martes, 18 de noviembre de 2014

LA PERFORMANCE. Primera parte. Capítulo siete.



-7-
La espera

   Jaime Campoamor era una persona bastante extraña, tan rara como su estrambótica especialidad: Interlocutor de Arte. ¿Qué era eso? Seguro que se lo había inventado. No, no pegaba con su forma de ser, seguro que existía esa categoría, porque era serio hasta la médula, serio y distante. Ni siquiera llegó a darme la mano. En cambio, clavaba su mirada glacial al escuchar y la alejaba hasta el infinito cuando era él quien hablaba, lo imprescindible, escatimando las palabras; menudo Interlocutor. Si era insulso hasta en el vestir, con ese gris neutro, si hasta su despacho era más alegre que él. Y pese a todo, daba tal impresión de aplomo y seguridad, que estaba convencida de que conseguiría que la performance saliera adelante.
   Rodé sobre la cama hasta quedar bocabajo y dejé el informe que me había pedido sobre la mesilla, decía que era fértil y a pesar de ello, me encontraba un tanto alicaída. El trabajo de historia del Arte logró mantenerme entretenida, pero lo había acabado y volví a pensar en el informe. Si hubiera sido estéril como la tía Elocadia, habría elegido una madre de alquiler y me limitaría a dirigir la performance. Incongruentemente, era una artista tendente al minimalismo intentando hacer una performance que sería todo lo contrario. Podía haber buscado algo realmente impactante que hubiera durado un par de minutos, pero mis visiones me llevaron por otros derroteros. Después de un mes de arduo trabajo tenía el guión y cuando empezara la performance, no sabía lo que me esperaba. Tenía que recordar la zarpa del galerista para darme ánimos.
   Y hablando de zarpas, sonaron dos golpes en la puerta.
   –Violeta –era la inocente Cristina−, está sonando tu teléfono.
   –Voy –me incorporé. Lo había dejado cargando en el salón y para cuando llegué, había dejado de sonar. Era el número de mi madre. Qué raro, si habíamos hablado hacía un par de días. Llamé.
   –Hola Violeta. ¿Estás bien?
   –Sí, mamá, ¿por qué lo dices?
   –¿De veras? ¿Va todo bien?
   –Que sí, mamá. Todo va bien.
   –Violeta, he tenido un pálpito y esta vez las luces de colores no eran nada halagüeñas, se mezclaban sin ton ni son y se volvían sucias y oscuras. Siento que algo extraño está a punto de sucederte −¡mi madre intuía que algo iba a suceder! Debía buscar alguna excusa que la tranquilizara–. Violeta, ¿sigues ahí?
   –Sí… –y no se me ocurría nada.
   –Voy a hacer la maleta y salgo para Madrid −era lo último que necesitaba, a mi madre antes de comenzar la performance. Felipe, era la excusa perfecta−. Mamá, estoy pensando en lo que me acabas de decir y creo que sé lo que has visto, voy a dejar a Felipe.
   –Qué pena, hija, con lo que me gustaba ese chico para ti. ¿Habéis reñido?
   –No, mamá, no ha sido nada de eso. Es que tiene una mentalidad un tanto cerrada y no acaba de hacerse a la idea de que soy una artista. Quiere que trabaje en la empresa de su padre y relegue mi arte a un segundo plano. Así que, como ves, no tienes por qué preocuparte. No hace falta que vengas.
   –Lo siento hija. No te apenes. Con lo guapa y salada que tú eres, los pretendientes no te van a faltar. Mañana mismo me acerco a rezarle una novena a la Virgen de la Estrella. ¿No quieres que vaya a pasar unos días contigo?
   –No te preocupes mamá, que tengo a Cristina conmigo –en ese momento levantó la vista de su trabajo y me miró–. Además, pronto iremos a pasar un fin de semana por allí.
   –Qué alegría me das. Espera, sí. Violeta, se pone tu tío Julián, quiere decirte algo. Hasta luego, bonita. Y no estés triste, todo se arreglará. Ya verás como pronto encuentras a otro mejor.
   –Seguro, mamá. Un beso, adiós.
