15
Crisis
No quería verlo
más. Le dio la vuelta. Hacía días que estaba acabado. Una vez seca la pintura,
Manuela había mandado a su criada a por él, pero no traía el dinero. Y él dijo
que sin dinero, no le entregaba el retrato. Volvió al día siguiente, con un
mensaje de su ama: que lo pagaría cuando le viniera en gana, que quién era él
para decirle lo que tenía que hacer. Y un ultimátum, más bien una amenaza: o le
daba el cuadro o se las vería con su padre, el comandante. Le dio recado para
su ama: él vivía de la pintura, no del aire. La criada ni se inmutó, al fin y
al cabo era una mandada. Dio los buenos días y se marchó. Su intuición le decía
que había hecho lo que debía.
Así que su ciclo de
mala suerte seguía adelante. Esperaba que no fuera muy largo. El dinero se
acababa y los encargos no llegaban.
Volvió a entrar en
el estudio, había olvidado la llave. La introdujo en la cerradura y dio dos
vueltas. Ahora cerraba, no fuera que la comandanta viniera en su ausencia.
Agarró su caballete y se lo colgó a la espalda. Bajó las escaleras. Pesaba. Era
una caja donde cabía todo: pinceles, pinturas, paleta y el lienzo enganchado
por fuera; al abrirse se transformaba en un caballete. Había sido un regalo de
sus padres, del día que acabó sus estudios. Llevaba un lienzo grande, un metro
de largo, algo engorroso de transportar.
Recordó que le
quedaba poco azul. Tendría que pasar por la droguería. Al llegar allí se detuvo
delante del escaparate. Le ocurría lo mismo que con el Acueducto, el retrato de
Irene le gustaba cada vez más.
–Es bueno, ¿verdad?
–dijo un joven, deteniéndose junto a él. Llevaba la camisa y los pantalones
manchados de pintura.
–Bastante bueno. Lo
he pintado yo.
–¿En serio? Ya
quisiera yo pintar la mitad de bien. Pero ya ve usted –le enseñó su ropa–,
quedé para enlucir paredes. Que tenga un buen día –dicho esto entró en la
droguería.
–Gracias. Adiós.
Parecía que el
retrato gustaba a todo el mundo, pero lo que le hacía falta eran clientes. Se
quedó un rato más delante de su obra. Cuando entró, el droguero atendía al
pintor. Había un par de enormes latas de pintura sobre el mostrador. La mujer,
en el otro extremo, anotaba en un cuaderno.
–Buenos días –dijo
Alejandro. El pintor se giró y sonrió, el droguero saludó con un gesto.
–Buenos días, don
Alejandro –dijo la mujer dejando el lápiz–. ¿Qué desea?
–Un tubo de azul
ultramar oscuro, por favor.
–Muy bien, ahora
mismo se lo traigo –desapareció en la trastienda.
–Póngalo en la
cuenta –dijo el pintor agarrando las latas–. Por cierto, ¿no sabrá usted de
alguien que me pueda echar una mano? Tengo enfermo a mi ayudante.
–Pues… –se quedó
pensativo– ahora mismo, no. Si nos enteramos de alguien, le avisamos.
–Se lo agradezco.
Gracias y buenos días.
–Buenos días –el
droguero cogió el cuaderno para anotar la venta.
La mujer volvió con
el tubo de óleo.
–Aquí lo tiene.
–Apúntelo en mi
cuenta –lo cogió.
–¿No quiere que se
lo envuelva?
–No hace falta. Ya
lo guardo en la caja.
Mientras abría el
caballete, la droguera se fijó en el lienzo, en la pintura comenzada. Salió de
detrás del mostrador y llamó a su marido.
–Mira, está
pintando el Alcázar –se acercó el marido.
–Es un monumento
impresionante, le quedará estupendo –dijo el droguero–. Es usted con mucho, el
mejor pintor de Segovia, ¿verdad, cielo? –mirando a su mujer.
