sábado, 9 de abril de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 15.



15

Crisis

   No quería verlo más. Le dio la vuelta. Hacía días que estaba acabado. Una vez seca la pintura, Manuela había mandado a su criada a por él, pero no traía el dinero. Y él dijo que sin dinero, no le entregaba el retrato. Volvió al día siguiente, con un mensaje de su ama: que lo pagaría cuando le viniera en gana, que quién era él para decirle lo que tenía que hacer. Y un ultimátum, más bien una amenaza: o le daba el cuadro o se las vería con su padre, el comandante. Le dio recado para su ama: él vivía de la pintura, no del aire. La criada ni se inmutó, al fin y al cabo era una mandada. Dio los buenos días y se marchó. Su intuición le decía que había hecho lo que debía.
   Así que su ciclo de mala suerte seguía adelante. Esperaba que no fuera muy largo. El dinero se acababa y los encargos no llegaban.
   Volvió a entrar en el estudio, había olvidado la llave. La introdujo en la cerradura y dio dos vueltas. Ahora cerraba, no fuera que la comandanta viniera en su ausencia. Agarró su caballete y se lo colgó a la espalda. Bajó las escaleras. Pesaba. Era una caja donde cabía todo: pinceles, pinturas, paleta y el lienzo enganchado por fuera; al abrirse se transformaba en un caballete. Había sido un regalo de sus padres, del día que acabó sus estudios. Llevaba un lienzo grande, un metro de largo, algo engorroso de transportar.
   Recordó que le quedaba poco azul. Tendría que pasar por la droguería. Al llegar allí se detuvo delante del escaparate. Le ocurría lo mismo que con el Acueducto, el retrato de Irene le gustaba cada vez más.
   –Es bueno, ¿verdad? –dijo un joven, deteniéndose junto a él. Llevaba la camisa y los pantalones manchados de pintura.
   –Bastante bueno. Lo he pintado yo.
   –¿En serio? Ya quisiera yo pintar la mitad de bien. Pero ya ve usted –le enseñó su ropa–, quedé para enlucir paredes. Que tenga un buen día –dicho esto entró en la droguería.
   –Gracias. Adiós.
   Parecía que el retrato gustaba a todo el mundo, pero lo que le hacía falta eran clientes. Se quedó un rato más delante de su obra. Cuando entró, el droguero atendía al pintor. Había un par de enormes latas de pintura sobre el mostrador. La mujer, en el otro extremo, anotaba en un cuaderno.
   –Buenos días –dijo Alejandro. El pintor se giró y sonrió, el droguero saludó con un gesto.
   –Buenos días, don Alejandro –dijo la mujer dejando el lápiz–. ¿Qué desea?
   –Un tubo de azul ultramar oscuro, por favor.
   –Muy bien, ahora mismo se lo traigo –desapareció en la trastienda.
   –Póngalo en la cuenta –dijo el pintor agarrando las latas–. Por cierto, ¿no sabrá usted de alguien que me pueda echar una mano? Tengo enfermo a mi ayudante.
   –Pues… –se quedó pensativo– ahora mismo, no. Si nos enteramos de alguien, le avisamos.
   –Se lo agradezco. Gracias y buenos días.
   –Buenos días –el droguero cogió el cuaderno para anotar la venta.
   La mujer volvió con el tubo de óleo.
   –Aquí lo tiene.
   –Apúntelo en mi cuenta –lo cogió.
   –¿No quiere que se lo envuelva?
   –No hace falta. Ya lo guardo en la caja.
   Mientras abría el caballete, la droguera se fijó en el lienzo, en la pintura comenzada. Salió de detrás del mostrador y llamó a su marido.
   –Mira, está pintando el Alcázar –se acercó el marido.
   –Es un monumento impresionante, le quedará estupendo –dijo el droguero–. Es usted con mucho, el mejor pintor de Segovia, ¿verdad, cielo? –mirando a su mujer.
   –Tienes toda la razón, mi amor –le acarició la mejilla. 
   –Oh, no es para tanto. Como usted dice, este monumento es impresionante y la vista desde el valle magnífica…
   –No se haga usted de menos –dijo la mujer.
   –Enséñenoslo cuando lo acabe –pidió el droguero.
   –Cuenten con ello. Me voy, que la luz no espera. Que tengan un buen día.
   –Adiós, que tenga buen día –dijo la mujer.
   –Adiós, adiós –coreó el droguero.
   –Es un cielo este chico –le comentó al marido cuando Alejandro salió de la tienda.
   –Llegará lejos.


