lunes, 4 de diciembre de 2017

El resplandor rojizo



EL RESPLANDOR ROJIZO

     

     El resplandor rojizo era semejante al atardecer sórdido de una contaminada megaciudad china; inundando todo lo que abarcaba la vista, ahogando la luz de las farolas y ahuyentando la oscuridad de la noche. Irrumpió con tal intensidad, que fui incapaz de distinguir mi casa aunque supiera que estaba ahí. Tendría que pasar mucho tiempo para que, bajo una atmósfera todavía turbia, comenzara a distinguir la silueta de las viviendas contiguas. Aguardé con paciencia el declinar del macilento resplandor, sin apartar la mirada un solo instante, y aunque éste menguara y las farolas emergieran, fui incapaz de reconocer mi casa en aquellas extrañas formas y en los incoherentes vacíos.

     Seguía sentado en la butaca del porche de los vecinos de enfrente, mirando hacia el lugar que ocupaba mi casa, y seguía sin reconocerla bajo el extraño resplandor rojizo que no acababa de desaparecer. No se debía a que el lugar desde el que la miraba no fuera el habitual, tampoco a lo intempestivo de la hora; era por la cantidad de vehículos estacionados de cualquier modo obstaculizando la calle, era por el alboroto producido por tanta gente entrando y saliendo de mi jardín como si aquello fuera una obra de teatro.

     —¿Quiere un poco de agua? —escuché una voz de mujer.

     Aparté durante un instante la mirada de mi casa. Afortunadamente, ella y su marido se apiadaron de mí y me sacaron de la escena. Tenía el cabello gris rojizo, en realidad todo era rojizo. Debía ser la vecina. aunque no la reconocí. Tampoco le recordaba a él. Cogí el vaso que me ofrecía y lo apuré de un trago. Había adivinado que tenía calor. Me desabroché la bata.  

     —Más —dije devolviéndole el vaso.

     —Será mejor que le traiga la jarra. ¿Necesita alguna otra cosa?

     —No… —seguí su silueta rojiza hasta que desapareció en el interior.

     Era todo tan absurdo, tan irreal… Me levanté para desabrocharme la bata. No era mía, debieron dejármela ellos. Qué calor hacía, me la quité y la dejé sobre el respaldo. Volví a sentarme. Hacía mucho calor, como cuando desperté. Estaba empapado en sudor y vi el resplandor, rojizo, tragándose la oscuridad, muy cerca de mí. Asfixiaba. No podía llegar al salón y alcanzar la entrada, así que fui al baño y después, debí salir por la ventana al jardín. Acalorado y con la garganta seca, me quedé quieto, contemplando el resplandor surgido en medio de la noche y un poco más tarde, aparecieron ellos, gritando como posesos, danzando cual diablos del Averno. De vez en cuando, alguien se acercaba y me gritaba algo que yo no llegaba a entender, hasta que vino la pareja que me trajo a este lado de la calle, desde donde podía contemplar el resplandor sin ser molestado.

     Y en ese preciso instante, una figura rojiza entró en la propiedad de los vecinos. No me gustaba nada…

     —Buenas noches —dijo el intruso, ocultando la visión de mi casa—. Soy el inspector del seguro.

     La pesadilla volvía a empezar. Me habían hecho preguntas confusas, me habían gritado y expulsado de mi jardín. ¿Qué más querían?

     —¿Tiene idea de quién ha podido hacerlo? El fuego se ha iniciado junto a la casa, pero no parece que en el jardín hubiera nada capaz de originarlo. Estoy seguro que ha sido intencionado. ¿Tiene algún enemigo? ¿Sospecha de alguien? —insistió el individuo que me ocultaba la vista. Estaba serio, muy serio.

     —¿No ve que no se encuentra en condiciones? —escuché detrás de mí. Esta vez reconocí la voz de mi vecina.

     —Le recuerdo, señora —insistió el hombre serio—, que el fuego ha sido intencionado y tengo que hacerle unas preguntas.

     Fuego…

     —¡Márchese o aviso a la policía! —apareció un hombre que se interpuso entre los dos. Debía ser el marido—. Le recuerdo que están ahí mismo.

     —Volveré por la mañana —dijo dándose la vuelta—, y hablaremos, no lo dude.