–Tienes toda la
razón, mi amor –le acarició la mejilla.
–Oh, no es para
tanto. Como usted dice, este monumento es impresionante y la vista desde el
valle magnífica…
–No se haga usted
de menos –dijo la mujer.
–Enséñenoslo cuando
lo acabe –pidió el droguero.
–Cuenten con ello.
Me voy, que la luz no espera. Que tengan un buen día.
–Adiós, que tenga
buen día –dijo la mujer.
–Adiós, adiós
–coreó el droguero.
–Es un cielo este
chico –le comentó al marido cuando Alejandro salió de la tienda.
–Llegará lejos.
Rodeó las murallas,
le gustaba más que atravesar la ciudad. Se dirigió a la confluencia del Clamores
y el Eresma. Lo consideraba el lugar más agradecido para pintar el Alcázar. El
caballete le dejó molida la espalda. Lo descargó y empezó a sacar las patas y
abrió la caja. Puso colores en la paleta y agarró los pinceles.
Estudió la obra.
Ocres anaranjados en la ciudad difuminada y lejana y algunas torres
atreviéndose a despuntar. Un Alcázar surgido de la misma roca, intentando
rasgar el cielo con sus escarpados tejados. Quería suavizar ese efecto,
conseguir una transición más suave. Aligeró el color, dejando que la luz
inundara las techumbres, volviéndolos más etéreos. Hoy las nubes aparecían
deshilachadas y caprichosas. Aprovechó para incorporarlas al fondo de la
imprecisa ciudad, como si ésta quisiera recordarnos su presencia. Un juego de
volutas, surgieron las nubes en el extremo izquierdo del cuadro, para elevarse
y desaparecer conforme se acercaban al monumento. Disfrutó de la pintura
durante un par de horas. El sol seguía su curso y la luz variaba la apariencia
de las superficies. Recogió y emprendió el regreso.
Estuvo cambiando la
composición de las nubecillas que improvisara esa mañana. No pretendía que
tuvieran un realismo exagerado, pero tampoco que parecieran fuegos
artificiales. Miró la hora. Se le hacía tarde, dejó todo sin recoger y salió.
Había quedado con Irene. Eran buenos amigos y siempre se veían en el estudio.
Con el buen tiempo, apetecía salir. Habían quedado detrás de San Millán.
Allí estaba, con un
libro abierto. Cuando se acercó, levantó la vista y lo cerró.
–Hola, Alejandro
–estaba seria.
–¿Estudiando?
–He tenido un
examen. Todo iba bien, hasta que llegué a las pirámides.
–¿Las pirámides?
–Sí. Keops, Kefrén
y… ahí me quedé atascada. ¡Se me ha vuelto a olvidar!
–Micerinos.
–Micerinos. Me lo
sabía todo, pero la memoria me la ha jugado con Me… ¿Ves? Otra vez, no hay
manera.
–Pero, si has hecho
bien el resto…
–¡Es que me da
mucha rabia! –se enfurruñó–. Bueno, vamos.
Echaron a andar y
fueron alejándose de las casas.
–¿Hacia dónde
vamos?
–Si no te importa,
podíamos bajar adonde estoy pintando. Me gustaría verlo con la luz del oeste.
–Me parece bien.
Por cierto, ¿te pagaron el retrato?
–No y de verdad,
que no lo entiendo. Quería un retrato y ya lo tiene. Le gustó, lo noté en
su mirada cuando lo vio acabado, pero
fue incapaz de decir nada.
–¿Nada de nada?
–Bueno, algo dijo
–se quedó pensativo–. Sí, ahora recuerdo, que cuándo podía llevárselo. Le dije
que en una semana estaría seco.
–No te mereces
esto. Una buena persona como tú… –cogió su mano y la retuvo.
El camino descendía
rodeado de vegetación. A la izquierda en forma de bosque. A la derecha
desaparecía progresivamente, sustituido por las huertas en torno al arroyuelo.
