sábado, 23 de abril de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap 17.



17

Viaje a Turégano

   Pasó junto a la Catedral, siempre le llamaba la atención la cantidad de agujas apuntando al cielo, como si quisieran agujerearlo. El cielo, se veía extraño e inquietante, de un violeta agrisado, ni despejado ni cubierto de nubes. Creyó perder el equilibrio, tanto mirar hacia arriba. Se detuvo, no había nada con lo que tropezar. Percibió algo extraño y volvió la cabeza. El edificio situado a su derecha oscilaba, como mecido por la brisa. No… eso no era posible. Siguió observando, ni un crujido, pero el edificio se bamboleaba. Echó a correr, no se le fuera a caer encima.
   Desde lejos vería mejor lo que ocurría. Iba a detenerse cuando tropezó y rodó por el suelo. Se fue a levantar, pero estaba mareado, así que se sentó. Sentía que la cabeza se le iba. Hasta que se dio cuenta que era el suelo el que se movía. No era la casa, era la calle, ondulándose lentamente, como una masa de agua, rompiendo contra las casas.
   Tenía que huir, allí no estaba seguro. Se puso en pie con cautela y haciendo equilibrios continuó descendiendo la calle, intentando alejarse de aquel lugar. Avanzaba despacio, torpe como un borracho, por los impredecibles movimientos del suelo. Tan pronto pasaba una ola hacia delante como que volvía otra de costado. Estuvo a punto de caer y se le fue la cabeza hacia atrás. Sobre él, el cielo era de un violeta rojizo. De vez en cuando paraba a descansar, cada vez era más difícil continuar. Perdió la noción del tiempo, pensó que nunca lograría alejarse de allí.
   Llegó un momento en que la oscilación se fue debilitando y pudo avanzar más rápido. Casi desapareció y echó a correr, emocionado. Cada vez más deprisa. Divisó el Alcázar, con su espadaña y las campanas, allí estaría a salvo, tras sus muros. De pronto se encontró en el aire y  vio una gran ondulación corriendo delante de él. Le había pillado a traición. Cayó sobre otra ola y rebotó, aterrizando sobre la siguiente. ¡Qué trompazo! Se quedó viendo cómo las olas, cada vez más pequeñas, le mecían e iban a estrellarse contra el Alcázar.
   No podrían con él. Continuó a gatas, no quería otro accidente. Le quedaba poco. Como pudo, trepó una ola y se dejó escurrir por el otro lado. Debía darse prisa, no quería más sorpresas. Luchando contra el fuerte oleaje, subía y bajaba y a veces lograba avanzar, pero no llegaba. Resultó inútil, derrotado y sin fuerzas, se conformó con ser testigo de los acontecimientos, tumbado sobre el inquieto suelo. No había manera de alcanzar la puerta.
   Mientras el suelo se mecía en todas direcciones, en el cielo se formaban pompas azuladas. Un rayo impactó en una burbuja. Estalló provocando un resplandor verde amarillento. Mareado como estaba, no era capaz de disfrutar del espectáculo: líneas malvas contra esferas azules, y el cielo tiñéndose de verde. Cerró los ojos y se abandonó por completo.
   No supo cuánto tiempo pasó, ya no estaba mareado. Seguía en el suelo y estaba al lado de la puerta. Se levantó sin poder creérselo. Miró al cielo, calmado y turquesa. Agarró el picaporte. Irradiaciones amarillas surgieron de la madera y se extendieron por la puerta en suaves irisaciones verdes. Abrió, entró y cerró tras él.


   Despertó empapado en sudor. Se levantó a abrir la ventana. Todavía era de noche, una noche verde. No podía ser cierto. Cogió la jarra de agua y dio un largo trago. Se sentó en la cama, confuso y asustado. Todo era verde. Se tumbó e intentó dormir. El tiempo fue pasando y la impronta verde desapareciendo. En ausencia del sueño, su mente resentida volvió a hurgar en sus problemas. Una idea lúcida cruzó por su atormentada cabeza: visitar una vez más el lugar que le había hecho perder la cordura, el castillo de Turégano.
   Una última vez. Después lo dejaría todo y desaparecería. Se incorporó y saltó de la cama. Una vez más.


