMJT decía el letrero. Delegación
Provincial del Ministerio de Jubilación y Turismo, mi nueva sede. Tenía tantas
ganas de que llegara este momento… Caminé hacia la puerta y empujé el tirador.
La puerta cedió ligeramente, pero se negó a abrirse más. Tuve que echar el
cuerpo sobre ella para que cediera. Desde luego no estaba hecha para personas
con problemas de salud. Afortunadamente, yo estaba en buena forma y pensaba
disfrutar de mi nueva condición. Tenía tantos planes… Lo primero que haría sería
ir a Japón.
Entré. Las baldosas marrones de
similmármol y las paredes grises de cartón rugoso del vestíbulo no conseguirían
que me diera una depresión, no enfermaría. Avancé hacia el único mobiliario
visible, un mostrador verdigris y saqué mi tarjeta de identificación.
—Introduzca su tarje… —la metí sin darle
tiempo a acabar el mensaje a la voz metálica—. Coloque su mano en… —coloqué la
palma sobre la superficie rugosa y sentí el cosquilleo al que nunca acabaría de
acostumbrarme.
—Identidad correcta. Retire su mano y la
tarjeta. Diríjase a la tercera planta. Despacho C.
—Gracias por su atención —respondí, aún
sabiendo que la máquina debía ser más primaria que la del transporte personal.
Evidentemente no me respondió.
A la derecha había un ascensor abierto a
la espera de que yo lo tomara y a la izquierda unas escaleras. A mi memoria
vinieron recuerdos de otras escaleras, las de unos grandes almacenes, que yo
subía a toda velocidad hasta la planta de los juguetes para ver las bicicletas
mientras mis padres se entretenían buscando cosas menos interesantes. No lo
dudé. Fui hacia ellas y comencé a subir los escalones de dos en dos como cuando
era un niño. Al poco abandoné la idea, resultaban demasiado altos y además no
tenía prisa. No me importaba prolongar la estancia en el edificio, representaba
el comienzo de una nueva vida.
Llegué al segundo piso con el corazón
acelerado. No había subido muchas escaleras últimamente. Lo primero que haría,
cuando llegara a Tokio, sería ponerme en forma. Subiría al primer rascacielos
con el que me topara, hasta la terraza superior. Antes incluso de ir a ver a
Raquel, aquella antigua novia que tantas veces me había invitado a visitarla,
decía que aquel país me encantaría.
Por fin llegué a la tercera planta. Me
quedé agarrado a la barandilla recuperando el resuello, hasta que vi aparecer a
un anciano y me solté.
—¡Hasta luego! —soltó emocionado,
dirigiéndose al ascensor.
—¡Adiós! —le contesté.
Esperé un poco más, hasta que mi
respiración se normalizó. Era la emoción de alcanzar el nuevo estatus, además
de las escaleras. Frente a mí, estaba el despacho A. Seguí hasta el C. La
puerta estaba abierta. Había un funcionario ancho sentado tras la mesa y atento
a la pantalla. Llamé con los nudillos.
—Adelante —me contestó.
Pese a que el suelo era el mismo que había
pisado desde que entrara, las paredes desnudas eran de color crema. Un poco de
alegría nunca venía mal. Aparte de su mesa y su sillón, sólo había una silla.
Este Ministerio era un poco austero.
—Buenos días —dije al sentarme.
—Don Fernando 85.554.223-C, supongo.
—El mismo.
—Ha tardado en subir. Creí que le había
pasado algo y estaba llamando a Sanidad.
—He subido andando.
—Espero que se encuentre bien ––se alarmó.
––Mejor que nunca.
––El último que subió andando sufrió un
paro cardíaco. Si es tan amable —me indicó la ranura en el tablero de su mesa.
—Sería mayor ––introduje mi identificación
y se encendió una luz verde.
––Unos noventa. Ahora su mano ––dijo sin
despegar los ojos de la pantalla.
Coloqué la palma en el autentificador.
Sentí el desagradable cosquilleo antes de que se pusiera verde de nuevo.
