lunes, 11 de diciembre de 2017

El Sugeridor



EL SUGERIDOR

      Se detuvo y dejó las bolsas en el suelo. Después sacó un pañuelo del bolso, se lo pasó por la frente y exhaló el aire como si con ello pudiera alejar el calor. Aquella mujer iba a ser mi primera víctima. Nada más decidirlo, una gota de sudor echó a rodar por mi espalda. No podía seguir esperando, eché a andar y la alcancé cuando se agachaba a coger las bolsas.
     —Buenos días. Perdone mi atrevimiento, pero hace mucho calor y va usted muy cargada.
     Se incorporó con una bolsa en cada mano y posó fugazmente sobre mí unos ojos sorprendidos. Mi primera víctima, era una oriental que aún no debía haber cumplido los treinta. Entonces hizo algo que no esperaba, avanzó una mano y me ofreció la bolsa. No podía creer en mi suerte y la cogí antes de que se arrepintiera. Me miró brevemente e inclinó la cabeza un par de veces. Me pareció detectar una sonrisa.
     —El sol pega de lleno y corre usted el peligro de deshidratarse —dejé que la idea fraguara en su mente antes de continuar hablando—. Debe tener sed.
     Asintió sin mirarme. El sol, la pesada bolsa que cargaba, y los nervios de la primera vez, hacían que mi espalda se fuera mojando.
     —Hay un refreshbar ahí mismo —le indiqué.
   Unas pupilas ocultas tras las pestañas escudriñaron mi rostro, y tuvieron que ver la gota que caía por mi frente. Era el momento decisivo y yo estaba como un flan, sin saber qué más hacer o decir.
     —Vamos —habló por primera vez, antes de agachar la cabeza.
     —¡Buena idea! —dije emocionado, mientras echábamos a andar hacia el establecimiento.
     Tanto tiempo preparándome para soltar una frase tan estúpida. Menos mal que era una presa fácil. Quedaban todavía unos metros para llegar al refreshbar y no estaría tranquilo hasta haberlo alcanzado. Lo que estaba haciendo era muy peligroso, si ella llegaba a sospechar…, yo acabaría en la cárcel. Otra gota de sudor surcó mi frente cuando alcanzamos la puerta. Era el momento clave, y mi corazón latía desbocado.
     —Buenos días —dijo el portero al abrir.
     Ella se detuvo, esperando que yo pasara. Necesitaba que entrara, o todo mi esfuerzo habría sido en vano. De algo debían servirme los conocimientos de psicología.
     —Usted primero —incliné la cabeza y extendí la mano libre—, usted primero.
     Inclinó la cabeza un par de veces antes de dar el primer paso. Puso el pie en el escalón de marmolina azul, dio otro paso más y estuvo dentro. Entonces le tendí la bolsa al portero y volví sobre mis pasos.
     ¡Lo había conseguido! Había sido tan fácil, que me daba vergüenza pensar que estaba en el último año de Psicología. No debía ser tan duro conmigo mismo. Tiempo tendría para enfrentarme a casos más complejos. De momento, me conformaría con las presas fáciles.
     La calle estaba tan atiborrada que costaba abrirse paso entre el gentío. Era un buen día para cazar. Volvería a mi puesto de observación en el escalón elevado a la sombra del edificio. Allí estaría fresquito y… Sentí un golpe en el brazo. Me detuve, y a pesar del calor, sentí frío, y el corazón se me desbocó.
     Permanecí quieto, esperando que unas esposas se ciñeran a mis muñecas y que una voz dijera: “queda usted detenido”, pero nada de eso ocurrió. La gente me sorteaba como si fuera una isla en medio de la corriente. Di un paso, otro más…, y nadie me detuvo. Había sido una falsa alarma.