   –Hola, como está mi niña.
   –Hola tío. Bien. Hecha una artista.
   –¿Necesitas alguna cosa?
   –No, tío. Me llega para acabar el mes. No te preocupes, si me hace falta algo te llamo. Gracias, un beso −colgué.
   –No me habías dicho nada de Felipe –Cristina dejó su trabajo y vino a sentarse en la butaca.
   Cerré los ojos. La performance. En algún momento tendría que contárselo a mi madre, pero no antes de estar metida de lleno en ello, quería que viera que era un trabajo serio. Menuda se iba a armar en la familia: ella y el tío, me daba igual lo que pensaran los demás. Toda revolución había de pagar un precio.
   –Cristina, tengo que contarte algo, y no es sobre Felipe –ella sería la primera en saberlo.
   A mí me había costado asimilarlo, cuánto más le supondría a Cristina. Hubiera preferido que se enterara poco a poco, no me gustaba verla sufrir. Me había ayudado con el ingente trabajo teórico y pensé que acabaría atando cabos, pero no lo había hecho, me tocó contárselo de sopetón y ver cómo su rostro mudaba por un cúmulo de emociones encontradas: asombro, decepción y rabia. Al finalizar la historia, estaba lívida.
   –Siempre pensé que se trataba de un trabajo para Movimiento –dijo en un susurro–, ni siquiera sospeché cuando fuiste a ver a ese locutor…
   –Interlocutor de Arte. ¿Y qué pensaste entonces?
   –Tal y como lo habías preparado –tosió para aclararse la voz–, creí que sería un trabajo de animación.
   La performance tenía su lado negativo y estaba empezando a manifestarse demasiado pronto. Las personas a las que más quería, iban a sufrir antes de comprender lo que estaba haciendo. Cristina había sido la primera y tarde o temprano, mi madre, mi tío… “Creí que sería un trabajo de animación”, la frase se repetía en mi cabeza. Sabía que debía ser fuerte y estar preparada para lo que se avecinaba. Las críticas me lloverían por doquier.
   Debió transcurrir un buen rato antes de que Cristina rompiera el incómodo silencio y hablara.
   –Violeta, tú tienes visiones y crees en ellas. ¿No deberías escuchar la de tu madre? Igual tiene que ver con la performance.
   –Ni a mi madre ni a mí nos han fallado jamás las visiones, pero es que yo no he tenido una negativa sobre mí. Es más probable que sea lo que le he dicho sobre Felipe.
   –No acabo de verlo claro –se levantó y volvió a su mesa de trabajo–. Deberías habérmelo contado desde un principio.
   Me dolieron sus palabras, pero en ellas iba implícito su perdón.
   Un paso más, el camino hacia la performance se allanaba y los problemas se solventarían, como siempre. Igual que cuando decidí venir a estudiar a Madrid porque Sevilla estaba demasiado apegada a la tradición y quería un ámbito contemporáneo. Lo conseguí pese a que mi madre fuera reacia, aunque en última instancia quisiera venirse conmigo. Me salí con la mía y así sería ahora, aunque no hubiera sido fértil, aunque me hubieran tenido que inseminar, aunque hubiera necesitado una madre de alquiler; la performance saldría adelante y me convertiría en la gran artista del siglo veintiuno.
   Cuando llegara el momento, se lo contaría a mi madre. Pero, ¿por qué ella tenía un pálpito negativo?



   Corté el tomate en rodajas finas y piqué el ajo y la cebolla en cuadraditos diminutos, como a ella le gustaba. Fui al armario y saqué un tarro de aceitunas de manzanilla. Lo abrí y eché una buena cantidad. Quería dejar la ensalada a su gusto. Conociéndola, no creo que hubiera logrado concentrarse en su trabajo, estaría dándole vueltas a la performance, intentando asimilar lo que iba a ocurrir. Debía estar pasándolo realmente mal y por eso me había adelantado a preparar la cena.
   Cuando entró en la cocina, acababa de poner los cubiertos. Se sorprendió al ver la cena servida, pero no dijo nada. Se sentó a la mesa, cogió el vaso y bebió. Me senté también.
