lunes, 7 de septiembre de 2015

LA TORRE. 1ª parte. Elena.









Elena


 


1


El castillo



   La alcoba era grande, de piedra de sillería. El artesonado del techo, ricamente decorado con motivos geométricos, con un escudo en su centro. En una de las paredes había un tapiz que rememoraba alguna antigua batalla, seguramente ficticia, pues en ella aparecían los dioses. Al fondo se encontraba la cama, una excelente pieza tallada con un dosel de terciopelo granate, flanqueada por sendos arcones, también decorados. Una mesa con cajones, una silla de trazos curvados y un espejo ovalado colgado en la pared, formaban el resto del mobiliario. Adentrándose en el muro, se abrían dos huecos, uno era la chimenea, ahora apagada. El otro era el de la ventana, con un par de salientes de piedra a modo de asientos, con sus respectivos cojines bordados.

   Hasta hace unos instantes, los rayos del sol habían entrado en la habitación. Poco a poco la luz fue menguando. No fue consciente del cambio, pero sus pupilas se dilataron. En sus manos, un pequeño libro. Seguía sumergida en la lectura que iniciara unas horas antes. Con un dedo comenzó a pasar la hoja con delicadeza. Aprovechó para tomarse un respiro. Dejó vagar su mirada, perdida en el infinito. Poco a poco surgió la pared, materializándose frente a ella, la piedra era de un tenue color anaranjado. Cerró los ojos, inspiró y volvió a abrirlos, la pared seguía igual. Frunció el entrecejo, entornó los ojos y apretó los labios, entonces dirigió la mirada hacia la ventana. Cerró el libro con parsimonia y levantándose, lo depositó suavemente sobre el cojín del asiento.

  Abrió la ventana y se asomó. Apoyando las manos en el marco, asomó medio cuerpo al exterior. Un pequeño grito salió de su garganta. Se retiró de la ventana y volviéndose, se dirigió rauda hacia la puerta. Tiró con fuerza y salió al pasillo. Echó a correr, agarrándose las faldas para no pisarlas. El eco de sus pasos dejó de oírse, había llegado al final. Su respiración era agitada. A su derecha, un arco daba paso a un espacio oscuro. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, y entonces traspasó el umbral. Conducía a una pequeña escalera de caracol. Colocó un pie en el primer escalón, puso una mano en la pared y llevó la otra a la columna. Tanteó con el otro pie el siguiente peldaño y comenzó a ascender, lentamente. Una pequeña ventana vino a rasgar levemente la oscuridad. Se atrevió a quitar una mano de la pared. Siguió subiendo, sumida en la oscuridad. Con sumo cuidado ascendió un peldaño tras otro, hasta que la claridad fue abriéndose paso, creciendo en intensidad. Se vio obligada a entornar los ojos. Se tomó unos instantes antes de salir al exterior. Cuando lo hizo, volvió a gritar, ahora más fuerte. La luz del atardecer bañaba los campos, tiñéndolos de naranja. Siguió la dirección de la luz, hasta descubrir un sol rojo sobre el bosque. Se acercó despacio a las almenas y apoyó los brazos en ellas. Enlazó entonces sus manos y apoyó la barbilla. Se quedó muy quieta, con la mirada puesta en el disco solar. Permaneció absorta, dejando que la brisa alborotara sus cabellos castaños y agitara su vestido azul. El sol continuó su declive, hasta que finalmente, se sumergió en el bosque…





   Escuchó el golpe de una puerta al cerrarse. Inspiró profundamente y suspiró. Era su padre, que salía para las tierras, como todas las mañanas. No era justo, no quería abandonar su sueño. Se tapó hasta la cabeza para no oír más ruidos. Se imaginó de nuevo en las almenas, disfrutando de la puesta de sol y sus colores cambiantes. Disfrutó de las imágenes largo rato, pero el sueño no quiso volver a tomarla. Asomó la cabeza de su acogedor refugio nocturno, aún con los ojos cerrados y volvió a suspirar. Bostezó y se incorporó, apoyándose sobre un brazo. Se sentó en la cama y puso un pie en el suelo, retirándolo de inmediato. Buscó refugio en las zapatillas, se levantó y abrió la ventana. La luz era débil todavía. Tras un leve escalofrío, se fue a la percha y tomó la chaqueta, poniéndosela sobre el camisón. Apartó la cortina y salió de la alcoba.

