martes, 11 de octubre de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 25.



25

El túnel azul

   Se detuvieron bajo el dintel de piedra rosada, en el umbral de lo desconocido. El lugar donde Elena había soñado que él le llamaba y donde él había soñado que ella le llamaba. Ahora, Elena estaba junto a él. Por fin compartía el sueño con ella, entrarían juntos en el túnel azul.
   La percusión inició un suave tamborileo, acompañando a la flauta en sus prolongadas notas y ellos se adentraron en la penumbra melodiosa del sereno azul. Elena y él, en el azul cobalto. Irisaciones de color que atravesaban juntos, hacia el profundo y lejano azul ultramar. Elena y él, envueltos en música, en la tranquilidad de la penumbra azul. Sería maravilloso quedarse allí, para siempre, pero debían seguir a la flauta.
   Sosegado ultramar oscuro, se detuvieron en la oscuridad. La melodía ascendió hasta el centro de la bóveda y se extendió por ella antes de derramarse suavemente por las paredes, encendiendo a su paso destellos celestes que iluminaron la estancia. Era una sala de pequeños bloques de piedra tallada con huecos al fondo y a ambos lados, arcos semejantes al que acababan de pasar, tras los cuales reinaban las sombras.
   Del arco del fondo surgieron dos criaturas, ataviadas con túnicas de pálido azul celeste y ceñidas por un cinturón de intenso celeste. Sus cuidadas melenas oscuras enmarcaban unos rostros pálidos y azulados, de una profunda inocencia impropia de este mundo.
   –Sed bienvenidos –les dijeron, pero de sus labios no surgió sonido alguno. Y ahora era consciente de que así había sido desde que se adentraron en el túnel azul. La luz del lugar, o tal vez la música, debían transportar sus pensamientos.
   La joven fue hasta el arco de la derecha y se volvió.
   –Elena, ¿me acompañas? –como lo más natural del mundo, Elena se despidió de él, fue hacia allí y desapareció en la oscuridad del arco.
   –Alejandro, vienes conmigo –y él también siguió al joven y pasó bajo el arco izquierdo.
   La melodía entró con él y el lugar se iluminó. Una gruesa alfombra ocupaba el centro de la diminuta estancia, y sobre ella había una túnica de color turquesa pálido. Se desvistió para ponérsela y después se sentó sobre la alfombra con las piernas cruzadas. Siguiendo el dulce sonido de la flauta, recorrió la hilera de piedra menuda de la pared, que ascendía en espiral hasta el centro de la bóveda semiesférica.
   Cerró los ojos. Sintió la presencia del azul ultramar, como si continuara mirando en la penumbra del cubículo. El color empezó a cambiar hacia el cobalto y vibró al compás del órgano. Había empezado a sonar en algún momento, suave como la flauta. El ultramar volvió más claro, y la flauta soltó motitas turquesas que estallaron en ocres que lo impregnaron todo. Entonces apareció el castillo. Era la primera vez que lo veía, y lo estaba dibujando. Qué torpe se sentía intentando encontrar la composición ideal para pintarlo. La imagen se disolvió en un azul ultramar espectral mientras el órgano iniciaba una nueva melodía.
   Volvió a estar delante del castillo, por segunda vez, dirigiéndose hacia la puerta, donde ella le esperaba desmayada. La cogió entre sus brazos, la llevó al mesón y guardó su sueño. Esperó a que despertara, y volvieron juntos al castillo, envueltos en un plácido ambiente azul donde ella era la nota de color, la calidez. El azul infinito les hizo desaparecer y la melodía fue diferente.
   Una cinta azul mecida por el viento, un vehículo deslizándose por ella y él dejándose llevar; hacia el pueblo de la muchacha que le había robado el corazón y que se emocionó al verle llegar. El tambor repiqueteó y el azul tembló hundiéndose en el verde, hasta que volvió a ser azul.
   El vehículo se deslizaba de nuevo sobre la cinta azulada, y esta vez era Elena la que se dejaba llevar hacia el Acueducto; a ver al muchacho que la había enamorado y que se emocionó al recibirla. Dedos sobre el tambor y el órgano fluyendo grave. Una gota de verde cayó sobre el azul, formando ondas. Y el azul volvió, y se asentó, largo y profundo. Debían esperar, pues todo llegaría en su debido momento. Azul ultramar.