   Llevaba todo en su carpeta: papel, lápiz, acuarelas y los antiguos dibujos del castillo. Entre sus manos, uno de los del dragón. Lo devolvió a la carpeta, sentada en el asiento contiguo. Afortunadamente el coche de línea no iba muy lleno y tuvo un viaje bastante tranquilo. Cuando quiso darse cuenta, se habían detenido en Turégano. Recogió su carpeta y bajó a toda prisa. Allí estaba de nuevo.
   El viaje le había sentado bien. Su cabeza estaba despejada y se sentía fenomenal. Puso rumbo al oeste, internándose en una calleja y siguiéndola hasta que se salió del pueblo. Continuó por el camino, alejándose, hasta llegar a un bosquecillo. Allí se detuvo y miró hacia Turégano. Buscó en su carpeta, tenía un dibujo con una vista parecida. Se sentó en el suelo y comenzó a retocar su obra, añadiendo un conjunto de nubes y el sol asomando entre ellas. Se sintió satisfecho con el cambio, aunque no quiso hacerse ilusiones. No esperaba milagros. Recogió y regresó al pueblo. Al entrar, se desvió hacia la izquierda, pero no se veía bien el castillo. Retrocedió y tomó otra calleja. Ahora tenía una buena vista sobre los tejados. Tenía un dibujo parecido, pero esta vez prefirió empezar uno nuevo. Sumió el callejón en una penumbra exagerada e iluminó el castillo, creando un fuerte contraste. Añadió unas nubes. Nada de dragones por el momento. No había quedado mal. Bajó hasta la plaza, se acordó del mesonero. Luego pasaría a saludarle. Desde allí había una buena vista del castillo, pero no acababa de convencerle. Probó desde otro ángulo y tampoco. Salió de la plaza y cogió la subida hacia el castillo. El balcón bajo el campanario llamó su atención y se detuvo a dibujarlo: las dos torres, la espadaña y el balcón. Se le ocurrió añadir una mujer asomada al balcón: cabellos castaños y vestido azul ondulando al viento, pensó. Pero si no le iba a dar color. Colocó un medallón encima de la puerta y dibujo un bicho que parecía un dragón. Le hizo gracia la ocurrencia, recordando las habladurías de la otra vez. Lástima que no hubiera nadie fisgando. Hizo una ampliación del medallón y representó con más detalle a la fiera, echando fuego por la boca.
   Le pareció escuchar una flauta y volvió la cabeza: nadie por allí. Estaba seguro de escucharla: una melodía suave y lenta, que fue haciéndose más rápida. Después fue el órgano el que interrumpió con un acorde y paró. Siguió la flauta, otra vez el órgano y desapareció. Al rato, otra irrupción. Habría música en la iglesia, pero no sonaba lejana, era muy extraño eso del eco. O a lo mejor era de la iglesia del castillo.
   Siguió subiendo hacia el castillo, un amplio camino lo rodeaba por la izquierda. Se detuvo a contemplarlo a contraluz y la música volvió, insistente, con toques entrecortados de órgano. Le gustaba. Continuó su camino por la cara norte, la vista también era buena. Sacó sus antiguos dibujos, se entretuvo en añadir nubes a uno de ellos y sombras sobre los muros. De nuevo la música, parecía flotar sobre su cabeza. Se empezó a poner nervioso. Ya no quería oírla. Recogió sus cosas y pensó en acercarse al mesón para saludar al dueño. Bajaría por la cara este, le pillaba más cerca.
   La música seguía sonando, parecía estar en su cabeza. La melodía de la flauta subía y bajaba como el trino de un pájaro, creciendo su intensidad. Vio la puerta del castillo y la imagen de una mujer descansando le vino a la mente. Era una buena composición. Podía dibujarlo desde el frente de la misma. Metió la mano en su carpeta para sacar una hoja, mientras caminaba acompañado por el sonido de la flauta.
   Se detuvo en seco, todavía con una mano dentro de la carpeta, mientras la otra revoloteaba sobre su cabeza, intentando apartar la música o la visión, o las dos cosas a la vez. La música le hacía delirar, ni que hubiera tomado absenta, el licor de los artistas, se suponía que producía visiones. Pero lo cierto era que su cerebro le estaba traicionando, veía a la mujer que había imaginado momentos antes. Tumbada, contra la puerta del castillo. Debería ponerse a dibujar antes de que se esfumase. Pero la música le volvía loco. Ahora sonaba un tambor que no le dejaba concentrarse. El órgano retumbó, anulando su voluntad, le hizo acercarse hacia la puerta. Se detuvo a corta distancia de la figura reclinada y la música se calmó un poco, dándole un respiro.
   Era una joven morena, y llevaba el vestido azul. ¡La dama del balcón! Parecía dormida, recostada, casi tumbada en el escalón de la vieja y carcomida puerta. Comenzó a ser consciente de que aquello no eran imaginaciones suyas, era una mujer de carne y hueso. ¿Y qué hacía allí durmiendo? ¿No estaría muerta? Se arrodilló junto a ella. Su rostro parecía relajado, casi sonriendo. Las mejillas sonrosadas y en los párpados había movimiento. Estaba dormida, ¿le habría sucedido algo? Su mano derecha estaba apoyada en el suelo, con la palma vuelta hacia arriba. Con timidez, acercó su dedo índice y tocó aquella mano.
   –Señorita… –no obtuvo respuesta–. ¿Me oye? –le dio unos golpecitos en la palma. Sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo. Y escuchó una música lejana, tranquila y plácida, y ya no estaba en su cabeza. 


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