—Puede retirarla. Vaya, qué le parece, el
monitor se ha ausentado. Hoy está un poco tonto.
—No tengo ninguna prisa.
El sí debía tenerla, pues golpeó repetidas
veces la mesa con el pulgar. Tenía los dedos anchos, a juego con el cuerpo. Los
anchos no solían disfrutar de muchos años de jubilación. Morían mucho antes que
los estrechos, por eso yo siempre me cuidé. Fue hace bastantes años, cuando un
colectivo de “Personas de Constitución Ancha”, como se hacían llamar, intentó
que el gobierno les permitiera jubilarse con tan solo treinta años laborados.
Suerte que no prosperó, me hubieran subido más aún la cotización. Que comieran
menos.
—¡Ha vuelto! ––golpeó la mesa de nuevo––.
Sí señor, aquí está todo. Cuarenta años laborados, cuatro años y veintitrés días de
enfermedades, tres años y setenta y dos días de vacaciones y no se ha tomado
las de los tres últimos años, con lo cual, puede usted jubilarse hoy.
––A eso mismo he venido ––dije con
orgullo.
—Las aportaciones mensuales a la jubilación… ––su dedo índice pulsó varias veces se posó
sobre la pantalla––. ¡Por la torre de Las Estrellas!, el cincuenta por ciento,
ha cotizado usted el máximo. Le espera un buen porvenir, veamos a cuánto
asciende su mensualidad jubilar… —tamborileó con dos dedos, esta vez sobre la
pantalla— mil quinientos quince eurodólares. Está bien, pero que muy bien.
—Ha merecido la pena —con esa cantidad, en
pocos meses podría comprar un pasaje para Tokio.
—Si está de acuerdo, ponga su mano en el
autentificador.
Deslicé mi mano con calma. Era mi primer
día de no trabajo, en el que comenzaban mis vacaciones, perennes y además
pagadas.
—¡Oh! ––tamborileó sobre la mesa, y luego
sobre la pantalla.
Se habría vuelto a evadir la pantalla. Era
un hombre muy impaciente, entre eso y la anchura, seguro que sufría muchas
bajas. En cambio yo, había aguantado tres años sin enfermar. Miré por la
ventana. En medio del cielo azul había una nubecilla blanca con forma
caprichosa. Llegó un petirrojo y se posó en la ventana. Le iba a decir al
funcionario que se volviera para verlo, pero su cara estaba amarilla.
—¿Le
ocurre algo?
—Es una lástima… ––dijo sin apartar la
vista de la pantalla. Esperaba que no enfermara. Me caía bien y no me gustaría
tener que continuar los trámites con otro burócrata—. Si hubiera cogido algún
día menos de vacaciones… —seguía pálido y había empezado a tamborilear sobre la
mesa con los dedos de las dos manos.
—Eso da igual. He trabajado los cuarenta
años establecidos por la ley, usted lo ha visto.
—Es inaudito —su cara pasó del amarillo al
rojo intenso––, pero está aquí.
—No puede haber ningún error en el cómputo
de días laborados… —me alarmé. No me gustaría volver a laborar un día más,
además había invitado a los más íntimos a la fiesta jubilar que daría a la
noche.
—¿Ha visto las noticias esta mañana? —sus
dedos habían cesado de aporrear la mesa, pero le temblaba la voz. A este paso,
el pobre iba a tener que pedir una baja por estrés.
—Tengo toda una vida por delante y
comprenderá que estoy demasiado feliz para preocuparme por las desgracias de
este mundo.
—¿Entonces no se ha enterado de la reunión
extraordinaria que hubo ayer en el Congreso? ––se estaba poniendo verde, le iba
a dar algo.
—No.
Desde hoy dejo de cotizar y ya no quiero saber cómo dilapidan el dinero de los
contribuyentes.
—Yo… ya ve, trabajo aquí… y mi corazón
está con ustedes, los jubilados. Me parece muy mal lo que han hecho.