   Rodeó las murallas, le gustaba más que atravesar la ciudad. Se dirigió a la confluencia del Clamores y el Eresma. Lo consideraba el lugar más agradecido para pintar el Alcázar. El caballete le dejó molida la espalda. Lo descargó y empezó a sacar las patas y abrió la caja. Puso colores en la paleta y agarró los pinceles.
   Estudió la obra. Ocres anaranjados en la ciudad difuminada y lejana y algunas torres atreviéndose a despuntar. Un Alcázar surgido de la misma roca, intentando rasgar el cielo con sus escarpados tejados. Quería suavizar ese efecto, conseguir una transición más suave. Aligeró el color, dejando que la luz inundara las techumbres, volviéndolos más etéreos. Hoy las nubes aparecían deshilachadas y caprichosas. Aprovechó para incorporarlas al fondo de la imprecisa ciudad, como si ésta quisiera recordarnos su presencia. Un juego de volutas, surgieron las nubes en el extremo izquierdo del cuadro, para elevarse y desaparecer conforme se acercaban al monumento. Disfrutó de la pintura durante un par de horas. El sol seguía su curso y la luz variaba la apariencia de las superficies. Recogió y emprendió el regreso.

  
   Estuvo cambiando la composición de las nubecillas que improvisara esa mañana. No pretendía que tuvieran un realismo exagerado, pero tampoco que parecieran fuegos artificiales. Miró la hora. Se le hacía tarde, dejó todo sin recoger y salió. Había quedado con Irene. Eran buenos amigos y siempre se veían en el estudio. Con el buen tiempo, apetecía salir. Habían quedado detrás de San Millán.
   Allí estaba, con un libro abierto. Cuando se acercó, levantó la vista y lo cerró.
   –Hola, Alejandro –estaba seria.
   –¿Estudiando?
   –He tenido un examen. Todo iba bien, hasta que llegué a las pirámides.
   –¿Las pirámides?
   –Sí. Keops, Kefrén y… ahí me quedé atascada. ¡Se me ha vuelto a olvidar!
   –Micerinos.
   –Micerinos. Me lo sabía todo, pero la memoria me la ha jugado con Me… ¿Ves? Otra vez, no hay manera.
   –Pero, si has hecho bien el resto…
   –¡Es que me da mucha rabia! –se enfurruñó–. Bueno, vamos.
   Echaron a andar y fueron alejándose de las casas.
   –¿Hacia dónde vamos?
   –Si no te importa, podíamos bajar adonde estoy pintando. Me gustaría verlo con la luz del oeste.
   –Me parece bien. Por cierto, ¿te pagaron el retrato?
   –No y de verdad, que no lo entiendo. Quería un retrato y ya lo tiene. Le gustó, lo noté en su  mirada cuando lo vio acabado, pero fue incapaz de decir nada.
   –¿Nada de nada?
   –Bueno, algo dijo –se quedó pensativo–. Sí, ahora recuerdo, que cuándo podía llevárselo. Le dije que en una semana estaría seco.
   –No te mereces esto. Una buena persona como tú… –cogió su mano y la retuvo.
   El camino descendía rodeado de vegetación. A la izquierda en forma de bosque. A la derecha desaparecía progresivamente, sustituido por las huertas en torno al arroyuelo. Más allá, la empinada pendiente se convertía de nuevo en arboleda que llegaba a las murallas de la ciudad. Divisaron el Alcázar.
   –Mira, tu última musa. ¿Qué tal te va con él?
   –Progresa. Acabo de estar trabajando en él, retocando unas nubes.
   –Será tu nueva obra maestra…
   –No creo…
