Elena
1
El castillo
La alcoba era
grande, de piedra de sillería. El artesonado del techo, ricamente decorado con
motivos geométricos, con un escudo en su centro. En una de las paredes había un
tapiz que rememoraba alguna antigua batalla, seguramente ficticia, pues en ella
aparecían los dioses. Al fondo se encontraba la cama, una excelente pieza
tallada con un dosel de terciopelo granate, flanqueada por sendos arcones,
también decorados. Una mesa con cajones, una silla de trazos curvados y un
espejo ovalado colgado en la pared, formaban el resto del mobiliario.
Adentrándose en el muro, se abrían dos huecos, uno era la chimenea, ahora
apagada. El otro era el de la ventana, con un par de salientes de piedra a modo
de asientos, con sus respectivos cojines bordados.
Hasta hace unos
instantes, los rayos del sol habían entrado en la habitación. Poco a poco la
luz fue menguando. No fue consciente del cambio, pero sus pupilas se dilataron.
En sus manos, un pequeño libro. Seguía sumergida en la lectura que iniciara
unas horas antes. Con un dedo comenzó a pasar la hoja con delicadeza. Aprovechó
para tomarse un respiro. Dejó vagar su mirada, perdida en el infinito. Poco a
poco surgió la pared, materializándose frente a ella, la piedra era de un tenue
color anaranjado. Cerró los ojos, inspiró y volvió a abrirlos, la pared seguía
igual. Frunció el entrecejo, entornó los ojos y apretó los labios, entonces
dirigió la mirada hacia la ventana. Cerró el libro con parsimonia y
levantándose, lo depositó suavemente sobre el cojín del asiento.
Abrió la ventana y
se asomó. Apoyando las manos en el marco, asomó medio cuerpo al exterior. Un
pequeño grito salió de su garganta. Se retiró de la ventana y volviéndose, se
dirigió rauda hacia la puerta. Tiró con fuerza y salió al pasillo. Echó a
correr, agarrándose las faldas para no pisarlas. El eco de sus pasos dejó de
oírse, había llegado al final. Su respiración era agitada. A su derecha, un
arco daba paso a un espacio oscuro. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la
penumbra, y entonces traspasó el umbral. Conducía a una pequeña escalera de
caracol. Colocó un pie en el primer escalón, puso una mano en la pared y llevó
la otra a la columna. Tanteó con el otro pie el siguiente peldaño y comenzó a
ascender, lentamente. Una pequeña ventana vino a rasgar levemente la oscuridad.
Se atrevió a quitar una mano de la pared. Siguió subiendo, sumida en la
oscuridad. Con sumo cuidado ascendió un peldaño tras otro, hasta que la
claridad fue abriéndose paso, creciendo en intensidad. Se vio obligada a
entornar los ojos. Se tomó unos instantes antes de salir al exterior. Cuando lo
hizo, volvió a gritar, ahora más fuerte. La luz del atardecer bañaba los
campos, tiñéndolos de naranja. Siguió la dirección de la luz, hasta descubrir
un sol rojo sobre el bosque. Se acercó despacio a las almenas y apoyó los
brazos en ellas. Enlazó entonces sus manos y apoyó la barbilla. Se quedó muy
quieta, con la mirada puesta en el disco solar. Permaneció absorta, dejando que
la brisa alborotara sus cabellos castaños y agitara su vestido azul. El sol
continuó su declive, hasta que finalmente, se sumergió en el bosque…
Escuchó el golpe de
una puerta al cerrarse. Inspiró profundamente y suspiró. Era su padre, que
salía para las tierras, como todas las mañanas. No era justo, no quería
abandonar su sueño. Se tapó hasta la cabeza para no oír más ruidos. Se imaginó
de nuevo en las almenas, disfrutando de la puesta de sol y sus colores
cambiantes. Disfrutó de las imágenes largo rato, pero el sueño no quiso volver
a tomarla. Asomó la cabeza de su acogedor refugio nocturno, aún con los ojos
cerrados y volvió a suspirar. Bostezó y se incorporó, apoyándose sobre un
brazo. Se sentó en la cama y puso un pie en el suelo, retirándolo de inmediato.
Buscó refugio en las zapatillas, se levantó y abrió la ventana. La luz era
débil todavía. Tras un leve escalofrío, se fue a la percha y tomó la chaqueta,
poniéndosela sobre el camisón. Apartó la cortina y salió de la alcoba.