   –Violeta, he estado pensando –cogió el tenedor, pinchó una aceituna y se la llevó a la boca–. ¿No habría posibilidad de dejarlo en una película de animación diseñada por ordenador?
   Efectivamente, había estado dándole vueltas.
   –No he trabajado tanto para quedarme en eso.
   Pinché una rodaja de tomate y ella cogió otra aceituna.
   –¿No podría ser otra la embarazada? –fue a por la tercera aceituna.
   –Tengo que ser yo.
   Se llevó otra más a la boca. En circunstancias normales se habría comido un par de ellas, porque decía que engordaban. No pensaba probarlas de momento, quería ver cuántas era capaz de comerse.
   –¿Tan claro lo tienes? –cogió otra.
   –Sí. Tengo que dar el paso, con todas las consecuencias.
   Con todas las consecuencias. A veces creía ser impulsiva e irreflexiva, pero luego lo pensaba y me daba cuenta de que en realidad era lanzada e intuitiva. Además contaba con las visiones, nunca me habían fallado. Nuestros tenedores se acercaron al plato, en el que sólo quedaba una aceituna. Me miró con el ceño fruncido y la pinchó. Cristina, ella era la sensata y la juiciosa, aunque ahora intentara disimularlo.
   –Gané –dijo en medio de una sonrisa, masticando con deleite.
   –Enhorabuena –solté el tenedor y aplaudí–. Me has ganado lo menos veinte a cero.
   –¿Qué? –continuó sonriendo.
   –Las aceitunas. Te las has comido todas.
   Su plato estaba lleno de huesos. Miró la evidencia y se sorprendió.
   –Lo siento…
   –No lo sientas. Más bien te van a sentar bien ellas a ti, cuando mañana estés veinte gramos menos flaca.
   Se llevó las manos a la cara y empezó a reírse con ganas. Me levanté a por el tarro de aceitunas y lo puse sobre la mesa. Estaría estupenda con cuatro o cinco kilos más. Como si me leyera el pensamiento, puso las manos en torno al tarro.
   –No, más, no –continuó riendo.
   Por fin se distendía y logró contagiarme. Posé mis manos sobre las suyas y estuvimos riendo un buen rato.
   –Sí, unas pocas más, sí.
   Dejó de reír y me dirigió una mirada cálida.
   –Violeta, tu performance es muy buena y aunque a mí me dé miedo, sé que va a ser un éxito.
   –Gracias, Cristina –apreté sus manos.
   –Cuenta conmigo para lo que necesites.
   –Gracias. Te voy a necesitar.
   Soltó mis manos. A continuación abrió el tarro.
   –Vamos a celebrarlo.
   Volcó el tarro entero sobre la ensalada. Entre risas, empezamos a dar cuenta de ellas, hasta que sonó el timbre y nos miramos.
   –Voy yo –cogió una aceituna–. Ésta para el camino.
   Salió de la cocina y sus pasos se perdieron en el pasillo. Oí la puerta, que saludaba a alguien y cerraba. Luego oí los pasos de dos personas acercándose.
   –Mira quién viene.
   –Felipe –me sorprendí–, ¿cómo tú por aquí?
   –¿Ese es el recibimiento que me das? –se acercó y me dio un beso.
   –Quédate a cenar –dijo Cristina sentándose–, tenemos aceitunas.
   –Gracias –contestó extrañado mirando el plato de la ensalada cargado de ellas–, me quedo.
   Este chico tenía el don de la oportunidad. En esos momentos, Cristina y yo no necesitábamos a nadie. Hacía más de  una semana que ninguno de los dos hacíamos por vernos y ahora se presentaba sin avisar. La cena transcurrió sin apenas comentarios. Luego, Cristina, la única de las dos que conservaba el buen humor, se puso a fregar. Felipe y yo nos fuimos al salón, pero se puso tan pesado que aunque no me apeteciera mucho, decidí llevármelo al dormitorio. Nuestra relación se había enfriado. No asimilaba que yo quisiera seguir con mi Arte y no acababa de entender que no aceptara el futuro tan prometedor que me ofrecía. Puede que no estuviéramos hechos el uno para el otro. El caso es que aunque no hubiéramos roto oficialmente, había empezado a salir con Cachas, al que no me ligaba ningún lazo afectivo. Lo nuestro era sólo sexo y ambos lo sabíamos. El otro día estuvo aquí. ¡Qué cuerpo! Y tenía ganas de exhibirlo ante cualquier mujer linda que se cruzara en su camino. Un par de años más al ritmo que iba y se echaría a perder como un vulgar culturista.