Más allá, la empinada pendiente se convertía de nuevo en arboleda que llegaba a
las murallas de la ciudad. Divisaron el Alcázar.
–Mira, tu última
musa. ¿Qué tal te va con él?
–Progresa. Acabo de
estar trabajando en él, retocando unas nubes.
–Será tu nueva obra
maestra…
–No creo…
–Pero bueno –le
soltó la mano y se plantó delante de él–, ¿ahora me vas a decir que no te sale?
¡Es imposible!
–Si va muy bien. Lo
que pasa, es que el Acueducto y tu retrato son dos obras maestras, muy
difíciles de superar.
Irene se le colgó
del brazo y siguieron el paseo.
–Como diría mi
madre –imitó su voz–, puedo poner el mismo amor en todos los cocidos, pero unas
veces me quedan de rechupete y otras están buenos.
Llegaron al puente.
Alejandro paró de nuevo a mirar el Alcázar.
–Será que me está
afectando esta mala racha.
–¿De qué hablas?
–preguntó desconcertada.
–El último cuadro
que vendí fue el del acueducto. Y fue a mi tío. No tengo ningún encargo nuevo.
Como la señorita Manuela no me pague, no sé que va a ser de mí.
Se volvió hacia él
y puso las manos sobre sus brazos.
–No desesperes. Se
le pasará la rabieta. No va a haber posado para quedarse sin retrato. Un
retrato tan bueno –dijo mostrándose orgullosa de él–. ¿Quién se lo iba a hacer
mejor que tú? ¡Pagará, ya lo verás!
Se sintió
reconfortado. Tenía razón, Manuela vendría a por su retrato.
–¿Continuamos?
Un poco más
adelante, Alejandro volvió a detenerse.
–Mira, aquí vengo a
pintar por las mañanas. Parece que la Naturaleza y el hombre se hubieran aliado
para crear esta maravilla –abrió la mano y la extendió en dirección a las
peñas.
–Sí, es
maravilloso. Tu pintura será todavía más fascinante.
Irene se alejó
corriendo y paró unos metros más adelante, volviéndose hacia él. Con los pies
juntos, erguida y la cabeza echada hacia atrás, levantó los brazos en cruz con
las manos abiertas. Los ojos cerrados y un rostro feliz. La brisa del poniente
envolvió su figura, alborotando sus cabellos y meciendo el vestido. Alejandro
permaneció quieto y embobado observando a una radiante Irene ante el Alcázar.
–¿Quedaría bien en
tu pintura?
Alejandro se
sorprendió. Parecía que hubiera adivinado sus pensamientos. Iba a responder
cuando Irene se le vino encima.
–Era broma… –acercó
su rostro, mirándose en sus ojos.
Alejandro fue a
decir algo. Le absorbió la cálida mirada, cada vez más cerca y unos labios
entreabiertos, que fueron al encuentro de los suyos. Se posaron leves, suaves,
delicados. Los paladeó breves instantes, antes de que le abandonasen. Se sintió
complacido, sorprendido e inseguro.
–Alejandro –apoyó
la cabeza en su hombro–, es mi primer beso –susurró.
Alejandro inclinó
la cabeza para hablarle. Ella aprovechó para posar un fugaz beso, al que siguió
una deslumbrante sonrisa. Él esbozó otra, al tiempo que echaba la cabeza hacia
atrás.
–Irene, creo que
deberíamos pensar en irnos, si no queremos que se nos eche la noche encima.
–¡Oh! No quisiera
preocupar a mis padres. Vamos.
La puesta de sol
les sorprendió cuando avistaron el Acueducto. Se acercaban a la ciudad e Irene
soltó la mano de Alejandro.
–Será mejor que nos
separemos aquí. Adiós –levantó la mano para despedirse y echó a correr.
Embobado y feliz,
la veía alejarse. Preocupado también. ¿Cómo había dejado que ocurriera? No
debería darle falsas esperanzas.
Un problema más, como si tuviera pocos.
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