miércoles, 16 de septiembre de 2015

LA TORRE. 1ª parte. Capítulo 2.



2

La biblioteca del castillo.

   De vez en cuando, debería ser la dama la que acudiera al rescate del caballero, metido en algún tipo de lance extravagante e irresoluble. Aunque ese lance, lo habría escrito seguramente una mujer. Le habría encantado vivir en la Edad Media, debió de ser una época fascinante. Pensaba en la novela, había acabado de leerla la tarde anterior. La tenía ante ella, sobre la mesa. Y ahora necesitaba nueva lectura. Iría a devolver el libro.
   No es que tuviera que ir muy lejos, al fin y al cabo estaba dentro del recinto. Pero la vuelta que debía dar para llegar allí era absurda. Salió de su aposento y se fue a la derecha, siguiendo el pasillo en dirección a las escaleras. Al llegar a ellas bajó. Desembocó en una estancia luminosa, un lugar lleno de puertas: a izquierda y derecha se abrían a los corredores de la planta baja; detrás de ella y a ambos lados de las escaleras, las que llevaban a las cocinas y al sótano; frente a ella, la salida al patio de armas. Abrió ésta última y salió. Había un par de personas sacando agua del pozo, se saludaron. Siguió el camino lateral, jalonado de rosas, pasó bajo el manzano y salió por el extremo opuesto, a un pequeño corredor mal iluminado. Torció a la derecha y llegó a una escalera, subió una planta y siguió otro pasillo hasta otras escaleras más angostas. Ascendió un piso más y salió al paseo de las almenas, como ella lo llamaba. Y allí estaba, la torre circular, la biblioteca.
   Llegaba demasiado pronto, aún estaba cerrada. Esperaría. Se recostó en el hueco entre dos almenas, apoyando los codos. Cerró los ojos y disfrutó del cosquilleo de los rayos del sol sobre su rostro. Pensó en el recorrido que había hecho. Desde su habitación, el pasillo debería haberla llevado hasta estas escaleras, pero no había acceso. ¿Por qué no comunicaba su habitación con esta zona? ¿Y por qué la torre no tenía acceso desde la segunda planta si decían que tenía hasta sótano? No tenía sentido. Más allá de su dormitorio, quedaba cortado el paso. Y desde el otro lado, parecía que había menos habitaciones de las que debiera. ¿Existiría una habitación secreta? ¿Y desde dónde se accedía, desde el sótano, desde la gran torre? En ninguno de estos lugares había logrado descubrir una puerta o pasadizo oculto. ¿Se habría perdido el secreto para siempre?
   Escuchó unos pasos subiendo las escaleras y continuó con los ojos cerrados. Aguzó el oído y percibió cómo introducía la llave en la cerradura y después chirriaba la puerta. No quería apremiarle. Al cabo de un rato, abandonó su posición, se acercó a la puerta y entró. Las tablas del suelo crujieron y el bibliotecario, tras el mostrador, levantó la cabeza y dejó el libro de registros.
   –Buenos días, Milady. Debí venir antes, no me gusta hacerla esperar.
   –No se preocupe, se está bien al sol. Tenga –le entregó el libro–. Ya lo he leído.
   –Se lo llevó… la semana pasada –anotó la devolución en el libro de registros. Lo cogió y fue a devolverlo a su sitio.
   Se entretuvo observando la sala, todo lo que su vista era capaz de abarcar, lo había hecho muchas veces y no se cansaba de ello. Por la mañana era cuando la biblioteca se veía más hermosa, porque la luz entraba a raudales por la ventana ojival. No parecía ser la misma torre de piedra que se veía desde el exterior. Dentro, todo era de madera: el suelo, el techo, y las estanterías; hasta la escalera adosada a la pared, que subía al dormitorio del bibliotecario. Era un círculo perfecto, su perímetro estaba forrado de estanterías repletas de libros; libros de todo tipo, antiguos y nuevos, grandes y pequeños. Y justo en el centro de la estancia, había un mostrador circular con un atril, un gran libro de registros, una pluma y un tintero. Era allí donde solía pasar las horas el bibliotecario, leyendo, porque él leía todavía más que ella. Era sin duda, la habitación más bella del castillo.
   –¿Le ha gustado la novela, Milady? –dijo al volver.
   A esas horas, el halo de luz le envolvía, creando un aura mágica que dignificaba aún más la importancia de su cometido: era el Guardián de los Libros.
   –Ya lo creo. Aunque me dio pena que el caballero muriera  y se quedara sola.