   Y el momento había llegado, y el azul ultramar onduló bajo las reverberaciones del órgano contra la bóveda y la flauta soltó unas notas de azul cobalto que saltaron sobre las olas y su espuma nevó los picos; el tambor salpicó un poco de azul celeste y el volcán estalló soltando chorros de azul de Prusia; entonces los tres instrumentos se conjuntaron como uno solo y los azules se fusionaron…
   Y ahora estaban allí, delante de la torre que les cobijaba bajo su sombra azul ultramar oscuro y que desapareció absorbida por el aire. Y al final sólo quedó la pradera verde azulada, y en los cimientos de su antigua torre, un azulado recinto más antiguo, el Templo.
   Inspiró profundamente y abrió los ojos. Su querubín le pedía que le acompañara. Se levantó y salió del cubículo a la vez que Elena lo hacía del suyo. Ojos que destilaban amor, unieron sus manos y así habrían permanecido, si sus criaturas angelicales no les hubieran pedido que les acompañaran a través del arco que aún no habían traspasado. Y se adentraron en la penumbra melodiosa, en el sereno azul. Elena y él, de nuevo en el azul cobalto, tras los angelicales adolescentes. Irisaciones de color que atravesaban juntos, hacia el profundo y lejano azul ultramar. Nuevamente desearon permanecer allí para siempre, envueltos en la música, en la tranquila penumbra azul; y la flauta volvió a animarles a seguir adelante.
   Al final del túnel entraron en la oscuridad del sosegado azul ultramar. La música creció y reverberó sobre la bóveda, iluminándola cual firmamento nocturno, dejando que algunas estrellas descendieran hasta posarse suavemente sobre las paredes y un titilante azul ultramar pálido envolviera la sala ovalada. Sus paredes ásperas de grandes losas verticales contrastaban con el pulido suelo de roca en el que se reflejaban. En el centro había grabado un enorme círculo y en su interior, tres aspas curvas surgiendo de un pequeño círculo y sobre él, una pequeña escultura de colores cobrizos y verdes.
   Se acercaron al círculo y se sentaron. Llamaba la atención. Una incisión profunda y ancha en la roca, sin pulir, a diferencia del resto del suelo. La escultura, en su centro, parecía bronce oxidado, aunque su superficie estuviera pulida. Costaba ver algo en ella. Podría ser una figura humana, un hombre surgiendo entre la vegetación, asentada a su vez sobre una base rocosa; puede que fuera eso. Animal, vegetal y mineral; los tres reinos de la naturaleza. No supo si lo había pensado él o…
   Surgió de la oscuridad del arco del fondo, una mujer elegante vestida con una túnica como la de los querubines. Llevaba el pelo recogido en dos trenzas que se enroscaban a los lados de la cara. Con gesto plácido juntó sus manos e inclinó levemente la cabeza a modo de saludo, antes de sentarse frente a ellos al otro lado del círculo. Llevaba un colgante al cuello, era… la estatuilla, la misma que tenía delante. Había algo en ella que… la miró a los ojos y… ¡era María! Sí, María, la de León. No la había reconocido.  Un aura turquesa descendió sobre ellos y la música casi se desvaneció.
   –Sed bienvenidos –María habló sin palabras, como los querubines–. Lo sé, Elena. Sí, Alejandro –dijo en respuesta a los pensamientos de ambos–. Cerrad los ojos y relajaos. Lo que deseáis conocer, aconteció hace mucho tiempo, en este mismo lugar.
   Sentado con las piernas cruzadas y las manos sueltas en el regazo, se sentía cómodo en un suelo de piedra que ya no resultaba frío ni duro; mientras la tenue y deliciosa melodía le adormecía; y todo fue turquesa.
   Bajo el límpido cielo azul turquesa se extendía una mancha verde de óxido de cromo. Un inmenso bosque sin fin, si no fuera por las pequeñas manchas que oscilaban entre el veronés y el esmeralda, pequeños claros en los que trazos finos y serpenteantes dibujaban un camino o un arroyo antes de desaparecer entre la frondosidad. En el mayor de los claros se reflejaba el cielo, sobre las calmadas aguas de un lago que tenía una isla. La niebla turquesa lo ocultó todo.