   –¿Qué te ocurre? –Felipe interrumpió mis pensamientos–. ¿Es que no te apetece?
   –Pues la verdad es que no.
   –Pero, ¿se puede saber qué te pasa?
   –Felipe, por si no te has dado cuenta, lo nuestro no funciona.
   Se puso todo nervioso y se apartó de mí. Ya sabía yo que esto iba a pasar y eso que aún no le había dicho que estaba con otro. Bueno. El día estaba echado. ¿Qué más podía pasar? A grandes rasgos, le conté la performance que iba a hacer. Y en el momento en que lo hice, me arrepentí de ello.
   Empezó a dar vueltas por la habitación, con los brazos ligeramente encogidos y los puños cerrados. Me daba miedo, nunca le había visto así, era como si estuviera a punto de cometer un crimen. Se detuvo mirando hacia el armario y levantó el brazo derecho. Temblaba. No veía su rostro, pero en ese momento sentí miedo. Aunque sabía que era incapaz de matar una mosca, pensé que podía intentar agredirme. Llevé la mano a lo primero que encontré, la lámpara de la mesilla, dispuesta a defenderme. Se giró, abrió el puño y se llevó la mano a la frente. Instintivamente levanté la lámpara. Me dirigió una mirada asesina y dándose la vuelta, se dirigió hacia la puerta. Abrió con brusquedad y se marchó dando un portazo.
   Cómo se había puesto. Nunca me lo hubiera imaginado. Cuando le conocí, acababa de dejarle su novia, que por lo visto era una bicha de cuidado y él estaba hecho unos zorros delante de mi portal. Empecé a pensar que ella quizás no fuera tan mala como me la había pintado. Sería mejor evitarle mientras estuviera fuera de sí y como tenía que volver a por la ropa, me vestí y salí de la habitación.
   El salón estaba a oscuras. A la luz de la farola, distinguí la figura de Cristina, apoyada sobre el marco de la puerta del balcón. Felipe se hallaba cerca de ella mirando al exterior, calmado, como si no hubiera ocurrido nada. Ella vestida y él en calzoncillos. Era raro que ella no hubiera puesto pies en polvorosa.
   –A Violeta le parece retro –dijo Cristina.
   –Pues es un coche precioso –contestó Felipe.
   La situación era surrealista. Estaban tan tranquilos, a ella no parecía importarle su casi desnudez y él parecía haber olvidado que había salido hecho una furia de la habitación. Ni siquiera sabía si se habían percatado de que yo estaba en la entrada del salón. Pasé y me senté en el sofá. Tampoco pareció afectarles.
   –¿Hablando de tu Fiat 500? –intervine.
   –A Cristina le gusta –soltó indiferente, como si lo del dormitorio nunca hubiera ocurrido.
   –¿Por qué no le das una vuelta en él?
   No contestó. Cristina agachó la cabeza y tampoco dijo nada. Tan tímida como siempre. Me sentí espectadora de un teatro de sombras. De perfil su rostro quedaba precioso, siempre me lo había parecido. Separó los labios y permaneció así unos segundos, luego giró la cabeza hacia donde yo estaba y se volvió rápidamente. Con lo despistada que era, a ver si se acababa de enterar que iba en calzoncillos. Aunque no me interesara, le miré, y yo también lo vi: tenía una erección.
   Cristina se marchó sin decir nada y al poco oí la puerta de su dormitorio. Tampoco dije nada y me fui al mío. Cogí su ropa, la tiré al pasillo y cerré la puerta.

Gijón. Foto del autor.

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