   El bibliotecario se tomó su tiempo para contestar, parecía meditar la respuesta.
   –Una persona va labrando su porvenir. Cada vez que elige un camino, está forjando su futuro. ¿Es acertado?, no lo sabe. Puede que su vida hubiera sido mejor o tal vez peor habiendo elegido otro camino. ¿Quién lo sabe? –se encogió de hombros y volvió a quedar pensativo–. Milady, ¿qué le parecería estudiar el tema en la historia de una dama presa del terrible dragón?
   Levantó la mirada hacia el bibliotecario envuelto en luz.
   –En estos momentos… puede que más adelante. Estaba pensando en castillos… bueno, quiero decir –se quedó pensativa–. Me refiero a que existan pasadizos, espacios ocultos, terribles secretos…
   El bibliotecario inclinó la cabeza, puso la mano en la barbilla y arrugó los ojos. Tras unos instantes levantó un dedo.
   –Creo que sé lo que quiere y… –dejó en suspenso la frase mientras se iba hacia una de las estanterías, una de las pocas que tenían puerta.
   Buscó entre el manojo de llaves de su cinturón y abrió. Miró en el tercer estante y apuntó hacia un libro. Lo tomó con suma delicadeza y cerró la puerta. Se acercó al mostrador y colocó un paño negro, poniendo el libro encima.
   –Aquí lo tiene, Milady.
   Se quedó mirándolo, asombrada. Nunca había visto un libro tan lujoso. La cubierta era oscura, de un color indefinido, casi negra y con ligeros reflejos rojizos. Los cantos estaban cubiertos de metal, una filigrana ancha que parecía bronce. Y en el centro, con exquisita caligrafía y del mismo metal, el título. Resultaba inquietante.
   –“El misterio del Castillo” –leyó–. No pone quién lo ha escrito –comentó sorprendida, buscando en el lomo del libro.
   –Es uno de los muchos misterios de este libro –puso su mano encima, sin llegar a tocarlo–. No se sabe quién, cuándo o dónde lo escribió. Es un ejemplar único y al parecer, siempre ha estado entre estos muros, según el registro…
   Cada vez estaba más intrigada. Lo cogió con sumo cuidado, con la intención de abrirlo, pero no pudo. El metal unía las portadas, imposible abrirlo. Dirigió una mirada interrogante al bibliotecario, mientras lo depositaba de nuevo sobre el paño.
   –Hace falta un motivo para leerlo. Piense en ello y diga con sinceridad: ¿por qué quiere leerlo? –estaba serio, más de lo habitual.
   Estaba confusa. Tanto misterio, y ahora tenía que saber por qué quería leerlo. Ni que fuera mágico. Pero si se empeñaba… Cerró los ojos y se concentró.
   –Me gustaría conocer los secretos del castillo. Si leo sobre el tema, quizás sea más fácil averiguarlo –lo dijo muy seria, mirándole a los ojos para que supiera que era sincera, aunque con el aura, era difícil adivinar su rostro.
   –Es una buena razón –le respondió.
   Miró el libro, esperando que se abriera, pero no sucedió nada. El bibliotecario se alejó y abrió la puerta de un armario bajo la escalera. Extrajo un cajón de madera labrada y lo puso en el suelo. Cogió otra llave de su manojo y lo abrió. De su interior tomó una pequeña caja de madera y la trajo hasta el mostrador. Era del color del libro y con los mismos bordes de metal. Hizo un gesto con la mano hacia la caja. Ella no se hizo rogar y sin saber qué encontraría, la abrió. De tela oscura por dentro, había una pieza metálica en el centro. Era triangular, con resaltes y hendiduras, del mismo metal del libro. Le miró y él asintió. Entonces se atrevió a cogerlo, estaba unido a una fina cadena.
   –Extraño colgante –lo levantó hacia la luz.
   –No es un colgante. Es la llave, abre el libro.
   Entonces él tomó el libro y le mostró el canto. Los adornos del libro coincidían con los de la joya triangular. Ella quiso abrirlo inmediatamente y se encontró con la mano del bibliotecario.
   –Use la llave para abrirlo cuando lo vaya a leer, Milady. Deberá hacerlo sola, sin testigos. El resto del tiempo deberá permanecer cerrado.
   –Así lo haré –asintió intrigada.
   –Y no se separe nunca de la llave, llévela siempre consigo.
   Cogió la llave y se la colgó al cuello. El bibliotecario le entregó el libro.
   –Ahora es suyo, mientras dure su lectura. Espero que encuentre lo que busca.
   –Eso espero. Adiós y muchas gracias.
   Estaba asustada por lo extraño de la situación, el misterio que rodeaba al libro. Y a la vez, sentía una enorme curiosidad. Estaba deseando empezar a leerlo.