   La caprichosa brisa se llevó la niebla y volvió a ver el lago de deliciosas aguas turquesas. Alguien estaba pescando en su orilla. Detrás de él surgía un sendero que conducía hasta una mancha entre rojo inglés y tierra de sombra, un pequeño poblado de cabañas de madera. Los niños alborotaban mientras sus mayores cocinaban a la puerta de sus hogares, atendían los huertos o volvían de cazar en el bosque. El viento trajo de nuevo la niebla azul turquesa.
   Otra ráfaga y la niebla desapareció. Una mujer remando en una barca llegó a la isla, donde había un Templo construido en piedra. Se acercó hasta él y entró. La brisa transportó sus palabras: daba gracias a esa tierra que les proporcionaba lo que necesitaban, daba gracias por ello a la madre Naturaleza. Volvió la niebla, más densa y menos turquesa.
   Con la brisa llegaron otros hombres. Se acercaron al lago y fueron bienvenidos al poblado, pero rehusaron quedarse. Se alejaron hasta otro claro y construyeron un poblado. Una tenue neblina azulada pasó sobre la zona, se deshizo y pudo ver a las mujeres de los otros yendo con sus cántaros a por agua al lago, mientras sus hombres levantaban un Templo al Dios en el que creían. La bruma se cerró otra vez.
   El céfiro sopló con fuerza y los otros vinieron a hablarles de su Dios, el único y verdadero; animándoles a abandonar sus creencias erróneas y unirse a ellos. Les dijeron que creían en la Naturaleza y que ella era su Diosa. La niebla llegó, enmarañada y violeta.
   Aunque el viento soplaba con fuerza, la niebla espesa y retorcida se obstinaba en regresar. En uno de los esporádicos claros vio a los otros discutir entre ellos. Algunos querían tener el agua más cerca y otros poseer tierras de cultivo más fértiles; deseaban todo aquello que les fue ofrecido a su llegada al lago y ellos rehusaron compartir. Hilos de maraña violeta se retorcieron caprichosamente en el cielo. La codicia creció. Volutas enredadas que enrojecían. Otro claro en los albores del alba trajo a los otros hasta el pueblo del lago. Violento fuego rojo de destrucción y muerte, los exterminaron en nombre de su Dios. Todo desapareció en la neblina del humo negro.
   Con la brisa llegó la lluvia y lavó los vestigios de la tragedia. Los otros ya tenían lo que querían. Levantaron una torre que tapó la entrada al Templo de roca que no fueron capaces de destruir y festejaron su triunfo sobre los adoradores del mal. Regresó la bruma cenicienta.
   En una noche despejada de luna llena se adentraron en el lago y nadaron hasta la isla. Oraron a su Diosa y dejaron la ofrenda sobre el Templo antes de marcharse. Niebla inquieta y morada. Los otros levantaron una muralla alrededor del lago. Niebla violeta. Siguieron apareciendo ofrendas tras las noches de luna llena. Los otros construyeron un nuevo Templo a su Dios, sobre el de la Diosa. Niebla púrpura.
   La luna estaba llena y el resplandor turquesa volvió a brillar. Los otros, dirigidos por su sacerdote, volvieron a intentar apagarlo con sus invocaciones y sortilegios. Vano intento de deshacerse de un pasado culpable. Niebla azulada.
   El viento sopló con fuerza y esta vez le arrastró consigo, sumergiéndole en el torbellino azul turquesa que le devolvió al Templo.  
   Un turquesa tan triste como los prolongados acordes del órgano, tan triste como él. El órgano soltó un par de acordes disonantes y siguió adelante. A su lado, Elena se  hallaba en un estado semejante; podía percibir sus labios temblorosos y las lágrimas a punto de brotar. No se sentía con ánimos para abrir los ojos. La flauta arrastró al órgano hacia una tonada más alegre.
   –No guardéis rencor, es mejor perdonar –dijo María–. Fueron la codicia y el ansia de poder de unos pocos. Después, al intentar esconder sus errores, se sumieron en una intolerancia todavía mayor y acabaron por tergiversar lo que realmente ocurrió. En realidad, traicionaron a su Dios.
