-7-
La espera
Jaime Campoamor era una persona bastante
extraña, tan rara como su estrambótica especialidad: Interlocutor de Arte. ¿Qué
era eso? Seguro que se lo había inventado. No, no pegaba con su forma de ser,
seguro que existía esa categoría, porque era serio hasta la médula, serio y
distante. Ni siquiera llegó a darme la mano. En cambio, clavaba su mirada
glacial al escuchar y la alejaba hasta el infinito cuando era él quien hablaba,
lo imprescindible, escatimando las palabras; menudo Interlocutor. Si era insulso
hasta en el vestir, con ese gris neutro, si hasta su despacho era más alegre
que él. Y pese a todo, daba tal impresión de aplomo y seguridad, que estaba
convencida de que conseguiría que la performance saliera adelante.
Rodé sobre la cama hasta quedar bocabajo y
dejé el informe que me había pedido sobre la mesilla, decía que era fértil y a pesar
de ello, me encontraba un tanto alicaída. El trabajo de historia del Arte logró
mantenerme entretenida, pero lo había acabado y volví a pensar en el informe. Si
hubiera sido estéril como la tía Elocadia, habría elegido una madre de alquiler
y me limitaría a dirigir la performance. Incongruentemente, era una artista tendente
al minimalismo intentando hacer una performance que sería todo lo contrario. Podía
haber buscado algo realmente impactante que hubiera durado un par de minutos,
pero mis visiones me llevaron por otros derroteros. Después de un mes de arduo trabajo
tenía el guión y cuando empezara la performance, no sabía lo que me esperaba.
Tenía que recordar la zarpa del galerista para darme ánimos.
Y hablando de zarpas, sonaron dos golpes en
la puerta.
–Violeta –era la inocente Cristina−, está
sonando tu teléfono.
–Voy –me incorporé. Lo había dejado cargando
en el salón y para cuando llegué, había dejado de sonar. Era el número de mi
madre. Qué raro, si habíamos hablado hacía un par de días. Llamé.
–Hola
Violeta. ¿Estás bien?
–Sí, mamá, ¿por qué lo dices?
–¿De veras? ¿Va todo bien?
–Que sí, mamá. Todo va bien.
–Violeta, he tenido un pálpito y esta vez las
luces de colores no eran nada halagüeñas, se mezclaban sin ton ni son y se
volvían sucias y oscuras. Siento que algo extraño está a punto de sucederte −¡mi
madre intuía que algo iba a suceder! Debía buscar alguna excusa que la
tranquilizara–. Violeta, ¿sigues ahí?
–Sí… –y no se me ocurría nada.
–Voy a hacer la maleta y salgo para Madrid −era
lo último que necesitaba, a mi madre antes de comenzar la performance. Felipe, era
la excusa perfecta−. Mamá, estoy pensando en lo que me acabas de decir y creo
que sé lo que has visto, voy a dejar a Felipe.
–Qué pena, hija, con lo que me gustaba ese
chico para ti. ¿Habéis reñido?
–No, mamá, no ha sido nada de eso. Es que
tiene una mentalidad un tanto cerrada y no acaba de hacerse a la idea de que soy
una artista. Quiere que trabaje en la empresa de su padre y relegue mi arte a
un segundo plano. Así que, como ves, no tienes por qué preocuparte. No hace
falta que vengas.
–Lo siento hija. No te apenes. Con lo guapa y
salada que tú eres, los pretendientes no te van a faltar. Mañana mismo me
acerco a rezarle una novena a la Virgen de la Estrella. ¿No quieres que vaya a
pasar unos días contigo?
–No te preocupes mamá, que tengo a Cristina conmigo
–en ese momento levantó la vista de su trabajo y me miró–. Además, pronto iremos
a pasar un fin de semana por allí.
–Qué alegría me das. Espera, sí. Violeta, se
pone tu tío Julián, quiere decirte algo. Hasta luego, bonita. Y no estés
triste, todo se arreglará. Ya verás como pronto encuentras a otro mejor.
–Seguro, mamá. Un beso, adiós.
–Hola, como está mi niña.
