EL SUGERIDOR
Se
detuvo y dejó las bolsas en el suelo. Después sacó un pañuelo del bolso, se lo
pasó por la frente y exhaló el aire como si con ello pudiera alejar el calor.
Aquella mujer iba a ser mi primera víctima. Nada más decidirlo, una gota de
sudor echó a rodar por mi espalda. No podía seguir esperando, eché a andar y la
alcancé cuando se agachaba a coger las bolsas.
—Buenos días. Perdone mi atrevimiento, pero hace
mucho calor y va usted muy cargada.
Se
incorporó con una bolsa en cada mano y posó fugazmente sobre mí unos ojos
sorprendidos. Mi primera víctima, era una oriental que aún no debía haber
cumplido los treinta. Entonces hizo algo que no esperaba, avanzó una mano y me ofreció
la bolsa. No podía creer en mi suerte y la cogí antes de que se arrepintiera.
Me miró brevemente e inclinó la cabeza un par de veces. Me pareció detectar una
sonrisa.
—El
sol pega de lleno y corre usted el peligro de deshidratarse —dejé que la idea
fraguara en su mente antes de continuar hablando—. Debe tener sed.
Asintió
sin mirarme. El sol, la pesada bolsa que cargaba, y los nervios de la primera vez,
hacían que mi espalda se fuera mojando.
—Hay
un refreshbar ahí mismo —le indiqué.
Unas pupilas ocultas tras las pestañas
escudriñaron mi rostro, y tuvieron que ver la gota que caía por mi frente. Era
el momento decisivo y yo estaba como un flan, sin saber qué más hacer o decir.
—Vamos —habló por primera vez, antes de
agachar la cabeza.
—¡Buena idea! —dije emocionado, mientras
echábamos a andar hacia el establecimiento.
Tanto
tiempo preparándome para soltar una frase tan estúpida. Menos mal que era una
presa fácil. Quedaban todavía unos metros para llegar al refreshbar y no
estaría tranquilo hasta haberlo alcanzado. Lo que estaba haciendo era muy
peligroso, si ella llegaba a sospechar…, yo acabaría en la cárcel. Otra gota de
sudor surcó mi frente cuando alcanzamos la puerta. Era el momento clave, y mi
corazón latía desbocado.
—Buenos
días —dijo el portero al abrir.
Ella
se detuvo, esperando que yo pasara. Necesitaba que entrara, o todo mi esfuerzo
habría sido en vano. De algo debían servirme los conocimientos de psicología.
—Usted
primero —incliné la cabeza y extendí la mano libre—, usted primero.
Inclinó
la cabeza un par de veces antes de dar el primer paso. Puso el pie en el
escalón de marmolina azul, dio otro paso más y estuvo dentro. Entonces le tendí
la bolsa al portero y volví sobre mis pasos.
¡Lo
había conseguido! Había sido tan fácil, que me daba vergüenza pensar que estaba
en el último año de Psicología. No debía ser tan duro conmigo mismo. Tiempo tendría
para enfrentarme a casos más complejos. De momento, me conformaría con las presas
fáciles.
La
calle estaba tan atiborrada que costaba abrirse paso entre el gentío. Era un
buen día para cazar. Volvería a mi puesto de observación en el escalón elevado a
la sombra del edificio. Allí estaría fresquito y… Sentí un golpe en el brazo. Me
detuve, y a pesar del calor, sentí frío, y el corazón se me desbocó.
Permanecí
quieto, esperando que unas esposas se ciñeran a mis muñecas y que una voz
dijera: “queda usted detenido”, pero nada de eso ocurrió. La gente me sorteaba
como si fuera una isla en medio de la corriente. Di un paso, otro más…, y nadie
me detuvo. Había sido una falsa alarma.
Continué hasta la atalaya y ocupé mi puesto de
vigilancia. Observé a la muchedumbre intentando encontrar otra víctima y el
sudor volvió a recorrer mi espalda, esta vez a chorros. Todavía no tenía los
nervios templados de un auténtico delincuente. Podría dejarlo y volver otro día,
al fin y al cabo, ya había cazado una presa; pero mi orgullo me lo impedía.