     Continué hasta la atalaya y ocupé mi puesto de vigilancia. Observé a la muchedumbre intentando encontrar otra víctima y el sudor volvió a recorrer mi espalda, esta vez a chorros. Todavía no tenía los nervios templados de un auténtico delincuente. Podría dejarlo y volver otro día, al fin y al cabo, ya había cazado una presa; pero mi orgullo me lo impedía. Además, el trabajo escaseaba. Estábamos en crisis desde que la instauró a comienzos del siglo el entonces presidente de la nación, uno que arreglaba zapatos o algo así, no recordaba su nombre. Era muy difícil encontrar un trabajo aún teniendo un título universitario y mis padres no podían comprármelo, así que me tocaba estudiar duro y sacar asignatura a asignatura. Con un poco de suerte, cuando acabara la carrera y realizara unas pruebas de selección, podría aspirar a un puesto de limpieza, y si era en la superficie, me podía dar por satisfecho.
     Me pareció ver… pero no, parecía una persona altamente agresiva. ¿Es que no iba a encontrar otra víctima? Tenía mis aspiraciones y no pensaba bajar al subsuelo a limpiar la mierda. Un puesto de vendedor en un comercio, viendo la cara del cliente, estudiando sus necesidades, cuánto podría gastarse y cuánto sería capaz de sacarle; eso era un auténtico trabajo…
     ¡Esta vez sí! Acababa de descubrir un rostro perdido entre la multitud. Se había detenido y miraba hacia la cerveshbar. Tenía que actuar rápido, antes de que me lo quitaran. No había visto a ningún Sugeridor en las inmediaciones, pero eso no quería decir que la cerveshbar no los tuviera. Bajé los escalones y avancé en su dirección. Unos metros más y sería mío.
     Parecía fácil de convencer, demasiado fácil… Paré en seco y la frente se me perló de sudor. Había oído hablar de un caso como éste, un tonto al que lograban meter en el mismo establecimiento una y otra vez. Di otro paso hacia él y me detuve. Era sólo una leyenda, no podía ser él. Ahí estaba, delante de mí, como si estuviera esperando a que le atacara. ¿No sería un Servidor de la Ley y el Orden?
     La cárcel era un lugar espantoso del que casi nadie volvía. Por otro lado, ningún S.L.O. tendría esa expresión tan ausente, a no ser que fuera un buen actor, cosa altamente improbable. Rostro perdido estaba inquieto y alguien podía quitármelo. Tenía que aprovechar la oportunidad y atacar ya. Me acerqué a él pausadamente.
     Me miró apaciblemente, esbozando una sonrisa. Era como si me esperara, una presa tan fácil, que volví a dudar.
     —Hola —me dijo, lo cual me puso más tenso.
     No podía ser uno de ellos, mis conocimientos de psicología me decían que me encontraba ante una mente primitiva y sin malicia.
     —Hola. Hace calor —dije limpiando el sudor de mi frente.
     —Un poco —volvió a mirar hacia la cerveshbar.
     Resultaba demasiado evidente lo que quería, tanto como que sabía quién era yo. Por si acaso, emplearía una estrategia que no me involucrara, aunque fuera psicológicamente hablando, demasiado básica.
     —Tengo una sed que me muero —dije mirándole a los ojos—, pero no voy a entrar ahí. Lo hice una vez y créeme, la bebida no estaba nada buena.
     —Lástima —volvió a mirar hacia el local.
     Había sido una buena intervención la mía. No me delataba y además era él quien descubría su necesidad. Estaba listo para el empujón final.
     —Conozco un sitio mejor —señalé hacia el refreshbar—. ¿Viene?
     Se encogió de hombros. Eché a andar, y me siguió. Sí que era tonto, tanto, que había caído en mis redes sin que yo me delatara. Llegamos a la puerta y no había rastro del portero. Y pensar que en el pasado, las puertas de los comercios permanecían abiertas…, era inconcebible. Por fin apareció, agarró la barra, tiró hacia él y la puerta quedó abierta, parecía tan fácil… Mi víctima tomó la iniciativa y entró él solito.
     El sudor cayó por mi frente en forma de gruesas gotas. Qué nervios había pasado, pero lo importante era que lo había conseguido. Volví a mi puesto envalentonado, más seguro que nunca y me dispuse a vigilar. Iría a por el tercero, sin importarme los S.L.O. que hubiera. Cualquier incauto que escogiera, se convertiría en mi víctima. Le obligaría a entrar en el refreshbar aunque no tuviera sed. Podía convertirme en el mayor delincuente de la ciudad, si tenía la suficiente habilidad para no dejarme pillar.
