jueves, 24 de septiembre de 2015

LA TORRE. Elena, Capítulo 3.




3

Los libros

   La llave y el libro. Los había buscado por todo el castillo, pero no aparecieron. Despertar fue una liberación, saltó de la cama, no fuera a dormirse otra vez y volviera a soñar. Quedó sin embargo un resquicio, la curiosidad por conocer el contenido de aquel libro. El libro, los libros. ¡Ay, los libros! Los amaba más que a nada. Bueno, primero estaban sus padres, pero después venían ellos.
   Se aficionó a la lectura en sus últimos años en la escuela. El maestro, don Matías, les hablaba de los libros, les contaba las historias que encerraban entre sus páginas. Así supo de muchos. A veces, les leía un capítulo. Pero una y otra vez volvía sobre uno de ellos, “El Quijote”, decía que era el mejor libro jamás escrito. Sus mejores recuerdos de la escuela, se centraban en esos momentos.
   Muchas veces durante las comidas, se explayó relatando esas mismas historias a sus padres, que la tenían que mandar callar para que comiera. Una noche, al irse a dormir, descubrió un libro sobre su cama. Paralizada por la sorpresa, se quedó muy quieta, contemplándolo. Vio el título: “Cuentos de los hermanos Grimm”. Sin atreverse a tocarlo, volvió a la cocina para decírselo a sus padres: había un libro sobre su cama. La acompañaron a su habitación, hicieron un poco de teatro con la aparición del libro y dijeron que si nadie venía a reclamarlo, puesto que estaba en su cama, sería para ella. En pocos días había leído todos sus cuentos. Volvió a empezarlo, una y otra vez, hasta que se los supo casi de memoria. Después le llegaría otro libro y otro más, así hasta ocho, lo recordaba bien.
   –Hija, con más garbo, que no se hace sola –Elena se sobresaltó.
   –Es que se me cansan los brazos, madre –siguió amasando en la artesa.
   –Trae, entre las dos no se hace tan pesado. Parecías un poco ausente –se arremangó y metió las manos en la masa.
   –Estaba distraída –hizo una pausa y respiró profundamente–. Recordaba cuando empecé a leer.
   –Eras tan pequeña… –la madre imprimió un ritmo más vivo.
   –No, me refiero a los libros que me diste.
   –Siempre has disfrutado con la lectura. Cualquier día de estos, vuelvo a leer. A la casa, la comida y todo lo demás que le zurzan.
   –¡Tú también leías! –la miró emocionada.
   –Los libros que ahora tienes tú –dejó de amasar unos instantes, sus ojos brillaron–. Solía levantarme temprano e iba a sentarme en la cocina. Leía dos o tres páginas, lo que me diera tiempo, porque aparecía tu abuela y había que empezar la faena. A ella no le gustaban los libros, decía que eran para los señoritos, que podían perder el tiempo.
   –De pequeña creía que nadie podía tener tantos libros, salvo el cura y el maestro. ¿Cómo los conseguiste?
   –Íbamos a vender el ganado a la feria de Medina. Tu abuelo sacaba allí sus buenos reales y después de eso, estaba dispuesto a permitirnos algunos caprichos. A tu abuela y a tu tía siempre les daba por las telas y los cacharros, a mí eso me aburría. Prefería irme con tu abuelo, aunque el paseo siempre acabara en la taberna. Un día que íbamos hacia allí, vi la tienda de los libros. Le pedí entrar y accedió. Nunca había visto tantos libros juntos. Tu abuelo pidió ver libros para mí y nos señaló una estantería. Empezamos a mirar, los hubiera querido todos, pero vi uno con un dibujo de animales en la portada y lo cogí. Mi padre me lo compró. A partir de entonces, siempre me compraba uno cuando íbamos a la feria… –su mirada ausente parecía indicar que en aquellos momentos se encontraba muy lejos.
   Elena volvió a sumirse en sus pensamientos. En el último año de la escuela. El día en que el maestro les habló de una obra de la literatura norteamericana. Había sido la preferida en su juventud: “Las aventuras de Tom Sawyer”. Parecían muy interesantes, más que las del famoso Don Quijote. Así que fue a casa diciendo que quería ese libro. Menudo disgusto, ni lo vendían en el pueblo, ni iban a poder comprárselo. Entonces fue cuando descubrió que los libros que tenía eran de su madre, no se los habían comprado. Siguió pensando en Tom Sawyer y sus fabulosas aventuras, no se lo podía quitar de la cabeza. Un día, a la salida del colegio, se quedó rezagada y se acercó al maestro para preguntarle por el libro: dónde lo vendían y cuánto costaba. Debió de llegarle al alma, porque le dijo que le acompañara a su casa. La mandó sentar y fue a la estantería. Sacó el libro y lo puso en sus manos, diciéndole que lo cuidara, que era su recuerdo más querido. Y ella leyó un poco cada tarde, durante mucho tiempo. Hasta que un día lo terminó, y entonces quiso ser como Tom Sawyer y su amigo Huckleberry Finn…
   –Creo que esto ya está –dijo la madre.
   –Cómo me gustaría ir a una librería… –dijo Elena–. Habrá alguna muy grande en la capital.
   –Los libros son muy caros, no podemos permitírnoslos.
   –Es una lástima.
   –No te ha ido tan mal. Leíste los míos y después los que te dejaba don Matías. Ahora te los presta el nuevo maestro…
   –Don Anselmo –apuntó.
   –Eres muy afortunada.
   –Ya lo sé, madre. ¿Y si fuera a la biblioteca? Dicen que ahí es donde hay más libros…
   La madre sonrió.
   –También hay que pagar el coche de línea de aquí a Segovia  y volver.
   Elena suspiró. Qué complicado era todo cuando se era pobre. ¿Por qué no tendría su padre dinero? Su abuelo lo tuvo y podía comprarle libros a su madre.
   Fueron dando forma a las hogazas y las pusieron sobre una tabla que cubrieron con un paño. Elena se limpió las manos y se bajó las mangas. Cogió una tela y la enrolló en la cabeza. Su madre le ayudó a colocar la tabla encima. Agarró los extremos con las manos y fue hacia la puerta. La madre se adelantó para abrirle.
   –Adiós madre.
   –Hasta luego, hija.
   La tabla pesaba bastante. Llevaba la masa para el pan de toda una semana, menos mal que el horno no estaba lejos. El hijo del panadero la recibió una vez más, con halagos y piropos, era un pesado. Y un poco corto, no fue capaz de acabar el colegio. Por eso se contenía, pero cualquier día le iba a tener que dar una mala contestación.


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