lunes, 3 de octubre de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 24



24

Camino de la torre

   Tuvo que cerrar los ojos. Después de salir de la iglesia, hasta un día nublado resultaba excesivamente luminoso. Al entreabrirlos vio que Alejandro andaba igual que ella. Alguien, no supo quién, les preguntó si había acabado el oficio y ella negó con la cabeza. Si pretendían pasar desapercibidos, no lo consiguieron. Le asaltaron las dudas. Les verían subir y puede que hubiera curas allí dentro. De hecho, la puerta estaba abierta. Pero no habían llegado hasta allí para echarse atrás. Al escuchar el sonido de la flauta, supo que todo iba a salir bien.
   Avanzaron por el paseo entre la muralla y el edificio del castillo, camino de la torre cuadrangular, siguiendo la estela azulada de la melodía. La torre tenía acceso por una escalera de piedra que llevaba a la puerta, situada en el primer piso. Los escalones eran estrechos y no había barandilla. En sus sueños no era así, pero tampoco aparecía la iglesia, tan sólo una capilla en la planta noble. Puso el pie en el gastado escalón y empezó a subir, seguida por Alejandro. No habían hecho más que empezar, cuando se levantó una brisa suave y su mano fue a la pared, buscando resquicios a los que agarrarse, por si la brisa empeoraba.
   Pero lo malo no fue el aire, sino la bruma. Con la rapidez de un relámpago, todo se volvió borroso: el suelo, la muralla, la gente y más allá del castillo era imposible ver nada. Aún así el ambiente era de un amarillo luminoso que amenazaba con ocultarlo todo, como así sucedió. La bruma se hizo tan densa que los escalones desaparecieron, tan solo los ligeros destellos azulados por delante de ellos, indicaban el camino a seguir. Levantaba cuidadosamente un pie, lo acercaba al escalón superior y lo arrastraba hasta que la punta tropezaba con el siguiente. Así continuaron, hasta llegar a la puerta abierta.
   Sintió una intensa emoción al saberse por fin dentro del castillo. Agarró la mano de Alejandro y atravesaron la estancia, subieron las escaleras y entraron en otra sala. Conocía el lugar y le resultaba extraño encontrarlo vacío. No era el lugar lleno de vida de sus sueños. Tampoco era ése su destino, sino la torre de la biblioteca. Pasaron a la siguiente estancia y salieron al pasillo, donde había muy poca luz. Se asomó a la ventana. La bruma se estaba adueñando del entorno, ya no se veía el bosque y ¡oh!, allí estaba su torre, desapareciendo ante sus ojos. Sintió un escalofrío, había corriente en el pasillo, incluso algo de neblina.
   Sabía que estaban llegando a sus aposentos y emocionada, apretó la mano de Alejandro. Pero la niebla lo había invadido todo y aunque tanteó la pared, no dio con la puerta. Le hubiera gustado entrar un momento. Disgustada, siguió adelante, hacia la tenue claridad que surgía al fondo, donde sabía que estaban las escaleras. Pese a la luz, tuvieron que descender a tientas, sintiendo la humedad de la niebla en el rostro. Una vez en la planta baja, siguieron de frente, avanzando a paso lento, no hubiera algún obstáculo en su camino. Y por fin un poco más de luz, una puerta abierta. Salieron al patio de armas.
   La amarillenta niebla no dejaba ver las paredes del castillo. En su ciego caminar, el suelo se volvió blando y mullido bajo sus pies. Si seguían de frente tropezarían con el pozo y si se desviaban se enredarían en los rosales. Hundiendo sus pies en la agradable hierba y con el brazo extendido buscando los obstáculos, avanzaron por el patio. Sin embargo no dieron con el pozo ni los rosales, había sabido esquivarlos. Estarían cerca de la puerta por la que lograrían acceder a la entrada de su torre en el adarve. Siguieron caminando y no hubo otra puerta, ni tropezaron con muro alguno. La melodía que diera comienzo en el interior de la iglesia les guió, flotando por delante de ellos, a través de la niebla, en un patio que no se acababa nunca.
   Caminaron cogidos de la mano, en silencio, envueltos en esa atmósfera irreal que diluía el tiempo y cuya única referencia era el sonido de la flauta a la que seguían. Solos, Alejandro y ella, lo demás no importaba.
   En algún momento se hizo visible la hierba, de un verde intenso y húmedo, delante de sus pies. Sintió entonces la brisa acariciando su rostro. Giró la cabeza hacia Alejandro y le sonrió, podía verle. Bendita corriente que aligeraba la niebla. A su alrededor fue haciéndose visible la pradera y tal como la bruma había aparecido, se esfumó, dejando un cielo de nubes que dejaban pasar algunos rayos de sol. Y una amplia pradera que se extendía ante ellos, surcada de finos senderos apenas visibles. La melodía se tornó especialmente lenta y se detuvieron a contemplar el paisaje.
   Había dos enormes árboles, de un verde tan oscuro como el bosque del fondo. Sabía que su torre estaba allí, aunque no la viera; tras aquel par de tejos centenarios que jalonaban el camino apenas marcado. La flauta trinó alegre. Miró a Alejandro, no necesitaban decírselo con palabras, se querían.
   La melodía les condujo hacia los magníficos tejos de troncos rojizos y follaje oscuro, tras ellos asomaron dos enormes piedras rosadas apuntando hacia el cielo. Y al fondo, donde esperaba encontrar su torre, apareció una colina. En su base había una entrada enmarcada por piedras rosadas, como las que acababan de pasar. Un túnel que despedía una luminosidad azulada…, la entrada que quedó tras la desaparición de la torre…, el lugar desde donde la llamó Alejandro…
   Caminaron hacia su destino, un sendero que comenzaba en el castillo y les llevaba hacia un remanso de luz azulada.



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