     Toda esa masa de gente, todos ellos podían ser mis víctimas, todo gracias a una extraña ley, después de cuya aplicación, los comerciantes tuvieron que agudizar el ingenio para no tener que cerrar sus negocios por falta de clientes, pues éstos habían perdido la costumbre de abrir la puerta.
     “Las puertas de los establecimientos públicos deberán permanecer cerradas. Artículo 16, párrafo 3º de la Ley de Eficiencia Energética”. Año 2024, 9 de febrero. Ya que iba a delinquir por ella, la había estudiado y me la sabía de memoria.
     —Cuidado, ciudadanos, os enfrentáis al delincuente más peligroso de todos los tiempos —murmuré para mí.
     ¡Qué estaba diciendo! Debía calmarme, o me perdería. Vigilaría la atestada calle en busca de víctimas fáciles, y estaría atento a la presencia de algún S.L.O.
     ¡Oh!, encantadora. Con su cabellera tan oscura meciéndose a cada paso y esos ojos tan profundos. Era preciosa. Y ese contoneo al andar, ¡qué figura! Sería la víctima perfecta, incluso entraría con ella a beber… Una mujer así sabía manejar a los hombres a su antojo, mejor que esperara a tener un poco más de práctica. Unos meses más y tendría mi título universitario de psicólogo, y un buen currículum en mi carrera delictiva. Sería el mejor Sugeridor del barrio, llenaría el refreshbar de clientes, empezaría a delinquir para otros establecimientos…
    ¡Atención! Acababa de ver a otro incauto deteniéndose cerca de mi establecimiento. Era mi día de suerte. Con los sentidos alerta, intentando olfatear a los posibles S.L.O. infiltrados entre la concurrencia, llegué hasta mi víctima y con todo el aplomo que me daba la recién adquirida experiencia, me presenté.
     —Soy Thovbías Cavbuérnigo, el Sugeridor del refreshbar. No podrás encontrar otro lugar mejor para degustar una bebida fría —me sorprendió mi sangre fría, no sólo me había delatado, también le había dicho mi nombre.
     Me miró de arriba abajo y aún así continué sereno, sin sudores ni palpitaciones. Este trabajo iba a ser mucho más fácil de lo que yo había imaginado.
     —Conozco el local —me tendió la mano–. Frankker, me alegro de conocerte. Creí que no iba a poder entrar.
     —Para eso estoy aquí. ¿Me acompañas?
     —Con mucho gusto.
     Nos pusimos en marcha y al llegar a la puerta se adelantó y esperó a que el portero le abriera. Antes de entrar, se volvió hacia mí y me tendió la mano de nuevo.
     —Le deseo suerte, y espero que dure más que sus antecesores.
     —¿Mis antecesores?
     —Seis en un mes. Demasiados nombres para recordar —soltó mi mano y entró en el local.
     —¿Seis? –dije mirando al portero, que se encogió de hombros—. ¿Están todos ellos en la cárcel?
     —Yo no sé nada de nada, ni de ti, ni de nadie —la voz del portero me devolvió a la cruda realidad—. Por cierto, espabila, que el anterior entró a mear y se largó.
     Me alejé de allí sintiéndome el ser más insignificante de toda aquella marabunta con la que iba tropezando. Menudo comienzo había tenido. La segunda víctima, había sido yo, vencido por un tonto. Llegué a mi puesto de vigilancia, me senté y enterré la cabeza entre los hombros.
     Era dura la vida de un delincuente. Debía ser más listo que mis antecesores y conseguir sobrevivir sin que me pillara un S.L.O., al menos tres meses. Ese era el tiempo que me había marcado para conseguir una buena cartera de clientes dispuestos a dejarse entrar habitualmente en el refreshbar. Con esas credenciales y el título de Psicólogo, podría ser admitido en el mismo como portero, o quizás como dependiente. Un trabajo legal… y remunerado.



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