     La mujer dejó una jarra de agua sobre la mesita, se volvió hacia mí y me dio el vaso, que volví a apurar de un trago antes de dejarlo en la mesa. Ella lo volvió a llenar.

     —Ya me quedo yo—dijo mi vecina, sentándose a mi lado.

     —Está bien —dijo él y se marchó.

     Seguía teniendo sed. Alcancé el vaso y bebí, aunque esta vez no lo apuré.

     Fuego… Por eso hacía tanto calor cuando desperté. Entonces, las lenguas de fuego que crecían caprichosas, con sus hipnotizantes contorsiones, expandiéndose en todas direcciones y que me detuvieron el tiempo suficiente para que se esfumara la posibilidad de huir por la puerta principal… ¿No fueron un sueño? ¿Cómo pude entonces salir de la casa, si el fuego se interponía en mi camino y el humo no me dejaba respirar? Sólo recordaba la ventana del baño y que saltaba al jardín; me seguía pareciendo un sueño.

     Sentí la mano fría de mi vecina sobre la frente.

     —Estás muy caliente. Te vendría bien tomar un baño.

     Llamas, nunca las había tenido tan cerca, podía haber muerto abrasado…

     —Sí… Luego.

     ¿Estaba vivo o era mi espíritu el que contemplaba la escena del Averno?

     Ella se levantó y escuché el ruido de una puerta. Al poco tiempo, volví a oírlo y estaba sentada otra vez a mi lado. Sentí que la frente se me helaba, luego fueron las mejillas. Dolor, alivio. Cerré los ojos.

     —¿Mejor? —preguntó.

     —Sí.

     Al abrir los ojos, me pareció que el resplandor había decaído bastante. Era un espectador sentado en su butaca, viendo la película proyectada en la pantalla; el fuego había devorado mi casa, por eso no la veía.

     No había sido fortuito, y tampoco un accidente. Lo sabía, conocía muy bien a esos enfermos: les gustaba jugar con fuego y se excitaban hasta extasiarse al verlo crecer y devorar todo cuanto le rodeaba. Les conocía demasiado bien, porque yo era psicólogo, y me había especializado en el tratamiento de los pirómanos.

     Cuando comencé, y de eso hacía tres temporadas ardientes, que era como llamábamos a la época estival durante la cual se multiplicaba el número de incendios, lo hice con todo el entusiasmo del que quiere hacer un bien a la sociedad. Intentaba que unos individuos con tendencias incendiarias, dejaran de serlo. Estaban destruyendo el futuro de la Humanidad, estaban destruyendo el presente de muchas personas dejándolas en la más absoluta miseria e incluso provocando su muerte. ¿Cómo podían ser tan insensibles?

     Tras haber leído un montón de libros acerca de las teorías sobre la enfermedad de la piromanía y después de tres años tratando a enfermos a los que intentaba reeducar, me estaba volviendo un incrédulo. Intenté ponerme en el lugar de cada uno de ellos y no llegué a ninguna parte. Un día volvió a mí una imagen de algo que me sucedió en la infancia. No tendría más de cinco o seis años y mi vecino y amigo apareció con un juguete nuevo, nada menos que la nave del doctor Joviko. No me bastó que la compartiera, tenía que ser mía, y me las ingenié para quitársela. No recordaba cómo era la famosa nave intergaláctica de la serie de televisión, pero tenía muy clara la imagen de mi madre arreándome un bofetón. Cuando se enteró mi padre esperaba otro más fuerte todavía, pero fue peor: me hizo coger mi juguete favorito, la máquina de teletransporte, y regalársela a mi amigo. Fueron dos modos muy distintos de educarme y ambos me hicieron comprender perfectamente lo que estaba bien y lo que no lo estaba. Aprendí a comportarme honestamente, simplemente, porque hacerlo de otro modo no me compensaba.