Además, el trabajo escaseaba. Estábamos en crisis desde que la instauró a
comienzos del siglo el entonces presidente de la nación, uno que arreglaba
zapatos o algo así, no recordaba su nombre. Era muy difícil encontrar un
trabajo aún teniendo un título universitario y mis padres no podían
comprármelo, así que me tocaba estudiar duro y sacar asignatura a asignatura.
Con un poco de suerte, cuando acabara la carrera y realizara unas pruebas de
selección, podría aspirar a un puesto de limpieza, y si era en la superficie, me
podía dar por satisfecho.
Me
pareció ver… pero no, parecía una persona altamente agresiva. ¿Es que no iba a
encontrar otra víctima? Tenía mis aspiraciones y no pensaba bajar al subsuelo a
limpiar la mierda. Un puesto de vendedor en un comercio, viendo la cara del
cliente, estudiando sus necesidades, cuánto podría gastarse y cuánto sería
capaz de sacarle; eso era un auténtico trabajo…
¡Esta
vez sí! Acababa de descubrir un rostro perdido entre la multitud. Se había
detenido y miraba hacia la cerveshbar. Tenía que actuar rápido, antes de que me
lo quitaran. No había visto a ningún Sugeridor en las inmediaciones, pero eso
no quería decir que la cerveshbar no los tuviera. Bajé los escalones y avancé
en su dirección. Unos metros más y sería mío.
Parecía
fácil de convencer, demasiado fácil… Paré en seco y la frente se me perló de
sudor. Había oído hablar de un caso como éste, un tonto al que lograban meter
en el mismo establecimiento una y otra vez. Di otro paso hacia él y me detuve. Era
sólo una leyenda, no podía ser él. Ahí estaba, delante de mí, como si estuviera
esperando a que le atacara. ¿No sería un Servidor de la Ley y el Orden?
La
cárcel era un lugar espantoso del que casi nadie volvía. Por otro lado, ningún
S.L.O. tendría esa expresión tan ausente, a no ser que fuera un buen actor,
cosa altamente improbable. Rostro perdido estaba inquieto y alguien podía
quitármelo. Tenía que aprovechar la oportunidad y atacar ya. Me acerqué a él
pausadamente.
Me
miró apaciblemente, esbozando una sonrisa. Era como si me esperara, una presa tan
fácil, que volví a dudar.
—Hola —me dijo, lo cual me puso más tenso.
No
podía ser uno de ellos, mis conocimientos de psicología me decían que me
encontraba ante una mente primitiva y sin malicia.
—Hola.
Hace calor —dije limpiando el sudor de mi frente.
—Un
poco —volvió a mirar hacia la cerveshbar.
Resultaba
demasiado evidente lo que quería, tanto como que sabía quién era yo. Por si
acaso, emplearía una estrategia que no me involucrara, aunque fuera
psicológicamente hablando, demasiado básica.
—Tengo
una sed que me muero —dije mirándole a los ojos—, pero no voy a entrar ahí. Lo
hice una vez y créeme, la bebida no estaba nada buena.
—Lástima
—volvió a mirar hacia el local.
Había
sido una buena intervención la mía. No me delataba y además era él quien
descubría su necesidad. Estaba listo para el empujón final.
—Conozco
un sitio mejor —señalé hacia el refreshbar—. ¿Viene?
Se
encogió de hombros. Eché a andar, y me siguió. Sí que era tonto, tanto, que
había caído en mis redes sin que yo me delatara. Llegamos a la puerta y no
había rastro del portero. Y pensar que en el pasado, las puertas de los
comercios permanecían abiertas…, era inconcebible. Por fin apareció, agarró la
barra, tiró hacia él y la puerta quedó abierta, parecía tan fácil… Mi víctima tomó
la iniciativa y entró él solito.
El
sudor cayó por mi frente en forma de gruesas gotas. Qué nervios había pasado,
pero lo importante era que lo había conseguido. Volví a mi puesto envalentonado,
más seguro que nunca y me dispuse a vigilar. Iría a por el tercero, sin
importarme los S.L.O. que hubiera. Cualquier incauto que escogiera, se
convertiría en mi víctima. Le obligaría a entrar en el refreshbar aunque no
tuviera sed. Podía convertirme en el mayor delincuente de la ciudad, si tenía
la suficiente habilidad para no dejarme pillar.