–Hola tío. Bien. Hecha una artista.
–¿Necesitas alguna cosa?
–No, tío. Me llega para acabar el mes. No te
preocupes, si me hace falta algo te llamo. Gracias, un beso −colgué.
–No me habías dicho nada de Felipe –Cristina
dejó su trabajo y vino a sentarse en la butaca.
Cerré los ojos. La performance. En algún
momento tendría que contárselo a mi madre, pero no antes de estar metida de
lleno en ello, quería que viera que era un trabajo serio. Menuda se iba a armar
en la familia: ella y el tío, me daba igual lo que pensaran los demás. Toda
revolución había de pagar un precio.
–Cristina, tengo que contarte algo, y no es
sobre Felipe –ella sería la primera en saberlo.
A mí me había costado asimilarlo, cuánto más
le supondría a Cristina. Hubiera preferido que se enterara poco a poco, no me
gustaba verla sufrir. Me había ayudado con el ingente trabajo teórico y pensé
que acabaría atando cabos, pero no lo había hecho, me tocó contárselo de
sopetón y ver cómo su rostro mudaba por un cúmulo de emociones encontradas:
asombro, decepción y rabia. Al finalizar la historia, estaba lívida.
–Siempre pensé que se trataba de un trabajo
para Movimiento –dijo en un susurro–, ni siquiera sospeché cuando fuiste a ver
a ese locutor…
–Interlocutor de Arte. ¿Y qué pensaste
entonces?
–Tal y como lo habías preparado –tosió para
aclararse la voz–, creí que sería un trabajo de animación.
La performance tenía su lado negativo y
estaba empezando a manifestarse demasiado pronto. Las personas a las que más
quería, iban a sufrir antes de comprender lo que estaba haciendo. Cristina
había sido la primera y tarde o temprano, mi madre, mi tío… “Creí que sería un
trabajo de animación”, la frase se repetía en mi cabeza. Sabía que debía ser
fuerte y estar preparada para lo que se avecinaba. Las críticas me lloverían
por doquier.
Debió transcurrir un buen rato antes de que Cristina
rompiera el incómodo silencio y hablara.
–Violeta, tú tienes visiones y crees en
ellas. ¿No deberías escuchar la de tu madre? Igual tiene que ver con la
performance.
–Ni a mi madre ni a mí nos han fallado jamás
las visiones, pero es que yo no he tenido una negativa sobre mí. Es más
probable que sea lo que le he dicho sobre Felipe.
–No
acabo de verlo claro –se levantó y volvió a su mesa de trabajo–. Deberías
habérmelo contado desde un principio.
Me dolieron sus palabras, pero en ellas iba
implícito su perdón.
Un paso más, el camino hacia la performance
se allanaba y los problemas se solventarían, como siempre. Igual que cuando decidí
venir a estudiar a Madrid porque Sevilla estaba demasiado apegada a la
tradición y quería un ámbito contemporáneo. Lo conseguí pese a que mi madre fuera
reacia, aunque en última instancia quisiera venirse conmigo. Me salí con la mía
y así sería ahora, aunque no hubiera sido fértil, aunque me hubieran tenido que
inseminar, aunque hubiera necesitado una madre de alquiler; la performance
saldría adelante y me convertiría en la gran artista del siglo veintiuno.
Cuando llegara el momento, se lo contaría a mi
madre. Pero,
¿por qué ella tenía un pálpito negativo?
Corté el tomate en rodajas finas y piqué el
ajo y la cebolla en cuadraditos diminutos, como a ella le gustaba. Fui al
armario y saqué un tarro de aceitunas de manzanilla. Lo abrí y eché una buena
cantidad. Quería dejar la ensalada a su gusto. Conociéndola, no creo que
hubiera logrado concentrarse en su trabajo, estaría dándole vueltas a la
performance, intentando asimilar lo que iba a ocurrir. Debía estar pasándolo realmente
mal y por eso me había adelantado a preparar la cena.
Cuando entró en la cocina, acababa de poner
los cubiertos. Se sorprendió al ver la cena servida, pero no dijo nada. Se
sentó a la mesa, cogió el vaso y bebió. Me senté también.
