EL RESPLANDOR
ROJIZO
El resplandor rojizo era semejante al
atardecer sórdido de una contaminada megaciudad china; inundando todo lo que
abarcaba la vista, ahogando la luz de las farolas y ahuyentando la oscuridad de
la noche. Irrumpió con tal intensidad, que fui incapaz de distinguir mi casa
aunque supiera que estaba ahí. Tendría que pasar mucho tiempo para que, bajo
una atmósfera todavía turbia, comenzara a distinguir la silueta de las viviendas
contiguas. Aguardé con paciencia el declinar del macilento resplandor, sin
apartar la mirada un solo instante, y aunque éste menguara y las farolas
emergieran, fui incapaz de reconocer mi casa en aquellas extrañas formas y en
los incoherentes vacíos.
Seguía sentado en la butaca del porche de
los vecinos de enfrente, mirando hacia el lugar que ocupaba mi casa, y seguía sin
reconocerla bajo el extraño resplandor rojizo que no acababa de desaparecer. No
se debía a que el lugar desde el que la miraba no fuera el habitual, tampoco a
lo intempestivo de la hora; era por la cantidad de vehículos estacionados de
cualquier modo obstaculizando la calle, era por el alboroto producido por tanta
gente entrando y saliendo de mi jardín como si aquello fuera una obra de teatro.
—¿Quiere un poco de agua? —escuché una voz de mujer.
Aparté durante un instante la mirada de mi
casa. Afortunadamente, ella y su marido se apiadaron de mí y me sacaron de la
escena. Tenía el cabello gris rojizo, en realidad todo era rojizo. Debía ser la
vecina. aunque no la reconocí. Tampoco le recordaba a él. Cogí el vaso que me
ofrecía y lo apuré de un trago. Había adivinado que tenía calor. Me desabroché la
bata.
—Más —dije devolviéndole el vaso.
—Será mejor que le traiga la jarra. ¿Necesita
alguna otra cosa?
—No… —seguí su silueta rojiza hasta que desapareció
en el interior.
Era todo tan absurdo, tan irreal… Me
levanté para desabrocharme la bata. No era mía, debieron dejármela ellos. Qué
calor hacía, me la quité y la dejé sobre el respaldo. Volví a sentarme. Hacía mucho
calor, como cuando desperté. Estaba empapado en sudor y vi el resplandor,
rojizo, tragándose la oscuridad, muy cerca de mí. Asfixiaba. No podía llegar al
salón y alcanzar la entrada, así que fui al baño y después, debí salir por la
ventana al jardín. Acalorado y con la garganta seca, me quedé quieto,
contemplando el resplandor surgido en medio de la noche y un poco más tarde,
aparecieron ellos, gritando como posesos, danzando cual diablos del Averno. De
vez en cuando, alguien se acercaba y me gritaba algo que yo no llegaba a
entender, hasta que vino la pareja que me trajo a este lado de la calle, desde
donde podía contemplar el resplandor sin ser molestado.
Y en ese preciso instante, una figura
rojiza entró en la propiedad de los vecinos. No me gustaba nada…
—Buenas noches —dijo el intruso, ocultando
la visión de mi casa—. Soy el inspector del seguro.
La pesadilla volvía a empezar. Me habían
hecho preguntas confusas, me habían gritado y expulsado de mi jardín. ¿Qué más
querían?
—¿Tiene idea de quién ha podido hacerlo? El fuego se ha iniciado junto a
la casa, pero no parece que en el jardín hubiera nada capaz de originarlo.
Estoy seguro que ha sido intencionado. ¿Tiene algún enemigo? ¿Sospecha de
alguien? —insistió el individuo que me ocultaba la vista. Estaba serio, muy
serio.
—¿No ve que no se encuentra en condiciones? —escuché detrás de mí. Esta
vez reconocí la voz de mi vecina.
—Le recuerdo, señora —insistió el hombre
serio—, que el fuego ha sido intencionado y tengo que hacerle unas preguntas.
Fuego…
—¡Márchese o aviso a la policía! —apareció un hombre que se interpuso
entre los dos. Debía ser el marido—. Le recuerdo que están ahí mismo.
—Volveré por la mañana —dijo dándose la vuelta—, y hablaremos, no lo
dude.
La mujer dejó una jarra de agua sobre la
mesita, se volvió hacia mí y me dio el vaso, que volví a apurar de un trago
antes de dejarlo en la mesa. Ella lo volvió a llenar.