   Las palabras de María fueron reconfortantes. Abrió los ojos y se giró hacia Elena, las lágrimas reprimidas tras los párpados cerrados descendieron por sus mejillas.
   –Si el bien anida en tu corazón –continuó María–, da igual el nombre que quieras dar al hacedor de todas las cosas.
   –Pero lo que hicieron… –intervino Elena, pasando la mano por su mejilla.
   –Sus errores saldrán a la luz. Ese será su castigo.  
   El azul turquesa era más brillante y ya no resultaba triste. Estaba consiguiendo poner en orden sus pensamientos y empezaba a entender los sueños, o al menos parte de ellos; y sin embargo las dudas surgían y se amontonaban en su cabeza.
   –Puedo aclarar vuestras dudas –dijo María.
   –¿Por qué nosotros? ¿Por qué nos eligió la Diosa?
   –La voz de la Diosa se extiende por toda la faz de la Tierra. En los últimos tiempos, los humanos habéis ido perdiendo la facultad de escucharla; sin embargo, en la etapa más profunda del sueño, cuando vuestras mentes vagan libres de ataduras, todavía sois capaces de escucharla. Algunos habéis prestado atención y sólo unos pocos habéis acudido a su encuentro. Y no, no habéis sido elegidos; sois vosotros los que la elegís a ella.
   Las palabras pronunciadas por María en la sosegada atmósfera azulada, resolvieron sus dudas.
   –Y…, ¿la biblioteca de mis sueños? –intervino Elena.
   No había cerrado los ojos, no se había movido y sin embargo la luz fue más cálida. La melodía dejó de ser un eco y flotó a su alrededor, rodeó el mostrador circular y se fue hacia las estanterías repletas de libros que les rodeaban, dando una vuelta completa antes de desaparecer escaleras arriba.
   –Los arcanos…, también existen –suspiró Elena.
   –Toda la biblioteca está a tu disposición –dijo María.
   La biblioteca de Elena, de la que había llegado a dudar, realmente existía y se parecía a la de sus sueños. Entonces el dragón…
   Antes de que llegar a hacer la pregunta, se levantó una brisa ligera y el sonido de la melodía llegó hasta él. Levantó el rostro y allí estaba, dejándose llevar por la corriente como si fuera un pajarillo. El dragón, de un blanco inmaculado, envuelto en un cielo turquesa. La melodía se alejó y desapareció tras ella.
   –El dragón de mis sueños, era blanco…
   –Siempre fue tu aliado –dijo María.
   Seguía sin comprender. Había desechado que fuera Lucifer, el ángel negro derrotado por San Miguel. ¿Quién era entonces? La luz se hizo cálida de nuevo, incidiendo sobre la mesa. Estaba llena de dibujos de castillos y él estaba allí, acabando otro y coronándolo con un dragón. A veces estaba inspirado y hacía ese tipo de cosas, una criatura ficticia…   
   –Mi imaginación –cómo no se había dado cuenta.
   La flauta suspiró suavemente y dulces motas de color naranja descendieron sobre ellos; el órgano ronroneó a su alrededor y les meció suavemente en el azul estrellado; el tambor percutió y un torrente de vibrantes rojos estalló en la penumbra turquesa.
   –La Diosa se siente orgullosa de vosotros –intervino María en la penumbra de puntitos rojos y naranjas–, y desearía que la conociérais; sería un gran honor para ella.
   –Sería un honor para nosotros –dijo Elena.
   –Nos sentiríamos muy honrados.
   –Así sea. Entremos en el círculo.
   Se pusieron en pie y entraron en él, quedando cada uno en uno de los espacios delimitados por los arcos curvos. La figura resultaba diminuta colocada en el círculo central. Entonces María cogió su mano, él tomó la de Elena y ella la de María; y se unieron también en un círculo. La música se diluyó y las motitas de color desaparecieron. Un pálido destello de luz turquesa brotó de la escultura y ésta comenzó a elevarse.