–Violeta, he estado pensando –cogió el
tenedor, pinchó una aceituna y se la llevó a la boca–. ¿No habría posibilidad
de dejarlo en una película de animación diseñada por ordenador?
Efectivamente, había estado dándole vueltas.
–No he trabajado tanto para quedarme en eso.
Pinché una rodaja de tomate y ella cogió otra
aceituna.
–¿No
podría ser otra la embarazada? –fue a por la tercera aceituna.
–Tengo que ser yo.
Se llevó otra más a la boca. En
circunstancias normales se habría comido un par de ellas, porque decía que
engordaban. No pensaba probarlas de momento, quería ver cuántas era capaz de
comerse.
–¿Tan claro lo tienes? –cogió otra.
–Sí. Tengo que dar el paso, con todas las
consecuencias.
Con todas las consecuencias. A veces creía
ser impulsiva e irreflexiva, pero luego lo pensaba y me daba cuenta de que en
realidad era lanzada e intuitiva. Además contaba con las visiones, nunca me
habían fallado. Nuestros tenedores se acercaron al plato, en el que sólo quedaba
una aceituna. Me miró con el ceño fruncido y la pinchó. Cristina, ella era la sensata
y la juiciosa, aunque ahora intentara disimularlo.
–Gané –dijo en medio de una sonrisa,
masticando con deleite.
–Enhorabuena –solté el tenedor y aplaudí–.
Me has ganado lo menos veinte a cero.
–¿Qué? –continuó sonriendo.
–Las aceitunas. Te las has comido todas.
Su plato estaba lleno de huesos. Miró la
evidencia y se sorprendió.
–Lo siento…
–No lo sientas. Más bien te van a sentar
bien ellas a ti, cuando mañana estés veinte gramos menos flaca.
Se llevó las manos a la cara y empezó a
reírse con ganas. Me levanté a por el tarro de aceitunas y lo puse sobre la
mesa. Estaría estupenda con cuatro o cinco kilos más. Como si me leyera el
pensamiento, puso las manos en torno al tarro.
–No, más, no –continuó riendo.
Por fin se distendía y logró contagiarme.
Posé mis manos sobre las suyas y estuvimos riendo un buen rato.
–Sí, unas pocas más, sí.
Dejó de reír y me dirigió una mirada cálida.
–Violeta, tu performance es muy buena y
aunque a mí me dé miedo, sé que va a ser un éxito.
–Gracias, Cristina –apreté sus manos.
–Cuenta conmigo para lo que necesites.
–Gracias. Te voy a necesitar.
Soltó mis manos. A continuación abrió el
tarro.
–Vamos a celebrarlo.
Volcó el tarro entero sobre la ensalada.
Entre risas, empezamos a dar cuenta de ellas, hasta que sonó el timbre y nos
miramos.
–Voy yo –cogió una aceituna–. Ésta para el
camino.
Salió
de la cocina y sus pasos se perdieron en el pasillo. Oí la puerta, que saludaba
a alguien y cerraba. Luego oí los pasos de dos personas acercándose.
–Mira quién viene.
–Felipe –me sorprendí–, ¿cómo tú por aquí?
–¿Ese es el recibimiento que me das? –se
acercó y me dio un beso.
–Quédate a cenar –dijo Cristina sentándose–,
tenemos aceitunas.
–Gracias –contestó extrañado mirando el
plato de la ensalada cargado de ellas–, me quedo.
Este chico tenía el don de la oportunidad. En
esos momentos, Cristina y yo no necesitábamos a nadie. Hacía más de una semana que ninguno de los dos hacíamos
por vernos y ahora se presentaba sin avisar. La cena transcurrió sin apenas
comentarios. Luego, Cristina, la única de las dos que conservaba el buen humor,
se puso a fregar. Felipe y yo nos fuimos al salón, pero se puso tan pesado que aunque
no me apeteciera mucho, decidí llevármelo al dormitorio. Nuestra relación se había
enfriado. No asimilaba que yo quisiera seguir con mi Arte y no acababa de
entender que no aceptara el futuro tan prometedor que me ofrecía. Puede que no estuviéramos
hechos el uno para el otro. El caso es que aunque no hubiéramos roto
oficialmente, había empezado a salir con Cachas, al que no me ligaba ningún
lazo afectivo. Lo nuestro era sólo sexo y ambos lo sabíamos. El otro día estuvo
aquí. ¡Qué cuerpo! Y tenía ganas de exhibirlo ante cualquier mujer linda que se
cruzara en su camino. Un par de años más al ritmo que iba y se echaría a perder
como un vulgar culturista.