—Ya me quedo yo—dijo mi vecina, sentándose a mi lado.
—Está bien —dijo él y se marchó.
Seguía teniendo sed. Alcancé el vaso y bebí, aunque esta vez no lo apuré.
Fuego… Por eso hacía tanto calor cuando desperté. Entonces, las lenguas
de fuego que crecían caprichosas, con sus hipnotizantes contorsiones,
expandiéndose en todas direcciones y que me detuvieron el tiempo suficiente
para que se esfumara la posibilidad de huir por la puerta principal… ¿No fueron
un sueño? ¿Cómo pude entonces salir de la casa, si el fuego se interponía en mi
camino y el humo no me dejaba respirar? Sólo recordaba la ventana del baño y
que saltaba al jardín; me seguía pareciendo un sueño.
Sentí la mano fría de mi vecina sobre la frente.
—Estás muy caliente. Te vendría bien tomar un baño.
Llamas, nunca las había tenido tan cerca, podía haber muerto abrasado…
—Sí… Luego.
¿Estaba vivo o era mi espíritu el que contemplaba la escena del Averno?
Ella se levantó y escuché el ruido de una puerta. Al poco tiempo, volví
a oírlo y estaba sentada otra vez a mi lado. Sentí que la frente se me helaba,
luego fueron las mejillas. Dolor, alivio. Cerré los ojos.
—¿Mejor? —preguntó.
—Sí.
Al abrir los ojos, me pareció que el resplandor había decaído bastante. Era
un espectador sentado en su butaca, viendo la película proyectada en la pantalla;
el fuego había devorado mi casa, por eso no la veía.
No había sido fortuito, y tampoco un accidente. Lo sabía, conocía muy
bien a esos enfermos: les gustaba jugar con fuego y se excitaban hasta
extasiarse al verlo crecer y devorar todo cuanto le rodeaba. Les conocía
demasiado bien, porque yo era psicólogo, y me había especializado en el
tratamiento de los pirómanos.
Cuando comencé, y de eso hacía tres
temporadas ardientes, que era como llamábamos a la época estival durante la cual
se multiplicaba el número de incendios, lo hice con todo el entusiasmo del que
quiere hacer un bien a la sociedad. Intentaba que unos individuos con
tendencias incendiarias, dejaran de serlo. Estaban destruyendo el futuro de la
Humanidad, estaban destruyendo el presente de muchas personas dejándolas en la
más absoluta miseria e incluso provocando su muerte. ¿Cómo podían ser tan
insensibles?
Tras
haber leído un montón de libros acerca de las teorías sobre la enfermedad de la
piromanía y después de tres años tratando a enfermos a los que intentaba
reeducar, me estaba volviendo un incrédulo. Intenté ponerme en el lugar de cada
uno de ellos y no llegué a ninguna parte. Un día volvió a mí una imagen de algo
que me sucedió en la infancia. No tendría más de cinco o seis años y mi vecino
y amigo apareció con un juguete nuevo, nada menos que la nave del doctor
Joviko. No me bastó que la compartiera, tenía que ser mía, y me las ingenié
para quitársela. No recordaba cómo era la famosa nave intergaláctica de la
serie de televisión, pero tenía muy clara la imagen de mi madre arreándome un
bofetón. Cuando se enteró mi padre esperaba otro más fuerte todavía, pero fue
peor: me hizo coger mi juguete favorito, la máquina de teletransporte, y
regalársela a mi amigo. Fueron dos modos muy distintos de educarme y ambos me hicieron
comprender perfectamente lo que estaba bien y lo que no lo estaba. Aprendí a
comportarme honestamente, simplemente, porque hacerlo de otro modo no me
compensaba.