Toda esa masa de gente, todos ellos podían
ser mis víctimas, todo gracias a una extraña ley, después de cuya aplicación,
los comerciantes tuvieron que agudizar el ingenio para no tener que cerrar sus
negocios por falta de clientes, pues éstos habían perdido la costumbre de abrir
la puerta.
“Las
puertas de los establecimientos públicos deberán permanecer cerradas. Artículo
16, párrafo 3º de la Ley de Eficiencia Energética”. Año 2024, 9 de febrero. Ya
que iba a delinquir por ella, la había estudiado y me la sabía de memoria.
—Cuidado,
ciudadanos, os enfrentáis al delincuente más peligroso de todos los tiempos
—murmuré para mí.
¡Qué
estaba diciendo! Debía calmarme, o me perdería. Vigilaría la atestada calle en
busca de víctimas fáciles, y estaría atento a la presencia de algún S.L.O.
¡Oh!,
encantadora. Con su cabellera tan oscura meciéndose a cada paso y esos ojos tan
profundos. Era preciosa. Y ese contoneo al andar, ¡qué figura! Sería la víctima
perfecta, incluso entraría con ella a beber… Una mujer así sabía manejar a los
hombres a su antojo, mejor que esperara a tener un poco más de práctica. Unos
meses más y tendría mi título universitario de psicólogo, y un buen currículum en
mi carrera delictiva. Sería el mejor Sugeridor del barrio, llenaría el
refreshbar de clientes, empezaría a delinquir para otros establecimientos…
¡Atención!
Acababa de ver a otro incauto deteniéndose cerca de mi establecimiento. Era mi
día de suerte. Con los sentidos alerta, intentando olfatear a los posibles S.L.O.
infiltrados entre la concurrencia, llegué hasta
mi víctima y con todo el aplomo que me daba la recién adquirida experiencia, me
presenté.
—Soy Thovbías Cavbuérnigo, el Sugeridor del
refreshbar. No podrás encontrar otro lugar mejor para degustar una bebida fría —me
sorprendió mi sangre fría, no sólo me había delatado, también le había dicho mi
nombre.
Me
miró de arriba abajo y aún así continué sereno, sin sudores ni palpitaciones. Este
trabajo iba a ser mucho más fácil de lo que yo había imaginado.
—Conozco
el local —me tendió la mano–. Frankker, me alegro de conocerte. Creí que no iba
a poder entrar.
—Para
eso estoy aquí. ¿Me acompañas?
—Con
mucho gusto.
Nos
pusimos en marcha y al llegar a la puerta se adelantó y esperó a que el portero
le abriera. Antes de entrar, se volvió hacia mí y me tendió la mano de nuevo.
—Le
deseo suerte, y espero que dure más que sus antecesores.
—¿Mis
antecesores?
—Seis
en un mes. Demasiados nombres para recordar —soltó mi mano y entró en el local.
—¿Seis?
–dije mirando al portero, que se encogió de hombros—. ¿Están todos ellos en la
cárcel?
—Yo
no sé nada de nada, ni de ti, ni de nadie —la voz del portero me devolvió a la cruda
realidad—. Por cierto, espabila, que el anterior entró a mear y se largó.
Me
alejé de allí sintiéndome el ser más insignificante de toda aquella marabunta
con la que iba tropezando. Menudo comienzo había tenido. La segunda víctima,
había sido yo, vencido por un tonto. Llegué a mi puesto de vigilancia, me senté
y enterré la cabeza entre los hombros.
Era
dura la vida de un delincuente. Debía ser más listo que mis antecesores y
conseguir sobrevivir sin que me pillara un S.L.O., al menos tres meses. Ese era
el tiempo que me había marcado para conseguir una buena cartera de clientes dispuestos
a dejarse entrar habitualmente en el refreshbar. Con esas credenciales y el
título de Psicólogo, podría ser admitido en el mismo como portero, o quizás
como dependiente. Un trabajo legal… y remunerado.
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