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La biblioteca del castillo.
De vez en cuando,
debería ser la dama la que acudiera al rescate del caballero, metido en algún
tipo de lance extravagante e irresoluble. Aunque ese lance, lo habría escrito
seguramente una mujer. Le habría encantado vivir en la Edad Media, debió de ser
una época fascinante. Pensaba en la novela, había acabado de leerla la tarde
anterior. La tenía ante ella, sobre la mesa. Y ahora necesitaba nueva lectura.
Iría a devolver el libro.
No es que tuviera
que ir muy lejos, al fin y al cabo estaba dentro del recinto. Pero la vuelta
que debía dar para llegar allí era absurda. Salió de su aposento y se fue a la
derecha, siguiendo el pasillo en dirección a las escaleras. Al llegar a ellas
bajó. Desembocó en una estancia luminosa, un lugar lleno de puertas: a izquierda
y derecha se abrían a los corredores de la planta baja; detrás de ella y a
ambos lados de las escaleras, las que llevaban a las cocinas y al sótano;
frente a ella, la salida al patio de armas. Abrió ésta última y salió. Había un
par de personas sacando agua del pozo, se saludaron. Siguió el camino lateral,
jalonado de rosas, pasó bajo el manzano y salió por el extremo opuesto, a un
pequeño corredor mal iluminado. Torció a la derecha y llegó a una escalera,
subió una planta y siguió otro pasillo hasta otras escaleras más angostas.
Ascendió un piso más y salió al paseo de las almenas, como ella lo llamaba. Y
allí estaba, la torre circular, la biblioteca.
Llegaba demasiado
pronto, aún estaba cerrada. Esperaría. Se recostó en el hueco entre dos almenas,
apoyando los codos. Cerró los ojos y disfrutó del cosquilleo de los rayos del
sol sobre su rostro. Pensó en el recorrido que había hecho. Desde su
habitación, el pasillo debería haberla llevado hasta estas escaleras, pero no
había acceso. ¿Por qué no comunicaba su habitación con esta zona? ¿Y por qué la
torre no tenía acceso desde la segunda planta si decían que tenía hasta sótano?
No tenía sentido. Más allá de su dormitorio, quedaba cortado el paso. Y desde
el otro lado, parecía que había menos habitaciones de las que debiera.
¿Existiría una habitación secreta? ¿Y desde dónde se accedía, desde el sótano,
desde la gran torre? En ninguno de estos lugares había logrado descubrir una
puerta o pasadizo oculto. ¿Se habría perdido el secreto para siempre?
Escuchó unos pasos
subiendo las escaleras y continuó con los ojos cerrados. Aguzó el oído y
percibió cómo introducía la llave en la cerradura y después chirriaba la
puerta. No quería apremiarle. Al cabo de un rato, abandonó su posición, se
acercó a la puerta y entró. Las tablas del suelo crujieron y el bibliotecario,
tras el mostrador, levantó la cabeza y dejó el libro de registros.
–Buenos días,
Milady. Debí venir antes, no me gusta hacerla esperar.
–No se preocupe, se
está bien al sol. Tenga –le entregó el libro–. Ya lo he leído.
–Se lo llevó… la
semana pasada –anotó la devolución en el libro de registros. Lo cogió y fue a
devolverlo a su sitio.
Se entretuvo
observando la sala, todo lo que su vista era capaz de abarcar, lo había hecho
muchas veces y no se cansaba de ello. Por la mañana era cuando la biblioteca se
veía más hermosa, porque la luz entraba a raudales por la ventana ojival. No
parecía ser la misma torre de piedra que se veía desde el exterior. Dentro,
todo era de madera: el suelo, el techo, y las estanterías; hasta la escalera
adosada a la pared, que subía al dormitorio del bibliotecario. Era un círculo
perfecto, su perímetro estaba forrado de estanterías repletas de libros; libros
de todo tipo, antiguos y nuevos, grandes y pequeños. Y justo en el centro de la
estancia, había un mostrador circular con un atril, un gran libro de registros,
una pluma y un tintero. Era allí donde solía pasar las horas el bibliotecario,
leyendo, porque él leía todavía más que ella. Era sin duda, la habitación más
bella del castillo.
–¿Le ha gustado la
novela, Milady? –dijo al volver.