–¿Qué te ocurre? –Felipe interrumpió mis
pensamientos–. ¿Es que no te apetece?
–Pues la verdad es que no.
–Pero, ¿se puede saber qué te pasa?
–Felipe, por si no te has dado cuenta, lo
nuestro no funciona.
Se puso todo nervioso y se apartó de mí. Ya
sabía yo que esto iba a pasar y eso que aún no le había dicho que estaba con
otro. Bueno. El día estaba echado. ¿Qué más podía pasar? A grandes rasgos, le
conté la performance que iba a hacer. Y en el momento en que lo hice, me
arrepentí de ello.
Empezó a dar vueltas por la habitación, con
los brazos ligeramente encogidos y los puños cerrados. Me daba miedo, nunca le
había visto así, era como si estuviera a punto de cometer un crimen. Se detuvo
mirando hacia el armario y levantó el brazo derecho. Temblaba. No veía su
rostro, pero en ese momento sentí miedo. Aunque sabía que era incapaz de matar
una mosca, pensé que podía intentar agredirme. Llevé la mano a lo primero que
encontré, la lámpara de la mesilla, dispuesta a defenderme. Se giró, abrió el
puño y se llevó la mano a la frente. Instintivamente levanté la lámpara. Me
dirigió una mirada asesina y dándose la vuelta, se dirigió hacia la puerta.
Abrió con brusquedad y se marchó dando un portazo.
Cómo se había puesto. Nunca me lo hubiera
imaginado. Cuando le conocí, acababa de dejarle su novia, que por lo visto era
una bicha de cuidado y él estaba hecho unos zorros delante de mi portal. Empecé
a pensar que ella quizás no fuera tan mala como me la había pintado. Sería
mejor evitarle mientras estuviera fuera de sí y como tenía que volver a por la
ropa, me vestí y salí de la habitación.
El salón estaba a oscuras. A la luz de la
farola, distinguí la figura de Cristina, apoyada sobre el marco de la puerta
del balcón. Felipe se hallaba cerca de ella mirando al exterior, calmado, como
si no hubiera ocurrido nada. Ella vestida y él en calzoncillos. Era raro que
ella no hubiera puesto pies en polvorosa.
–A Violeta le parece retro –dijo Cristina.
–Pues es un coche precioso –contestó Felipe.
La situación era surrealista. Estaban tan
tranquilos, a ella no parecía importarle su casi desnudez y él parecía haber
olvidado que había salido hecho una furia de la habitación. Ni siquiera sabía
si se habían percatado de que yo estaba en la entrada del salón. Pasé y me
senté en el sofá. Tampoco pareció afectarles.
–¿Hablando de tu Fiat 500? –intervine.
–A Cristina le gusta –soltó indiferente,
como si lo del dormitorio nunca hubiera ocurrido.
–¿Por qué no le das una vuelta en él?
No contestó. Cristina agachó la cabeza y tampoco
dijo nada. Tan tímida como siempre. Me sentí espectadora de un teatro de
sombras. De perfil su rostro quedaba precioso, siempre me lo había parecido. Separó
los labios y permaneció así unos segundos, luego giró la cabeza hacia donde yo
estaba y se volvió rápidamente. Con lo despistada que era, a ver si se acababa
de enterar que iba en calzoncillos. Aunque no me interesara, le miré, y yo
también lo vi: tenía una erección.
Cristina se marchó sin decir nada y al poco
oí la puerta de su dormitorio. Tampoco dije nada y me fui al mío. Cogí su ropa,
la tiré al pasillo y cerré la puerta.
Gijón. Foto del autor.
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