   –Como en mi sueño –recordó Elena–. Entonces no sabía quién eras…
   Su fulgor se hizo más intenso a medida que ascendía, hasta que llegó a la altura de sus rostros y se detuvo. La pálida luz turquesa comenzó a expandirse, les alcanzó y continuó más allá, hasta envolverles en una burbuja cuyo fulgor siguió creciendo hasta brillar como el sol. La estatua se desvaneció ante sus ojos en el blanco turquesa, al mismo tiempo que a María le sucedía lo mismo, aunque él seguía apretando su mano. Casi al instante la sintió más suave y ella volvió, transformada en la mujer más bella que hubiera podido imaginar, una belleza que no era de este mundo.
   –Es para mí un gran honor. Elena, Alejandro, sed bienvenidos –el suave sonido de su voz, más dulce que la flauta, se extendió por la burbuja y permaneció vibrante en el ambiente –la Diosa Naturaleza se presentaba ante ellos adoptando forma humana.
    Y en medio de esa vibración musical flotaron los pensamientos  de la Diosa. Se formó un vasto espacio oscuro y frío que se fue poblando de puntos luminosos. Se acercaron a uno de ellos, era cálido y a su alrededor giraban unos pocos puntos más pequeños. Siguieron le trayectoria de uno de ellos, no era ni el más grande ni el más pequeño. Se asomaron a él y vieron que éste se volvía azul y se poblaba de pequeñas criaturas. Del azul emergieron los grises y algunas de las criaturas asomaron a él. La superficie grisácea se volvió verde y las criaturas surgidas del agua se asentaron allí, corrieron, nadaron y volaron. El amor de la Diosa hizo que todo aquello siguiera adelante, las criaturas compartían con ella ese amor y a ella le gustaba sentirlo…
   Y ellos percibieron ese amor, flotando en el ambiente, luminoso, musical, etéreo… y se dispusieron a escuchar de nuevo a la Diosa.
   –Habéis tenido que recorrer un largo y extraño sendero para llegar hasta mí. Y me siento feliz al ver que vuestros caminos se han cruzado y no deseáis que vuelvan a separarse… –Elena y él se miraron–. Os sentís unidos el uno al otro… –continuó–. Cuando consideréis llegado el momento, me gustaría bendecir vuestra unión.
   Ellos lo desearon de todo corazón, desearon dar el paso hacia esa vida compartida, un sueño anhelado hacía tiempo.
   –Lo deseamos.
   –No anhelamos otra cosa –Elena arrastró las palabras con pasión.
   El suave y dulce sonido vibró con creciente intensidad. Tambores, órganos y flautas, no eran los instrumentos conocidos, como si hubieran alcanzado un estadio superior, espiritual; y en medio de esa armonía flotaron los pensamientos de la Diosa, y los suyos.
…vosotros os habéis elegido…
…quiero a Alejandro, el hombre más maravilloso…
…amo a Elena, la mujer de mi vida…
…deseáis permanecer unidos…
…ahora y siempre, junto a Alejandro…
…deseo pasar el resto de mis días con Elena…
…os amaréis por siempre, a pesar de las adversidades…
…en todo momento, sí, lo deseamos…
…estar juntos para siempre…
…tenéis mi bendición…
   El eco de los pensamientos quedó prendido en el ambiente, su dulce sonido amortiguado recorriendo el interior de la burbuja. Habían sido bendecidos por la Diosa de la Naturaleza. Éxtasis de felicidad, algarabía de pensamientos mezclados y fusionados; serena felicidad en el ambiente blanco turquesa de etérea burbuja. Y fue en medio de esa paz, que la luminosidad turquesa dejó de ser tan blanca y la musical voz de la Diosa se hizo presente.  
…ha llegado el momento de la celebración…
…vuestra celebración…
…el inicio de vuestro amor eterno…
…estaré siempre con vosotros y vosotros conmigo…
   Y con una mirada llena de dulzura, la Diosa se desvaneció en la menguante luz llena de ecos melodiosos. Volvieron a encontrarse en la penumbra turquesa. La burbuja había desaparecido, la estatua estaba de nuevo en el centro del círculo y María volvía a ser ella. Transcurrió un tiempo antes de que ella dejara oír su voz.
   –Es el momento de vuestra celebración. Acompañadme.
Soltaron sus manos y salieron del círculo. María les condujo hacia el último arco y allí se detuvieron.
   –Ésta es vuestra ceremonia.
   –Nuestra celebración –dijo Elena.