Había tenido la última sesión con los pirómanos
hacía dos días. Como cada mañana, me senté en mi diminuto despacho una hora
antes para prepararla. La terapia era muy distinta a la que emplearon mis
padres conmigo, ésta era científica. ¿Realmente había logrado curar a alguno? Esas
eran mis divagaciones aquella mañana. Había estudiado las estadísticas, algo
que no gustaba a nuestros superiores, y lo cierto era que había una cifra que
no había variado en décadas: los incendios naturales representaban menos del
uno por ciento y el resto eran provocados. En el siglo veinte lo fueron por
diversos motivos: rencillas, cobrar el seguro por una tierra improductiva, obtener
madera barata o recalificar un terreno. La lista era muy extensa y aunque las
leyes fueron cambiando, no consiguieron bajar su número. En el siglo veintiuno
se convirtieron en algo que estaba de moda. Nadie sabía por qué lo hacía: no
eran alérgicos al polen, no odiaban la vegetación y tampoco entendían que la
vida humana dejaría de existir si convertíamos el planeta en un desierto. De
nada sirvió el descubrimiento del crecimiento acelerado de las coníferas, en
cuanto llegaba la temporada ardiente, una serie de individuos se lanzaba a quemar
vegetación. Llegó a darse el caso de que en el mismo día y sin conocerse ni
ponerse de acuerdo, siete pirómanos encendieron siete focos que provocaron el
incendio que acabó con el Hayedo de Tejera Negra en Guadalajara.
Había algo que escapaba a mi comprensión, y
a la de todos los que estudiábamos el tema en profundidad. Yo, al fin y al cabo
sólo era el que intentaba reeducar a los pirómanos, que cada vez eran más. El
sistema fallaba y nadie parecía capaz de detener la siniestra moda. ¿Cómo conseguiría
desterrar el egoísmo de sus mentes? ¿Cómo las activaría para que fueran capaces
de recapacitar antes de actuar? En esas divagaciones se me pasó la hora. Abandoné
mi cómodo despacho para enfrentarme a los asesinos vegetales, individuos
enfermos… ¿Enfermos? Visto así, también lo era el que se metía el dedo en la
nariz o el que se rascaba la oreja, todo el mundo podía ser un enfermo de algo.
La sesión comenzó con la mayor normalidad, aunque uno de ellos hubiera llegado
nervioso. Ni siquiera le había mirado y se dirigió a mí con las siguientes
palabras: “Estás intentando cambiarme, y eso no te lo consiento. Tengo mi
personalidad y el derecho a ser yo mismo” No levantó la voz, sólo me señaló con
el dedo. No me enfrenté a él, sólo le recordé cual era mi misión y porqué
estaba él allí. Era el asesino vegetal que en su primera sesión sacó el
mechero, lo encendió y se quedó mirando la llama mientras lo arrimaba a su
silla.
Percibí
por primera vez el olor a quemado y entonces fui consciente de que no volvería a
ver mi casa. Sentí un profundo dolor y un tremendo deseo de venganza.
—Sé quién lo ha hecho.
Ella se giró. Agradecí que hubiera
respetado mi silencio. No me había fijado en sus ojos grises, ni en su porte
elegante.
—Le estaba tratando para que no
reincidiera.
La garganta se me secó. Llené el vaso y di
un trago. Lo iba a dejar, cuando ella me lo arrebató y se bebió el resto.
—También tratan a los asesinos —volvió el
rostro al frente, hacia el resplandor menguante y sus ojos parecieron acuosos—.
Teníamos dos hijas. La mayor tuvo la desgracia de cruzarse en el camino de un asesino
reinsertado —dijo con un hilo de voz.
Durante unos instantes y sin necesidad de
cerrar los ojos, desaparecieron el resplandor, el calor y mi inexistente casa;
sentí odio hacia esos seres que no merecían vivir.
—Lo siento mucho, y siento las molestias
que le estoy causando. Mi casa no es más que un bien material, en cambio la
vida de su hija…
—El dolor no entiende de prioridades —tenía
lágrimas en los ojos—. Para usted, lo que acaba de sucederle, es lo más
doloroso.
Cogió la jarra y llenó el vaso. Dio un
sorbo y me lo pasó. Bebí, y el agua me supo a humo. De los restos de lo que fue
mi casa ascendía una viga solitaria. Una idea siniestra atravesó mi cerebro.
—Le ataría allí —señalé—, y le prendería
fuego. El siguiente pirómano se lo pensaría dos veces antes de encender el
mechero.
—Sí —suspiró—, quizás eso hiciera
recapacitar a los demás —iba a cogerme el vaso y se arrepintió—. Sé dónde vive,
me refiero al que me quitó a mi hija. A veces, me entran ganas de ir a matarle
—una lágrima se deslizó por su mejilla.
Dejé el vaso sobre la mesa. Los ojos se me
llenaron de lágrimas. Sentí su dolor atravesándome, y el de su marido, y el de
la hija viva; no pude por menos que acercarme a ella y abrazarla.
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