     Había tenido la última sesión con los pirómanos hacía dos días. Como cada mañana, me senté en mi diminuto despacho una hora antes para prepararla. La terapia era muy distinta a la que emplearon mis padres conmigo, ésta era científica. ¿Realmente había logrado curar a alguno? Esas eran mis divagaciones aquella mañana. Había estudiado las estadísticas, algo que no gustaba a nuestros superiores, y lo cierto era que había una cifra que no había variado en décadas: los incendios naturales representaban menos del uno por ciento y el resto eran provocados. En el siglo veinte lo fueron por diversos motivos: rencillas, cobrar el seguro por una tierra improductiva, obtener madera barata o recalificar un terreno. La lista era muy extensa y aunque las leyes fueron cambiando, no consiguieron bajar su número. En el siglo veintiuno se convirtieron en algo que estaba de moda. Nadie sabía por qué lo hacía: no eran alérgicos al polen, no odiaban la vegetación y tampoco entendían que la vida humana dejaría de existir si convertíamos el planeta en un desierto. De nada sirvió el descubrimiento del crecimiento acelerado de las coníferas, en cuanto llegaba la temporada ardiente, una serie de individuos se lanzaba a quemar vegetación. Llegó a darse el caso de que en el mismo día y sin conocerse ni ponerse de acuerdo, siete pirómanos encendieron siete focos que provocaron el incendio que acabó con el Hayedo de Tejera Negra en Guadalajara.

     Había algo que escapaba a mi comprensión, y a la de todos los que estudiábamos el tema en profundidad. Yo, al fin y al cabo sólo era el que intentaba reeducar a los pirómanos, que cada vez eran más. El sistema fallaba y nadie parecía capaz de detener la siniestra moda. ¿Cómo conseguiría desterrar el egoísmo de sus mentes? ¿Cómo las activaría para que fueran capaces de recapacitar antes de actuar? En esas divagaciones se me pasó la hora. Abandoné mi cómodo despacho para enfrentarme a los asesinos vegetales, individuos enfermos… ¿Enfermos? Visto así, también lo era el que se metía el dedo en la nariz o el que se rascaba la oreja, todo el mundo podía ser un enfermo de algo. La sesión comenzó con la mayor normalidad, aunque uno de ellos hubiera llegado nervioso. Ni siquiera le había mirado y se dirigió a mí con las siguientes palabras: “Estás intentando cambiarme, y eso no te lo consiento. Tengo mi personalidad y el derecho a ser yo mismo” No levantó la voz, sólo me señaló con el dedo. No me enfrenté a él, sólo le recordé cual era mi misión y porqué estaba él allí. Era el asesino vegetal que en su primera sesión sacó el mechero, lo encendió y se quedó mirando la llama mientras lo arrimaba a su silla.

     Percibí por primera vez el olor a quemado y entonces fui consciente de que no volvería a ver mi casa. Sentí un profundo dolor y un tremendo deseo de venganza.

     —Sé quién lo ha hecho.

     Ella se giró. Agradecí que hubiera respetado mi silencio. No me había fijado en sus ojos grises, ni en su porte elegante.

     —Le estaba tratando para que no reincidiera.

     La garganta se me secó. Llené el vaso y di un trago. Lo iba a dejar, cuando ella me lo arrebató y se bebió el resto.

     —También tratan a los asesinos —volvió el rostro al frente, hacia el resplandor menguante y sus ojos parecieron acuosos—. Teníamos dos hijas. La mayor tuvo la desgracia de cruzarse en el camino de un asesino reinsertado —dijo con un hilo de voz.

    Durante unos instantes y sin necesidad de cerrar los ojos, desaparecieron el resplandor, el calor y mi inexistente casa; sentí odio hacia esos seres que no merecían vivir.

     —Lo siento mucho, y siento las molestias que le estoy causando. Mi casa no es más que un bien material, en cambio la vida de su hija…

     —El dolor no entiende de prioridades —tenía lágrimas en los ojos—. Para usted, lo que acaba de sucederle, es lo más doloroso.

     Cogió la jarra y llenó el vaso. Dio un sorbo y me lo pasó. Bebí, y el agua me supo a humo. De los restos de lo que fue mi casa ascendía una viga solitaria. Una idea siniestra atravesó mi cerebro.

     —Le ataría allí —señalé—, y le prendería fuego. El siguiente pirómano se lo pensaría dos veces antes de encender el mechero.

     —Sí —suspiró—, quizás eso hiciera recapacitar a los demás —iba a cogerme el vaso y se arrepintió—. Sé dónde vive, me refiero al que me quitó a mi hija. A veces, me entran ganas de ir a matarle —una lágrima se deslizó por su mejilla.

     Dejé el vaso sobre la mesa. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Sentí su dolor atravesándome, y el de su marido, y el de la hija viva; no pude por menos que acercarme a ella y abrazarla.




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