   –Pero bueno –le soltó la mano y se plantó delante de él–, ¿ahora me vas a decir que no te sale? ¡Es imposible!
   –Si va muy bien. Lo que pasa, es que el Acueducto y tu retrato son dos obras maestras, muy difíciles de superar.
   Irene se le colgó del brazo y siguieron el paseo.
   –Como diría mi madre –imitó su voz–, puedo poner el mismo amor en todos los cocidos, pero unas veces me quedan de rechupete y otras están buenos.
   Llegaron al puente. Alejandro paró de nuevo a mirar el Alcázar.
   –Será que me está afectando esta mala racha.
   –¿De qué hablas? –preguntó desconcertada.
   –El último cuadro que vendí fue el del acueducto. Y fue a mi tío. No tengo ningún encargo nuevo. Como la señorita Manuela no me pague, no sé que va a ser de mí.
   Se volvió hacia él y  puso las manos sobre sus brazos.
   –No desesperes. Se le pasará la rabieta. No va a haber posado para quedarse sin retrato. Un retrato tan bueno –dijo mostrándose orgullosa de él–. ¿Quién se lo iba a hacer mejor que tú? ¡Pagará, ya lo verás!
   Se sintió reconfortado. Tenía razón, Manuela vendría a por su retrato.
   –¿Continuamos?
   Un poco más adelante, Alejandro volvió a detenerse.
   –Mira, aquí vengo a pintar por las mañanas. Parece que la Naturaleza y el hombre se hubieran aliado para crear esta maravilla –abrió la mano y la extendió en dirección a las peñas.
   –Sí, es maravilloso. Tu pintura será todavía más fascinante.
   Irene se alejó corriendo y paró unos metros más adelante, volviéndose hacia él. Con los pies juntos, erguida y la cabeza echada hacia atrás, levantó los brazos en cruz con las manos abiertas. Los ojos cerrados y un rostro feliz. La brisa del poniente envolvió su figura, alborotando sus cabellos y meciendo el vestido. Alejandro permaneció quieto y embobado observando a una radiante Irene ante el Alcázar.
   –¿Quedaría bien en tu pintura?
   Alejandro se sorprendió. Parecía que hubiera adivinado sus pensamientos. Iba a responder cuando Irene se le vino encima.
   –Era broma… –acercó su rostro, mirándose en sus ojos.
   Alejandro fue a decir algo. Le absorbió la cálida mirada, cada vez más cerca y unos labios entreabiertos, que fueron al encuentro de los suyos. Se posaron leves, suaves, delicados. Los paladeó breves instantes, antes de que le abandonasen. Se sintió complacido, sorprendido e inseguro.
   –Alejandro –apoyó la cabeza en su hombro–, es mi primer beso –susurró.
   Alejandro inclinó la cabeza para hablarle. Ella aprovechó para posar un fugaz beso, al que siguió una deslumbrante sonrisa. Él esbozó otra, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás.
   –Irene, creo que deberíamos pensar en irnos, si no queremos que se nos eche la noche encima.
   –¡Oh! No quisiera preocupar a mis padres. Vamos.
   La puesta de sol les sorprendió cuando avistaron el Acueducto. Se acercaban a la ciudad e Irene soltó la mano de Alejandro.
   –Será mejor que nos separemos aquí. Adiós –levantó la mano para despedirse y echó a correr.
   Embobado y feliz, la veía alejarse. Preocupado también. ¿Cómo había dejado que ocurriera? No debería darle falsas esperanzas.
   Un problema más, como si tuviera pocos.


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