   Abrió la puerta despacio y asomó la cabeza. Al fondo de la estancia, de espaldas e inclinada sobre el fogón, su madre echaba hierbas aromáticas al caldero humeante.

   –¡Qué bien huele! Buenos días, madre –dijo entrando en la habitación.

   –Hola, hija. Qué contenta te has levantado –contestó volviendo la cabeza.

   Elena cogió el cántaro, vertió un poco de leche en el cazo, y lo puso a calentar. Se sentó a la mesa, tomó la hogaza y cortó una rebanada. Su madre dejó de remover el puchero, cogió unas patatas y se acomodó en el banco, junto a su hija. Cogió el cuchillo y se puso a pelarlas.

   –Madre, he tenido un sueño –comentó alegre.

   –Por lo contenta que estás, ha debido ser bonito.

   –Muy bonito, madre. Ya ves lo tarde que me he levantado.

   –Cuéntame, mi niña –dijo apartando la vista de la faena.

   Abrió la boca, pero no dijo nada. Se levantó a por el cazo, tomó un tazón y vertió en él la leche. Volvió a la mesa y empezó a migarse el pan.

   –Pues… estaba leyendo… –empezó a contar lentamente.

   –Claro, cómo iba a ser de otro modo… –intervino riendo la madre.

   –Sí, leía –se lo tomó con calma mientras echaba el pan en la leche– y vi que estaba oscureciendo. Entonces subí a ver la puesta de sol, era preciosa –con la cuchara hundió el pan y lo mantuvo sumergido–. Entonces oí el golpe de la puerta y todo se acabó. ¡Qué pena!

   –Menos mal, si no todavía seguirías durmiendo.

   –Además, vivía en un castillo –continúo, alborozada.

   –¡Anda! En la villa grande, en Cuéllar.

   –No, madre, no era allí. Mi castillo –se quedó pensativa–, era diferente. Es extraño, porque era una iglesia y también un castillo. Las dos cosas a la vez. ¡Qué extraños son los sueños!

   Permaneció pensativa, sujetando la cuchara sumergida en el tazón. Miraba a través de la ventana, la mirada perdida en el infinito. Su madre dejó el cuchillo y siguió su mirada.

   –Empieza a comer, que se te va a enfriar –siguió pelando patatas.

   –Últimamente sueño con él cada noche –se metió una cucharada en la boca.

   –Estoy intentando recordar… –dejó el cuchillo y puso las manos sobre la mesa.

   –¿Sí, madre? –dijo con la boca llena.

   –Eras muy pequeña –la miró a los ojos–. ¿Te acuerdas de aquella tela de color verde que tanto te gustaba?

   –¡Cómo la iba a olvidar! Me la compraste por mi cumpleaños –sonrió.

   –Te hice un vestido con ella. Querías tenerlo puesto todos los días.

   –¡Qué rabia me dio cuando se me quedó pequeño! Seguía intentando que me entrara y acabé rasgándolo.

   –¿Y sabes dónde lo estrenaste?

   –Pues no, dime. ¿Tiene algo que ver con mi sueño? –dijo entornando los ojos.

   –Escucha y no te impacientes –se levantó y fue a remover el pote–. Tu padre quería vender dos marranos, y aprovechó que había feria en Turégano. Nos llevó con él, pensando que la venta era segura. Ya sabes que no suele equivocarse…

   –Sigue, sigue –dijo mientras iba dando cuenta del desayuno.

   –Salimos muy temprano, de noche. Tu padre te llevaba a hombros, ibas emocionada. En fin, llegamos allí, una plaza alargada, enorme. Estaba llena de puestos, vendían todo lo que te puedas imaginar. Tu padre logró vender los cerdos, y a muy buen precio, así que lo celebramos quedándonos a comer allí.

   –Sigo sin ver la relación…

   –Come y calla –empezó a reírse  y la señaló con el cuchillo–. Es lo que tenía que decirte de pequeña.

   –Madre, no me avergüences…

   Se levantó a lavar las patatas y las añadió al pote. Todavía riéndose, miró a su hija. Había acabado el desayuno.