   –El inicio de nuestro amor eterno –continuó, recordando las palabras de la Diosa.
   –Siempre estará con vosotros.
   Entraron en la oscuridad y unas cortinas se cerraron tras ellos.
   Azul ultramar. Eran ellos los que irradiaban un aura azulada que iluminaba suavemente la estancia.
   Azul turquesa, verde turquesa; el tiempo se diluyó, arrinconado por un amor sin límites.
   Verde veronés, amarillos de cadmio; una pasión que creció. 
   Naranja de cadmio, rojo bermellón, rojo de cadmio; y fueron uno.
   Violeta cobalto, azul cobalto; sosiego.
   Azul ultramar; el tiempo regresaba a lomos del pálido azul ultramar. La plácida flauta los llamó, había otro mundo ahí fuera y debían volver a él. Volvieron junto al círculo, donde les esperaba María, tan radiante y alegre como la refulgente estatua de la Naturaleza.
   María se acercó a Elena y le puso un colgante al cuello. Era una diminuta reproducción de la escultura.
   –En recuerdo de la ceremonia, para que no olvides. Ella siempre te acompañará.
   –Así sea –dijo Elena.
   Se acercó a él y procedió a ponerle el colgante.
   –En recuerdo de vuestra unión, para que no la olvides. Ella siempre estará contigo.
   –Será imposible olvidar –dijo él.
   –Estaré con vosotros… –música celestial en el fulgurante blanco turquesa emergiendo de la escultura.
   María inclinó la cabeza a modo de despedida y los querubines acudieron para acompañarles a la salida.


   Caminaban cogidos de la mano, hundiendo los pies en el herboso manto esmeralda que empezó a agitarse. Ya sabía lo que aquello suponía.
   –Vamos a tener niebla.
   –Podríamos sentarnos y esperar a que pase –le propuso Elena.
   Y así hicieron. Se sentaron en la mullida hierba a esperar. Aspiró la fragante brisa que llegaba del bosque. Los primeros jirones de niebla surgieron fantasmales entre los árboles. Las brumas no tardaron en empañar el límpido turquesa y poco a poco fueron descendiendo. Se apoderaron del Templo, que se convirtió en una sombra antes de desaparecer. Aún perduró el fulgor azul en su entrada. Luego fueron las piedras que guardaban el camino y por último, los tejos. La niebla avanzaba imparable y terminó envolviéndolos. Pasó el brazo por el hombro de Elena y ella apoyó la cabeza en su hombro, el azul habitaba en sus corazones. Y así permanecieron mientras la oscuridad se adueñaba del lugar.
   La melodía llegó hasta ellos, distorsionada, rebotando entre la niebla y la oscuridad; y no era azul, no venía del Templo. Eran los acordes de un órgano taciturno y distante, que se esforzaba en encender titilantes luces diminutas, oscilantes llamas de calidez en la parda oscuridad. Y enredadas en la melodía escucharon un sinfín de voces, voces extrañamente dislocadas… una lengua desconocida… y los puntos de luz… velas en la penumbra de la Iglesia.
   Los clérigos oraban en latín. El órgano lanzaba sus abatidos acordes a la bóveda y ésta los devolvía distorsionados. Elena y él permanecían cogidos de la mano. A su izquierda estaba León y más allá María. Aparecía en su sueño, era la sacerdotisa. Un sueño colmado de felicidad junto a Elena. Un sueño del que nunca debió despertar.
   –Quiero pasar contigo el resto de mis días –le susurró al oído.
   –Estaré siempre a tu lado –contestó Elena, mirándole a los ojos.
   Al mirarla comprendió que ella también había soñado.
   La gente comenzó a agitarse a su alrededor. Acababan de dar la bendición.
   –Ha sido una misa como no se veía hace tiempo –comentó León–, aunque no me he enterado de nada de lo que han dicho –continuó en voz baja.
   –Anda, vamos saliendo –le dijo María.
   Al echarse hacia adelante para levantarse vio que algo oscilaba delante de él y lo agarró para verlo. Se quedó perplejo, llevaba la figurilla colgada al cuello. Elena se llevó la mano al pecho y comprobó que también la tenía.
   No había sido un sueño.



No hay comentarios:

Publicar un comentario