   Fue un dulce despertar, las primeras luces del alba se colaban a través de la contraventana entornada. Sentía ese cosquilleo sobre su rostro, era agradable. Sin embargo, sentía una punzada de dolor en la mano. La tenía cerrada, fuertemente apretada, seguro que había pasado así toda la noche. Claro, recordó, la llave. Se incorporó despacio en la cama y se miró la mano. La abrió despacio, no estaba. Se palpó el cuello buscando la cadena y tampoco. ¿Dónde la había puesto? Debía ser cuidadosa, no podía perderla. Se levantó y destapó la cama, miró en el suelo y buscó por la habitación. No la encontraba por ningún lado. Ella no era así de descuidada. Se paró a pensar y tiritó de frío. Se puso la chaqueta y se calzó. ¿Dónde la habría puesto? Salió al pasillo, su búsqueda la llevó hasta la cocina. Miró en la mesa, en el banco, tampoco. Siguió por el fogón, los ganchos de las paredes y en los sitios más inverosímiles. Tenía que detenerse a pensar.
   La llave que abría el libro. ¿Habría sido tan imprudente de dejarla junto al libro? Por cierto, ¿y el libro? Debía pensar en lo que hizo ayer. Salió de la torre de la biblioteca y no se cruzó con nadie en su camino, bajó las escaleras al patio, lo cruzó y volvió a subir escaleras, siguió el pasillo y entró en su habitación. No, a la cocina no había ido. Salió de la cocina, fue hasta la siguiente puerta y abrió. La casa de los vecinos. Giró la cabeza y vio más casas, la torre de la iglesia…
   Volvió a entrar y fue a la cocina, se sentó en el banco y apoyó la cabeza en la mesa. Rompió a llorar. No había ni libro ni llave, nunca habían existido. Todo había sido un sueño, cómo podía ser tan ingenua. El castillo, el castillo de sus sueños, tenía biblioteca. Las lágrimas fluían silenciosas. El libro… “El misterio… del castillo”, eso era. Tan real, que podría describirlo hasta en sus más pequeños detalles, igual que la llave. Se secó los ojos. En su sueño no había llegado a leerlo, su contenido se le escapaba. Le daban ganas de acostarse otra vez, a ver si volvía al sueño. Misterios había dicho, lugares ocultos en el castillo, de eso trataba, se suponía. Y no lo podía leer cualquiera. ¿Existiría el libro? ¡Ojalá fuera así! El castillo de sus sueños existía, entonces, ¿el libro? Seguro que también, y estaría en la biblioteca del castillo. Qué habitación tan hermosa, y con tantos libros, libros para leer durante toda una vida. Tendría que ir a buscarlo.
   La puerta chirrió al abrirse.
   –Hola, madre –dijo sorprendida.
   –Buenos días, hija –se sorprendió a su vez–. Estás pálida, tienes los ojos rojos, ¿te sucede algo?
   –Creo que acabo de despertar.
   La madre se acercó a Elena, la rodeó con los brazos y le dio un beso en la frente.
   –¿Un mal sueño, mi niña?
   –He vuelto a soñar con el castillo –abrazó a su madre. 
   –¿Una pesadilla?
   –Qué va, pero he despertado y creí que seguía allí.
   –Cuéntame hija. Cuéntame esa historia que te confunde. Desahógate y verás como se pasa –le acarició la cabeza.
   –Madre, tú no habrás oído hablar de un libro que se llama “El misterio del Castillo”.
–Pues no…
–Verás, es un libro de piel oscura, casi negra, con reflejos rojizos…




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