A esas horas, el
halo de luz le envolvía, creando un aura mágica que dignificaba aún más la
importancia de su cometido: era el Guardián de los Libros.
–Ya lo creo. Aunque
me dio pena que el caballero muriera y
se quedara sola.
El bibliotecario se
tomó su tiempo para contestar, parecía meditar la respuesta.
–Una persona va
labrando su porvenir. Cada vez que elige un camino, está forjando su futuro.
¿Es acertado?, no lo sabe. Puede que su vida hubiera sido mejor o tal vez peor
habiendo elegido otro camino. ¿Quién lo sabe? –se encogió de hombros y volvió a
quedar pensativo–. Milady, ¿qué le parecería estudiar el tema en la historia de
una dama presa del terrible dragón?
Levantó la mirada
hacia el bibliotecario envuelto en luz.
–En estos momentos…
puede que más adelante. Estaba pensando en castillos… bueno, quiero decir –se
quedó pensativa–. Me refiero a que existan pasadizos, espacios ocultos,
terribles secretos…
El bibliotecario
inclinó la cabeza, puso la mano en la barbilla y arrugó los ojos. Tras unos
instantes levantó un dedo.
–Creo que sé lo que
quiere y… –dejó en suspenso la frase mientras se iba hacia una de las
estanterías, una de las pocas que tenían puerta.
Buscó entre el
manojo de llaves de su cinturón y abrió. Miró en el tercer estante y apuntó
hacia un libro. Lo tomó con suma delicadeza y cerró la puerta. Se acercó al
mostrador y colocó un paño negro, poniendo el libro encima.
–Aquí lo tiene,
Milady.
Se quedó mirándolo,
asombrada. Nunca había visto un libro tan lujoso. La cubierta era oscura, de un
color indefinido, casi negra y con ligeros reflejos rojizos. Los cantos estaban
cubiertos de metal, una filigrana ancha que parecía bronce. Y en el centro, con
exquisita caligrafía y del mismo metal, el título. Resultaba inquietante.
–“El misterio del Castillo”
–leyó–. No pone quién lo ha escrito –comentó sorprendida, buscando en el lomo
del libro.
–Es uno de los
muchos misterios de este libro –puso su mano encima, sin llegar a tocarlo–. No
se sabe quién, cuándo o dónde lo escribió. Es un ejemplar único y al parecer,
siempre ha estado entre estos muros, según el registro…
Cada vez estaba más
intrigada. Lo cogió con sumo cuidado, con la intención de abrirlo, pero no
pudo. El metal unía las portadas, imposible abrirlo. Dirigió una mirada
interrogante al bibliotecario, mientras lo depositaba de nuevo sobre el paño.
–Hace falta un motivo
para leerlo. Piense en ello y diga con sinceridad: ¿por qué quiere leerlo?
–estaba serio, más de lo habitual.
Estaba confusa.
Tanto misterio, y ahora tenía que saber por qué quería leerlo. Ni que fuera
mágico. Pero si se empeñaba… Cerró los ojos y se concentró.
–Me gustaría
conocer los secretos del castillo. Si leo sobre el tema, quizás sea más fácil
averiguarlo –lo dijo muy seria, mirándole a los ojos para que supiera que era
sincera, aunque con el aura, era difícil adivinar su rostro.
–Es una buena razón
–le respondió.
Miró el libro,
esperando que se abriera, pero no sucedió nada. El bibliotecario se alejó y
abrió la puerta de un armario bajo la escalera. Extrajo un cajón de madera
labrada y lo puso en el suelo. Cogió otra llave de su manojo y lo abrió. De su
interior tomó una pequeña caja de madera y la trajo hasta el mostrador. Era del
color del libro y con los mismos bordes de metal. Hizo un gesto con la mano
hacia la caja. Ella no se hizo rogar y sin saber qué encontraría, la abrió. De
tela oscura por dentro, había una pieza metálica en el centro. Era triangular,
con resaltes y hendiduras, del mismo metal del libro. Le miró y él asintió.
Entonces se atrevió a cogerlo, estaba unido a una fina cadena.
–Extraño colgante
–lo levantó hacia la luz.
–No es un colgante.
Es la llave, abre el libro.
Entonces él tomó el
libro y le mostró el canto. Los adornos del libro coincidían con los de la joya
triangular. Ella quiso abrirlo inmediatamente y se encontró con la mano del
bibliotecario.