El hombre parecía buena persona, pero
estaba trastornado y necesitaba una baja urgente. Esperaba que por lo menos,
pudiera acabar de tramitar mi jubilación. Mientras, el pajarito daba saltitos
de un extremo a otro del alféizar, estudiando a los bichos grandes que
estábamos encerrados tras el cristal. Estaría intrigado por los cambios de
color que sufría el ser ancho.
—Verá ––prosiguió, mudando al púrpura.
Además de vivir menos, la salud de los anchos debía ser bastante precaria––,
parece que los recursos del estado están bajo mínimos y aunque la oposición no
esté de acuerdo, el presidente ha dicho que hay que preservar a toda costa los
derechos de los Ninis. La oposición le pidió que no lo hiciera, que las
jubilaciones se verían seriamente afectadas y… —creí que se iba a poner morado
y azul, pero volvía al rojo— el caso es que…, el anciano al que ha atendido mi
compañero de la A…
—Le he visto salir. Iba feliz —le
interrumpí. ¿Por qué le costaría tanto acabar las frases? El petirrojo aleteó tras el cristal.
—Se ha llevado la última jubilación. Ya lo
he dicho.
No reaccioné. Me quedé mirando como el
petirrojo daba un picotazo al cristal. No me pareció que atrapara ningún
insecto, más bien que hubiera tomado mi jubilación y se pavoneara con un breve
aleteo frente a nuestro encierro. Después de eso, dio media vuelta y se alejó.
Inspiré profundamente viéndole alejarse en el cielo azul con mi porvenir. Alas
arriba y alas abajo, aquel pequeño ser de pechuga rojiza se impulsaba, se dejaba
caer suavemente describiendo un amplio arco y volvía a batir las alas.
Repeticiones precisas, iguales la una a la otra y cada una de ellas,
representaba un mes de mis ingresos.
Si pudiera volar y darle alcance, al menos
no lo perdería todo, pero me encontraba firmemente anclado al asiento y ni
siquiera era capaz de articular palabra. Cada vez más lejos de mí y más cerca
de la nube blanca, se convirtió en un punto que finalmente desapareció en ella.
La nube, tarde o temprano se desharía en miles de gotas de agua que
diseminarían lo que era mío sobre las cabezas de cientos de Ninis. El petirrojo
me había arrebatado la pensión jubilar que había ganado con tanto esfuerzo.
Tenía
que ser un sueño. La nube, el petirrojo, mi pensión y hasta el entrañable ser
ancho que flotaba delante de mí, todo formaba parte del sueño; por más que la
sensación de realidad fuera intensa hasta hacía unos instantes, era un sueño.
En cualquier momento sonaría el desperezador y yo despertaría, tomaría una
vaporización y poniéndome mis mejores galas, acudiría al Ministerio de
Jubilación de la comunidad y algún burócrata ancho tramitaría mi jubilación.
Que sonara pronto el desperezador, por favor, no lo soportaba más; tenía que
abandonar este sueño absurdo y horrible.
––Es un sueño, es un sueño, es un sueño
––me dije, intentando huir de él.
––Créame
que lo siento, pero no lo es. Es la pura realidad ––me dijo el personaje ancho
que había delante de la nube––. Mi compañero acaba de conceder la última
jubilación.
—Es un sueño… —y había otra manera de
salir…
De pequeño, las pesadillas cesaban cuando me
caía por el precipicio. Debía dirigir mi propia pesadilla hacia allí, debía
caer. Levanté los pies y poniéndolos en el borde de la mesa me impulsé hacia
atrás. Caería y caería, atravesaría el cielo azul pegado a la silla, sentiría
en el estómago el vértigo y al fin despertaría bañado en sudor… ¡Crasssshhhhh!
Sentí un tremendo dolor en la nuca, oleadas de dolor como nunca había sentido y
que se extendían por toda la cabeza. No había tenido vértigo, no había sido un
sueño, era un dolor insoportable…
—Puede que sea mejor así. No sé cómo
hubiera podido sobrevivir sin la pensión —escuché la voz del ser ancho,
perdiéndose a lo lejos…
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