Abrió la puerta
despacio y asomó la cabeza. Al fondo de la estancia, de espaldas e inclinada
sobre el fogón, su madre echaba hierbas aromáticas al caldero humeante.
–¡Qué bien huele!
Buenos días, madre –dijo entrando en la habitación.
–Hola, hija. Qué
contenta te has levantado –contestó volviendo la cabeza.
Elena cogió el
cántaro, vertió un poco de leche en el cazo, y lo puso a calentar. Se sentó a
la mesa, tomó la hogaza y cortó una rebanada. Su madre dejó de remover el
puchero, cogió unas patatas y se acomodó en el banco, junto a su hija. Cogió el
cuchillo y se puso a pelarlas.
–Madre, he tenido
un sueño –comentó alegre.
–Por lo contenta
que estás, ha debido ser bonito.
–Muy bonito, madre.
Ya ves lo tarde que me he levantado.
–Cuéntame, mi niña
–dijo apartando la vista de la faena.
Abrió la boca, pero
no dijo nada. Se levantó a por el cazo, tomó un tazón y vertió en él la leche.
Volvió a la mesa y empezó a migarse el pan.
–Pues… estaba
leyendo… –empezó a contar lentamente.
–Claro, cómo iba a
ser de otro modo… –intervino riendo la madre.
–Sí, leía –se lo
tomó con calma mientras echaba el pan en la leche– y vi que estaba
oscureciendo. Entonces subí a ver la puesta de sol, era preciosa –con la
cuchara hundió el pan y lo mantuvo sumergido–. Entonces oí el golpe de la
puerta y todo se acabó. ¡Qué pena!
–Menos mal, si no
todavía seguirías durmiendo.
–Además, vivía en
un castillo –continúo, alborozada.
–¡Anda! En la villa
grande, en Cuéllar.
–No, madre, no era
allí. Mi castillo –se quedó pensativa–, era diferente. Es extraño, porque era
una iglesia y también un castillo. Las dos cosas a la vez. ¡Qué extraños son
los sueños!
Permaneció
pensativa, sujetando la cuchara sumergida en el tazón. Miraba a través de la
ventana, la mirada perdida en el infinito. Su madre dejó el cuchillo y siguió
su mirada.
–Empieza a comer,
que se te va a enfriar –siguió pelando patatas.
–Últimamente sueño
con él cada noche –se metió una cucharada en la boca.
–Estoy intentando
recordar… –dejó el cuchillo y puso las manos sobre la mesa.
–¿Sí, madre? –dijo
con la boca llena.
–Eras muy pequeña
–la miró a los ojos–. ¿Te acuerdas de aquella tela de color verde que tanto te
gustaba?
–¡Cómo la iba a
olvidar! Me la compraste por mi cumpleaños –sonrió.
–Te hice un vestido
con ella. Querías tenerlo puesto todos los días.
–¡Qué rabia me dio
cuando se me quedó pequeño! Seguía intentando que me entrara y acabé
rasgándolo.
–¿Y sabes dónde lo
estrenaste?
–Pues no, dime.
¿Tiene algo que ver con mi sueño? –dijo entornando los ojos.
–Escucha y no te
impacientes –se levantó y fue a remover el pote–. Tu padre quería vender dos
marranos, y aprovechó que había feria en Turégano. Nos llevó con él, pensando
que la venta era segura. Ya sabes que no suele equivocarse…
–Sigue, sigue –dijo
mientras iba dando cuenta del desayuno.
–Salimos muy
temprano, de noche. Tu padre te llevaba a hombros, ibas emocionada. En fin,
llegamos allí, una plaza alargada, enorme. Estaba llena de puestos, vendían
todo lo que te puedas imaginar. Tu padre logró vender los cerdos, y a muy buen
precio, así que lo celebramos quedándonos a comer allí.
–Sigo sin ver la
relación…
–Come y calla
–empezó a reírse y la señaló con el
cuchillo–. Es lo que tenía que decirte de pequeña.
–Madre, no me
avergüences…
Se levantó a lavar las patatas y las añadió al
pote. Todavía riéndose, miró a su hija. Había acabado el desayuno.