–Use la llave para abrirlo cuando lo vaya a
leer, Milady. Deberá hacerlo sola, sin testigos. El resto del tiempo deberá
permanecer cerrado.
–Así lo haré
–asintió intrigada.
–Y no se separe
nunca de la llave, llévela siempre consigo.
Cogió la llave y se
la colgó al cuello. El bibliotecario le entregó el libro.
–Ahora es suyo,
mientras dure su lectura. Espero que encuentre lo que busca.
–Eso espero. Adiós
y muchas gracias.
Estaba asustada por
lo extraño de la situación, el misterio que rodeaba al libro. Y a la vez,
sentía una enorme curiosidad. Estaba deseando empezar a leerlo.
Fue un dulce
despertar, las primeras luces del alba se colaban a través de la contraventana
entornada. Sentía ese cosquilleo sobre su rostro, era agradable. Sin embargo,
sentía una punzada de dolor en la mano. La tenía cerrada, fuertemente apretada,
seguro que había pasado así toda la noche. Claro, recordó, la llave. Se
incorporó despacio en la cama y se miró la mano. La abrió despacio, no estaba.
Se palpó el cuello buscando la cadena y tampoco. ¿Dónde la había puesto? Debía
ser cuidadosa, no podía perderla. Se levantó y destapó la cama, miró en el
suelo y buscó por la habitación. No la encontraba por ningún lado. Ella no era
así de descuidada. Se paró a pensar y tiritó de frío. Se puso la chaqueta y se
calzó. ¿Dónde la habría puesto? Salió al pasillo, su búsqueda la llevó hasta la
cocina. Miró en la mesa, en el banco, tampoco. Siguió por el fogón, los ganchos
de las paredes y en los sitios más inverosímiles. Tenía que detenerse a pensar.
La llave que abría
el libro. ¿Habría sido tan imprudente de dejarla junto al libro? Por cierto, ¿y
el libro? Debía pensar en lo que hizo ayer. Salió de la torre de la biblioteca
y no se cruzó con nadie en su camino, bajó las escaleras al patio, lo cruzó y
volvió a subir escaleras, siguió el pasillo y entró en su habitación. No, a la
cocina no había ido. Salió de la cocina, fue hasta la siguiente puerta y abrió.
La casa de los vecinos. Giró la cabeza y vio más casas, la torre de la iglesia…
Volvió a entrar y
fue a la cocina, se sentó en el banco y apoyó la cabeza en la mesa. Rompió a
llorar. No había ni libro ni llave, nunca habían existido. Todo había sido un
sueño, cómo podía ser tan ingenua. El castillo, el castillo de sus sueños,
tenía biblioteca. Las lágrimas fluían silenciosas. El libro… “El misterio… del castillo”,
eso era. Tan real, que podría describirlo hasta en sus más pequeños detalles,
igual que la llave. Se secó los ojos. En su sueño no había llegado a leerlo, su
contenido se le escapaba. Le daban ganas de acostarse otra vez, a ver si volvía
al sueño. Misterios había dicho, lugares ocultos en el castillo, de eso
trataba, se suponía. Y no lo podía leer cualquiera. ¿Existiría el libro? ¡Ojalá
fuera así! El castillo de sus sueños existía, entonces, ¿el libro? Seguro que
también, y estaría en la biblioteca del castillo. Qué habitación tan hermosa, y
con tantos libros, libros para leer durante toda una vida. Tendría que ir a
buscarlo.
La puerta chirrió
al abrirse.
–Hola, madre –dijo
sorprendida.
–Buenos días, hija
–se sorprendió a su vez–. Estás pálida, tienes los ojos rojos, ¿te sucede algo?
–Creo que acabo de
despertar.
La madre se acercó
a Elena, la rodeó con los brazos y le dio un beso en la frente.
–¿Un mal sueño, mi
niña?
–He vuelto a soñar
con el castillo –abrazó a su madre.
–¿Una pesadilla?
–Qué va, pero he
despertado y creí que seguía allí.
–Cuéntame hija.
Cuéntame esa historia que te confunde. Desahógate y verás como se pasa –le
acarició la cabeza.
–Madre, tú no
habrás oído hablar de un libro que se llama “El misterio del Castillo”.
–Pues no…
–Verás, es un libro de piel oscura, casi negra, con reflejos
rojizos…
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