   –Después de comer, volvimos a ver al que compró los cerdos. Estaba contento con la adquisición, y algo achispado también. Le preguntó a tu padre si pensábamos quedarnos para el baile. Tu padre respondió que teníamos que volver a casa, que eran muchas horas de camino. Dijo que era una pena, y nos invitó a beber en la taberna de la feria. Al final nos ofreció su casa para dormir.

   Elena enmarcaba su cara con las manos, apoyando los codos sobre la mesa. Su madre volvió a sentarse junto a ella y retomó la historia.

   –Total, que allí nos quedamos. Tú estrenabas aquel día el vestido verde.

   –Oh…–cerró los ojos mostrando una expresión feliz.

   –Así que, allí estabas, preciosa y encantadora. Con tu vestido verde, bailando en medio de la plaza, al son de la música. 

   –¿Bailamos, madre? –Elena tomó a su madre de la mano, animándola a levantarse y comenzaron a bailar.  

   –Estabas preciosa, llamabas la atención. Pero no bailabas conmigo. Yo lo hacía con tu padre –siguieron bailando, al son de una música imaginaria. La luz se filtraba por los cristales, acompañándolas en sus evoluciones, creando un contraste de luces y sombras sobre sus atuendos en movimiento.

   –Cuéntame más, madre. De mi solitario baile.

   –Bailamos durante horas, la verdad es que sólo paramos a descansar cuando lo hizo la orquesta. Nos sentamos un rato a beber, estábamos secos.

   –Pero, ¿y yo, madre?

   –Ay, impaciente –se detuvo y soltó el aire.– Tú bailabas sola, deslumbrando a la gente. Hasta que te echaste un amiguito y seguiste bailando con él. Estabais muy graciosos, tan pequeños…

   –¿Yo? –se puso colorada–. Pero si era muy pequeña –animó a su madre a seguir bailando.

   –Pues creo que le gustaste. Bueno, él a ti también. Fue cosa de los dos. Estabas preciosa, ya lo creo. Como ahora, cuando te arreglas.

   –¿Qué quieres decir?

   –Sin peinar y en camisón, ya me dirás…

   A Elena se le encendió el rostro, abrió la boca pero no supo que decir. La madre, divertida, la hacía seguir su paso y empezó a tararear una vieja canción. Estudió el rostro de su hija, que iba recobrando su color natural repuesta ya de la sorpresa. Dejó entonces de cantar y prosiguió su explicación.

   –Seguimos bailando hasta el final, hasta que la orquesta dijo basta, que no podían más. Fue entonces cuando la luna se elevó sobre el horizonte, grande, anaranjada, e iluminó el castillo. Te quedaste muy quieta, observando. Ni siquiera tu amiguito logró apartarte de tu visión.

   –Siempre me atrajo la luna, estaría llena.

   –Así era, esperamos un rato, divertidos, esperando a ver cuánto tiempo tardabas en caer rendida. Al fin reaccionaste y nos dijiste: mirad, la luna está en la casa. No sabías que era un castillo, con  una iglesia dentro, por cierto.

   Dejaron de bailar, todavía agarradas, mirándose con ternura.

   –Madre, eres… como cuando leo un libro, te dice las cosas de una manera que te ves allí dentro, viviendo la aventura. Lo cuentas maravillosamente.

   –Oh, sólo te he dicho lo que ocurrió, ni más ni menos.

   –Sí, pero la manera de contarlo, tan, tan… bonita, como en una novela de las buenas.

   –Gracias. Será porque me gustaba leer, como a ti. Aunque desde que me casé, no he tenido tiempo.

   –Y todo este tiempo, soñando con el castillo, y sin recordar nada.

   –Todo estaba aquí –colocó el dedo en la frente de Elena–, aunque no lo supieras.

   Se separaron y al unísono, como almas gemelas, volvieron sus miradas hacia la ventana, hacia los tímidos rayos del comienzo de la mañana. Permanecieron quietas, calladas, pensativas. Un chasquido de la leña en el fuego las sacó de su fantasía.

   –Bien, creo que ahora deberíamos ponernos a trabajar.

   –Oh, madre, ha sido maravilloso. ¡Es tan bonito imaginar! Es como leer un libro, te metes en la historia y eres la protagonista, las cosas te suceden a ti. Gracias –le dio un beso y salió corriendo, ya en la puerta, se volvió hacia su madre–, me voy a poner guapa.

   –Ay, qué poco te queda de feliz inocencia –dijo la madre para sí.


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