–Después de comer,
volvimos a ver al que compró los cerdos. Estaba contento con la adquisición, y
algo achispado también. Le preguntó a tu padre si pensábamos quedarnos para el
baile. Tu padre respondió que teníamos que volver a casa, que eran muchas horas
de camino. Dijo que era una pena, y nos invitó a beber en la taberna de la
feria. Al final nos ofreció su casa para dormir.
Elena enmarcaba su
cara con las manos, apoyando los codos sobre la mesa. Su madre volvió a
sentarse junto a ella y retomó la historia.
–Total, que allí
nos quedamos. Tú estrenabas aquel día el vestido verde.
–Oh…–cerró los ojos
mostrando una expresión feliz.
–Así que, allí
estabas, preciosa y encantadora. Con tu vestido verde, bailando en medio de la
plaza, al son de la música.
–¿Bailamos, madre?
–Elena tomó a su madre de la mano, animándola a levantarse y comenzaron a
bailar.
–Estabas preciosa, llamabas
la atención. Pero no bailabas conmigo. Yo lo hacía con tu padre –siguieron
bailando, al son de una música imaginaria. La luz se filtraba por los
cristales, acompañándolas en sus evoluciones, creando un contraste de luces y
sombras sobre sus atuendos en movimiento.
–Cuéntame más,
madre. De mi solitario baile.
–Bailamos durante
horas, la verdad es que sólo paramos a descansar cuando lo hizo la orquesta.
Nos sentamos un rato a beber, estábamos secos.
–Pero, ¿y yo,
madre?
–Ay, impaciente –se
detuvo y soltó el aire.– Tú bailabas sola, deslumbrando a la gente. Hasta que
te echaste un amiguito y seguiste bailando con él. Estabais muy graciosos, tan
pequeños…
–¿Yo? –se puso
colorada–. Pero si era muy pequeña –animó a su madre a seguir bailando.
–Pues creo que le
gustaste. Bueno, él a ti también. Fue cosa de los dos. Estabas preciosa, ya lo
creo. Como ahora, cuando te arreglas.
–¿Qué quieres
decir?
–Sin peinar y en
camisón, ya me dirás…
A Elena se le
encendió el rostro, abrió la boca pero no supo que decir. La madre, divertida,
la hacía seguir su paso y empezó a tararear una vieja canción. Estudió el
rostro de su hija, que iba recobrando su color natural repuesta ya de la
sorpresa. Dejó entonces de cantar y prosiguió su explicación.
–Seguimos bailando
hasta el final, hasta que la orquesta dijo basta, que no podían más. Fue
entonces cuando la luna se elevó sobre el horizonte, grande, anaranjada, e
iluminó el castillo. Te quedaste muy quieta, observando. Ni siquiera tu
amiguito logró apartarte de tu visión.
–Siempre me atrajo
la luna, estaría llena.
–Así era, esperamos
un rato, divertidos, esperando a ver cuánto tiempo tardabas en caer rendida. Al
fin reaccionaste y nos dijiste: mirad, la luna está en la casa. No sabías que era
un castillo, con una iglesia dentro, por
cierto.
Dejaron de bailar,
todavía agarradas, mirándose con ternura.
–Madre, eres… como
cuando leo un libro, te dice las cosas de una manera que te ves allí dentro,
viviendo la aventura. Lo cuentas maravillosamente.
–Oh, sólo te he
dicho lo que ocurrió, ni más ni menos.
–Sí, pero la manera
de contarlo, tan, tan… bonita, como en una novela de las buenas.
–Gracias. Será
porque me gustaba leer, como a ti. Aunque desde que me casé, no he tenido
tiempo.
–Y todo este
tiempo, soñando con el castillo, y sin recordar nada.
–Todo estaba aquí
–colocó el dedo en la frente de Elena–, aunque no lo supieras.
Se separaron y al
unísono, como almas gemelas, volvieron sus miradas hacia la ventana, hacia los
tímidos rayos del comienzo de la mañana. Permanecieron quietas, calladas,
pensativas. Un chasquido de la leña en el fuego las sacó de su fantasía.
–Bien, creo que
ahora deberíamos ponernos a trabajar.
–Oh, madre, ha sido
maravilloso. ¡Es tan bonito imaginar! Es como leer un libro, te metes en la
historia y eres la protagonista, las cosas te suceden a ti. Gracias –le dio un
beso y salió corriendo, ya en la puerta, se volvió hacia su madre–, me voy a
poner guapa.
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